por Juan Pablo Maccia
Ni jóvenes ni consagrados, los autores a quienes pertenecen los textos que me han impactado durante este verano, que raudo se ha ido, tienen un cierto aire de familia sin que quepa en lo más mínimo agruparlos en conjunto alguno. Se trata de textos de un fin de época (o de ciclo, o de década, o de ilusión, que cada quien escoja), de escrituras que fugan todo lo que pueden, mejor o peor de la política hacia la historia, a partir de tácticas literarias específicas.
De la lucha armada a la lucha narrada: la serie que aquí esbozo no posee coherencia alguna como no sea la de mi perspectiva -culpable tanto de ser subjetiva, lo que es inevitable, como de irritar a mi atribulada prima Laura, a quien debo definitivamente el acceso a las lecturas más avanzadas de la ciudad de Buenos Aires que no siempre llegan a los circuitos del interior y que ella me envía mientras su ánimo pasa de la euforia al decaimiento.
Es lo que ocurre con las intervenciones de quienes, para ahorrar detalles, llamaría los escritores de mi generación. En primer lugar, con Teatro de operaciones, de María Pía López. Desde la solapa se nos informa que la autora no es una novata ni en el mundo del ensayo, ni en el de la novela o el de la política. Tal confesión de parte abona mi hipótesis de lectura: se trata literatura como regulación de una argumentación en huida (de un cierto presente que comienza a volverse ominoso) fallida (ya que al fin y al cabo el compromiso político entrampa desde lo menos voluntario: los afectos). Literatura de la conspiración de una organizadora cultural –nuestra autora es innegablemente gramsciana- envuelta en una atmósfera urbana desquiciada, a la Roberto Arlt.
¿Podemos imaginar la trama de nuestras aventuras, las nuestras y las de nuestros compañerxs, como si fuesen líneas de un éxodo fantástico, desplegadas en razones alucinadas, como si todos estuviésemos más bien locos, o más bien como si los conflictos históricos que atrevamos no fuesen sensatamente comprensibles sino por medio –justamente- del factor locura? La obra hace al lenguaje, se ha dicho. Por lo mismo el autor (autora) es también una rebelión contra un destino, en la escritura.
En este caso se trata de buscar una victoria táctica para una expresión política imposible: el populismo artleano, secta esotérica (y erudita, proliferante en citas secretas y en reenvíos para iniciados) que gira en torno a la pregunta: ¿puede un escrito desestabilizar un orden?
La pregunta no es ociosa: en la guerra de las tribus (literario-políticas-militares) entre borgeanos y artleanos (desde ya, guerra mítica en torno a los grandes nombres: Borges, Eva, Perón). Pero también –menos obvio, y acaso también menos ficcional- entre “zombis” y “eternautas”. Eternautas que acaban por expulsar a los arlteanos del movimiento: por tibios. Por populistas imperfectos, eternamente sospechados.
¿A dónde van los “artleanos”? Toda la novela es una imaginativa deriva en torno a intensidades esbozadas en episodios verosímiles que en un cierto punto (¿a lo Aira?) levantan vuelo, dementes. Una vez más: el desquicio como fuga y como reverso de lo que no puede ya ser argumentado de otro modo.
Sobre Javier Trímboli, el otro escritor de mi generación, no me voy a extender, pues me he ocupado de él hace exactamente un año. En una entrevista que le realiza la revista El rio sin orillas –la revista más bella que ha llegado a mis manos- en su número 7, Trímboli se entrega a un sutil soliloquio –las preguntas no alteran realmente su deriva- sobre la experiencia de quienes estamos pasando la mitad de los cuarenta años, un ejercicio maestro del relato en términos de la propia experiencia.
Historiador al fin -aunque desviado, según nos cuenta, tanto por su pasión política como por obsesión en torno a la escritura- Trímboli nos narra, en un mismo movimiento, su comprensión por las historias militantes juveniles de las izquierdas desvaídas de fines de los 80, y las escenas de locura y guerra –recordémoslo: las mismas palabras con que mencionamos la obra de López-, la toma de La Tablada del año 89, con la del Paraguay del siglo XIX.
Trímboli se dedica a temas de educación, en el Ministerio, y asesora –siempre según su relato- en la televisión pública. Años de entusiasmo en el estado, debidos al impulso kirchnerista (aparentemente agotado), y no adhesión al estado como institución. Nuestra generación no puede darse ese lujo. En esto (la imposibilidad del “amor al Estado”), Trímboli habla mejor que la otra pluma invitada por la revista, la filósofa Silvia Schwarzbock quien con talento pero con un tono menos convincente vuelve sobre lo mismo, a propósito de Ferreyra, Kosteki y Santillán.
Si “nuestra generación” narra la retirada convocando a los más jóvenes a no desesperar por lo que pueda venir, por lo que pueda perderse, Christian Ferrer, entrevistado por la revista Mancilla No. 6, no se deja correr un ápice por unos entrevistadores que lo inquieren asumiendo la posición de esa fracción de la juventud kirchnerista militante que con mas entrega se ha brindado a las mieles de estos años.
Asumiendo una posición histórica libertaria, que la juventud ilusionada no puede oír sino como escéptica, el filósofo -que ronda los 55 años, definitivamente otra generación- revela un conjunto de continuidades de esta década con las que la anteceden en los precisos términos que durante estos tiempo quisimos olvidar (y posiblemente los jóvenes hubieran deseado no conocer). Como una flor que recién comienza a abrirse, la juventud intelectual que hace sus primeras armas en defensa del presente comienza a lidiar con el afuera.
Son estos discursos los que pesan, cosa que la crítica de las celebridades intelectuales olvida olímpicamente. Y no ocurre esto solo en el campo de las izquierdas. Allí está, como contrapeso, la entrevista que realiza la revista Crisis a Carlos Pagni. Dado que participé de ella junto a distinguidos colegas y editores de la revista no abro aquí juicio sobre la misma, y como me he ocupado insistentemente del personaje, me limito a comentar la impresión que me queda (ya no sólo como lector, sino además, como entrevistador): Carlos Pagni brilla, entre las escrituras periodísticas del presente, porque tiene la virtud de no consumir discurso kirchnerista (y el defecto de no dejarse afectar por los temas que el kirchnerismo ha movilizado). Un tipo brillante y peligroso, que oscila entre lo lumpen en la fuente y la operación, y lo aristocratizante en el trato y la escritura.
Lejos de los intelectuales de mediana edad que preparan sus embarcaciones para navegar aguas cada vez más tempestuosas, como de los cincuentones, que entre lo libertario y lo liberal, es decir, con dos éticas casi opuestas, han permanecido a distancia del ensueño de la década encontramos la curiosa (y solapada) polémica de Diego Valeriano con el filosofo cordobés Diego Tatián. Lo que me interesa de la polémica, en la que este último realiza un elogio del cuidado –uniendo la “prudencia” del filósofo Spinoza, y el control oficial de precios- es la distancia interior que produce la respuesta de Valeriano: un kirchnerismo intuitivo, previo a los conceptos que lo explican, nutricio y completamente ajeno a las retóricas que en su momento alentaron el desborde y ahora le temen. Un conatus crecido –incluso agresivo, violento, que hace historia salvaje- dentro del consumo y contra sus regulaciones, que desea ir por más incluso ahora. Un movimiento que se aleja de todo eufemismo y se opone a todo ajuste razonado. Esta “oposición” viene de lo más adentro y constituye, tal vez, lo más auspicioso, también por su amor a lo plebeyo, afilando la prosa de las mutaciones al calor de este verano que raudo se nos fue.