Claritos rubios en el pelo, ojos inyectados, pantalón deportivo. De golpe retumba su voz en todo el vagón de la línea B: “Para cerrar el paquete de fideos, para las galletitas, para que la comida no se ponga fea. Fíjense cómo se aplica en la pasta dental, optimiza el contenido y aprovecha la totalidad del producto”. El tipo vende broches de plástico. Diez pesos los cinco. Tiene un paquete de fideos y un tubo de dentífrico para la demostración empírica. Optimiza el contenido y aprovecha la totalidad del producto me encantó, una frase sólida como pocas, a pesar de la redundancia. Me tengo que bajar, pero saco los diez pesos y aprovecho a decirle: “Excelente estrategia de venta”. Me agradece y, con sincera modestia, devuelve: “Es que el producto es muy bueno”. Encima el paquete viene con una fotocopia que explica las diversas aplicaciones de los broches: en envoltorios de pan lactal, de queso rallado, de postres en polvo. Bajo y a mis espaldas escucho el éxito de la venta con el resto de los pasajeros. El hecho de que dos estaciones más allá la policía lo vaya a cagar a palos y le afane los broches demuestra que no es cuestión de emprendedurismo, sino de clase.