por Darío Semino
El último capítulo del primer tomo de El Capital está dedicado al período histórico de transición entre feudalismo y capitalismo. Después de explicar en capítulos anteriores la lógica del desarrollo capitalista según la cual «el dinero se convierte en capital, éste en fuente de plusvalía y ésta en fuente de capital adicional» Marx se ve en la necesidad de establecer un momento histórico en el cual ese proceso comienza. Puesto que si la acumulación capitalista presupone la existencia de la plusvalía y esta a su vez es el resultado de una producción capitalista que se llevó a cabo gracias a la acumulación, en algún momento tiene que haber, para salir del círculo, una acumulación inicial. Según Marx esta acumulación llamada originaria o primitiva está caracterizada en las visiones más idealizadas de la historia del capitalismo como un período en el cual una minoría o elite de la sociedad va acumulando riquezas de a poco, gracias a su dedicación al trabajo, su sentido de la responsabilidad y la frugalidad de sus costumbres. Mientras que el resto, la gran mayoría, se dedica a la pereza y el derroche sin lograr, claramente, acumular nada. De estos dos grupos nacen, como no podía ser otra forma, los capitalistas y los proletarios. Marx dedica todo este último capítulo a demostrar históricamente la mentira de semejante visión. El origen de la acumulación primitiva se encuentra en un proceso de varios siglos durante los cuales se expropió violentamente a los campesinos de sus tierras, obligándolos a convertirse en trabajadores asalariados para poder sobrevivir. La colonización y explotación de los pueblos de América, la esclavitud de los africanos, la explotación de niños y el desarrollo de medidas represivas que condenaban la mendicidad como un crimen son algunos de los trazos que terminan de pintar el verdadero perfil de este idealizado período. Sin embargo el retrato todavía no está completo. Puesto que llamativamente durante estos siglos de acumulación originaria se produce, con la mayor saña y violencia, un fenómeno que nuestra imaginación histórica suele asociar a la Edad Media, la caza de brujas. De eso se trata este libro.
Construido desde una posición que combina el análisis marxista con una perspectiva feminista, Calibán y la bruja se mete de lleno en esos convulsionados siglos que van desde el final de la Edad Media al arranque de la Modernidad. La acumulación originaria descripta por Marx estaría, de acuerdo a la autora, incompleta porque no es capaz de ver una distinción de género. Y lo mismo puede decirse de la historia de la sexualidad escrita por Foucault. La situación de las mujeres no es la misma que la de los hombres. Sus sufrimientos y exclusiones no son los mismos y tampoco son las mismas las transformaciones del lugar que ocupan en la sociedad. Si a los hombres campesinos les fue mal con el cambio, a las mujeres les fue peor y a la larga todos se vieron perjudicados por la nueva distribución del trabajo y sus consecuencias.
El libro avanza de a poco a lo largo de los siglos. Su punto de partida son los movimientos heréticos medievales, algunos de los cuales llevaron a cabo grandes rebeliones y en los que las mujeres, en ciertos casos, ocuparon un lugar importante. Es interesante detenerse un poco en este punto para hacer una distinción. A pesar de que nuestro sentido común establece una relación casi de sinonimia entre las palabras bruja y hereje, lo cierto es que históricamente se trata de dos persecuciones distintas, por más que muchas veces las brujas fueron declaradas herejes. Los movimientos heréticos (bogomilos, cátaros y valdenses entre tantos otros) fueron diversas corrientes que se dieron dentro del cristianismo europeo durante buena parte del Medioevo. La inquisición medieval fue la institución encargada de combatirlos, aunque no fue la única herramienta utilizada para la tarea. Contra los cátaros, por ejemplo, se realizó una Cruzada que derivó en una guerra territorial de varios años en el sur de Francia. Existe una relación entre algunos de los últimos movimientos heréticos y la posterior Reforma protestante, de hecho muchos líderes herejes no fueron otra cosa que reformadores prohibidos por la autoridad de la iglesia. Otra cosa, como estamos viendo, es la caza de brujas. Más adelante veremos por qué nosotros tendemos a confundir, o a fundir, ambas realidades. Ahora sigamos avanzando.
En el siglo XIV toda la estructura de la sociedad medieval sufriría un colapso con la Peste Negra que disminuyó entre un 30% y un 40% la población. Pero paradójicamente este desastre demográfico acarreó con el tiempo consecuencias positivas para los de abajo. Puesto que la fuerte disminución de la mano de obra aumentó su valor y fortaleció su posición en la relación de poder. El siglo XV fue una suerte de «edad de oro del proletariado europeo», los campesinos adquirieron mayor libertad para elegir las tierras que querían y discutir el tributo a los señores, y los trabajadores demandaban altos salarios por su trabajo. De la conflictividad social entre siervos y señores, entre empleados y empleadores, fueron naciendo diversas estrategias de control así como también uniones de clases. El miedo a la revuelta popular determinó la alianza entre la nobleza decadente y la burguesía en ascenso. Y entre insurrecciones y derrotas, nuevas legislaciones y pactos fueron gestándose las primeras estructuras del Estado moderno como garante de las relaciones de clase. En ese contexto se produjo el descubrimiento y colonización de América. Las riquezas del Nuevo Mundo cambiaron para siempre la ecuación económica en Europa.
No se convierte a un campesino en un trabajador asalariado de la noche al día. Como ya vimos, hace falta separarlo de la tierra, pero también hace falta fijarlo en un lugar de trabajo, porque el campesino desarraigado se convierte en vagabundo y el vagabundo deambula. Es necesario, a su vez, que esté necesitado para que su fuerza se doblegue por un salario. También es necesario transformar su relación con el tiempo, dado que su vida ya no va a regirse por los intervalos del sol y la luna sino por las horas y hasta los minutos del reloj. Y hace falta que no se retobe. Para todo esto es necesario que el campesino olvide sus viejas formas de vida, sus vínculos comunales, sus relaciones de solidaridad. Es en este punto que resulta de vital importancia el rol de la mujer. Sin idealizar el lugar de las mujeres en la sociedad medieval, Federici señala que «en la Europa precapitalista la subordinación de las mujeres a los hombres había estado atenuada por el hecho de que tenían acceso a las tierras comunes y otros bienes comunales»[1]. Ahora, en cambio, las mujeres no solamente van a verse despojadas de la tierra sino también del trabajo. De a poco va perfilándose la división entre el trabajo asalariado del hombre y el trabajo no asalariado, y por lo tanto no considerado trabajo, de la mujer. Sin embargo esta exclusión del mercado laboral no es la única consecuencia del nuevo estado de cosas. Puesto que en los vientres de las mujeres del pueblo se encuentra la fuerza generadora de la fuerza de trabajo. Es por ello que en estos siglos las mujeres van perdiendo el control que durante tanto tiempo habían tenido sobre el embarazo, sobre su propia sexualidad e inclusive sobre sus mismos cuerpos. La natalidad pasa a ser una cuestión de Estado y los abortos y métodos anticonceptivos se convierten en materia regulable desde el poder político y el discurso científico.
La autora dedica todo un capítulo al tema del disciplinamiento del cuerpo, en el cual aborda las nuevas concepciones racionalistas que tienden a considerar el cuerpo como una máquina. Uno de los principales ejes de este análisis es la obra de Descartes. Al respecto la autora dice: Con la institución de una relación jerárquica entre la mente y el cuerpo, Descartes desarrolló las premisas teóricas para la disciplina del trabajo requerida para el desarrollo de la economía capitalista.[2] Sobre este punto vale la pena hacer otra digresión. La cuestión es la siguiente: las diversas transformaciones que sufrió la sociedad para pasar del período llamado Edad Media al período llamado Modernidad, como dijo Marx y profundiza Federici, fueron cruentas y terribles. Sin embargo Marx, desde su visión hegeliana de una historia que avanza dialécticamente, interpreta estos cambios crueles como algo inevitable y en última instancia positivo. Federici, en cambio, sin dejar de reconocer su deuda con Marx establece aquí su diferenciación. Las atrocidades llevadas a cabo en el período de la acumulación originaria no pueden ser justificadas bajo ninguna filosofía del progreso dialéctico. Dicho de otro modo la sociedad no necesariamente evolucionó con el capitalismo. Viendo el mundo en el que vivimos resulta difícil no estar de acuerdo con Federci. Sin embargo este tipo de visión conlleva el riesgo de pasarse, por decirlo de alguna forma, del otro lado. Y el caso de Descartes puede ser un ejemplo. No tiene sentido ponerme a hacer una defensa del filósofo francés y tampoco pretendo negar la interpretación de la autora. Pero me parece justo señalar que la obra de Descartes es mucho más que la producción de una clase dominante. Su grandeza filosófica convive, en todo caso, con su faz más oscura. La visión mecanicista cartesiana encaja con la necesidad de disciplinar el cuerpo del trabajador y las futuras concepciones económicas del mercantilismo. Pero también es el punto de partida para un conocimiento capaz de curar las enfermedades del cuerpo. Esa ambigüedad recorre todo este período y llega hasta nosotros en las dos caras de una ciencia que sirve tanto para salvar como para destruir vidas.
Aunque para esto último no hace falta adelantarse tanto en el tiempo. Porque ya en la cultura de la época se establece una lucha que dejará sus muertos. La visión pre-capitalista y animista del mundo es incompatible con el racionalismo naciente. Y el triunfo de éste implica la muerte de aquella. La magia ya no tiene nada que hacer en el nuevo orden. Hobbes, Descartes, Bacon, Galileo, el racionalismo, el empirismo, los primeras latidos de la ciencia moderna, de a poco van desplazando las supersticiones y tradiciones populares. El mundo va siendo desencantado. Pero, como estamos viendo, el cambio no es pacífico «La incompatibilidad de la magia con la disciplina del trabajo capitalista y con la exigencia de control social es una de las razones por las que el estado lanzó una campaña de terror en su contra»[3].
Federici arroja información contundente. Las primeras descripciones del aquelarre en la literatura europea son recién del siglo XV. En la misma época nacen los primeros trabajos que conformarían la doctrina sobre la brujería, siendo el más célebre de todos el Malleus Maleficarum, conocido como el «Martillo de los brujos» y publicado en 1486. En 1484 el papa Inocencio VIII considera a la brujería como una nueva amenaza. El punto de mayor intensidad de la persecución se produce en los cincuenta años que van desde 1580 hasta 1630. En Inglaterra se legaliza la persecución mediante tres actas aprobadas en 1542, 1563 y 1604. «Es bien sabido que la «supersticiosa» Edad Media no persiguió a ninguna bruja; el mero concepto de brujería no cobró forma hasta la baja Edad Media y nunca hubo juicios y ejecuciones masivas durante los Años Oscuras,»[4]. La caza de brujas no es el efecto residual del oscurantismo medieval sino el costado más cruel del disciplinamiento social producido por la acumulación originaria. Un aspecto que refuerza esta idea es el hecho, también contrario al estereotipo histórico, de que no haya sido la Inquisición católica la única ocupada en la persecución. En el apogeo de la caza de brujas fue mayor el número de ejecuciones ordenadas por tribunales seculares. Y las naciones protestantes, enemigas de la Iglesia romana, mostraron el mismo rigor y la misma crueldad que los inquisidores católicos. Otro dato, más del 80% de las personas ejecutadas por brujería entre los siglos XVI y XVII fueron mujeres, y la gran mayoría eran pobres.
La bruja en el pueblo medieval cumplía diversas funciones. Era la partera, la médica, la adivina, la hechicera. Su desaparición allanó el camino para el desarrollo de la medicina profesional, basada en un conocimiento ajeno las clases bajas, un conocimiento que viene de arriba. Los años más duros de persecución a las brujas coinciden con el apogeo de las primeras teorías económicas modernas que son englobadas con el nombre de mercantilismo, coinciden también con el nacimiento de las preocupaciones sobre los problemas demográficos. Controlar a la población, aumentar la productividad, evitar rebeliones, son algunos de los objetivos que se van logrando a medida que las curanderas del pueblo se convierten en servidoras del Diablo. En Inglaterra la mayor parte de los juicios tuvieron lugar en Essex, donde la tierra había sido cercada y privatizada durante el siglo XVI. En las otras regiones de las Islas Británicas donde no hubo cercamientos no hay registros de caza de brujas. En el sudoeste de Alemania la caza de brujas empezó menos de dos décadas después de la inmensa rebelión de siervos conocida como la Guerra Campesina. En las mismas aldeas donde masacraron a los rebeldes quemaron a las brujas.
A finales del siglo XVII la clase dominante comenzó a sentirse segura en su lugar de poder y la caza de brujas fue atenuándose de a poco. Al siglo siguiente le tocaría reescribir la historia desde la perspectiva de la Ilustración, que caracterizó el fenómeno como la última barbarie de la ignorancia medieval.
***
Ante todo esto vale la pena formularse una pregunta. Si admitimos que la caza de brujas fue más un producto de la Modernidad naciente que del agonizante Medioevo, por qué la visión contraria adquirió la fuerza de un lugar común, no sólo entre los intelectuales de la Ilustración sino entre nosotros mismos, más de doscientos años después. Se me ocurre que esa tergiversación puede ser interpretada como un síntoma. La negación de la cultura moderna de su relación con la caza de brujas bien podría ser un síntoma de la necesidad moderna de seguir produciendo cazas de brujas. Si bien esto puede sonar rebuscado no lo es tanto cuando se ve cómo toda la historia moderna está salpicada con diversas réplicas de la caza brujas llevadas a cabo por los Estados de todo el mundo. Esas innumerables réplicas parecerían confirmar la tesis de Federici. Una buena forma de ocultar la responsabilidad por un crimen es encontrando a otro culpable, especialmente si se quiere volver a cometer el crimen.
[1] Pag. 164
[2] Pa6. 230.
[3] Pag. 221.
[4] Pag. 252.