Sólo un ethos materialista podrá salvarnos // Roque Farrán
Noté la otra vez conductas temerosas entre gente que antes no se comportaba así. Sin dudas no está muy claro cómo pero las libertades se ven restringidas de manera insospechada e incierta. Se nota en los cuerpos entumecidos que no encuentran el modo de distenderse y relajar, por más yoga o baile o piruetas performáticas que ensayen. Es el modo de producción, me dirán, y sí, pero la modulación que toma en esta coyuntura problemática muestra otras aristas e implicaciones. El peligro de perder el trabajo, la vida, las cuentas, el no llegar a fin de mes, sí, todo eso pero incluso algo mucho más banal: el temor de hablar en nombre propio, decir lo que se piensa, exponerse, reír, gritar. Se halla restringida la palabra, la lengua que inventa, el concepto que invierte, los dispositivos y prácticas que subvierten las cosas y transforman a los sujetos en verdad. La escena pública está comprimida al mínimo y viciada, ya casi no circula la palabra libre y responsable de sí. La palabra justa. Prácticas de libertad nos faltan, ¡pero si hasta Debray y los estalinistas parecen a lo lejos más provocadores y (re)sueltos que nosotres! Los cuerpos tiesos, temerosos o acalambrados prevalecen en la escena de la posthistoria.
Hace unos días tuve que ir a hacerme un par de sesiones de masaje porque hacía semanas que tenía la espalda contracturada y no daba más, somos muchos los que andamos así: cabeza inclinada por el celular o la tristeza. Y hay un mandato de felicidad, éxito e hiperactividad constantes, que contribuye a reproducir el círculo vicioso. Veo recién en las noticias a un tenista muy muy joven caer entumecido y acalambrado después de jugar apenas un par de sets, la empresa que lo patrocinaba esperaba mucho de él, dicen los periodistas asombrados. También leo en el diario que la popularísima actriz que interpreta a Daenerys de GoT tuvo tres aneurismas durante temporadas pasadas y relata la presión del éxito que sentía en el arduo proceso de recuperación. Estamos desquiciados, sin dudas. Y es por el modo de producción que nos atraviesa, no como una abstracción teórica o una base estructural imposible de cambiar, sino por nuestras propias conductas y hábitos cotidianos que lo reproducen sin cesar: por lo que hacemos a diario y cómo nos relacionamos con los otros, con nuestros cuerpos, con las palabras, la lengua y lo que aún no pensamos. ¿Cuándo vamos a empezar a ocuparnos de nosotros mismos en serio?
No es sólo cuestión de hacer terapia o psicoanálisis, se trata de una práctica ética generalizada que afecte todos los niveles posibles. Si hay un descubrimiento mayor del psicoanálisis, para mí no es en sí el inconsciente, sino ese mecanismo paradójico por el cual mientras más cedemos en nuestro deseo y condescendemos al goce más sufrimos (conocimiento que permite conciliar las sabidurías antiguas, más o menos ascéticas). Pues lo paradójico y tortuoso del superyó, es justamente que puede tanto prohibir como estimular la descarga -y se sobrecarga e inviste con esa lógica recursiva- porque tiene la forma esencial del mandato y del circuito pulsional cerrado y garantizado del goce; lo que no se soporta allí es la apertura y la indeterminación objetiva del deseo. Es lo que vivimos hoy a diario en todos los niveles sociales, con los mandatos de goce estimulados por el mercado y los sacrificios del gasto inducidos por el gobierno, más la deuda e(x)terna; cuestiones que podrían entenderse como contradictorias, funcionan perfectamente en conjunto en esta lógica desquiciante del superyó generalizado. Por eso una intervención materialista, sea a nivel individual o colectivo, tiene que apuntar a interrumpir los cortocircuitos pulsionales y abrir otros modos de composición y soporte vía el entrelazamiento de los circuitos libidinales; vía el anudamiento simultáneo que propicia el deseo de deseo sin garantías.
En definitiva, ¿cómo hacer para no insensibilizarse ante el horror de lo que sucede a diario, de lo que no ha dejado de suceder y “oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, y a la vez no dejarse aplastar por la gravedad de las cosas, esas fuerzas inerciales que parecieran ajustar el nudo de la coyuntura a la medida de nuestro propio pesquezo? A esa pregunta trata de responder singularmente un ethos materialista, para el cual no hay coartada utópica ni científica que suplante la eficacia de las prácticas, en su entrelazamiento solidario y en su juego serio; es decir, en su distensión y ajuste necesarios al caso: a lo que cae por su propio peso.
No hace falta usar el sintagma “lucha de clases” para plantear que la lucha es lo que orienta cualquier práctica materialista que busque subvertir el orden actual de dominación. No solo sostengo -y practico en consecuencia desde antes de forjar cualquier arma de legitimación institucional- que la filosofía materialista consiste en llevar la lucha de clases a la teoría, como quería el viejo Althusser, sino que he tratado de mostrar que la lucha no se reduce a plantear el “desacuerdo” o el “antagonismo” constitutivo de lo social en términos exclusivamente teórico-políticos; o sea, en lenguaje politológico.
La lucha de clases se amplía y diversifica en múltiples terrenos y lenguajes, cuando la práctica filosófica materialista avanza sin hacer concesiones a los idealistas de todos los sectores, sobre: la ontología, la lógica, las matemáticas, el psicoanálisis, los ejercicios espirituales, las prácticas de sí, la escritura, etc. Y no se trata simplemente de replicar saberes sino de situar los puntos donde ellos se dislocan y abren a las verdades singulares-genéricas. En cada terreno se puede dar lucha porque hay posiciones conservadoras y reproductivas del statu quo y posiciones que transforman las relaciones de poder-saber imperantes.
En consecuencia, asentada esta posición, quisiera señalar tres principios metodológicos que orientan el ethos materialista, es decir, como disposición o actitud antes que como saber de todo: 1. Como no hay fines ni principios fundamentales, y la contingencia es absoluta, entonces el pensamiento materialista empieza por cualquier parte (“toma el tren en marcha”); 2. Como nada vale más que nada, la lógica de valoración ha sido suspendida, cualquier práctica puede ser la clave de incidencia en la coyuntura; 3. Como todas las prácticas se encuentran entrelazadas, no hay jerarquías estructurales fijas, un corte efectivo en cualquiera de ellas puede acabar con el conjunto.
Claro que esto no supone desconocer las rígidas jerarquías y los circuitos cerrados que imponen el goce y la subordinación obsecuentes, pero si permite aflojar y distender los nudos que nos constituyen para abrir la posibilidad a otra cosa; si no, con nuestras valoraciones a priori, seguiremos reproduciendo el statu quo, aún con las mejores intenciones.
Roque Farrán, Córdoba, 23 de marzo de 2019.