Balance de época (VI) // Horacio González

Las Malvinas, Argentina y el mundo


El gobierno de Macri encarna una gestión despojada de cualquier nervio cultural, como no sea un pensamiento gerencial, que se aplica también sobre Malvinas. Un sentimiento público latinoamericano y emancipador, no los viejos y nuevos intereses generales referidos al petróleo y la pesca, debe ser en primer lugar el alimento de la juridicidad político-histórica que enmarque el caso. ¿Es posible con Macri este encuadre diplomático? No.
Cualquier lectura de la historia de las Islas Malvinas –la más recomendable es sin duda la de Paul Groussac, escrita en 1898, que a su ponderada visión histórica le agrega el condimento sutil de la ironía-, arroja un resultado palmario. Son una pieza fundamental de la historia marítima, comercial, militar y científica de esta región del planeta. Antes  y ahora. No puede haber dudas sobre los títulos de la potestad argentina sobre el archipiélago, y ellos surgen de ningún otro lugar que de la irreversible geología que las ata al continente y del combate por su pertenencia, que ocupó varios siglos, multitud de informes y escaramuzas, cambios de mano y escritos diplomáticos de las más diversas especies. Entre estos se destaca el del Dr. Johnson, uno de los mayores críticos shakespeareanos, que implícitamente valida en 1771 los derechos de España. Estos se proyectan sobre la jurisdicción española en América que corresponderá a la creación o emergencia del orbe nacional  argentino.
Un océano de papeles y hasta de debates filológicos permiten realizar una pregunta casi impertinente por su obviedad. ¿Por qué las Malvinas se tornaron tan esenciales, una pieza clave de la historia moderna, que es la historia de las guerras económicas expansionistas desde el siglo XVII, a pesar de tener ellas una posición marginal y aparecer tardíamente en los mapamundis? ¿Por qué su nombre permanece enigmático, y el que adoptamos como inescindible con nuestro idioma, proviene, más allá de inagotables discusiones, de los navegantes bretones de Saint-Malo?
Hay un elemento utópico en todo proyecto de ocupación territorial, un sesgo inevitablemente literario que a los efectos de una historia severa de la poesía, no dejan de componer una estética colonial. El expansionismo mercantil, el filibusterismo, los corsarios, las históricas usanzas de las empresas de piratería, que supieron encumbrar imperios, asimismo buscaron su validación por las grandes escrituras. Se acompañaron de distintas consideraciones utópicas, que siquiera precisaron llegar a las cumbres poéticas como las de Kipling – “Llevad la carga del Hombre Blanco”-, quien pensó el imperialismo como un sufrimiento y una necesidad. Hasta mediados del siglo XIX la fabulosa Isla de Pepys, que tuvo un supuesto avistamiento en el siglo anterior, figuró en muchos de los codiciosos cálculos científicos o políticos de las potencias de la época, y también en la publicística de Pedro de Ángelis, el gran polígrafo napolitano al servicio de Rosas, que se interesó por ella. Pepys Island no existía, pero era indudable que hacía las veces de contrafigura espectral de las Malvinas, dado que su ubicación imaginaria tenía homólogas coordenadas oceánicas.
No es posible, por muchas razones, ignorar el papel que jugó Bouganville en el proyecto de poblamiento de las Islas, que es el más importante antecedente del reconocimiento de la pertenencia de Malvinas a España –por consecuencia de las negociaciones posteriores para el abandono de esa colonización francesa en la segunda mitad del siglo XVIII. Bouganville era también un gran naturalista; no solo queda en la historia como un antecedente de la atribución argentina en la posesión de Malvinas, sino como estudioso de una flor que lleva su nombre, la buganvilla –o santa Rita-, que figura entre las preferidas por el trágico cónsul inglés Geoffrey Firmin (personaje ficcional de la gran novela Bajo el Volcán, de Malcom Lowry), que citamos no para dispersar el tema, sino para introducirle un elemento cultural que sin dejar de ser un detalle, tiene su importancia antropológica.
Es que Gran Bretaña es una cuerda interna de las historia de nuestros países, desde las célebres y lamentables negociaciones del pacto Roca-Runciman, y si se quiere abundar en la genealogía de las grandes y complejas escenas imperiales, desde el empréstito de la Baring Brothers, que atraviesa muchas décadas como modelos de préstamos canónicos de las finanzas coloniales. Manuel Moreno–el hermano de Mariano, embajador de Rosas en Inglaterra-, es autor de documentos importantes presentados ante Lord Palmerston, por más que Groussac prefiere señalar que eran un tanto ingenuos. Como sea, estamos hoy mucho más cerca de esos escritos de la diplomacia argentina del siglo XIX –en el momento en que se produce la ocupación británica- que del desempeño moral y militarmente desastroso de la Junta Militar que actuó en 1982. El detalle de la flor preferida por Firmin, el cónsul inglés debajo del volcán, significa que hay una “veta inglesa” a explorar.
No es ningún secreto: brota de todo aquello que compone el lenguaje y su historia real, que es la fibra interior, resistente, de la democracia efectiva argentina. Se trata de la existencia no solo de una opinión interna de un sector no desdeñable de la tradición inglesa anticolonialista. A veces se halla oculta bajo los pliegues de un interés por lo extraño, por lo “bárbaro” como equivalente de una seductora inversión del refinamiento –de ahí el coronel Lawrence “de Arabia”-, o por una civilización hindú que lejos de mostrar la dudosa eficacia del Commonwealth, dejaría ver su tozuda incomprensión cultural, tal como aparece en recordables novelas, como la muy célebre de E. M. Forster, Pasaje para la India. Antes del advenimiento del Gobierno Macri, la política de la diplomacia argentina, en especial llevada a cabo por la entonces embajadora en Londres, basaba su estilo de persuasión no en una seducción superficial y mucho menos en ofrecimientos de último momento, sino en una comprensión profunda de las complejas relaciones anglo-argentinas. Diría que éstas siempre fueron así desde el complejísimo Francisco Miranda hasta las diversas relaciones de los sindicatos argentinos con las Trade Unions –reservorio de la historia obrera universal, cualquiera sea hoy la interpretación que hagamos de ellas- y en esa gran porción hoy activa de la memoria inglesa, con remotos aires de democracia social decimonónica, se basó la posición argentina de formular el cuadro significativo del diálogo. Implicaba esto, la condición de pares y un signo de reconocimiento. Una potestad de la palabra ligada a una soberanía que surge de locuacidad nacional, con todas sus dimensiones, que son todas las etapas de su vida independiente.
Durante más de dos siglos, las cancillerías de España, Francia e Inglaterra se disputaron los mares, guerrearon entre sí, hicieron y deshicieron tratados, y se hicieron cargo también de otro convidado, el naciente poder norteamericano, que trazó también su plan de ocupación en Malvinas en 1831 –el incidente bien conocido de la fragata Lexington-, donde Estados Unidos esboza pretensiones sobre las Islas con argumentos que demuestran su falta de sustento cuando tiempos después los declina a favor de Inglaterra: era el colonialismo nuevo rindiendo homenaje al colonialismo viejo.
En eso se parecen al actual primer ministro Cameron. Pero la conciencia colonialista ha dado ahora un paso tortuoso, sumida en la incapacidad de pensarse a sí misma. Este calificativo que señala la vasta saga colonial, se les escapa de las manos. Culpabiliza pero no saben bien a qué emplearlo, ni que inédito espejo se forja para que la Nación Inglesa no pueda mirarse a sí misma. ¡Qué diferencia con la oscura pero profunda conciencia que los estudios de Carl Schmitt le atribuyen a Inglaterra, a partir de una frase shakespeareana de Ricardo II: “esta joya en un mar de plata engarzada”! Por cierto, estos estudios sobre el poder infinito del mar y el destino marítimo inglés que se desprende de muchas obras de Shakespeare –de ahí la importancia que uno de sus mayores estudiosos, el ya mencionado Dr. Samuel Johnson, a la vez lectura favorita de Borges, tomara una posición “pre-argentinista” en el siglo XVIII- no pueden ser ahora interpretadas a través de los fascinantes pero tremendos –en verdad: riesgosos- estudios de Schmitt. Pero dan cuenta del paso que ha dado este viejo país en una parte de su clase política, desde la época de la tragedia isabelina hasta sus actuales dirigentes desprovistos de una visión más profunda sobre el mundo que heredamos, en gran medida por la acción que durante siglos ellos mismos desplegaron en torno a invasiones, conquistas y brutalidades sobre la condición humana.
Debemos tener en cuenta pues a la “otra” Gran Bretaña, la de  Cunninghame Graham, la de Raymond Williams, de Eric Hobsbawn, de Daniel James, de John Lennon y de John Ward. Sí, claro, este último es el personaje de la poesía de Borges sobre Malvinas, que traza un rumbo para el pensamiento crítico, y que hay que hacer el esfuerzo de entender. Lejos de ser Borges un “escritor inglés” es portador de un criollismo universal que es necesario considerar e incorporar como pieza urgente de nuestra materia. Borges es un intersticio argentino en las rotundas fisuras de la literatura inglesa, que es una dimensión de su ética inquisitiva universal (Berckley, Coledridge). Las consecuencias políticas de esto, las veremos luego. Conocía como nadie, como argentino universal que era, la singularidad histórica inglesa. Su John Ward, lector del Quijote, y su Juan López, lector de Joseph Conrad (polaco que escribe en inglés), quedan ambos muertos en la nieve uniendo sus grandes mitos literarios, sin comprender por qué, como en una lejana escena bíblica. Son juguete de los “cartógrafos” al servicio de las fronteras creadas por los poderes bélicos y mercantiles. Ahora indican otro destino para la estrategia y significado de las Malvinas Argentinas, cuyo remoto nombre holandés –acaso sus verdaderos descubridores- era Islas Sebaldinas.
La Embajadora Alicia Castro realizó en Londres una magnífica tarea de convocatoria el diálogo, que al mismo tiempo que recibía un duro rechazo de Cameron,   había agitado al mundo cultural británico, que tiene como nota de específico orgullo de haber sido la sede de la escritura de El Capital, y la actividad de su “ala izquierda cultural”, en la que según las épocas  y las largas discusiones sobre la justicia social, incluye desde el gran artista William Morris (no la localidad del Gran Buenos Aires, que conmemora a otra persona de igual nombre, un pastor protestante) hasta incluso a Bertrand Russel, que tomara tan cambiantes posiciones sobre los conflictos mundiales, pero al que igual que Keynes, pueden considerarse ambos esenciales para  una vida inglesa abierta a la sensibilidad social no colonialista. Incluso el liberal Harold Laski (al que Carl Schmitt fulmina a propósito del tema del “pluralismo”). Incluimos el sutil historiador E. P. Thompson, o a Perry Anderson y su hermano Benedict (que acaba de fallecer). Son los rastros de la izquierda inglesa, con los mismos dilemas de rupturas y discusiones que pudieron haberse verificado entre nosotros, sobre el juicio sobre la Unión Soviética o el empleo de la violencia. ¿Quién de nosotros no leyó alguna vez un artículo en la New Left Review?
Recobrar las Islas presupone reinterpretar la historia moderna a la luz de una crítica al colonialismo, que debe ser nueva y original, hecha desde la vida cultural argentina y en el establecimiento del diálogo con lo que aún conserva la memoria del empirismo progresista inglés o su teoría del valor-trabajo (sus grandes economistas del siglo XVIII y XIX, incluyendo al alemán Carlos Marx) y eso implica muchas connotaciones culturales que aún deben ser descubiertas. Solo que con el enfoque empresarial de Macri ahora no es posible. Porque no es posible que este gran acto recuperatorio que cambiaría la historia misma de Latinoamérica se produzca meramente en el marco de la globalización, con acuerdos que apenas le provea la estructura abstracta de las grandes empresas tentaculares, con sus nuevas “Ligas Hanseáticas” (hoy petrolíferas, de pesca masiva y depredadoras). ¡Casualidad! Las que fascinan Macri con el nombre de British Petroleum o HSBC, y lo llevan a aceptar un probable sistema de  “Leasing” para alquilar las Malvinas. Una rivadaviana enfiteusis al revés.
Un sentimiento público latinoamericano y emancipador, no los viejos y nuevos intereses generales referidos al petróleo y la pesca, debe ser en primer lugar el alimento de la juridicidad político-histórica que enmarque el caso. La Argentina que recibe a Malvinas debe ser a la vez una Argentina más lúcidamente internada en su proyecto de democracia colectiva, con inspirada justicia social, con originales visiones sobre su propia historia, con sus propias políticas extractivas y agropecuarias de cuño no contaminante, no depredatorias de nuestras propias montañas ni distante de la creación de una nueva lengua social para hablar profundamente con los antiguos habitantes de nuestro territorio, con una nueva empresa petrolífera estatal reconstruida, con instituciones públicas de financiamiento a través de nuevas doctrinas sobre incorporación de rentas petrolíferas y financieras, con originales construcciones políticas que revitalicen socialmente las instituciones de la representación cívica y con nuevas concepciones históricas y antropológicas no simplemente emanadas de un desarrollismo lineal. Este programa es permanente. Hoy está entre paréntesis debido a la insensibilidad supina de la lógica compulsiva de la globalización que ha introducido Macri, como quien abre de repente las puertas de su casa para que entre un aire gélido, paralizante.
Sabemos que la población hoy viviente en las Malvinas –descartando la Base del  Otan que no es novedad respecto a lo que proyectaron los gabinetes europeos desde hace cuatro siglos-, no puede ser un tercero necesario en la negociación que más temprano que tarde deberá establecerse por imperio de una opinión mundial cada vez más consciente del cambio que hay que operar en las condiciones universales de vida. No obstante, allí hay  derechos de ciudadanía y culturales que son decisivos para constituir el diálogo. El nombre de Malvinas admite que el pensamiento de un mundo más justo adopte una sensibilidad capaz de  un autonomismo nuevo, es decir, volverlas a sí mismas, darles su verdadero significado que tampoco le puede ser indiferente al asentamiento humano angloparlante de las Islas, que hoy es casi multicultural, y que comparte por igual un destino de factoría y una fuerza vinculada a la “ética protestante”, en un puñado muy reducido de descendientes originarios, que manejan la prensa –el Penguin News- los negocios crecientes y hegemonía cultural, con toques facciosos que los perjudican también a ellos.
Para interpretarlo adecuadamente Argentina debe extraer de su memoria nacional sus mejores linajes y su vocación de alteridad, con redescubiertos componentes universalistas, antropológicos y democráticos. Recibir así, en nombre de un renovada justicia territorial, a los actuales habitantes de Malvinas será propio de un país que a su vez cambie al recibirlos, al meditar sobre los ámbitos receptivos de su propio idioma, sus renovaciones culturales y sus revisitadas tradiciones culturales. La Argentina, con su no desmentido corazón de país de compromisos humanísticos –a pesar de los oscuros períodos vividos, que muestran las antípodas de este linaje que sin embargo hemos mantenido y que hoy se debilitan por la rústica presencia, diariamente agresiva, del gobierno de Macri – los debe recibir también en medio de un gran reflexión colectiva, por el simple y extraordinario hecho de lo que implica recibirlos. Trazar una línea de reflexión activa, de una diplomacia nacional que beba hasta el último sorbo de sus propias posibilidades expresivas significa que las Islas pueden ser recobradas, recobrándose a la vez una nueva energía democrática nacional, siendo ambas cosas causa y complemento de la mutua posibilidad de la otra y un ejemplo universal de diálogo que tampoco puede serle indiferente a las tradiciones británicas que despojadas de un anacrónico sentimiento colonial, puedan  hacer revivir su implícito universalismo. Este universalismo no desconoció, muchas veces, aunque sea excepcionalmente, que su verdadera raíz se halla que la democracia interna de los países  En la filosofía y la literatura contemporánea (o quizás, de todas las épocas) hay una idea persistente, que es la de encontrar en un punto complejo de la realidad, la condensación de todos los diversificados temas que nos interesan resolver. En la tradición marxista, este punto es la “síntesis de múltiples determinaciones”, pero se lo encuentra en todos los pensamientos que nos interesan del mismo modo aunque con otras palabras. Por ejemplo, en Spinoza, el Deus sive naturaleza, o en la recurrente idea de “aleph”, como punto de aglomeración de todas las cosas.
Malvinas tiene esa especial consistencia en nuestro lenguaje, pues las dimensiones que abarca son innumerables, complejas y dinámicas. En primer lugar, el concepto Malvinas –sí, claro que no es solo un concepto, pero ese territorio, la historia de ese territorio y las acciones políticas asociadas a su actual realidad de no estar bajo la jurisdicción que corresponde- lo hace un principal talismán de la historia contemporánea argentina. Una dimensión es entonces la de los vínculos de la historia argentina con Inglaterra, o dicho más precisamente, con el desarrollo de los episodios característicos del imperialismo mercantil desde el siglo XVII en adelante. Ya sugerimos las complejidades de este punto. A esto se le agrega la difusa y desafiante cuestión de la Antártida, donde las lógicas territoriales ya no del viejo colonialismo, sino de la nueva globalización, incidirán de una manera “espectacular” (como dice Durán Barba) en el gobierno de Macri, no solo receptivo de esas lógicas, sino que existe porque es su criatura misma.
En el silgo  XVII aún no existía “la Argentina” y su nombre es pronunciado recién un siglo después (la poesía toma el delicado tema del metal “plata”, argentinorum, y lo devuelve como gentilicio, ver  Angel Rosemblat, El nombre de la Argentina), pero lo que hoy llamamos Argentina emanada precisamente de esa trama de fuerzas previas o de lo que podríamos llamar proto-argentina, contiene problemas dinásticos, de las cancillerías globales de la época, cuestiones políticos y sociales que se expresan en acciones militares de la época, así como en el presente. Esas acciones significan una afirmación de soberanía en plena era de la universalización compulsiva del dominio global, con lo cual el concepto de soberanía tiene otro dinamismo, cubre expectativas generales que no son solo territoriales y extienden su interés a los modelos de economía pública y social que debe asumir la Argentina. En aquel tiempo Malvinas era una pieza territorial del juego de las de las naciones latinoamericanas. ¿Y ahora? ¿Cuánto más que se espera, para reanudar este ciclo; el macrismo, sin duda, lo interrumpe con su grosería y tosquedad políticas.
Hace un par de años, algunos intelectuales que cuestionaban lo que les parecía una hybris nacionalista en el tratamiento de la cuestión Malvinas, decían algo así como que Malvinas sería una idea contemporánea que no podría proyectarse más que irrealmente sorbe el pasado. Un ente sin raíces. No. Hay un derecho del presente para interpretar sólida y serenamente el pasado. Es cierto que no se puede extender la idea de la argentina al pleistoceno o al cenozoico (Lugones mismo se lo dijo a Ameghino), pero sí a los umbrales de la modernidad. Y allí, a diferencia de las posiciones que pasan por alto la cuestión nacional –cuestión no tratada con criterios esquemáticos, sino precisamente plenos de historicidad-, es fundamental, a la luz de un plexo de argumentos jurídicos de la era de las naciones y de las expansiones imperiales, pensar Malvinas. Y hacerlo en el seno de este momento histórico de la nación argentina, con sus conflictos, sus desgarramientos sociales, sus intereses contradictorios. Así se lo hizo en el período kirchnerista y durante la embajada de Alicia Castro en Londres, cuyo principal  resultado es la declaración de J. Corbin, el secretario general de Labour Party, en relación al diálogo.
Porque también a diferencia de los que decían que hablar de “unidad nacional” es una imposición a los hombres libres (y ahora ellos convocan a un “pluralismo obligatorio”), también se puede decir lo contrario pero aceptando la pertinencia del debate. La unidad nacional nunca la postuló nadie como la “comunión de todos los santos”, slavo el abstraccionismo gerencial que ahora nos gobierna. Salvo en la imaginación de los “gerentes de producción y ventas” nunca hubo términos de una nación monolítica, sin poros, cerrada a la novedad y a sus luchas internas. ¡Pero ellos también ven consumidores  y no ciudadanos, pero en gradaciones de “poder adquisitivo”! Un país es un potencial adquisitvo y consumidor. Malvinas es un territorio visto desde el “clima de negocios”.
Pero Malvinas, para nosotros, solo pude el lugar conceptual cuya  importancia proviene de que solo puede ser obra de hombres libres y solo se puede pensar desde la autonomía de las conciencias grupales y particulares. Siempre esa apelación surgida de movimientos populares significó la realización de frentes políticos y sociales que corrieron distinta suerte en la historia argentina, como bien lo demuestra la historia del peronismo (de alguna manera, como Kerensky, inspirado en el Laborismo inglés… ¿digo alguna herejía?). Por eso, en este crucial momento de la vida del país, la cuestión Malvinas, dicha su condición de ente histórico y ético, también encierra la cuestión de la infraestructura de transporte, de la infraestructura de las industrias extractivas, de la distribución de la renta y de los distintos modos de tratar los excedentes rentísticos de la actividad económica. Son diferentes pero complementarias instancias de la autodeterminación social, frente a la cual estamos en franco retroceso, en “franco-macrismo”, por así decirlo. Si la minería eran antes extremadamente descuidada y deformante de la política, hoy adquiere una responsabilidad más que aciaga con las medidas que quitan el casi mínimo control que había, en una de las más riesgosas –junto al fracking- acciones de degradación económica del medio ambiente.
No nos equivoquemos: estas cuestiones de la auto-determinación ambiental también se proyectan sobre “Malvinas”, tema sobre el cual el nuevo gobierno nada entiende, pues en su fondo anímico indeclarado, piensa que “son inglesas”, lo que ni los ingleses, en su mismo fondo, piensan. No puede haber autodeterminación forzada para los habitantes malvineros, pues su autodeterminación debe ser otra, vinculada a su autoindagación: la tradición anglicana de habla inglesa, no economicista, preguntándose a sí misma ante la costa cercana, donde estamos los hispanoparlantes, que nos llamamos argentinos y estamos dispuestos a vernos también en el espejo de una historia compleja. Por eso es fundamental postular que su estatus actual de Malvinas es fruto de un despojo territorial certificado por la documentación histórica de la “era de las naciones”. Pero a partir de allí hay sujetos de derecho, porque todo ser viviente, con su cultura, devociones y biografías individuales, los posee. En tal sentido, posiciones abstractas y mitológicas no sirven para pensar el tema de las Islas unidas al Continente, pues componen un hecho histórico singular que ilumina para todos –también para los habitantes isleños- un futuro social argentino o neo-argentino de otra calidad política, apelando a otros núcleos conceptuales para interpretar una cuestión nacional revisitada con criterio de avanzada social, humana, tecnológica y jurídica. ¿Es esto posible con el Gobierno Macri? No. Pero es posible reabrir la discusión al margen de la actual Cancillería Globalizada.
Sobre todo, porque en el futuro va a dar lugar también a un latino-americanismo renovado, es decir, a un fortalecimiento y replanteo de la relación entre los países que son herederos de una historia común, pero aun atravesados por heterogeneidades políticas muy fuertes y dilemas cruciales, como el de Venezuela, Cuba o Brasil. ¡Por no mentar el nuestro! Malvinas es el nombre y el horizonte de un racimo de problemas que por sí solos permiten inspirar de su buena resolución un hecho novedoso para nuestro país, en una dimensión política, humana y cultural. Integrada Malvinas al derrotero común de Latinoamérica, allí comienza el debate perentorio y sutil sobre las autodeterminaciones sociales, políticas, económicas y culturales. Me refería antes a una intervención de intelectuales sobre el tema. Vuelvo a decir lo que en su momento opiné, no me acuerdo en dónde. Al leer los artículos perseverantes de Vicente Palermo y Luis Alberto Romero me vinieron a la memoria algunas páginas de los Escritos póstumos de Alberdi. Observando ácidamente el papel que Sarmiento y Mitre juegan en la guerra del Paraguay, Alberdi, que como sabemos, la condena, se pregunta porque esos gobernantes hicieron una cuestión de honor de esa terrible conflagración. Para provocarla, habían mandado ex profeso dos buques, y los usaron como pretexto cuando fueron quemados por tropas paraguayas. Declararon que era un atropello al “honor argentino”. Siempre según Alberdi, los gobernantes de Buenos Aires no habían sentido el mismo bofetazo al honor cuando Sucre ocupa Tarija en 1825 o en oportunidad de la anexión de la Banda Oriental por Brasil. Y prosigue otro ejemplo incómodo: en 1838 la bandera argentina fue extirpada por Francia de la Isla Martín García y muchos de los que entonces no vieron problema alguno en ese abuso y que incluso lo aplaudieron, ahora se indignaban por hechos de poca monta protagonizados por Paraguay. Y el caso mayor: “los americanos del Norte arrancaron la bandera argentina de las islas Malvinas y entregaron ese territorio argentino a Inglaterra, que lo tiene hasta hoy, sin que se viese arruinado el honor argentino y se llevase la guerra a los Estados Unidos”.
Alberdi es verdaderamente el liberal argentino. Si se busca por otras ambientaciones culturales, nunca hay nadie como él que cumpla tan exactamente con los preceptos del humanismo radical y del universalismo económico. Podrán discutirse hoy todos estos aspectos del pensamiento de Alberdi, pero no es fácil tratar al núcleo último de un razonamiento que lo acompaña por lo menos desde que escribe las Bases, y que consiste en atacar los argumentos de “gloria y loor” que fundan a las naciones. Advirtiendo Alberdi que habían llegado a su fin los empeños de las espadas libertadoras, la cuestión simbólica de la nación se desplazaba a otras materias concretas: el arado, los cables submarinos, la integración con la economía europea, los “heroísmos industriales” como los que protagonizaban los constructores de ferrocarriles, no como herederos de los conductores de míticas campañas militares –como hubiera dicho un Sorel, no mucho tiempo después- sino otra cosa, lo contrario. Acabada una época, había que replantear para la nación el sistema complejo de sus honras y ceremonias. Sustituir, en fin, un lenguaje fundado en la gloria militar por un horizonte de palabras ligadas a otras retóricas. Alberdi propone una, perdurable, a la que no define (a nuestro juicio) adecuadamente, pero tiene sonoridades de las buenas. El pueblo-mundo.
Vicente Palermo dijo alguna vez en Clarín, aludiendo a que harían los isleños que no son contemplados verdaderamente como sujetos de derecho por las definiciones de la Cancillería argentina, que: “una cosa es segura: seguir odiándonos y hasta más, si es posible (y con toda la razón, a mi entender). Me parece indiscutible que a lo largo del proceso el activismo de los malvinenses se incrementará, y tendrá a la opinión británica (que muchos llaman, de modo simplón, «el lobby de las Falklands») de magnífica caja de resonancia”. Luis Alberto Romero a su vez dice en La Nación sobre el estatuto mismo de las Islas: “En cuanto a la historia, los derechos sobre Malvinas se afirman en su pertenencia al imperio español. Pero hasta el siglo XIX los territorios no tenían nacionalidad; pertenecían a los reyes y las dinastías y en cada tratado de paz se intercambiaban como figuritas. Antes de 1810, Malvinas cambió varias veces de manos, como Colonia del Sacramento -finalmente uruguaya- o las Misiones, que en buena parte quedaron en Brasil. Sobre esta base colonial se puede construir un buen argumento, pero no un derecho absoluto e inalienable”.
Quiero decir que considero inadecuados –en verdad, parciales o insuficientes- ambos razonamientos. En los dos casos, creo que existe en ellos una impropia y descuidada definición de la cuestión nacional. No me refiero con esto a alguna trivialidad ya transitada, sino a la omisión de nuevas perspectivas para la propia cuestión nacional, bajo cuyo punto de vista hay que disponerse. Hoy más que ayer: gobierna un gobierno despojado de cualquier nervio cultural, como no sea un pensamiento gerencial, también aplicado sobre Malvinas. Pero simultáneamente excluyo también las alusiones al gaucho Rivero o a cualquier otro saber de gesta, que si no es redefinido, empantanaría nuestras definiciones en una leyenda resecada. Una consideración novedosa de la cuestión nacional supone ahora un culturalismo universalista e inherente a él, una historia nacional revisitada en términos de lenguajes emancipatorios alternativos. Deben ser los lenguajes de una oposición resistente.
En años pasados se empleó un concepto de “patriotismo constitucional” que se le atribuía a Habermas (no es así, aunque él lo popularizó), y que curiosamente, Alberdi también menta en los mismos escritos que mencioné anteriormente: lo llama patriotismo cívico y constitucional. Como ven, como polemista, parecería que les sigo favoreciendo las cosas a Palermo y Romero (visitantes del despacho de Macri, donde entra con un cepillo de dientes en la boca, pues concluye allí la tarea empezada en el toilette; en la foto de aquella visita,  es cierto, no vi tal adminículo dental). Pero no se las favorezco. Les discuto como “pluralista”. Como ambos tienen irresolubles problemas con el planteo nacionalista de la cuestión Malvinas, me parece bien remitirnos a esta cuestión a través de lo que aquí hemos llamado el “honor”, que Alberdi tiende a considerar un aglutinante imperfecto de la idea moderna de nación. No lo es para nosotros, si le cambiamos la perspectiva. Hay un honor intelectual fundado en una nueva democracia activa que si es válida para una nación renovada, nos permitirá acceder de nuevos modos a la cuestión Malvinas.
Siendo así, lo considero un concepto interesante para redefinirlo en otros términos, pues por un lado, no creo que se pueda decir simplemente que las Islas “cambiaron varias veces de manos” debido al juego entre dinastías, relativizando inopinadamente que pertenecen al ciclo complejo de la nación –la nación argentina- y así se lo considera en la citada frase de Alberdi. De seguirse aquel criterio, tendríamos apenas “un buen argumento” –se supone que entre tantos otros sujetos a refutación-, y no un hecho de naturaleza histórico-social pertinente para hacer de las Malvinas un hecho inmanente de nuestro lenguaje político. No los siempre mencionados por Romero y Palermo como alarmantes tamboriles del “esencialismo nacional”, sino los lenguajes del pueblo-mundo. La nación argentina, pues, con su historia abierta a todas las contemporaneidades. Y además, siempre entrelazada con alguna de las formas disponibles de la presencia inglesa desde el siglo XVIII, lo que dio lugar al juego de aceptaciones y rechazos, en los que, en el segundo caso, se destacaron las plumas de los Irazusta o de Scalabrini, con sus grandes interpretaciones antibritánicas de nuestra historia. En el primero, ya sabemos –y nada de desdeñarlo- las sucesivas readecuaciones del cuerpo literario nacional ante los impulsos que provenían del núcleo de Bloomsbury (son familiares los nombres de Virginia Woolf, Roger Fry, Keynes, E. M. Forster, el Mismo B. Russel y quizás hasta Wittgenstein y Katherine Mansfield)
Pues bien, ahora estamos en condiciones de crear otro campo de honra democrática, releyendo los anteriores de manera nueva, campo que incluye el patriotismo constitucional más una idea democrática de nación, por la cual la futura integración con Malvinas debe ser portadora de reformulados sujetos históricos: el pueblo argentino redefinido por sí mismo y en nombre de una nueva conversación con otros. Allí hay un pluralismo sustantivo, no meramente propagandístico y capturador de  conciencias. Esa nueva conversación abarcará a los pobladores actuales de Malvinas cuyo destino empobrecedor no debería ser “seguir odiándonos”. Para ello, es necesario advertir que son poseedores de una historia de mayor interés para nuestro país, más que para la historia de la expansión mercantil inglesa durante más de tres siglos. Ellos (la minoría originaria “comprensiblemente obcecada”) son coetáneos absolutos del ciclo de nación argentina de un siglo y medio a esta parte –coetáneos, testigos y adversarios- y eso tan intrincadamente complejo los puede licenciar de los efectos que hasta hoy asumen de una mera historia colonial y con “mentalidad de colonos enriquecidos”. Es un hecho no simple ni despojado de cierto utopismo, considerar que encierran en su propia presencia en el archipiélago –entre bases militares y cálculos del capitalismo globalizado- una potencialidad de mudanza para las propias relaciones sociales y políticas internas del país que no desean integrar.
Este comprensible no-deseo es la gema trascendente de la conversación ahora inhibida. Ellos no saben hasta qué punto son portadores de un drama de identidad que no puede resolverse en Londres y sí en el seno de las conflictivas relaciones entre Inglaterra y Argentina, tratadas como paradojas crudas –y muy crudas- de la historia, desde Mariano Moreno en adelante. Pero resolubles por otros senderos de la vida intelectual y moral de los pueblos. Aunque en los acuerdos que se exigen se diga que esos pobladores no cuentan, cuentan sí en su tragedia, en lo que creen saber de ellos mismos y en lo que nosotros creemos saber de ellos.
Pero esos deseos antagónicos, que como todo deseo puede ser interpelado, ovillan una historia de amplios conflictos. Del pueblo-mundo que es el pueblo argentino, y de la pequeña comunidad malvinense, que es una pequeña metáfora de un camino frustrado de la modernidad. Historia de comunidades en conflicto, pero de un conflicto de piezas que encajan, históricamente, mucho menos en una historia colonial que en una nueva territorialidad cultural cualitativamente renovada en su aspecto federativo, multicultural y transformador. Inevitablemente, un reencuentro político-territorial deberá ser correlativo a una perspectiva que considere a la nueva geomorfología cultural así rehecha como novedosísimo sujeto de derechos: el acto de recibir Malvinas reclama también el acto de mudanza tanto del recibido como del recipiente. Por lo tanto, este acto sería capaz de anunciar otras locuciones para la economía territorial: otra minería, otra relación con la formas vivas de la tierra, otros estilos ambientalistas auténticos, otra interpretación de la historia bajo el signo de un lenguaje libertario que supere las pretéritas discursividades “liberales” cuanto “nacionalistas”, en todas sus variantes. Con este gobierno de Sturzzenegger, Macri, Carrió y Morales, no es posible.
Es sabido el problema –el temblor doliente- que provoca mencionar a los soldados argentinos que yacen en el cementerio de Darwin. Hacia allí se disloca el tema del honor, ya no considerado como conducta del ceremonial de Estado, sino penuria del memorial social y rememoración obligada de una tragedia. No es fácil desvincular a esos soldados de aquel Ejército al que pertenecieron, pero esa operación del conocimiento –la desvinculación- es simultánea a la de pensar de otro modo también la democracia en la fuerza armada argentina, tema de vastísma actualidad y que tiene su raíz en una reinterpretación cabal de la remembranza nacional. Tampoco lo veo posible en el gobierno de Patricia Bullrich.
Tampoco es fácil tratar ese nombre –Malvinas- al margen de la forma nacionalista del honor. Pero no por tal dificultad, que se vino conjurando en el gobierno anterior a pesar del escepticismo de Palermo y Romero, hay que desistir del intento de recrear la honra colectiva con nuevos elementos culturales. Esto es, con una nueva observación sobre la lengua nacional, los medios de comunicación de masas, las éticas colectivas en general, a lo que nos obliga la enorme pretensión de atraer hacia el “odiado continente” a el núcleo insular de una cultura que puede aspirar a algo mejor que a una conducta de lobbyo a un economicismo que haría de la era de las petroleras, un símil de aquellas dinastías que se disputaban islotes en todos los océanos. La anterior Cancillería, aunque no vimos a Timmerman comprando galletitas en un supermercado, trató con contundencia temas difíciles y controvertidos. (Sobre los que también ya hablaremos). En cuanto a Malvinas, acertó al mencionar el argumento de las comunidades galesas que viven desde hace ciento cincuenta años en territorio argentino sin perder su ethos cultural, o las mismas comunidades  inglesas repartidas por todo el país –con sus herencias culturales plenamente activas-, que son la demostración de cómo la matriz sentimental argentina es porosa y albergadora, excepto cuando la expropia el mal pluralismo de los actuales gobernantes (en verdad un pluralismo con aguijones inyectantes de “macridad”, desechable pócima).
Es un modelo de fusión posible, recibir así, en nombre de un renovada justicia territorial, a los actuales habitantes de Malvinas (ingleses y chilenos) y será propio de un país que a su vez cambie al recibirlos, al meditar sobre los ámbitos receptivos de su propio idioma, sus renovaciones culturales y sus revisitadas tradiciones culturales. Ya lo dije: ni con Macri ni con el nacionalismo ciego, ni con el liberalismo insípido, o el impostado pluralismo, esto sería posible. Macri silenció cuando Cameron, un hombre rústico como él, no tan remotamente vinculado con la etnografía del hooligan, menospreció como siempre la mera insinuación tradicional avalada por resoluciones de las Naciones Unidas. El hombre ni chistó, no dijo nada porque en el fondo “el otro era él”. Macri es Cameron, pero apáticamente tamizado por el Cardenal Newman, y recién haciendo sus primeros pininos. (Este Cardenal no dejaba de ser  interesante, en su momento trastornó la vida religiosa inglesa con su conversión al cristianismo).
La Argentina, con su no desmentido corazón de país de compromisos humanísticos –a pesar de los oscuros períodos vividos, el guerrerismo galtierista o el economicismo de quienes ahora ven las islas como una cuestión inmobiliaria, que muestran las antípodas de este linaje que sin embargo hemos mantenido- debe recibir a la ciudadanos ingleses de Malvinas también en medio de un gran reflexión colectiva, por el simple y extraordinario hecho de recibirlos. Trazar una línea de reflexión activa, de una diplomacia nacional que beba hasta el último sorbo de sus propias posibilidades expresivas significa que las Islas pueden ser recobradas recobrándose a la vez una nueva energía democrática nacional, libertaria y democrático-socialista (la utopía del “vamos a volver”)  siendo ambas cosas causa y complemento de la mutua posibilidad de la otra y un ejemplo universal de diálogo que tampoco puede serle indiferente a las tradiciones británicas que despojadas de un anacrónico sentimiento colonial, pueden  hacer revivir su universalismo que no desconoció que su verdadera raíz se halla que la democracia interna de los países. ¿Ahora? El interregno macrista lo impide. Pero tenemos que seguir pensándolo. 
El esfuerzo diplomático argentino cuando ocupó la embajada Alicia Castro tuvo mucho de historiográfico y de culturalista, y no poco de filosófico. Ese antecedente corre riesgos ahora, pero permanece en nuestra memoria política. La guerra de Malvinas fue el fin de una etapa dictatorial de la que el estado mismo se debe hacer cargo. En otro momento, y con otro un presidente civil, se escuchó el asombroso gesto de “pedir perdón” en nombre del estado actual, por aquel otro estado infame. Es un único y mismo problema. Desvincular un momento de otro es una apetencia democrática y filosófica para el país. ¿Ante quién pidió “perdón” Kirchner? Ante el pueblo-mundo. (Aunque  allí hubiera debido estar también Alfonsín, Kirchner lo llamó al otro día disculpándose). Concepto de una honra democrática nacional capaz de revisar –si seguimos su hilo severo- el conjunto del lenguaje que usamos para referirnos a Malvinas. No referimos a la idea alberdiana de pueblo-mundo. Será válido el lenguaje que usemos una vez descontado el de la alarma del escéptico liberal, pero también el de los sones de la epopeya inconclusa. Malvinas está ahora en la honra de la lengua democrática, y ésta no es ni más ni menos que una cuestión popular y universal de emancipación. Postergada con Macri. Nos gobiernan Farmacity, Chevron,  Generals Motor, y Barrick. ¿Qué podemos esperar? Para mí, no hay “cien días de gracia”. Pienso sobre la cuestión Malvinas lo que pensaba antes, y si antes me parecía que había que hacerle retoques reconstitutivos al planteo de Museo Malvinas, mucho más me parecen necesarios ahora, que entra en un ambiguo e irresoluto cono de sombra, convertido en agencia de alquileres, un rent-a-car de la memoria colectiva.
(Escrito el domino 14 de febrero. Se anuncia que Cristina retorna a Buenos Aires  con un Instituto o Fundación. Muchos esperamos que lo haga con ideas  y estilos renovados, a la altura de esta nueva gravedad de los hechos, que así como están, nadie los había previsto. Por otra parte, abundan los “pluralistas”. Pero no. Ese pluralismo, si es para aceptar este antiguo concepto de la historia política, no se refiere seguramente al “pluralista inventado”, a la “ficha ganada”, a la “carta robada”. Otra cosa es y lo tendremos que decir nosotros).  
Buenos Aires, 14 de febrero de 2016
Fuente: La Tecl@ Eñe

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