A esos estudiantes revolucionarios de 1919, Max Weber les dice que le gustaría saber qué sería de ellos de allí a una década. Despojada de nombres y circunstancias concretas, esta pregunta sitúa la cuestión intelectual. Si alguien percibe una condensación especial en las cosas, una asombrosa condensación de motivos históricos que se reúnen y crispan, como hilos sobre un huso, y luego hace el esfuerzo de abstraerse de todo eso, interrogándose por «lo que vendrá», podemos decir que estamos ante un intelectual.
Ni la duda metódica, ni la organización de la cultura, ni la disconformidad con el presente señalarían la condición intelectual; por lo menos, ninguna de esas cosas por separado y ninguna de ellas con el sentido desafiante que ofrece la pregunta «¿qué será de ustedes?». Si esa pregunta (qué también puede ser ésta: «¿qué será de mí?») se realiza en la densidad de una historia que concentra y expone todo sobre sí, nos enfrentamos con la clase de abstracción de la que se inviste la vida intelectual. ¿En Weber? Digamos que en Weber, en las clásicas páginas weberianas, el intelectual es ese que abstrae del presente una pesarosa pregunta por el desconocido porvenir. Y le ofrece esa pregunta a los que no tienen otro motivo de vida que un adosamiento excluyente a la historia actual, la que está aquí y ahora. Es decir, a aquellos que si algo no precisan, es justamente esa pregunta. Podemos apreciar, si ese fuera nuestro interés, la enorme diferencia que puede haber con la definición habitual de la condición intelectual, remitida y agotada en un the present as history.
Desovilla, deshila, despoja de filamentos al eje imantado que concentra todo alrededor. Así el intelectual weberiano se abstrae del presente y dice exactamente: «quisiera poder ver dentro de diez años en qué se han transformado todos aquellos de ustedes… que comparten el éxtasis de la revolución actual… en qué se habrán convertido interiormente» Muchas veces, muchas personas han leído este párrafo. También lo hicimos nosotros sin dejar de inquietarnos, cada vez, por sus cambiantes tonalidades de pesimismo y amenaza. No exageraríamos al decir que este tradicional escrito de Weber ha sido sorbido, bebido, por infinidad de lectores en diferentes épocas que se superponen como membranas opacas, unas sobre otras. Nada más que para guiarnos por la sigilosa metáfora incluida en lo que acabamos de escribir y para que se conserva la fonética del nombre de Weber pero deformado para distanciarlo de su obviedad teutónica, lo llamaremos Beber, con acento invisible en la primer sílaba. Parece así un concepto, una acción, una asimilación del acto de lectura a acto de bebida y un extrañamiento que de todos modos deja en pie la igualdad fónica del apellido que los estudiantes de sociología han pronunciado miles de veces, en distintos momentos, para denostarlo, sin duda, y en otros momentos, para hacerlo motivo de numerosas indulgencias.
Beber, entonces, quien trata el tema de la insoportabilidad del presente. Pero no al modo del dialéctico, que pone cada momento como determinaciones que impiden cualquier sentimiento profético, cualquier deslizamiento que ofusque la pertinencia histórica de cada secuencia transitada por el sujeto operante o la conciencia crítica. Si se tratara de solamente solamente de alguien que postula la cita contemplativa, no habría problemas, pues siempre invitaría a un retiro práctico entre cualquier acumulación de escenas públicas, sean éstas gigantescas y revolucionarias, sean éstas pacatas y miniaturizadas. Pero aquí hay más bien una teoría sobre el éxtasis, que diría que todo éxtasis es indeseable y que es posible escapar de él. Fugar del éxtasis, así, se transformaría en una fuga del presente, sobreentendido que todo presente es la sede de un sentimiento revolucionario, asombroso, traumático.
Desde el punto de vista del sujeto, aquí encontramos sólo problemas. Si se empeña una acción, que podríamos perfectamente imaginas que es igual a esa piedra secular que soporta todo el sistema de Beber, es decir, la acción racional con arreglo a fines, esa acción carga entonces con un programa que nunca se resuelve. Si se piensa en el recorte temporal de cada acción, en el particular troquelado que cada sujeto puede hacer del espacio de contemporaneidad donde se hallan sus motivos y lenguajes, nunca se sabría si hay que incluir o expulsar la noción de «lo que viene después». ¿Cómo aguantar la propia certeza de historicidad? ¿Cada acción lleva a pensar el conjunto del tiempo histórico disponible o debe tomar el presente como su «absoluto», como el necesario «peligro» de una intensidad momentánea, ciega para todo lo que no sea el usufructo de lo que ahí está? Es conocido el dilema de Beber, notablemente irresuelto, excepto bajo el auspicio de un orden paradojal, que lleva a postular la imposibilidad de que cada acto lleva a otro acto posterior homólogo. La historia es una larga heterogeneidad de fines respecto al sentimiento original que motivo una acción.
Beber, en el mismo lugar de donde extrajimos el célebre párrafo anterior, sugiere que hay dos formas de la pasión. Una nos lleva a la «excitación interior», siempre ligada a la revolución… y no a cualquiera. Piensa Beber en la que tiene ante sus ojos, Rusia, 1917. Los intelectuales de esta revolución forjaron un tipo «interiormente convulsionado» que impide asociar dos ideas que en Beber están atadas por un lazo resistente: los demonios de la historia y la calma interior. Esta es la otra forma de la pasión. Desde luego, convendría llamarla razón, pero es innegable que se trata de una razón apasionada que no se basa en el éxtasis del sujjeto sino en las convulsiones de la historia, vistas por alguien capaz de soportarlas.
Si conservamos el nombre de pasión para esta asociación entre el temple responsable del sujeto y las inclemencias de la vida pública donde los valores siempre están en jaque es para observar el modo original con que Beber ha evitado simultánemeante el pathos del alma revolucionaria y el conocimiento de los hechos por los que se interroga quien tiene sed de certezas futuras.
Es cierto que todo esto puede ser atribuido a su agnóstica enemistad con la revolución «de este tiempo». Y a la simultánea afirmación de una forma heroica del ejercicio de la política, a la vez ascética y endemoniada. Pero también observaremos que este sentimiento de arrojarse fuera del presente y cambiar excitación por templanza, es también muy revulsivo. Acaso sea esta una razón sin pathos y por obligar a «los demonios de la política» a proyectarse más allá en el tiempo. El intelectual beberiano se exhibe como un ser que se prepara a soportar el paso de la historia. Su sabiduría consistirá en conocer lo que el mundo tiene de despiadado. Pero mientras soporta, aguanta y vive «descarnado», piensa en una imposible puesta entre paréntesis del presente, «congelado» por el brillo intenso y eterno de la revolución. Pero esa eternidad no es tal y ese brillo no permite forjar espíritus soberanos. Aunque escapar de allí es imposible. Beberianamente, sólo podemos formularnos un problema, advertir sobre la transitoriedad de toda efusión intensa y tratar de imaginarnos héroes que no cometan excesos y desmesuras, verdaderos héroes armoniosos y resignados.
El intelectual beberiano, bebe del doble dolor de no poder imaginar como sigue esta historia y de no poder dejar de asombrarse por las almas excitadas, «en trance». Ambas imposibilidades lo convierten en auténtico intelectual. Ha bebido el drama de una historia que sin apasionados es nada y a la que los apasionados impiden progresar.