Cincuenta años de música electrónica: breve genealogía afectiva de la máquina y la música // Enzo Messina

«Casi inmediatamente la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder» Borges, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Ficciones.

Música

La música no es sonido en el aire, la música inventa el mundo y, al hacerlo, desplaza la frontera de lo real. Escuchar es más que recibir sonidos, es aceptar otra gramática del tiempo, del cuerpo, de la emoción. La música te intercepta y te convoca, como en la canción italiana que frente a la irrupción pregunta: ¿qué quiere ésta música ésta noche?

La música electrónica no escapa al conjuro, nos interroga sin que lo sepamos sobre el mundo de las máquinas en nuestro mundo. Desde las autopistas infinitas de Kraftwerk hasta la melancolía de Joy Division y la máscara brillante de Daft Punk, no escuchamos canciones: escuchamos modos de habitar la técnica, ficciones que poco a poco se confunden con nuestra realidad.

La máquina, cuando entra en la música, deja de ser objeto. Se convierte en respiración, en textura invisible, en sombra que acompaña la vida cotidiana. La fábrica, el sintetizador, la caja de ritmos: todo ello se vuelve metáfora y sustancia, advertencia y promesa. Cada beat es ya una ontología en miniatura.

Kraftwerk: la geometría de la promesa

«Man machine, semi human being / Man machine, super human being» Kraftwerk, Man machine.

Düsseldorf, septiembre de 1975. Alemania busca una nueva voz. Kraftwerk se presenta en la televisión en una memorable performance del futuro por venir. Era natural que esa voz sea fría, repetitiva, casi matemática, después de todo en una época Alemania fue sinónimo de tecnología: «Vorsprung durch Technik» reza el Slogan de Audi, «progreso a través de la tecnología», más adelante Japón y Usa ocuparan ese lugar.

Luego de experimentar con sonidos análogos y digitalización de sonidos análogos con una música experimental estilo Stockhausen, (sí, la electrónica nació en la alta cultura) en Autobahn el viaje ya no es solo musical, es metafísico: una autopista que no lleva a ningún lugar, un trayecto sin fin donde la máquina se convierte en paisaje. Aparecen aquí también las primeras melodías que hacían a la máquina más amigable.

La estética minimalista del grupo —sus trajes idénticos, sus rostros impasibles, la voz filtrada por vocoders— es algo más que un gesto artístico: es la puesta en escena de un destino.

Heidegger lo llamó «Gestell»: el enmarcamiento que organiza la realidad a través de la técnica. Kraftwerk lo hace audible.

En paralelo, en los márgenes, Tangerine Dream exploraba otra vía: no la geometría precisa de la autopista, sino la fuga cósmica. Sus largos pasajes de sintetizador abrían la máquina hacia lo atmosférico, hacia una temporalidad suspendida que disolvía el marco técnico (Gestell) en pura deriva sonora.

Pero en esa frialdad late un resplandor. No es solo deshumanización: es también la esperanza de reconciliarse con la máquina, de dejar que su precisión sustituya nuestra fragilidad. El robot, ícono de The Man-Machine, no es todavía enemigo: es la figura de un porvenir posible, una geometría fría que promete, paradójicamente, un orden humano.

Joy Division: el fantasma en la máquina

«No language, just sound, that’s all we need know. To synchronise love to the beat of the show. And we could dance.» Transmission, Joy Division.

Manchester es otro escenario. No el orden geométrico de la autopista, sino la ruina de la fábrica. Allí surge Joy Division, a fines de los setenta, y su música es un espejo del derrumbe. La voz de Ian Curtis no canta: declama, se quiebra, se arrastra con una dignidad desesperada. El bajo se repite como un mantra, la batería golpea con frialdad maquínica. El sonido de los riffs de Summer no embellece: horada.

Mark Fisher leyó en esa música una novedad radical: la anhedonia, la incapacidad de gozar. Joy Division no grita rabia como el punk, ni celebra el futuro como el pop. Se instala en un presente clausurado, un tiempo donde ya no hay horizontes. She’s Lost Control no es solo una canción sobre epilepsia: es la parábola de una sociedad entera que ha perdido el control, atrapada entre la máquina y el vacío. La música de Joy Division no solo reflejaba una tristeza tradicional, sino una anhedonia, es decir, la incapacidad para experimentar placer, que era una novedad dentro de la música popular hasta ese momento.

Kraftwerk había mostrado la máquina como utopía fría. Joy Division la devuelve como condena: la máquina que se infiltra en la sangre, que marca un compás sin alivio. Si los alemanes ofrecían geometría, los ingleses exhiben una herida. Allí donde unos soñaban con autopistas electrónicas, otros escuchan el pulso del desamparo.

La música de Joy Division se vuelve entonces un síntoma de una condición cultural extendida: la representación de un presente sin futuro real, una experiencia emocional conectada con la precariedad y la desilusión que atraviesa a varias generaciones. Según Mark Fischer, Ian Curtis y su banda están catatónicamente conectados con nuestro presente y futuro, ya que expresaron de manera precoz ese sentir social. En ese sentido, dice, la música de Joy Division tiene un legado vigente, marcado por el vacío y la sensación de un futuro que no ofrece alternativas, reflejando un estado afectivo colectivo contemporáneo.

Luego de la muerte de Ian Curtis, la música de New Order, no lograría jamás desprenderse de la herida. La voz melancólica de Bernard Summer, las letras complejas y algo oscuras de sus canciones ofrecen un fuerte contraste con el hedonismo melancólico que sus ritmos bailables proponían.

Daft Punk: la máquina brillante

Around the world, around the world (Se repite 144 veces) Daft Punk, Around the world.

Dos décadas después, en París, Daft Punk, siguiendo el camino abierto por Giorgio Moroder, retoma la iconografía robótica pero la reviste de fiesta. Si Kraftwerk había hecho audible la geometría, Moroder enseñó que la máquina podía ser deseo. Daft Punk heredó ese pulso y lo convirtió en espectáculo global. Sus cascos espejados, sus beats cálidos, su estética retrofuturista: todo brilla, todo seduce. La máquina ya no es amenaza ni condena: es fetiche.

En Around the World la repetición no abruma, envuelve. El robot no sustituye al hombre: baila con él. Lo que Kraftwerk introdujo con distancia, y tal vez, algún optimismo crítico, Daft Punk lo convierte en espectáculo global, múltiples colaboraciones, la máquina al servicio de la fiesta y de otros artistas. El artificio se vuelve mercancía, y la pista de baile, un ritual de consumo.

El gesto es ambiguo. Por un lado, democratiza la herencia electrónica, la hace accesible y placentera. Por otro lado, neutraliza toda crítica. El brillo tapa la herida. El robot es ahora un objeto amable, un souvenir de la técnica que se compra, se comparte, se celebra.

Radiohead: Kid A, canto de desaparición

«That There, that’s not me» Radiohead, How to Disappear Completely.

Entre la herida de Joy Division y el brillo festivo de Daft Punk, se abre un desvío que no encaja en la línea evolutiva. Kid A (2000), de Radiohead, es ese pliegue. Un disco que, lejos de integrar la máquina como promesa o espectáculo, la asume como signo de desaparición.

Ya en OK Computer (1997) Radiohead había diagnosticado la alienación: voces metálicas intercaladas en «Fitter Happier», atmósferas de desencanto y deshumanización tecnológica, la sensación de que la subjetividad quedaba sitiada por los sistemas de control. Pero en Kid A ese malestar se transforma en otra cosa: no solo en alienación, sino en un extrañamiento total. No se trata ya de representar el efecto de la máquina sobre lo humano, sino de mostrar lo humano hundido en el paisaje maquínico, confundido con él.

En Everything in Its Right Place, la voz de Thom Yorke se fragmenta y se repite como un loop despersonalizado. En Kid A se distorsiona hasta volverse irreconocible. En How to Disappear Completely se escucha la renuncia: I’m not here / This is not happening. El sujeto ya no resiste, se borra. Lo que desaparece no es la máquina sino la figura humana, devorada por su propio artificio.

El disco entero funciona como un canto de desaparición. Las guitarras, emblema de lo humano en el rock, casi no aparecen. En su lugar, texturas glaciales, ritmos suspendidos, paisajes electrónicos que producen un efecto de desarraigo. No hay centro, no hay melodía estable que asegure identidad: solo capas sonoras donde lo humano se extravía.

Si Joy Division había mostrado la anhedonia de un presente sin futuro, Radiohead radicaliza la experiencia: lo que se pierde aquí es la posibilidad misma de sostener una voz, un sujeto, un intérprete. Kid A no representa el dolor de la máquina, sino la fusión de lo humano en ella. Es un disco espectral, un Tlön incompleto: todavía percibido como pesadilla, pero ya anticipando el horizonte donde la técnica absorberá por completo la experiencia.

IA: la máquina invisible

En la era de la inteligencia artificial, el círculo parece cerrarse. La máquina ya no se muestra como fría geometría, ni como herida, ni como fetiche. Se muestra como utilidad cotidiana, como compañía invisible. No aparece: está. Su éxito radica en su capacidad de volverse transparente en esa costumbre curiosa y reveladora: la proliferación de versiones creadas por inteligencia artificial donde el artificio electrónico ya no es innovación, sino imitación.

Escuchamos a los Beatles cantando Despacito, a Frank Sinatra interpretando baladas contemporáneas, a voces muertas revividas para servir al meme. Lo inquietante no es solo el pastiche, sino la naturalidad con la que lo recibimos: el artificio no sorprende, se consume como entretenimiento ligero.

Allí la máquina ya no busca abrir un mundo nuevo, como lo hizo Kraftwerk, ni dramatizar su herida, como Joy Division, ni siquiera vestirla de glamour, como Daft Punk: simplemente recicla lo existente, lo combina, lo ofrece sin promesa ni crítica. Es el artificio vuelto hábito, una segunda naturaleza que confirma que la ficción ha pasado a ser el modo corriente de lo real.

Pero la IA no se limita a reciclar: produce afectos sintéticos que experimentamos como genuinos. Las playlists algorítmicas no solo organizan canciones existentes, crean estados de ánimo a medida. Spotify nos ofrece «música para concentrarse», «sad indie», «chill vibes» con una precisión que parece conocer nuestro interior mejor que nosotros mismos. Lo inquietante no es que la máquina imite nuestros gustos, sino que fabrique deseos que creemos propios.

Cada «Discover Weekly» es una pequeña subjetivación artificial: la IA no nos da lo que queremos, nos enseña qué querer. El algoritmo se vuelve así una máquina de producir intimidad sintética, una técnica que ya no organiza el mundo desde afuera, sino que modela el deseo desde adentro. Lo que Heidegger llamó Gestell encuentra aquí su forma más sutil: un enmarcamiento que no necesita mostrarse porque opera directamente sobre la textura afectiva de la experiencia.

Lo que parecía entretenimiento es ya modo de vida. Lo que parecía herramienta es ahora horizonte. La técnica, como dijo Heidegger, no es un simple instrumento: es el modo en que el mundo se nos presenta. Y ahora, cada vez más, ese mundo es fabricado por la máquina misma.

Epílogo: Tlön y la resistencia de lo real

«El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles». Borges, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Ficciones.

Kraftwerk, Joy Division, Daft Punk: tres modulaciones de un mismo proceso. La máquina como promesa, como herida, como espectáculo. La IA, en cambio, inaugura un estadio distinto: la ficción tan suavemente integrada que ya no se percibe como ficción.

En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, lo inventado comienza como un juego: una página sobre una región inexistente maliciosamente intercalada en una impresión, de una edición de una enciclopedia transcrita de otra enciclopedia, derivará, por la mención de un mundo en ese artículo falso, en la creación de ese mundo que terminará desplazando lo real. Algo semejante ocurre con estas arquitecturas sonoras. Al principio, parecían solo metáforas: autopistas electrónicas, voces quebradas, robots que bailan. Con el tiempo, sin embargo, esos mundos musicales se han vuelto el tejido mismo de la experiencia contemporánea.

Ya no se trata de preguntarnos si esas ficciones son verdaderas o falsas, sino de advertir cuánto pesan en lo real. Como en Tlön, lo imaginado persiste hasta volverse más sólido que lo tangible. La música electrónica, en su tránsito de geometría, herida y brillo, nos ha mostrado que no escuchamos canciones: experienciamos mundos. Y esos mundos, al repetirse, terminan por creerse más verdaderos que la realidad que pretendían acompañar.

En 2021 Daft Punk publica Epilogue: dos robots caminan hasta que uno se detiene, activa un mecanismo y explota en el horizonte, mientras en pantalla se inscriben los años de su reinado. Thomas Bangalter explicó luego que la decisión estuvo motivada por el ascenso de la inteligencia artificial: seguir siendo robots, en un mundo donde la IA simula emociones, habría significado confundirse con aquello mismo que buscaban interrogar.

El inicio de la carrera solista de Thomas Bangalter sin casco, (Mythologies, 2023) para orquesta sin electricidad ni amplificación, no es solo un cambio de estilo, sino una declaración política: volver al cuerpo acústico frente a la proliferación de inteligencias artificiales que imitan, mezclan y reciclan. Si el casco había sido emblema de la fusión con la máquina, su abandono señala otra estrategia: reaparecer como humano, desnudo de artificio, y afirmar que todavía existe un resto irreductible, un timbre orgánico que no puede ser reemplazado. Una música sin cascos ni algoritmos, que no busca competir con la máquina, sino recordar que aún hay una experiencia de lo humano que resiste en su vulnerabilidad.

Allí donde la máquina inventa mundos de geometrías no humanas, el cuerpo persiste como resto de lo real que resiste.

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