Hace algo más de un año atrás publicamos un libro titulado 19 y 20; Apuntes para un nuevo protagonismo social. El esfuerzo por escribir y editar aquellos apuntes en unos pocos meses -mientras la dinámica de los hechos se sucedía en las calles- dio lugar a una reflexión cuyo estilo fue determinado por la vocación de escribir al pié de los acontecimientos.
Al contrario de lo que habitualmente se da por cierto, no resulta del todo convincente aquella premisa metodológica que enuncia que las cosas se ven mejor a la distancia. Lo que la perspectiva de la distancia permite ver no debería pretender para sí superioridad alguna. Ya que si bien puede aspirar a una serenidad que habitualmente escasea entre quienes se ven afectados por el despliegue de los hechos, son estas mismas afecciones las que constituyen los posibles reales de una situación. De allí que la escritura «en caliente» aspire a registrar una complejidad que posiblemente se virtualice en el futuro cuando se atribuyan retroactivamente posibles que entonces no eran pensables. El largo año y medio transcurrido entre las jornadas insurreccionales de diciembre del 2001 y las elecciones presidenciales de abril del 2003 merece ser pensado. Muchas preguntas se suceden: ¿cómo comprender, a la luz de la actual fase de aparente estabilización institucional, los acontecimientos de diciembre del 2001? ¿Qué es lo que sucedió con la promesa de una transformación radical del país entrevista a partir de la consigna «que se vayan todos, que no quede ni uno solo», cuando el proceso electoral nos habla a las claras de una notable participación de la ciudadanía en los comicios y cuando los cinco candidatos principales -provenientes todos de los dos grandes partidos políticos mayoritarios desde hace décadas- se distribuyen casi el 95% de los votos? No podemos pretender para nosotros la pericia, el oficio y la dedicación de los analistas políticos. Tampoco las preocupaciones, ni el enfoque ni los supuestos que nos animan se conectan con los de dichos análisis. La palabra de los expertos obtiene su consistencia a partir de una cierta capacidad de agenciar información y disponer de un cierto uso técnico del lenguaje. Pero la política no es aquello que se sucede en el mundo de los hechos puros a la espera de la sentencia de los entendidos, sino que su incumbencia es colectiva: los «hechos» mismos se componen con las interpretaciones que de ellos se hacen, prolongando su potencia y haciendo de las lecturas mismas un nuevo campo de disputas que, a su vez, se ofrecen a la interpretación de otros. Lo que sigue, entonces, es una lectura «en caliente»: este texto fue concebido entre la primera vuelta electoral y el anuncio de la renuncia oficial de Menem, es decir, entre el 27 de abril y el 14 de mayo. El propósito es examinar los acontecimientos que trascurrieron entre diciembre del 2001 y mayo del 2003, lapso de tiempo éste que separa y comunica el estallido de una crisis económica y política sin precedentes y la emergencia de un nuevo protagonismo social (movimiento piquetero, asambleas, club del trueque, fábricas ocupadas por sus trabajadores, etc.) con la pretendida normalización cuyo punto de realización debía ser las elecciones presidenciales. La intensidad de este período -no menos que su complejidad- ha quedado obnubilada por quienes han proclamado que los resultados de las elecciones constituyen la muerte del movimiento del contrapoder y el borramiento de aquello que se abrió con las jornadas de diciembre. I La sorpresa (ruptura, destitución y visibilidad) La insurrección de diciembre nos sorprendió a todos. La misma noción de «insurrección» debió ser adecuada al carácter inédito de los acontecimientos. En efecto, la revuelta demandó durante meses de la inteligencia de todos quienes quedamos sorprendidos por su acaecer. ¿Qué venía a decir este imprevisto? Cada quien priorizó un aspecto. Según unos, la causa de todo aquello había que buscarla en una conspiración del peronismo bonaerense contra el débil gobierno de entonces. Otros creyeron ver detrás de los piolines que mueven a las marionetas, la implacable organización de ciertos revolucionarios probados. Hubieron quienes, incluso, desdeñaron todo lo sucedido al atribuirlo a una clase media cuyos ahorros en dólares le habían sido arrebatados. Como sea, lo mas probable es que todas esas versiones sean a la vez tan verídicas como insuficientes para dar cuenta de la dinámica efectiva de lo ocurrido. La insurrección de diciembre tuvo un carácter destituyente. Su abrumadora eficacia consistió -precisamente- en su poder de revocatoria. Las cacerolas y las consignas cubrieron todo el espacio urbano. La presencia hormigueante de cuerpos humanos, la ocupación de la ciudad, y la saturación de los ruidos no sólo no transmitía mensaje alguno, sino que impedía que cualquier cosa pudiera ser realmente dicha. Las condiciones de elaboración institucional de las demandas sociales fue radicalmente interrumpida. Y cuando se pudo hablar se insistió: «Que se vayan todos, que no quede ni uno solo». La clausura del espacio y de las condiciones de comunicación con el sistema político dejó en evidencia la ruptura de las mediaciones políticas, reveló la impotencia de las instituciones partidarias y gubernamentales y abrió una interrogación (festiva y angustiante) sobre el futuro colectivo de los argentinos. La insurrección desató así una ruptura de efectos múltiples. De un lado -y desde el comienzo- se hizo evidente que la irrupción de la multitud callejera en la ciudad alteraba de manera contundente el funcionamiento de los poderes. No sólo los poderes del estado, las fuerzas represivas, y los gobernantes se vieron afectados por la inesperada irrupción de un segmento importante de la población, sino que los efectos de tal alteración se registraron en evidentes movimientos en la economía, en las formas de habitar la ciudad, en decisiones empresariales, en la relación con los bancos, en la política de comunicación de los grandes medios, en el campo de las ciencias sociales, en la forma de conducirse de los políticos, de los militantes, de buena parte del campo artístico y cultural, etcétera. La combinación del default, la devaluación y la crisis política convirtió al país en un territorio de nadie, donde las movilizaciones diarias cruzaban a ahorristas defraudados con piqueteros y caceroleros junto a turistas audaces que venían a conocer a precio barato los devenires de la «revolución argentina». Otra consecuencia de la ruptura de diciembre del 2001 fue la visibilización de un conjunto heterogéneo de formas de protagonismo social que fueron surgiendo en períodos disímiles y en relación a diferentes problemáticas y que, hasta diciembre, apenas si eran conocidos, tenidos en cuenta y valorados. La raíz de este nuevo protagonismo tiene que ver, claro, con un capitalismo periférico en crisis. Pero el nuevo protagonismo no es una mera reacción. La potencia de la actualidad argentina radica, precisamente, en la emergencia de estas subjetividades que, desde hace años, experimentan en variados ámbitos de su existencia nuevas modalidades de sociabilidad. Aunque hoy parezca evidente, por aquellos días de diciembre el entonces pujante movimiento piquetero era prácticamente desconocido. A pesar de que su existencia se remontaba a varios años de lucha en todo el territorio del país, recién hacía pocos meses se había sabido de ellos de manera masiva a partir de sus cortes de rutas coordinados. Pero en los cortes de rutas eran maltratados, y los propios partidos de izquierda -que los despreciaron durante años- llegaron desesperadamente a construir sus propios movimientos piqueteros sólo unos pocos meses antes de la insurrección. Las iniciativas de varias organizaciones piqueteras en sus respectivos territorios -ligadas a alimentación, salud, vivienda, educación, recreación, etcétera- siguieron siendo por mucho tiempo y para una parte significativa de la población, totalmente desconocidas. Casi tan desconocidos como los piqueteros eran los diferentes nodos, redes y circuitos del trueque, que llegaron a aglutinar a millones de personas en el momento mas duro de la crisis. Su extensión llegó, tras varios años de desarrollo, a ser tan grande que incluso se aceptó que la moneda de unas de las redes valiese como moneda de pago para impuestos municipales. La figura del prosumidor no había sido apreciada como la experiencia subjetiva que pretendió reunir en un mismo espacio las capacidades productivas y la satisfacción de consumidores desplazando mediaciones financieras, burocráticas y comerciales. Lo mismo puede decirse de la sucesión de empresas ocupadas por sus trabajadores (largas decenas de fábricas, talleres, imprentas, bares, etcétera) a partir del vaciamiento de sus dueños, en varias ciudades del país. Éstas sólo eran objeto de atención de la izquierda institucional cuando se creía encontrar allí el resurgir de un sujeto obrero ausente. Todas estas experiencias -a las que podríamos sumar entre otras la de los escraches iniciados por la agrupación H.I.J.O.S. contra los genocidas impunes de la última dictadura, o las luchas que llevan adelante los mapuches en el sur argentino y la organización de iniciativas campesinas en el norte del país, como el caso del Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero- eran más o menos conocidas, pero permanecían en una relativa soledad. Las jornadas de diciembre provocaron una visibilización -a la vez que una mutua relación y, en cierta forma, una generalización- entre ellas y con quienes se volcaron masivamente a participar o a conocer dichas iniciativas. Una tercera virtud de la ruptura tuvo que ver con el surgimiento multitudinario de cientos de asambleas en los centros urbanos del país. Miles de vecinos se encontraron a elaborar -de manera conjunta- lo sucedido en diciembre a la vez que descubrieron un espacio de politización a la luz de la expansión del nuevo protagonismo social. La destitución de la institucionalidad política y de los partidos como instrumentos de gestión -o de transformación- de la realidad puso a los asambleístas frente al dilema de dilucidar nuevas modalidades de instituir la vida colectiva y la atención de necesidades inmediatas. Desde el comienzo, las asambleas -nacidas luego del 20 de diciembre- se vieron atravesadas por tensiones tales como si privilegiar el espacio del barrio, experimentando allí iniciativas ligadas al territorio, o si, por el contrario, trataban de sostener la capacidad de revocatoria política de las cacerolas, a la vez que debatían qué hacer con los partidos de la izquierda que pretendían cooptar las reuniones de vecinos para las orientaciones de sus propios aparatos. En rigor, todas las posibilidades fueron desplegadas: hubieron quienes se dedicaron más a la coyuntura política, a todo tipo de iniciativas vinculadas al barrio, y hasta quienes quedaron atrapados en las redes de los partidos de la izquierda, además de darse diferentes combinaciones entre estas variantes. Las asambleas protagonizaron -durante el 2002- la creación de comedores populares, acciones solidarias con los cartoneros, confluencias con los movimientos piqueteros, experiencias interasamblearias, manifestaciones, escraches y, en algunos casos, realizaron una muy rica experiencia de politización para sus miembros. Del lado de los acontecimientos que generaron la ruptura habría que señalar un largo conjunto de precedencias que operaron decisivamente en su desencadenamiento: experiencias de lucha -como las que acabamos de reseñar- cuyos orígenes pueden encontrarse en todo un cúmulo de descontentos y reclamos incumplidos; memorias superpuestas de luchas perdidas y de esperanzas frustradas; el desamparo de millones de personas por los efectos descarnados del neoliberalismo. Pero tal vez quepa hablar de un segundo tipo de historicidad vinculada a una cierta capacidad de lectura de las transformaciones operadas en las formas de la reproducción social y en la eficacia de las mediaciones políticas que regularon de algún modo la convivencia social. De este modo, el rechazo a los políticos -por ejemplo- no sólo se emparenta con una visión corporativa o neoliberal del mundo, descreída de las acciones colectivas, sino que se alimenta de un conjunto de frustraciones derivadas de las promesas de la reapertura democrática del ´83 hasta finales del 2001. II Fenomenología de una aparente reconstrucción La llegada al gobierno de Eduardo Duhalde, en enero del 2002, puso en marcha el delicado proceso de reconstrucción de estatalidad luego de la ruptura de diciembre. Hasta el momento, se asistía a una patética sucesión de presidentes elegidos por la asamblea legislativa para terminar el período del presidente destituido de la Alianza, De la Rua. La llegada de Duhalde implica, en primer lugar, un punto de detención a esa dinámica loca. El primer objetivo del gobierno de Duhalde consiste en calmar los ánimos y en evitar mas muertes. En segundo lugar en reorganizar -en el tiempo- las condiciones del nuevo esquema de reasignación de recursos, y la restitución del vínculo con el sistema financiero. A la declaración del default por parte del anterior gobierno de Rodríguez Saa, le sucede la devaluación del peso -es decir, la salida de la convertibilidad peso/dólar- y el desquicio inmediato de los precios, el desabastecimientos de productos, la suspensión de servicios, y la ruptura de todos los contratos pautados en dólares (deudas, depósitos, etcétera). El crecimiento de la pobreza y la indigencia se sucedió en proporciones geométricas. Como efecto de este fin de las reglas del juego en total ausencia de un poder capaz de proponer nuevas regulaciones, el verano del 2002 fue un caos generalizado en el que, como suele suceder, los principales beneficios fueron para quienes poseen más recursos para enfrentar la situación: los bancos (compensados por el Estado por la pesificación), los grandes deudores en dólares a quienes se les pesificaron las deudas, los grandes propietarios de tierras y productores agrarios y los consorcios exportadores trasnacionalizados para quienes el dólar alto es fuente de enriquecimiento. El panorama político se fragmentó alrededor de tres grandes bloques. De un lado, quienes promovieron abiertamente la dolarización, el ingreso al ALCA, y la utilización de las Fuerzas Armadas como instancia de control del conflicto social (siendo Menem y Lopez Murphy las caras visibles del proyecto). Del otro lado, el bloque pesificador-devalaudor, en el poder a través de Duhalde (y ahora del gobierno recientemente electo de Néstor Kirchner). Finalmente, el heterogéneo bloque de las fuerzas de centro izquierda, izquierda, sindicalismo alternativo y las expresiones de lucha mas consolidadas que se pronunciaron por una nueva forma de toma de decisiones políticas y de producción y distribución de la riqueza. La llegada al gobierno de Duhalde fue posible fundamentalmente por tres razones: a- por el estallido del pacto de dominación instaurado por Carlos Menem en el que la hegemonía correspondía al núcleo de las empresas privatizadas y al sector financiero trasnacional; b- por la solidez del peronismo bonaerense, cuyo nivel de penetración en los estamentos mas empobrecidos de la población y su nivel de organización le permitió evitar la generalización del conflicto por medio de la distribución de unos dos millones de planes sociales de unos 50 dólares mensuales; c- porque ante el estallido de los poderes políticos este capital partidario le permitió al peronismo bonaerense imponerse con comodidad como último garante de los restos del sistema político. El principal aporte del gobierno de Duhalde tuvo como mérito fundamental el hecho de subsistir al juego de presiones cruzadas y, particularmente, a la amenaza constante de las cacerolas. Al respecto cabe recodar la frase de Duhalde apenas asumió como presidente (quien, en rigor, había perdido en las elecciones presidenciales contra De la Rua): «con asambleas no se puede gobernar». El segundo período de la recomposición del sistema político se produjo al inicio del segundo semestre y giró alrededor de tres aspectos: a- la llegada del ministro de economía Lavagna, y su serena política de compatibilización de intereses junto a las primeras cosechas percibidas por Duhalde por ese mero hecho de «durar» que permitieron tranquilizar la subida del dólar y producir un moderado crecimiento de los sectores económicos beneficiados; b- la distribución de los planes sociales aceitaron los aparatos políticos, los cuales por medio de las redes del clientelismo lograron consolidar una cierta tranquilidad social; c- el aumento de la represión en los barrios que tuvo su punto máximo en la masacre del Puente Pueyrredón el 26 de junio del 2002. Fue precisamente el escándalo provocado por esa masacre lo que obligó al entonces presidente Eduardo Duhalde a poner fecha de sucesión del próximo gobierno, a la vez que admitir su imposibilidad de normalizar la situación en los lapsos previstos, circunstancias éstas que explican el adelantamiento de la fechas de las elecciones. El adelanto de las fechas influyó, entonces, sobre las tres tendencias virtuosas a partir de las que el gobierno procedía a realizar su programa de reconstrucción mínima de institucionalidad: a- la consolidación del precio del dólar, e incluso la baja, y la recuperación inevitable -incluso inercial- de una economía que no paraba de caer durante casi 4 añosseguidos. Este punto fue de una enorme relevancia ya que la habilidad del gobierno en este aspecto logró obtener -como un triunfo- un acuerdo con el FMI y una sensación de progresiva salida de la crisis, a la vez que se comprometía -entre otras tantas cosas- al próximo gobierno a conseguir un descomunal superávit fiscal para el pago de la deuda externa; b- la apertura de una dinámica electoral, aún sobre los restos de los partidos políticos, y en condiciones francamente desfavorables para los candidatos, ninguno de los cuales obtenía sino un bajísimo nivel de popularidad -la Unión Cívica Radical y el Frepaso (ambos conformaban La Alianza) virtualmente han desaparecido; y el propio Duhalde impidió que el peronismo presente un sólo candidato, obligando a sus tres líneas internas a presentarse en listas separadas-. Y c- crecientes niveles de represión de las experiencias del contrapoder: de un lado, la persecución de jóvenes dirigentes piqueteros en los barrios, muchas veces en manos de grupos armados sin uniforme y la reactivación, por otro lado, del aparato judicial, que ordenó en pocos meses -antes de la primera vuelta electoral- el desalojo de fábricas ocupadas por sus trabajadores (siendo caso testigo pero no único el de las trabajadoras y trabajadores de Brukman) y de decenas de ocupaciones (algunas de ellas por parte de asambleas barriales), así como la detención de importantes dirigentes piqueteros salteños. Los últimos meses antes de las elecciones se comenzó a percibir con preocupación que la fragmentación del sistema político podía llegar a generar un imprevisto: el retorno de Menem. En efecto, la consigna «que se vayan todos, que no quede ni uno solo» pareció, entonces, haber quedado atorada en su propia naturaleza paradojal: dado que alguien va a quedarse, podría ser que el candidato a tal permanencia sea precisamente aquel cuya insensibilidad respecto de los procesos de rebelión social era más evidente. La posibilidad de que Menem vuelva, sostenido en un porcentaje nada despreciable de la población -un 20% del padrón-, se tornó de pronto un factor atemorizador de una gran mayoría. Habría que agregar que antes de las elecciones se sucedieron al menos dos circunstancias cuya estructura anticiparon la dinámica que se visibilizaría con los comicios. En primer lugar, fue la invasión norteamericana, inglesa, polaca, española, etcétera, a Irak. De un lado, el poder militar concentrado decidió y ejecutó una guerra escandalosa no menos por sus propósitos que por sus efectos. Pero en paralelo se desencadenó un movimiento gigantesco en contra de la invasión. Ambos fenómenos pudieron convivir sin afectarse mutuamente: cada cual se desarrolló por vía paralela. En segundo lugar, menos de una semana antes de la elección, se produjo una salvaje represión a una manifestación de unas diez mil personas concentradas en apoyo de las trabajadoras y trabajadores de la recién desalojada fábrica recuperada Brukman. A sólo días de las elecciones la represión se hizo presente en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, con un salvajismo radicalmente incompatible con cualquier consideración sobre el estado de derecho que, se suponía, se estaba reimplantando con las elecciones del 27 de abril. Y bien, en este clima, se llega a la primera vuelta electoral. En los días previos, los medios de comunicación ganaron el espacio de la discusión pública con encuestas que daban por ganador a Carlos Menem y como posible segundo al candidato neoliberal puro -ex dirigente de la UCR- Ricardo López Murphy. El resultado de la primera vuelta se tornó una relativa sorpresa: votó algo menos del 80% del padrón. El voto blanco y nulo no fue significativo. La lista encabezada por Menem salió primera con el 24% de los votos. Luego se ubicó la lista oficialista con el 22%. Tercero quedó López Murphy, seguido por el peronista Rodriguez Saá y, pegada a él, Elisa Carrió -también ex dirigente de la UCR pero de tendencia centrizquierdista-. Los partidos de la izquierda tradicional, todos sumados, no llegaron al 3% de los votos. Tras la primera vuelta electoral aparecieron claramente dos efectos: por un lado, los políticos obtuvieron un lugar en la esfera pública casi exclusivamente a través de los medios de comunicación y, por otro, las encuestas pronosticaron rápidamente que Néstor Kirchner arrasaría frente a Carlos Menem con un 70% contra un 20%. El desempeño de Kirchner en la primera vuelta cosechó una buena parte de sus escasos votos gracias al aparato bonaerense que conduce Duhalde, de modo que sólo en la segunda vuelta el candidato oficial iba a beneficiarse con el apoyo de un electorado antimenemista que en la primera vuelta repartió su voto entre los otros tres candidatos. De las tres semanas que separaban la elección del 27 de abril de la que debía hacerse el domingo 18 de mayo, las primeras dos se caracterizaron por un masivo apoyo de dirigentes de casi todos los partidos a Kirchner. Incluso los apoyos recibidos por Menem en la primera vuelta comenzaron a emigrar hacia los pabellones del seguro próximo presidente. En este contexto Menem renunció a participar a la segunda vuelta acusando a Duhalde de organizar un fraude electoral, y a Kirchner de ser un montonero. De ese modo, el éxito que implicó para la recomposición de una institucionalidad representativa la primera vuelta electoral, se vio interrumpida al frustrarse la segunda vuelta y no poder proclamar un gobierno electo por un gran porcentaje del electorado. El nuevo gobierno surge entonces entrampado por la persistencia de la lógica del estado-mafia, y sin poder efectivizar su capital político -o popularidad- de manera inmediata. Situación ésta que debe leerse a la luz de la reconfiguración de la totalidad del sistema político a realizarse este año a través de las elecciones del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, de la gobernación de la Provincia de Buenos Aires, de Córdoba y de legisladores nacionales. III Las urnas y las calles Y bien, cómo era de esperar, han comenzado a circular las primeras estrategias de reflexión sobre la relación entre los efectos de las jornadas de diciembre del 2001 y las elecciones de abril-mayo del 2003. Se podrían reunir estos argumentos en dos grandes conjuntos de conclusiones realizadas cada una -con todos sus matices- según perspectivas opuestas. El primer conjunto de argumentos sostiene que no hay herencia política de los sucesos de las jornadas de los días 19 y 20. La posibilidad de organizar una revolución política a partir de aquel descontento -si es que fue una posibilidad auténtica- ha sido definitivamente agotada. Las izquierdas políticas han quedado completamente neutralizadas. No es que no haya grandes descontentos -o que no se prevean mayores-, sino que las demandas existentes no han sido organizadas por fuera del sistema político, lo que permite ahora restaurar los procedimientos propiamente institucionales para mediar en tales conflictos. No es que no haya habido una crisis profunda, ni que ésta se haya resuelto. Sino que, lógicamente, las crisis generan descontentos, y ahora se trata de atender estos asuntos hacia la normalización de la convivencia social por medio de métodos políticos. Desde este ángulo, la realización de la primera vuelta electoral posee un significado muy especial, ya que constituye un paso muy importante en la moderación de los ánimos. La segunda vuelta, aún frustrada, confirma un clima de alejamiento de los extremos. La amenaza de la antipolítica fue conjurada. Si esta primer estrategia de reflexión es festiva, el segundo conjunto es de lamento por la oportunidad perdida: los sucesos de diciembre eran el comienzo de una revolución posible. Pero para esto, hacía falta dotar el descontento de un programa político, de una organización, de una perspectiva. Se podrá polemizar sobre la característica de estas formas organizativas o sobre la amplitud de estas perspectivas, pero no se puede negar que estas son las condiciones para elaborar una política alternativa. El error fundamental cometido por quienes participaron de la revuelta -y sobre todo por quienes participan en experiencias autónomas- sería el haberse enredado en la estructura paradójica de la consigna «que se vayan todos, que no quede ni uno solo». Se perdió de vista, de ese modo, la complejidad de la lucha política para terminar cada quien escondido en su refugio, con un discurso idealista y unas prácticas abstractamente horizontales. Ambas lecturas se oponen en la perspectiva pero confirman una misma imagen de lo sucedido: las elecciones ocuparon el centro de la disputa política y uno de los contendientes -según parece- simplemente no se constituyó en ese escenario, abandonando el campo de batalla y firmando de ese modo su derrota. Si en el acto electoral no se hicieron presentes las fuerzas desatadas en diciembre, es que diciembre ya no existe. Abril-mayo del 2003 constituyen así la evidencia de una derrota retroactiva de aquello que pudo haber sido a partir de diciembre del 2001. La lección aparece transparente: el sistema político está en vía franca de resurrección, y las fuerzas del contrapoder han quedado enredadas en un previsible infantilismo político. Ambas perspectivas se corresponden con una misma lectura sobre los hechos del 19 y 20 como momento fundador y oportunidad de desarrollo de una revolución política. Sólo que mientras la primera temía esa posibilidad, la segunda la deseaba. Y ambas poseen, en llamativa coincidencia, una misma imagen de la política como un juego de dos sobre un mismo plano, con homogéneas reglas de juego: como si se tratase de una partida de ajedrez. De este modo, las cosas se presentan como un match en el cual el Sistema Político, el Poder o el Estado se la jugaba «el todo por el todo» contra el Poder Popular, la Política de la Horizontalidad o el Contrapoder. Así planteadas las cosas, la evaluación es indiscutible: las experiencias de contrapoder deberán madurar, aprender a «hacer política», comenzar el largo recorrido (como el del Lula y el PT) que las lleve, alguna vez, a ser opción auténtica de poder. Y sin embargo, las rupturas no son sino eso: rupturas. Un poder destituyente no necesariamente trabaja según los requerimientos de lo instituyente. Diciembre del 2001 no fue el surgimiento de un sujeto político. De allí que tal sujeto no se haya manifestado. Fue, sí, una ruptura, y una visibilización de un nuevo protagonismo social. Pero ese protagonismo es lo que es, precisamente, porque no entiende la política como se lo hacía una década atrás. De allí que no sea prudente lamentarse de que estas fuerzas no hayan actuado como si fueran ese sujeto. Mas aún: los efectos de las jornadas 19 y 20 fueron tan radicales -y subsisten a tal punto- que las elecciones estuvieron completamente afectadas por aquellas jornadas. Pero esto no habilita de ningún modo a establecer una relación a priori directa entre las luchas callejeras y la elaboración de experiencias de contrapoder y el resultado de las elecciones como tal. De hecho, las mismas personas que han participado votando a tal o cual candidato son en muchos casos las mismas que luego participan de las experiencias alternativas de contrapoder. O mejor aún: no son las mismas, ya que en el cuarto oscuro no se es el mismo que en la asamblea, o en el corte de ruta. Ambos sitios se instituyen según reglas heterogéneas: si las elecciones pretenden representar todo lo que existe y decretar, por tanto, la inexistencia de aquello que no logra capturar y medir, las experiencias de contrapoder, al contrario, existen sólo en situación, en un territorio, una espacialidad, una disposición corporal y un tiempo autodeterminados. No decimos que no haya relación entre ambas. No podríamos nunca negar que ambos ámbitos se afecten de manera relevante. Sí decimos, sin embargo, que no hay relación a priori entre ellas. Se trata -en su constitución- de dinámicas heterogéneas. Trasladar la potencia de una situación a lo que sucede en las elecciones, lleva a disolverla. Y, al contrario, ordenar una situación a partir de una lectura global de las elecciones lleva a destruir los posibles de tal situación. Ya no estamos en el juego de ajedrez. No hay una única dimensión. No existe un sólo conjunto de reglas dadas. Como dijo un amigo una vez, no se trata de las blancas contra las negras cuanto de las negras contra el tablero. Mientras las blancas mueven de una cierta manera, respetando ciertas reglas y conservando ciertos objetivos, las negras bien podrían alterar lo que se espera de ellas. Esto puede dar nacimiento a otra operatoria, crear nuevas estrategias, anular todo objetivo preestablecido y experimentar nuevos devenires. Se dirá que todo esto no es más que una fuga imposible por parte de unas piezas negras que estarían suicidándose. Pero esto no es cierto. Escapar a lo instituido no tiene por qué ser un rasgo idealista. De hecho, las negras deberán tener muy en cuenta el tablero y sobre todo los movimientos de las blancas. Pero en función -esta vez- de otro juego: el que ellas intentan jugar, ya que no es verdad que para hacer el propio juego haya que ganar primero al interior de un juego que no nos interesa. Patear el tablero, entonces, no es desconocerlo, ni desdeñar las consecuencias. Al contrario, sólo al intentar jugar a otra cosa es que se comienza a conocer la complejidad de las relaciones de poder. De allí que pensar una «no relación a priori» no indica una ausencia mutua de afectación, sino que más bien nos muestra que tales afecciones se dan como choque de fuerzas de naturalezas diferentes. Cada una de ellas se desarrolla a priori de manera independiente de la otra (en el sentido que la dinámica de una, no depende directamente de la dinámica de la otra) y no tienen ningún tipo preconcebido de relación (causal, de correspondencia) y, a la vez, no hay por qué descartar que su evolución las lleven a ciertas confluencias, a marchar de modo paralelo o a chocar de modo directo, produciendo todo tipo de configuraciones incluso sorpresivas. Y en este caso sucede que la dinámica política se ha fracturado. De un lado, el poder se institucionaliza, pretende normalizarse. Y para ello se encuentra en un combate atroz por lograr hacer lo que antes de la ruptura de diciembre hacía sin mayores problemas: realizar internas de los partidos, seleccionar candidatos y elegir gobiernos que asuman con cierta legitimidad a partir de una determinada acumulación de votos. Del otro lado, las fuerzas del contrapoder ganan tiempo, se organizan, discuten, se realizan acciones de las mas variadas. Como se ve: las consecuencias del 19 y 20 siguen actuando de manera permanente en todo el campo de lo social, como condición -de destitución- incluso para quienes pugnan por jugar a juegos distintos. IV Fenomenología del contrapoder El contrapoder no es mucho más que el conjunto de resistencias a la hegemonía del capital. Es decir: una multiplicidad tal de prácticas que no es pensable en su unidad (como un movimiento homogéneo) y, a la vez, una transversalidad capaz de hacer producir resonancias -de claves e hipótesis-, entre diferentes experiencias de resistencia. La fórmula «resistir es crear» da cuenta de la paradoja del contrapoder: de un lado, la resistencia aparece como un momento segundo, reactivo y defensivo. Sin embargo, «resistir es crear»: la resistencia es lo que crea, lo que produce. La resistencia es, por tanto, primera, autoafirmativa y, sobre todo, no depende de aquello a lo que resiste. En efecto, en Argentina ha emergido un conjunto de redes que trabajan alrededor de experiencias de salud, educación y economía alternativas, asambleas, ocupaciones de fábricas, piquetes, etcétera. Estas experiencias son heterogéneas entre sí. Estas redes tienden -y no siempre lo consiguen- a autonomizarse respecto del mando del capital en la misma medida en que éste no es capaz de incluir-integrar socialmente, sino excluyendo. Si en la base de estas resistencias está la crisis, no es menos cierto que las subjetividades forjadas allí han dado lugar a dinámicas que trascienden los tiempos y penetran las causas de la crisis. Entre las características más importantes de estas resistencias se encuentran: a- la fusión entre reproducción vital y política; b- una mejor comprensión de las posibilidades de la relación entre instituciones (Estado) y la potencia y c- el enfrentamiento como forma de protección y no como verdad del contrapoder. Desde que el capitalismo trabaja gestionando la vida, las resistencias son precisamente bioresistencias. No hay ámbito de la existencia en que no se constaten prácticas de resistencia y creación. Estas redes poseen una capacidad creciente de recursos en la medida en que se desarrollan en dinámicas expansivas, ligando productores entre sí, productores con consumidores, inventando nuevas formas de intercambio sin mediaciones mafiosas, etcétera. Si hemos utilizado en alguna oportunidad la imagen de una sociedad paralela para describir estas circunstancias, lo hemos hecho a pesar de -y no en virtud de- la asociación que esta imagen conlleva respecto a un supuesto aislamiento. Las experiencias de la potencia no son pequeños mundos aparte, sino aquello que produce mundo, que logra instituir experiencia donde aparentemente hay pura devastación (desierto). Lejos de pensar en la separación, la potencia produce conexión, pero lo hace según una modalidad diferente a la de aquellos «centros» (de poder) respecto a los cuales, se nos dice, «no habría que aislarse» (el Estado, la política «seria», los partidos, etcétera). Las experiencias de resistencia son, precisamente, aquellas que inventan nuevas formas de hacerse cargo de lo público, lo común, mas allá de las determinaciones del mercado y del Estado. No se trata de abandonar la política -en el sentido de engendrar destinos colectivos- sino de la emergencia de otra manera de configurar tendencias e influencias en la sociedad. Y bien, ¿qué sucedió con el movimiento de la resistencia? ¿Existe, en efecto, «un» movimiento? Hemos visto más arriba que el poder trabaja a partir de sus propios requerimientos: subordinar la vida a la valorización del capital, conquistar territorios y oportunidades de negocios, obtener fuerza de trabajo barata, hacerse de una legalidad que le permita moverse a toda velocidad sin quedar atado a nada ni a nadie. El capital combina el control de la potencia y la subjetividad, de la naturaleza y de lo producido por la ciencia y, en general, la cultura de los pueblos con el abandono, la exclusión, y la violencia. Como relación social no es posible combatir la hegemonía del capital como si se tratase de algo puramente exterior, que tiene sus raíces en las casas de gobierno. En rigor, no hay otra forma de atacar al capital sin ver, a su vez, que su poder es el de la tristeza, de la impotencia, del individualismo, de la separación, de la mercancía. No hay, por tanto, otro combate contra el capitalismo que aquel que consiste en producir otras formas de sociabilidad, otras imágenes de felicidad, otra política, que ya no se separe de la vida. Se plantea -sin embargo- un problema cuando por un lado nos damos cuenta de que no hay creación más que en situación, pero a su vez el enfrentamiento nos lleva a salirnos de ella, a confluir con otros con quienes debemos unirnos para desarrollar la lucha. Y, en efecto, el desarrollo de la potencia, en situación, nos conduce a fortalecer la línea del contrapoder para defender las experiencias alternativas. Sin embargo, no son dos cosas diferentes. No hace falta abandonar el terreno de la situación para desembocar en la línea del contrapoder. A la línea del contrapoder se llega por adentro. A la vez que se desarrollan hipótesis al interior de cada experiencia, a la vez que se experimenta allí la aparición de nuevos valores, de nuevos modos de vida, se despliega la línea defensiva de las luchas. Uno de los problemas que se plantean cuando se quiere «organizar las resistencias en un único movimiento» es precisamente el abandono de la situación para organizar la lucha. Cuando esto sucede, todo se reduce a discutir modelos organizativos (de coordinación/articulación) como si se tratase de acertar con una técnica adecuada, abandonando la relación orgánica entre las situaciones y sus requerimientos y el contrapoder como un momento interior a las situaciones mismas. Así, la situación es desplazada. El contrapoder aparece organizado como un movimiento cuya unidad y coherencia se antepone (se impone) a las situaciones mismas «desde afuera». La capacidad de enfrentamiento aparece magnificada: todo lo demás «puede esperar». O se plantea que el «trabajo de la base» debe subordinarse a -u organizarse a partir de- «la coyuntura». Entre el centralismo y la dispersión, sin embargo, la potencia ofrece un trayecto de composición entre las situaciones: la multiplicidad puede reaccionar sin ser organizada desde afuera. El ejemplo de los movimientos piqueteros autónomos es muy claro: mientras que en los barrios se intenta producir de otro modo, se arman murgas, talleres con los chicos, farmacias, panaderías, y formas de autogobierno, a la vez se constituye una barrera física para la protección de todo eso que están produciendo. Se avanza en formas múltiples de coordinación, y de alianzas circunstanciales cuya prioridad es preservar la experiencia. A la luz de esta discusión, el enfrentamiento trágico del 26 de junio puede pensarse como un punto de inflexión para el movimiento del contrapoder. Esta masacre trae los ecos de otra anterior, la de Ezeiza de junio del 73, igualmente decisiva a la hora de comprender lo que habitualmente se llama reflujo político: momentos en los que se desvaloriza lo que sucede al nivel de la situación por efecto de las derrotas sufridas al nivel de la coordinación (del movimento). Este es el efecto buscado por el poder: medir las fuerzas del contrapoder por su capacidad de coordinación en un momento determinado; y difundir esa imagen de las relaciones de fuerza como advertencia hacia el conjunto de las experiencias. El 26 de junio chocaron, de un lado, la lógica de la banda, de los antiguos grupos de tarea de la dictadura convocados ahora por las empresas privadas de seguridad, la lógica de la cacería y la matanza y, del otro lado, la dinámica de la protección de la columna para habilitar la retirada. Si desde el poder el choque es buscado, desde el contrapoder el choque no se produce para medir fuerzas, o avanzar por la vía de la fuerza sobre el poder, sino para afirmarse, para proteger a los compañeros, para presionar y conquistar planes -para poder sostener los talleres, etcétera-, para exigir la libertad de los compañeros presos. Detrás de la noción de reflujo hay una expectativa frustrada de revolución política inminente. En efecto, el 19 y 20 de diciembre fue leído como la señal de que la crisis del neoliberalismo abría el curso de una revolución política. En las movilizaciones de las asambleas a Plaza de Mayo se prefiguraba la próxima asamblea constituyente. En la marcha de los piqueteros con sus rostros ocultos, se vislumbraba un ejército popular en formación. En las fábricas ocupadas, las bases rojas de un proletariado insurrecto y en los nodos del trueque -en el caso de que fueran considerados- una alternativa al funcionamiento de la economía capitalista. Así, durante el 2002 se vivió la esperanza y la frustración: los nodos del trueque debieron sacrificar la figura del prosumidor para atender a millones de personas que rebasaron toda previsión e interrumpieron la reflexión que se venía gestando en aquellas redes sobre el papel de la moneda y sobre las formas de autorregulación de los nodos. Apareció la inflación, el desabastecimiento, la falsificación de la moneda, y la incapacidad de regular los flujos de créditos, de personas y de productos. El movimiento piquetero -sobre todo en sus versiones autónomas- fue duramente atacado a la vez que debió afrontar un crecimiento acelerado de sus filas, a una velocidad tal que se le hizo muy difícil asimilar todo aquello a la dinámica productiva que se venía desarrollando. Las asambleas, luego de atraer a miles de personas se desgastaron en luchas eternas con los partidos de izquierda. En fin: lo que en rigor constituyen líneas de exploración, de producción situacional de formas alternativas de reproducción social, fueron invadidas por la expectativa de que tales prácticas debían presentarse como instituciones alternativas (simétricas) a las del mercado y el Estado. Proyectar sobre estas prácticas una voluntad de alternatividad y convertirlas en sustitutos globales de las instituciones dominantes implica desatender la calidad específica de estos devenires a la vez que interrumpir su experimentación en nombre de una lógica mayoritaria que las juzga no por lo que son -en su multiplicidad-, sino por aquello que deberían «llegar a ser». El reflujo, entonces, es una categoría mistificadora. El desaliento que lo enuncia proviene de una creencia frustrada: que el nuevo protagonismo podía ser concebido como una nueva política en el escenario del poder. Claro que como política, el nuevo protagonismo -o el contrapoder- no daría lugar a una política más, sino a una fundada en los rasgos más positivos de algunas experiencias de la resistencia tales como la horizontalidad, la autonomía y la multiplicidad. Se hacía así, de estas auténticas claves del contrapoder un conjunto de respuestas universales y abstractas -una ideología- aptas para resolver a priori los dilemas de toda situación. No se trata ahora de reclamar optimismo, sino de revisar -si hubiera tal voluntad- este mecanismo. El reflujo y la desilusión -si es que existen- representan la percepción de la ocasión perdida, de la revolución política inconclusa, del fracaso de una política. Tal representación resulta aún menos apropiada si se constata la persistencia de las luchas, el surgimiento de nuevas experiencias, y el desarrollo de una indagación extendida y profunda. Tal vez el 19 y 20 no anunciaba tanto una revolución por venir, como una ruptura. No es que no esté en juego la idea misma de revolución -a la que no hay porqué renunciar- cuanto que tal revolución ha aparecido bajo la exigencia de un nuevo concepto: la rebelión, la revuelta y la subversión de los modos subjetivos del hacer. Buenos Aires, 18-5-03 Hasta siempre, Colectivo Situaciones |