por Horacio González
¿Cuál es la diferencia entre una casa y un museo? La pregunta nos pone en problemas. En toda casa, se estremecen objetos olvidados, hay recovecos con antiguos vestigios que basta exhumar para suscitar recuerdos, de ahí que tememos el momento en que reaparecen o deseamos por fin descubrir el pretexto para descartarlos. Cuando en una casa vivió algún hombre o una mujer notables, los estados, u otro tipo de organizaciones culturales, la conservan para convertirlas en museo, con justa razón, pues toda casa, serenamente considerada, guarda siempre el trazo potencial de un museo, y los museos que fueron casas nos hacen luchar luego para imaginar, tras las decisiones del curador de exposiciones, cómo era la vida que se desarrollaba allí dentro.
En la casa de Hemingway en Cuba, había un zapato junto a la puerta del baño, para ayudar a que cierre. En la casa de Gilberto Freyre en Pernambuco, un colchón enrollado en el cuarto de huéspedes. En la Casa de Martínez Estrada en Bahía Blanca, un vestido de su mujer sobre una silla. Su biblioteca tiene casi los mismos libros que leía el brasileño Freyre por la misma época; Georg Simmel, por ejemplo. Los cuidadores toman decisiones escénicas que no sabemos si aprobaría el habitante ausente, fallecido y homenajeado. Poco conocemos de la vida cotidiana de Victoria Ocampo en la casa actualmente ocupada por el Fondo Nacional de las Artes; queda la famosa foto de sus escritores amigos sobre la escalera modernista, que hoy permanece inmutable, congelada. Es la misma y es otra.
La casa de Trotsky en Coyoacán, México, era en cambio una casa Estado. Una casa fortificada, con paredes reforzadas, puertas engrosadas, torretas de vigilancia, muros elevados, todo sobrepuesto a una bella vivienda de las afueras de la ciudad, cuyas gentiles formas originales apenas sobrevivían luego de que fuera convertida en una fortaleza. En el cuarto contiguo a su escritorio de trabajo, se ven varios dictáfonos, con sus rodillos de cera. Allí trabajaban los secretarios y secretarias del jefe bolchevique. Como en su casa de Prinkipo, Turquía, el primer país que lo acepta en su largo exilio, llamaba “cancillería” a un cuarto similar, donde estaban sus traductores y mecanógrafos. El gran exilado cargaba consigo un modelo de Estado. Desterrado, fantasmal y enclaustrado; un Estado sin territorio ni comarca, un organismo utópico donde se dictaban órdenes, se emitían boletines, se hacían juicios contrapuestos a los juicios de Moscú, se salía a pescar, se criaban conejos y se recibía a André Breton.
No hay trotskismo sin surrealismo, aunque a la inversa no sea enteramente cierto. El director de la casa museo nos dice que los visitantes que vienen atraídos por la escena del crimen se pierden de considerar los aspectos muy evidentes que resaltan por todos lados, referidos a la vida cotidiana de Trotsky. Cierto, pero no tan cierto. Ninguna museística ni el indudable atractivo de la apenas sospechaba cotidianidad en ese espacio trágico nos pueden desviar de la noticia sombría incrustada en esas paredes, esa biblioteca con libros sobre todo en ruso, pero también en inglés y francés. Todo sugiere infortunio, inminencia del desenlace, un puesto dramático de observación del universo, un cierto aleph del siglo XX –que la ya famosa novela de Padura no alcanza enteramente a develar–, así como la casa de Lezama Lima en La Habana –especialmente las vitrinas con sus pequeños objetos cerámicos– sigue condensando una conmovedora tensión entre novela y Estado, poesía e historia.
En el escritorio de Trotsky, incluso el gran mapa de México que estaba a sus espaldas, cuyo valor era sentimental y geopolítico al mismo tiempo, nos reclama de nuestra imaginación el esfuerzo póstumo e imposible por verlo sentado ahí, en el instante fatal. Y ahora sí, los conejos ausentes de esas gazaperas descuidadas, enrejadas con alambre, suscitan nuestra alarma indefinible. Lo que falta no es lo cotidiano, sino el último esfuerzo de nuestra quimera, para abrirse paso entre esos libros abiertos sobre el escritorio –que probablemente o improbablemente estaba consultando en el momento aciago, una Vida de Stalin–, y salir de la tremenda dicotomía que tajeó la relación entre estos dos hombres, entrándose así en la Casa de Asterión, el minotauro desarmado que esperaba en la fortificación al asesino que entraría con la excusa de presentarle unos papeles. Un secretario francés de Trotsky en Prinkipo escribió que en las traducciones de sus escritos –la Historia de la Revolución Rusa , por ejemplo– exigía que los que trabajaban en ella no se excedieran en los oropeles y adjetivaciones. Ser conciso, claro, propagandístico. Sin embargo, Trotsky es un escritor magnífico, sus descripciones son acuarelas expresionistas, es capaz de comparar una esquina de Nueva York con el cubismo; contrastar la red que tiran los pescadores turcos para pescar, una actividad arcaica o milenaria, con las tecnologías modernas; describir la locomotora que lo saca de su primer destierro en Alma Ata, como un calefactor que recorre la formación de vagones eternamente parados en el hielo, para calentar a los pasajeros ateridos. Es un pensador de las fisuras del tiempo y sus combinaciones desiguales; su imaginación proviene de la noción de inconsciente colectivo y de la herencia de la tecnología de una era anterior, para el sostén de las nuevas épocas radiantes.
Hablando en Coyoacán con su nieto Sieva (Esteban Volcov Bronstein), hijo de una de las hijas de Trotsky, aparecen fugazmente los vestigios inesperados de la tragedia, apenas sugeridos por la mera presencia de este especialista en química orgánica, hoy con más de ochenta años, enteramente lúcido y jovial. Esteban nació en Yalta –ciudad famosa por el encuentro de los líderes de la posguerra en 1945 y porque allí nació también Chéjov– y se presta amablemente a la contenida curiosidad de sus visitantes. Dedica libros y expone un sereno lamento por el estado del mundo. No es un político. De niño, lo roza un balazo de la partida que integraba David Siqueiros, el salteador artístico, en el primer intento de asesinar a su abuelo en la morada blindada de Coyoacán. Su casa, a pocas cuadras del Museo Trotsky, es amplia, cómoda, enteramente mexicana, sus inflexiones verbales son las del idioma mexicano corriente, nada quiere saber con Rusia. Entiende que su destino es el del testigo; parece feliz, orgulloso de sus hijas científicas y poetas. Contemplando su cordialidad diligente, de repente no es posible sujetar el sentimiento de que hay un único punto en los grifos de la historia, que reservadamente convierte a las casas en museos, y deja en éstos los surcos que forjan exilios, guerras y Estados.