¿Campaña electoral o conflicto social? Diego Sztulwark

 

El intento del gobernador Morales de reforma constitucional para jerarquizar avances represivos en la provincia de Jujuy parece encender cada una de las disputas veladas durante los últimos años de la política argentina. Una de ellas, que delata la profundidad del litigio, concierne a los nombres históricos. Las declaraciones del carcelero de Milagro Sala recogidas en la prensa el último 19 de junio fueron explícitas al respecto: “Se está generando en Jujuy un debate que debe darse a nivel nacional sobre los límites de la protesta. El tema de los cortes de ruta tiene que formar parte del debate nacional. Ya han anticipado que va a correr sangre, es la consigna del kirchnerismo y la izquierda, que lo único que quieren es la violencia y el caos. Necesitamos restablecer la paz y el orden en la República Argentina». Mientras Milei y Bullrich escandalizaban con declaraciones altisonantes, Morales, alineado en la interna con Larreta en el ala supuestamente moderada, actuaba como vanguardia de la reacción armada.

En la posterior conferencia de prensa que hizo Juntos por el Cambio el Día de la Bandera, los principales referentes de ese espacio político hicieron lo posible por hacer de la represión sangrienta del fin de semana el emblema de una ofensiva electoral. Cada representante político de la derecha orgánica allí presente repitió el mismo guion: la «violencia» fue causada por el «kirchnerismo», para tapar «lo de Chaco». La fórmula consensuada, «no lo vamos a permitir», quiso exponer una fuerza de convicción unitaria cuya efectividad conducente no es otra que acabar con las ambigüedades que todavía podían asociarse con quienes, como Martin Lousteau, aún podían ser asociados con resabios de juventud y progresismo. De los razonamientos que allí se ejercitaron surgen caracterizaciones prístinas: Morales es considerado un abanderado de la ley, el peronismo como un nombre vacante (capaz de acompañar en los negocios), la izquierda como el enemigo terrorista (la «Argentina insurreccional que no queremos», dijo Pichetto) y la familia Sena como un equivalente de La Tupac de Milagro Sala.

La cuestión de los nombres no es menor. Horacio González advertía en sus clases y artículos que en la Argentina las nominaciones históricas no operaban como traducciones directas de la escena internacional. John W. Cooke afirmaba que en la Argentina los comunistas “somos nosotros, los peronistas». Décadas después Carlos Menem supo contradecirlo dejando en claro que al menos en los años ’90 los neoliberales en las pampas eran ellos, los peronistas. Hoy, como hace cincuenta años, sin embargo, el problema es menos el de descifrar qué cosa sea en cada caso el peronismo y más el de advertir cómo se realinean los nombres históricos en medio de la profundización del conflicto. Si la masacre de Ezeiza alineó a la derecha (peronista y no peronista) dispuesta a actuar represivamente frente a una izquierda (peronista y no peronista) que se reivindicaba revolucionaria, hoy a la derecha parece alcanzarle la oposición orden y caos para organizar sus fuerzas y amenazar a toda actividad democrático-populares como un obstáculo para la gobernabilidad.

Llaman «kirchnerismo» abusivamente a la multiplicación de resistencias callejeras, en acuerdo implícito con el lenguaje de sectores del propio peronismo. No solo a nivel de los frentes electorales se agotan los nombres de las coaliciones. Los alineamientos se dan también entre quienes resisten en la calles. En Jujuy, por caso, la izquierda organizada es una presencia poderosa. Y además, junto a los grupos políticos más organizados existen sindicatos, organizaciones populares, comunidades indígenas. De ahí que, aun considerando toda su influencia nacional, el nombre kirchnerismo no agota la pluralidad de sujetos que enfrentan hoy las políticas represivas. Hay una inadecuación evidente entre los nombres que mutan en el plano electoral (del Frente de Todos a por Unión por la Patria), y aquellos que podrían reunir a quienes resisten la reforma de Morales votada por el peronismo local.

La represión es un mensaje político. El último 19 de junio, a menos de 48 horas del brutal desalojo de las organizaciones que desarrollaban actividades comunitarias en Casa Pringles por parte de la justicia, la policía y el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, circuló un comunicado en el que lxs habitantes de la Casa desalojada afirmaban: “Luego de que todas nuestras cosas fueran trasladadas en camiones como si fueran descarte, María Migliore (Ministra de Desarrollo Humano y Hábitat de CABA) se sacaba una selfie con la policía en la puerta de Casa Cultural Pringles. Abrazada con las fuerzas de seguridad, festejaba su botín». El mensaje es equivalente al de Jujuy. Y como allí, no es nada obvio que semejante imagen reaccionaria del orden pueda triunfar como si no tuviera contrapartida alguna. De allí la importancia del comunicado cuando dice: “Nos quieren víctimas, nos quieren destruidas, quieren que nos contentemos con las migajas que nos tiran, pero somos pibxs politizadxs, marronxs, sabemos lo que queremos, lo que nos corresponde y además no les tenemos miedo». El comunicado de Casa Pringles registra mucho mejor que la agitación de la derecha los verdaderos términos de la lógica de antagonismos puesta en juego el último fin de semana: frente a la inconsistente oposición que se pretende establecer entre lo que ocurre en Jujuy y en Chaco, alcanza con visitar la agenda de problemas acumulada por las organizaciones populares argentinas durante las últimas dos décadas para comprender cuánto más sabia y precisa es que la que surge del sistema de transacciones de las fuerzas políticas convencionales. De hecho, no hay como de hablar hoy de democracia de modo consecuente sin comprender las relaciones históricas entre terrorismo de Estado, post-colonialismo y femicidio.

El argumento presentado en la conferencia de prensa de Juntos por el Cambio (nosotros el orden, ellos el caos) denuncia la violencia callejera como la táctica con la que el «kirchnerismo y la izquierda» ensayan su resistencia ante un futuro gobierno del bloque unido de la derecha, y anticipa una imagen de la voluntad represiva, cuyas secuencias desplegadas fue bien descripta hace unos día por Elisa Carrió. Juntos por el Cambio hace coincidir su organización electoral con el programa del partido del orden armado, capaz de contener sin contradicciones ideológicas las posiciones más fascistoides. En este contexto, las expresiones electorales del Frente de izquierda y del kirchnerismo enfrentan un desafío mayor, que no puede ser resuelto burocráticamente en una oficina de la justicia electoral, sino a partir la dinámica del conflicto social que, en medio de una campaña electoral intensa, parece ingresar en una nueva etapa.

 

El cohete a la luna

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