Cayeron piedras // Agustín J Valle

Hace no mucho tiempo, el ex Presidente hijo de Macri estuvo en el programa de televisión de Mirta Legrand, sin ella porque lo que se reproduce es el dispositivo: un espacio donde poner al cuerpo en situación de no-producción, no trabajo, no oficiando su oficio, sino almorzando. Se sabe que la verdad se asoma en los recreos, en los pasillos, en los breaks. Sentada, deglutiendo, la gente se suelta y expresa cosas más allá del “casette” (qué antigüedad la expresión). Entonces a Macri se le escapó un chorrito de verdad que fue muy señalado, cuando dijo que mientras trabajaba de Presidente trataba bajar la persiana a las siete de la tarde, todos los días, y quedarse con la familia viendo la tele, sin enterarse de nada ni responder nada. Se lo acusa más que nada de vago y en realidad no es vago -o al menos no tiene una pizca de lo que se llama la vagancia-, simplemente su forma es la de quien sabe que, de fondo, puede no hacer nada e igual está salvado. Lo que contó, en rigor, es que estaba agobiado, quemado, deprimido. Al fin y al cabo es un bípedo más, solo que fue líder emergente de un movimiento que llevó a la política la subjetividad corporativa de forma literal. No tiene por qué -desde un punto de vista naturalista, o materialista- estar a la altura de la Historia. Los presidentes también pueden entrar en depresión. En parte por ese quiebre anímico de Macri, la razón del capital ahora ve crecer en el plano de la política expresiones como el neo facho de Javier Benny Hill Milei, con su furiosa vitalidad. Lo más vital que nos pasó a los progres en el último año y medio fue ser odiados por semejante crispación, dicen algunos. Si nos odia tanto, algo de vida tenemos. No ha de ser por Alberto Fernández; está allí precisamente por su bajísima capacidad de generar pasiones. Cristina lo eligió porque advirtió que, en la coyuntura aquella, resultaba un buen candidato. Nunca se planteó que fuera buen Presidente. Un hombre de la Política, no de la Historia. Razón de Estado. Rosca y gobernabilidad. Cristina, en cambio, sí tiene una presencia jocunda que amerita odio, o más en general, pasiones fuertes. Ella sí piensa desde un plano más histórico; tiene más presente la lucha de clases, negada por Sergio Berni, a quien ella apoya. Pero la Historia la puso en un combate del que pareciera no tener salida. Le volvieron loca a la hija, que tuvo que replegarse a un exilio psiquiátrico. No se fue a Estados Unidos (como Béliz), ni a España como Urutbey. Se fue a Cuba. Materialismo aleatorio: la líder del proceso político que procesó institucionalmente la revuelta de 2001 (que contuvo sus efectos, en el doble sentido del término) fue blanco de un odio de clase que no era en realidad contra ella, sino contra el protagonismo, que había crecido, de sujetos subalternos, pero que fue depositado en ella como receptáculo -ella, que en aquel discurso en Parque Norte cuando estalló el conflicto con los dueños de las tierras, declaró: “no estamos en contra de las ganancias empresariales, nosotros -los peronistas- inventamos la alianza entre el capital y el trabajo”. Pero se la agarraron con ella -las clases privilegiadas no quisieron tanta alianza- y ahora, por la dinámica del combate, parece ser casi la única que sabe percibir un poco más allá de la inmediatez del teatro político, por ejemplo cuando señala que “el lawfare no es contra un líder o un pequeño grupo de líderes, sino para disciplinar a todos los que se dediquen a la política, meterles miedo”. 

 

Más allá del espectáculo de la política, o sea más acá de la esfera que gestiona institucionalmente las relaciones de fuerzas de la sociedad -que se dirimen en instancias múltiples de forma infinitamente más amplia-, se cuecen las habas. En el 2001 se escrachó a Cavallo, a los bancos, a la Corte, se corrió a la yuta, se echó al Presidente -sufrimos más de treinta asesinados, e hicieron falta dos más seis meses después, en la Estación Avellaneda, para entristecer y desanimar la revuelta. Las clases privilegiadas tenían miedo; la reproducción normal del privilegio crónico, estamental, tembló un poco. Sin aquellas condiciones sería impensable lo inclusivo y democratizante que tuvo el proceso de gobierno kirchnerista. Tener esto presente no es nostalgia: es estratégico. Solo hay movimientos democratizantes consistentes en el plano institucional cuando reflejan la fuerza de la movilización social. Entonces resulta un problema grande si los ¿líderes, representantes, emergentes, delegados, referentes, extractivistas? de la movilización promueven la desmovilización, como hizo Alberto desde el mismísimo día posterior a aquel palizón hermoso de las PASO. Y la ortodoxamente alfonsinista gestión del funeral de Diego, y la represión y quema de ranchos en Guernica reformaron esa línea. ¿Puede haber algo popular en el gobierno sin encauzar alguna consistencia presente de aquella histórica e impresionante plaza del 10/12/19? ¿Cómo es que siguen haciendo fortuna los bancos, los terratenientes, el puñado de productoras alimenticias que manejan los precios, las energéticas, clarin, mercadolibre, y demás, mientras se extiende un drama de miseria especialmente agudo aún para la historia contemporánea argentina? Una desesperante situación -contenida en parte por las organizaciones de la economía popular- que acaso no estalla justamente porque la figura de Cristina sostiene alguna esperanza (“coordina expectativas”). Pero no fue ella ni fue Alberto quienes derrotaron al macrismo; es más: de no ser por aquellas cuarenta o cincuenta mil personas que la acompañaron, bajo intensa lluvia, en abril de 2016 cuando tuvo que declarar en Comodoro Py, seguramente la habrían metido presa. El teatro se acomoda a las condiciones que impone la movilización popular. Macri mismo lo dijo, sin advertir lo revelador de sus palabras. “¿Y siempre estuviste así, encerrado viendo Netflix desde las siete de la tarde?”, le preguntó Juana. “No, no”, contó el condenado por contrabando, “fue desde que nos tiraron catorce toneladas de piedras en el Congreso, en diciembre de 2017. Ahí sentí que no podía más, que habíamos ganado en octubre, y aún así no había caso; a partir de ahí estuve deprimido”. Se quebró ahí, en aquella batalla por la Previsional. En la que muchas organizaciones se dieron la vuelta y retrocedieron a la nueve de julio -por una combinación de entendible miedo y cálculos políticos- pero muchas otras se quedaron al frente y, sobre todo, se les iban lxs pibxs al frente más allá del encuadre de los dirigentes. Allí derrotamos al macrismo, comenzamos a derrotarlo; fue una estocada de la que no se recuperó. Esa noche del 18 hubo cacerolazos de protesta en la mismísima Capital,y una tercera marcha (14, 18 y 18 noche) al Congreso. Un par de meses después el gobierno acudió al FMI: como señaló Diego Sztulwark, no solo para pedir Plata, sino un aliado político. Acá ya se sentían en el horno. Esa batalla callejera -que por supuesto reúne lazos y ánimos que se gestan en otras dimensiones también- hirió de muerte al gobierno de los CEOs, despues de dos años en que lograban aparentar que las movilizaciones de cien, doscientas o trescientas mil personas ni los molestaban. Después apareció la herramienta electoral que tradujo esa correlación de fuerzas al plano institucional. Ahora se realizará el acto electoral y no hay que olvidar que a veces llueven piedras -y para eso es preciso el gesto de agarrar la tierra, dar vuelta este suelo-, y, a veces, sapos.

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