Una imagen recurrente en la política estadounidense es la del “gigante dormido”: un grupo social, una masa demográfica de electores que repentinamente despierta para convertirse en factor crucial en una elección. A lo largo de décadas de trayectoria política independiente, no adscrito ni a demócratas ni a republicanos (como alcalde, después como gobernador, y finalmente como senador en el Congreso por el Estado de Vermont), Bernie Sanders ha ocupado siempre el lugar de un outsider, una suerte de profeta solitario en el desierto de la hegemonía neoliberal. Cuando Sanders lanzó su candidatura a las primarias demócratas el pasado mayo, su propuesta fue recibida con paternalismo (cuando no directa indiferencia) por parte de la prensa mainstream. Meses después, Sanders podría ganar en Iowa y New Hampshire, primeros estados en celebrar sus primarias. ¿Cómo ha logrado Sanders abrir este reto inédito, hasta ahora impensable, a Hillary Clinton y la maquinaria del Partido Demócrata? Más allá de los indudables méritos de su campaña y de una trayectoria honesta y coherente, su figura debe entenderse como la posibilidad de una articulación de fragmentos y trayectorias históricas, que han hecho visible una serie de instancias cruciales en la última década, desde Occupy Wall Street.
Mediante sus referencias explícitas al New Deal de Roosevelt el “socialismo democrático” de Sanders consiste básicamente en la reintroducción abierta de términos como “justicia económica” y “redistribución de la riqueza” ausentes por décadas en el discurso público estadounidense. En otras palabras, la recuperación de un estado de bienestar, fundamentalmente en la sanidad, en la educación y en el derecho laboral. Lo interesante aquí no consiste únicamente en las propuestas concretas de Sanders, sino en cómo estas se articulan con el paisaje social y político de los últimos años. Así, la reconstrucción del sistema público de salud recoge el descontento con el -finalmente muy aguado por las aseguradoras privadas- Obamacare. La propuesta de una matrícula gratuita en las universidades públicas confronta el problema de la astronómica burbuja de deuda estudiantil que Occupy puso encima de la mesa. La subida del salario mínimo a 15 dólares/hora se relaciona con la campaña “Fight for 15” y la ola de nuevas sindicaciones en sectores poco organizados tradicionalmente como los trabajadores de cadenas “fast food” o en corporaciones como Walmart.
A diferencia de Obama, la campaña de Sanders no se centra tanto en un candidato carismático, sino en este programa, así como en la invocación a una “revolución democrática” consistente, por un lado, en el rechazo frontal a los “SuperPACs” (los vehículos corporativos de financiación política) mediante una campaña financiada por más de tres millones de donaciones individuales (unos $30 de aportación media). Al ubicarse al margen del proceso en el que Wall Street, sus billonarios y corporaciones invierten billones en los candidatos para controlar el sistema de decisiones políticas, Sanders expone de un modo directo la forma en que la política es dirigida desde el aparato financiero y los intereses económicos del 1%. Con gran sorpresa para el establishment, su campaña logró financiarse en un 100% por los votantes que apoyan sus ideas y programa, mostrando que es posible hacer una campaña sin financiación de “super Pac” o millonarios. “Estamos haciendo historia” -afirmó Jeff Weaver, director de su campaña. Este gesto tan básico como inusual habla del corazón de su plataforma: separar la vida política del aparato financiero que la mantiene co-optada, tomando como eje la distinción trazada por Occupy Wall Street entre el 99% y la acumulación de la riqueza en el 1%. Con esto ha emergido una suerte de re-definición de lo político en lo que va de campaña ya que al contrario del discurso de la mera gestión y administración, Sanders insiste en una “revolución democrática” capaz de imaginar otro futuro. Es el único candidato que puso en el habla política el tema de la re-distribución de la riqueza y la justicia económica, que en Estados Unidos es inseparable de una justicia racial y un serio desmantelamiento del racismo sistémico. De esta forma, la invocación a una “revolución democrática” implica a un nivel más profundo un horizonte de articulación transversal frente a algunos aspectos centrales de la cultura política estadounidense, como la tecnocracia de la gestión y la demografía mercadotécnica, componiendo una suerte de reeducación política frente a la lógica que revelan las críticas desde la campaña de Hillary y toda la maquinaria mediática. Por un lado, se critica que Sanders no puede cumplir con sus promesas”. Este tipo de críticas muestran por tanto el carácter profundamente impolítico de la tecnocracia. En tanto Sanders convoca a una movilización popular como condición para el cumplimiento de esas metas, éstas no consisten tanto en promesas como en propuestas que amplían el debate político, al que la propia Clinton se ha visto obligada a adaptarse, mostrando su versión más progresista en muchos años.
Es extraordinariamente difícil que Sanders pueda convertirse finalmente en el candidato demócrata. Sin embargo, y más allá de sus resultados, el fenómeno Bernie debe entenderse dentro de una secuencia abierta hace ahora cuatro años por Occupy y el “cambio en la conversación” que el movimiento produjo, introduciendo cuestiones como la desigualdad económica y una distancia manifiesta con la política del establishment. Según indican numerosos estudios, debido a la falta de expectativas laborales, la deuda y la precariedad, el panorama cultural e ideologico de los llamados “millenials” apunta a un abandono claro de los miedos heredados del macartismo, que han dejado su lugar a miradas políticas mucho más abiertas. Más allá de Iowa y New Hampshire, y más allá de las elecciones de noviembre, podemos encontrarnos ante un cambio tectónico mucho más profundo en la sociedad estadounidense, y que continuará teniendo efectos en los próximos años. Tal vez, quién sabe, el despertar de un gigante dormido.