De Agustín J. Valle
Si un tratado es un intento es un ensayo (prólogo)
“Ya vas a ver cuando venga tu padre”. Ese lugar común heredado muestra un tipo rol paterno, vertebrado por tres elementos principales: la ausencia, la Ley y la Realidad.
No estaba, ese padre; llegaba. Y su condición ausente posibilitaba que su cuerpo fuera la carne portante de una abstracción, la Ley. La Ley, fantasía terrorífica y ordenadora; orden: mando y organización. Padre la traía del Afuera. Porque ese padre era la cuña, o la bisagra, que introducía el mundo social en el niño; el representante oficial del mundo Social en el mundo doméstico.
Por eso la madre, en este tipo ideal (pienso por ejemplo en la película El árbol de la vida, de Terence Mallick) era más cómplice y buena: porque ontológica y políticamente estaba más cerca. Ambos, niño y madre, constituían la parte doméstica de la humanidad (piénsese que ninguno de ambos votaba, y que “mujeres y niños primero…”).
El papá llegaba. En un buen caso, el fin de semana llevaba los chicos a recrearse; quizá lograba ser “macanudo”, apelando a sus recuerdos de que alguna vez fue también chico, y de que él es la Ley pero también juna la trampa…
Ese padre era, además, agente del principio de Realidad: vas a ver cuando llegue tu padre implica que todo lo que ves mientras tanto no es visión verdadera. Sólo en su presencia la percepción alcanzará de manera inequívoca la versión última de las cosas; él realizará la Realidad (disolviendo tus diversiones ensoñadas…). Para el padre, entonces, los descubrimientos y creaciones del niño no forman parte de la realidad. El mundo del bebé -el mundo que el bebé va haciendo- no forma parte de lo verdadero. Puede ser fuente de ternura, pero no de conocimiento.
Criticar a nuestros antecesores sería vil e impotente; lo que señalo es un vector de desplazamiento. La creciente igualdad de género está muy lejos, aún, de ser culminada, pero sí cuenta mutaciones gruesas, y difunde un aire liberador (fiebre, mar gruesa…) también para los varones del modelo de varón patriarcal, del padre distante castrador…
Las prácticas y los ánimos igualitaristas invitan a los varones a repensar nuestra consistencia. No está pensada una figura de varón y padre a la altura del movimiento de liberación femenina. Una figura de masculinidad afirmativa, orgullosa, no culposa ni “en retirada”: porque ese gesto culposo y autorepresivo supone, en el fondo, que una presencia masculina intensa disminuye a las mujeres. Intensidades masculinas vitalistas y fraternas es lo que necesitamos pensar, y la paternidad da un campo de experimentación alucinante. ¿En qué consiste y cómo puede llamarse una paternidad de presencia, la paternidad de una masculinidad no definida por el poder estructural?
En principio no sabemos, ni tenemos idea siquiera. Los padres no sabemos. Las madres también aprenden, también inventan, tampoco saben. Pero en todo caso, al menos saben algo de lo que pueden saber: la teta como referencia siempre está, en la madre. Es una parte del cuerpo y del alma (física e idea) con poderes ajenos al varón; el varón no tiene ni idea ni parte del cuerpo preparada específicamente para alegrar al bebé. Pecho seco, barato… Si comparte mucho tiempo con el hijo, el padre está obligado a inventar.
Y se da mucho. Se da como vector tendencial. Es incomprobable pero sensible, evidente, que, en comparación con las generaciones previas, hay más parejas donde un varón quiere procrear y una mujer no; hay más -casos de- cercanía e implicación paterno-varonil; hay más casos en que el papá pasa más tiempo en casa que la mamá, etcétera, etcétera. Que hay prácticas -cosas que les pasan a los cuerpos, cosas que hacen- de paternidad varonil presentes sin imágenes o ideas que las comprendan; praxis que no alcanzan estatuto de tipo. Un corrimiento de las prácticas que aún no decantó en representaciones comunes.
La paternidad presente empezó hace milenios, y en el presente podemos pensarla. Un padre que ya es el viejo de alguien sin pasar por ser -en sí y para sí- un “señor”. No hay figuras o nombres afirmativos de la paternidad varonil que dejen atrás las figuras del Padre de la Ley. Dejar atrás sin siquiera matar, porque matar consagra. No hay, al menos, que yo sepa. Los padres no sabemos.
Esa ignorancia es fértil; habilita una especial atención. Los chiquitos enseñan: los bebés enseñan sin explicar. Enseñar es mostrar. Enseñanza sin formalización de procedimientos, pasos, recetas.
Muchas de las observaciones e ideas sobre “la instauración de la subjetividad en el primer año de vida del niño” (o bien, sobre la progresiva adopción de la forma humana en el cachorro), presentadas en este ensayo, han sido, de seguro, muy pensadas y trabajadas en la historia del pensamiento -cosas sabidas, en fin-. No hay novedades aquí.
La vida nueva desmiente la supremacía de lo novedoso.
Hay, sí, señalamientos de enseñanzas del bebé sobre lo humano (lo humano: una potencia, un conjunto de facultades). Presentadas con las palabras que tengo según la inspiración propia de la presencia de mi hijo -mi hijo, máximo exponente de la especie, como cualquiera.
Clases de cocina hay muchas; clases de comida, de cómo se come, nunca sentí. Hasta ver al bebito: ¡así se come! No hay fórmulas para pedagogizar la valoración de las experiencias. Se puede pedagogizar el procedimiento formal de una experiencia, pero la valoración de las experiencias solo es inmanente. La valoración de las experiencias -cómo se habita algo en términos de intensidad, de placer y displacer, de sentido- no es algo que se pueda programar; pero pero sí se expresa, sí se muestra, sí se enseña: así se come.
El bebé viene a recordarnos que, de todo lo que es hermoso, nosotros somos lo más hermoso. Este recordatorio funciona en la especie toda. Les pasa a todos en todas partes: nace el bebé y es lo más hermoso. Y la universalidad de ese recordatorio es una más de las evidencias de la igualdad natural de los hombres (genéricamente hablando: varones y mujeres).
Esa igualdad puede experimentarse desde la ignorancia presente paterna: el vínculo padre hijo puede ser una experiencia de la igualdad en el arquetipo de las asimetrías.
Gracias a la ausencia de nombres-tipo que nominen el rol vincular de los padres presentes, es fácil -en la experiencia- pensar al hijo como un amigo. No un amigo sin más; un amigo-hijo, un compañero-hijo. El hijo que es hijo del tiempo, es hijo del mar, hijo de las aves y de las montañas, hijo del hijo del hijo de todos los padres y de todos los sueños, es un compañero diferencial. Está hecho de lo mismo que nosotros, de lo que nosotros le pasamos porque pasó por nosotros: toda la información que el bebé trae plegada nos muestra, justamente en la escena de intimidad mayor, que estamos hechos por algo inmenso, en absoluto fundado en yo. Ahí en el micromundo, que para el bebé es inmenso, encontramos cuánto estamos hechos por fuerzas milenarias. Ese sustrato nos iguala, y somos testigos de cómo en el chico adopta una versión única. Lo contrario de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Padre e hijo somos diferentes en posición, en aptitudes, y radicalmente iguales en tanto ambos somos alguien que está acá.
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Graves pupilas
El Hombre es Hombre porque la mujer se puso de pie,
y la función nutricia fundante -la mama elemental-
dejó al bebé cara a cara con la madre,
anclado en la gravedad mutua de las pupilas.
Nos erguimos,
y alimentarse pasó a ser un proceso alguienizante.
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Materialismo mamal (o la alguienitud)
La ingesta pone cara a cara, ojos ante ojos. Comer, tomar la teta, el amamantamiento puede definirse como un momento de mirarse a los ojos bebé y mamá. El ansia de leche lo lleva a esa posición como de espectador -pero ante algo mirante. El bebé mira ojos que lo miran y son mirados.
De estas dos cosas que pasan, leche y mirada, sería violento decir que una es esencial y la otra accesoria. (Y apuesto que una madre ciega también mira a bebé que amamanta). La teta entonces tiene una función alimenticia, pero la propia alimentación es un juego de germinación subjetiva. No de instauración del yo, sino -infinitamente antes- de la subjetividad misma, de lo subjetivo, o mejor, de “lo alguien”, la alguienitud -que, en principio, consiste en la evidencia de nosotros.
Hay alguien, y somos nosotros.
La existencia del hambre y su satisfacción es interior al halo de ese lazo nosótrico, lazo que tiene su átomo máximo de gravedad, su núcleo acontecimental más jocundo, allí, en el agujero negro de las pupilas: ese espacio vacío es la morada más genuina de todo alguien. Las pupilas, ese hueco insondable, refutan que lo que hay es lo obvio. Son superficie donde el otro se muestra como presencia inaprensible, pero a la vez donde hay lugar para nosotros. Las pupilas, misterio elocuente y demorante, encontrado por el hambre del crío, son interfaz de la percepción del alma en el reino de lo mirable.
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La sonrisa
La sonrisa no viene de movida, se sabe: se aprende.
Primeramente, la boca se abre o bien para comer -recibir, succionar, hay una bella violencita de apropiación alimenticia-, o bien para chillar, para, digamos, protestar por determinado aquejamiento -también, violencia para que algo pase-.
La sonrisa es la primera apertura no utilitaria de la boca; la primera incorporación no cuantificable de mundo; la primera expresión no determinista, que no busca una consecuencia. Rontundo porque sí, porque esto; festejo puro de lo que ya está pasando.
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Jugar
Lo voy a acostar en la cama porque tiene sueño. Creo, observo y calculo que tiene sueño. Y lo necesito, para tener un rato de vigilia vigiliando otros asuntos. Otros asuntos en los que empero él también está, porque, desde que su presencia existe (y para la presencia, ser y estar son lo mismo), todas las cosas sopesan su sentido en relación con ella, con su presencia de él. Las prácticas, las actividades, los objetos, los lugares, los vínculos…. Desde que él es y está, desde su presencia, todo lo que se gane vigilia será sabiendo que sostiene el mundo donde él vivirá.
No hay que pensar “qué mundo le dejamos a nuestros hijos” sino solo qué mundito les hacemos para empezar a involucrarse en el mundo y armar el suyo. En todo caso, más bien qué hijos le dejamos a este mundo es una preocupación a la altura de nosotros. Nuestros hijos son las únicas personas que existen porque lo decidimos nosotros (al menos por efecto nuestro), de manera que son ellos la única verdadera responsabilidad nuestra. Pero ellos, como digo, involucran el mundo que les sostenemos. Los hijos involucran todo lo que se gana nuestra presencia vigílica, incluso lo que puebla nuestros sueños… Cuidar todo ese paisaje es cuidar lo que queremos cuidarles.
Pero decía: por signos de sueño, usanzas y ritmos cotidianos, y por deseo mío, lo llevo a su cama.
Pero decido que esta vez tenemos tiempo, y vamos a ver qué pasa si, en vez de mecerlo en brazos cantándole hasta que se duerma y recién ahí acostarlo (como es usual), lo pongo en la cama, donde de curso hay muñecos más y menos amigos, y me quedo al lado acompañándolo, esperando.
Lejos de acostarse, se para en el colchón, agarrado mirando pa’fuera. La cuna tiene un lateral de madera para que el bebé no se caiga o tire al piso, hecho de varas verticales tipo parrilla, coronadas por una baranda horizontal.
Parado, agarrado de la barandita, sostiene su vigilia mirando alrededor. Señala y tiende a cosas, cosas que ve y quiere, en un querer que es un quererse con ellas, querer investigarse a sí como solo puede en relación con cada cosa distinta; de verlas y quererlas ya se enlaza sonriente, sonríe y se arroja (a veces con prudencia). Cosas que llamamos juguetes, pero también, cosas sin más. Llenas de más, mejor dicho: cosas investigables, probables. Pero no hay diferencia para él -en él-, todo es cosa. No hay diferencia entre juguete y no juguete, todo es cosa, precisamente porque todas podrían ser igualmente probables, investigables. Nosotros somos los que introducimos los juguetes, el concepto juguete, como distinción sustancial entre las cosas.
El juguete es un concepto con gran potencia restrictiva: instaura como no jugable a todo el resto de las cosas. Tomá, esto es para jugar. Esto es para jugar.
El juguete, lo que se da como juguete, lo que se presenta como juguete dado, es fetiche que, consagrándose, opera una des-juguetización de las cosas. Convierte al mundo en campo de cosas no investigables; no probables: ya hechas, hechas como van a seguir siendo, sin importar tu presencia. Las cosas dejan de ser probables, son entes de certeza, dados. [1]
Y también uno es probable o dado.
Me siento en el piso, pues, junto a su cama. Me arrodillo y, mientras él se yergue sostenido en la barandita, le beso las manos; me mira a los ojos, sonríe y se ríe, y agarrándose con una sola mano extiende la otra para tocarme la cara. Luego mira otra cosa y yo de estar de rodillas bajo a sentarme, quedo atrás del panel de maderas anti-accidentes, él se cae sentado o se deja caer y una vez a mi altura me ve mirándolo atrás de las maderas: tengo la nariz y la boca justo ocultas detrás de una tabla, y cada ojo en una hendija. Se ríe, le divierte, pasa una mano por una hendija y me toca el ojo, la mete de vuelta, la saca por la otra hendija y me toca el otro ojo, todo esto mientras sigue riendo. Se agarró nuevamente de la barandita, se para, desde arriba me mira hacia abajo, desde ahí también me encuentra y vuelve a reír, y yo también me elevo un poco y supero la altura de la barandita. Entonces se agacha de nuevo, esta vez sin llegar a sentarse; aún agarrado de la barandita con una mano, con la otra toma una madera vertical y se agacha para encontrarme de nuevo -yo también bajé- tras las varas mirándolo con un ojo en cada hendija, y se ríe de nuevo, y sube de vuelta ya a buscar mi mirada arriba (de la baranda), y sube y baja y sube y baja a conectar mirada en los dos planos y se requete ríe cada vez: ya es jugar. Primero se cayó y levantó y ahora lo hace a drede; empezó como un accidente. El accidente de que una parte de algo resulte especial; sin quererlo, un movimiento muestra una diversión. El chico autonomiza esa parte y la repite buscando producir el suceso que había vivido sin buscarlo -o mejor, sin prefigurarlo, sin programarlo, porque podría interpretarse que el movimiento que el bebé hacía era una suerte de “búsqueda involuntaria”-.
Pienso en la emoción de perseguir y ser perseguido; la emoción formal del acto, sustraída del ánimo de su circunstancia primera. O en el fragor pensante de una búsqueda, y en la adrenalina y el fabuloso mapeo del esconderse. Pienso en esas emociones y en las correspondientes Mancha y Escondida. O pienso en patear algo porque sí y justo embocarle a otra cosa. Y acaso eso sea jugar: organizar la repetición de lo que se mostró emocionante en la experiencia silvestre. No simplemente usar cosas predeterminadas como piezas lúdicas, piezas destinadas al juego, impregnadas con una imagen pre-experiencial. Más bien, sobre todo, darnos a actividades que se mostraron emocionantes por accidente, mientras estábamos probando las cosas por apremio o porque sí.
[1] Y quizá por eso los dados sean el símbolo del juego adulto, no inocente y desconfiado. El juego des-ludizado, el juego patologizable. Son juego, porque vuelven probable lo dado. Pero con doble objeción: encierran lo probable en un repertorio acotado (dado: seis caras), y lo ponen en juego solo para someterlo a la nueva e inapelable objetividad inmune a la presencia. Es un instante de juego, el arrojarlos (un golpe de dados), para de inmediato dejarlos dados. Por eso lo que tienen de gracia es el arrojar; por eso, quizá, la mejor tirada es la que los pierde de vista. El contrario colorido, contrario luminoso de lo dado de la fatalidad numérica y cuadrada, es la pelota. Tirar los dados es lúdico porque se los hace ser por un momento pelota, cuadrados que ruedan, pero solo hasta que su rectitud vence una y otra vez. La pelota es una indeterminación por determinación infinita. Sensibilidad suprema a la presencia, ayuda a que todo movimiento tenga efectos. Forma sagrada, a la que, aunque no ofrece sino generosidad total, perfecta fidelidad que expresa los vaivenes exactos de los presentes, algunos llaman “caprichosa”.