por Martín J. P. Weber
Desde hace demasiado tiempo, compañeras y compañeros, estamos condenados a la política de los cuerpos. No solo en el sentido de Foucault –una política fundada sobre el disciplinamiento de los cuerpos y del cuerpo social–, sino en el sentido de que exige y festeja la presencia activa de los cuerpos, su exposición en el espacio público, su predisposición a afectar y ser afectados.
Cuerpo y política. Poner el cuerpo, como consigna (y metáfora), gozó de altísima estima durante todo el siglo XX. El Che Guevara puso, entregó, el cuerpo. Rodolfo Walsh –y por extensión toda la militancia de los ’70– le puso el pecho a la balas. Se la jugó. Como Darío Santillán unas décadas después. Porque la idea de revolución exige lo máximo de ese cuerpo: entregar la vida porque precisamente es allí donde la opresión capitalista se arraiga más profundamente.[1]En el lado opuesto, una idea rústica de democracia en la que poner el cuerpo se reduce al gesto autista de elegir dentro de un menú compuesto en su totalidad por una clase política decadente y que carece de imaginación y de valentía para ir más allá de las reglas de un orden mundial conservador. Elementos centrales, ambos, de una eficaz máquina de gobernabilidad que parece hoy mutar a la par de una transformación de los propios cuerpos.[2]
Cuerpo y política en el siglo XXI: hay que pensar con sinceridad y arrojo: ¿cuál es la política natural a estos cuerpos que somos? O, primero, ¿hay política posible cuando se carece de cuerpos “potentes” y “afectivos”? Dedos que desgastan teclas, ojos cegados por la luz de las pantallas, mentes multiestimuladas por la infinitud de la información (y por la finitud del deseo): he aquí el mayor brío anatómico de cuerpos emplazados en dispositivos de consumo, confort e individualismos histéricos, presos de una ambición ansiógena de ganancia inmediata (¡y no solo dineraria!). Todo en nosotros –no importa el género o la ideología, la raza o la clase- está penetrado por este tipo de cálculos de consumidor. Somos menos lo que consumimos y más el mundo que ponemos en movimiento para poder hacerlo: energía vital narcicista con tendencia a la abstracción invertida en consumir.
Grosero error sería homologar –como hace, por ejemplo, la publicidad– placer y consumo (y mucho menos felicidad a consumo). ¡Ojalá nuestro problema fuese el hedonismo! ¿Quién rechazaría una vida fundada en la búsqueda del placer y supresión del dolor? Pero no es el caso. La sensación, más bien, es la de cierta desproporción entre el aumento en el gasto de energía y la disminución tendencial de la intensidad de la experiencia. Reuniones, fiestas, presentaciones de libros y revistas, asambleas… ¡cuánto esfuerzo en vano, compañeras y compañeros! Un deseo elemental y frustrante de “socialidad” (¡quiero que me amén!) domina nuestros más serios proyectos (¿desesperación por ser a partir de la mirada del otro? ¿Gestión incesante del yo-imagen?).
¿Quién no experimentó más de una vez la dificultad de existir en estas condiciones? Porque eso lo sabe cualquiera: una política de los cuerpos requiere de una Gran Inversión de Tiempo-Afectivo (o valor-afecto). Este tipo de Tiempo-Afectivo es el que invierte en su militancia un docente-evangelizador, un cura villero o un dedicado enfermero de hospital público (pero ¡quién quiere ser docente, cura villero o enfermero!?). O bien se lo invierte cuando se tiene un verdadero programa político transformador (¡¿pero quién tiene un programa?!). O bien ante la inminencia de un conflicto de proporciones que polariza la existencia social (¡¿Pero quién sobrevive, hoy, a un conflicto?!). Demasiado para un cuerpo que trabaja (o que zafa de trabajar, laburando) muchas más horas que las que desea, que cuida un hogar siempre al borde del desborde, que carga con más de un desacople cotidiano en el orden del deseo.
De ahí el éxito de las redes sociales y sus impensadas funciones terapéuticas. No se trata sólo de que la red sea más democrática que la política. O que garantice una cooperación más efectiva que el mercado. O que proporcione un sistema de reglas más inmanente que las del Estado. Además de todo esto la red ofrece salud: este es el dato central.
Cuerpos virtuales (recuérdese que lo virtual no es pobreza de experiencia, sino materia de posibles) como correlato de existencias frágiles, fóbicamente amuralladas, pero sanadas y estabilizadas. Porque, en el fondo, de eso se trata. De encontrar mecanismos que reparen el daño: a cuerpo dañado, red reparadora. Donde hay un daño corporal, la red es un derecho mental. ¿Hay algún índice de existencia comparable a ser y tener público en internet? ¿Y qué decir del goce erótico que se experimenta más dentro que fuera de la red? ¿Por qué nadie confiesa en su nombre que, ante el virtuosismo de Internet, coger físicamente suele ser tortuoso?
Así que es ahí, en la red –más que en una ciudad desbocada, empastillada, patético teatro de un sinfín de batallas de baja intensidad– donde se preservan los cuerpos y las alegrías: solo allí, mal que le pese a cierto anarco-corporalismo-deseante, la libertad se vuelve patente y efectiva.[3]
En cierto modo, no es más que lo que desarrollamos en nuestro texto anterior (“El sciolismo como cyborg”): la guerra social va cobrando, hoy, el ritmo y los matices del kirchnerismo vuelto sciolismo. Los cuerpos bloqueados, como suspendidos en el aire. La política se enfría. El sciolismo emerge como estabilidad, pero también como conciencia de la fragilidad, de cuerpos constituidos a partir de la digitalización y el consumo. El sciolismo (movimiento que hermana a un amplio espectro de la clase política, de Binner a Cobos, de Scioli a Massa, de Cristina a Macri) garantiza el goce-web. Y desde esa razón escribe, compañeras y compañeros, con la mano mutilada como metáfora del cuerpo ausente, la historia de lo que vendrá.
[1] En otros trabajos de auspiciosa circulación hemos demostrado cómo luego de la derrota de las Organizaciones populares, mayormente militarizadas, del campo popular –y luego de que la dictadura marcase con fuego a la sociedad argentina; y de que neoliberalismo moldease deseos y modos de vida; y de que el post-neoliberalismo pusiera en el centro la inclusión vía consumo– su festiva reencarnación, en los casos que va más allá de un inofensivo adhesionismo, no pasa de unas idea muy básica de solidaridad e inclusión encarnadas en voluntades tan alegres como pobres a la hora de reflexionar sobre su experiencia, sobre sus propias prácticas y sobre los imaginarios que las sustentan.
[2] Si la política perdió toda exigencia de riesgo corporal, el “poner huevo” de la cultura del aguante recuperó y relaboró aquella consigna de acuerdo a los requerimientos de la cultura barrial, rockera y futbolera.
[3] No faltará el compañero o la compañera que destaque el desplazamiento evidente de una forma de trabajo hegemónica durante el siglo XIX y el XX, el trabajo industrial, fabril, que exigía un obrero que pusiera el cuerpo –cuerpo al que se le extraerá plusvalor– a otra forma en la que trabajo se virtualiza, se vuelve a distancia, digital. La mercancía central es la información. Todo esto es importante pero secundario. Lo importante es que el deseo de existir, la satisfacción de la ansiedad y el goce no se da sino al interior del espacio normativo de la web.