Artificios para la demolición
Horacio González expone con lucidez en el cuarto capítulo del «Folletín Argentino», los “artificios para la demolición” del mundo militante de los setenta. Las declaraciones negacionistas del genocidio argentino tienen apenas su punta de iceberg en Lopérfido. Pablo Avelluto – productor del film que corresponde al libro de Héctor Leis sobre la militancia montonera -, Hernán Lombardi y Jorge Lanata representan la fusta con la que el macrismo llegó para amputarle la lengua social y crítica al país.
La batería de escarnios está hambrienta, porque precisa cobrar la presa mayor, a la oradora insaciable que ofuscaba casi a diario con su verba, que solía irritar a “extraños y propios” desde el atril mayor de Balcarce 50 a medida que atravesaba ondulaciones diversas y ramificaciones abismales en su discurso. Ya hablaremos y pensaremos algo más en relación a aquel estilo presidencial. Ahora se nos cruza un tema más urgente: el juicio y consideración sobre las militancias de los años 70. Está en discusión la figura, la contextura y el alcance moral del militante, la idea misma de la militancia. Es conocida la frase “una época sueña el modo de ser de la época siguiente”. No se trata de una secuencia histórica que une períodos diferentes, sino de una visión retrospectiva que el presente –con sus específicos hechos- siempre tiene sobre el pasado. Por eso, un tiempo anterior “sueña” el que le sigue, es decir, no puede imaginar que hechos ocurrirán, pero sospecha finalmente que será refutado o desmentido. Pero de todas maneras, esa impugnación nunca es un mecanismo de anulación, olvido y parsimonia tan absoluta, al límite del negacionismo.
Es evidente que el llamado “setentismo” del gobierno tenía múltiples dimensiones y ángulos para ser interpretado. Había, y hay, una militancia que trabajaba en su conciencia pública con una idea explícita de legado histórico. Un legado siempre es problemático. Lo que se lega no es nunca un cuadro completo de memorias, lo que se lega son precisamente interrogantes, preguntas. Por eso, los actos en el Patio de las Palmeras tenían tanta emotividad, y también un ritualismo ya consolidado como el que suele acompañar las formas más agudizadas de conmemoración. ¿En qué consistía ese ritualismo, es apelación a la magna leyenda? Bastaba escuchar a los militantes, que apelaban a una herencia que tenía eslabones muy precisos, y concluía en un lema que atraviesa toda la historia de la civilización: “no nos han vencido”. Ese relato –ya me referí en el capítulo uno sobre este concepto-, en primer lugar, debo decir que a mí me conmovía, y luego me sumergía en un mar de dudas. ¿Eran legítimas esas dudas? La pregunta es pertinente, porque el mismo concepto de duda siempre está sometido a averiguaciones e inquisiciones de muy diverso tono, no hace falta apelar a Descartes para saberlo. El mundo militante más estricto, no deja tener fuertes “dudas sobre las dudas”, y todos recordamos remordidos el cruel hallazgo de una composición -un préstamo de Maurras o de Barrés-, que hizo cierto coronel del rostro coloreado, por el cual se ligaba la duda al engreimiento de los hombres cultivados. Lo cierto es que el mundo militante de los setenta se ha extinguido entre la sangre y el tiempo, por mecanismos misteriosos que ni puede explicar la “episteme” foucaultiana –una forma encubierta del tiempo fijo, parmenídico-. Ese pasado ni se ha clausurado en sí mismo como un bloque cerrado, asfixiado en su propio error, ni puede permanecer intocado. Hay que repensar con respeto sus destellos quebradizos sobre el presente. No sólo porque carga en su ser un elegíaco fracaso (su sonoridad es la estridente cadencia de una época que se desploma), sino porque el toque de atención de ese “sueño futuro”, implora siempre que la historia no se repita. O sea, el legado existe y hay que mantenerlo, pero sus hebras complejas se abren a múltiples interpretaciones, incluso a la reserva de las conciencias y al rebato de moderación y circunspección en el recuerdo.
En los últimos dos o tres años cobró fuerza un proyecto efectivo de revisar en su núcleo original, en su más duro fermento, los años de la militancia armada, y eso se hacía tanto más verosímil cuanto provenía de escritos y memorias de algunos de los participantes de las experiencias de aquellos grupos armados. Mencionaré en especial el libro escrito por Héctor Leis, retomando algunos tópicos que en su momento expuse en un artículo en Página/12. En Un testamento de los años 70, Héctor Leis, fallecido recientemente luego de una larga enfermedad, y a quien siempre le reservo un cálido recuerdo personal, escribe una interesante memoria biográfica. Pero en ella veo un extravío que si no le resta sinceridad, por lo menos la oscurece para la reflexión profunda, al punto de anunciar los actuales actos negacionistas. No es este el propósito de Leis, pero sus pensamientos dolidos fueron el cáñamo del que se sirvieron los póstumos revisores y auditores macristas de la memoria. Leis cuenta un incidente casi olvidado en un acto de conmemoración de los fusilamiento de 1956 en León Suárez. Ese acto fue en 1973. Leis era militante montonero y portaba un arma. Al acudir en defensa de una compañera, él también debe disparar. Este hecho tiene carácter testimonial pero se halla en su camino de revelaciones personales. Estas revelaciones, sin duda, nos deben acompañar siempre. La situación tiene cierta envergadura borgeana; se asemeja al tiroteo en Tilsit (en Deutsches Requiem) que decide la vida posterior de un militante nacionalsocialista, el oficial Otto Dietrich Zur Linde. Con Héctor Leis es lo contrario, no sólo por la diversidad radical del campo ideológico involucrado. Este evento adquiere estatura mítica para Leis y se inscribe en una tradición autoreflexiva, el inicio de una piedad necesaria en relación a lo que hacemos, a lo que nos hacen con lo que hacemos, y los daños que inadvertidamente podemos provocar. Una vida entera puede o no puede luego explicarlos.
La opción por las armas de toda una generación política puede poseer relatos como éste o muy parecidos. El momento iniciático de la política, si es un hecho de armas, puede desplegarse en el interior de una conciencia de múltiples maneras. Podemos optar por decir que lo explica la época, y la culpabilidad se escabulle hacia la epistemología social general en la que un historiador podrá hurgar luego. O podemos decir que nadie puede vivir la muerte ni los hechos vitales de otros, y que soy solo yo responsable de esos actos, por más que mediaran órdenes y recomendaciones organizativas. Lo que narra Leis es efectivamente interesante, tal como lo ocurrido con Hugo, en Las manos sucias de Sartre, al exclamar “estoy solo en la historia con un cadáver”. Aunque Leis no resuelve en su relato el resultado final del disparo que saliera de su arma.
Veo allí un sentido totalmente ajustado al debate actual, el sorprendente error de vaciar la historia argentina de sus clásicos enfrentamientos, no por haber sido violentos, sino por haber contado con un tipo de decisión armada por parte de los grupos insurreccionales de la época que no habrían poseído habilitación ética de ninguna especie. Esto no es así. Hace años que un revisionismo chato viene acompañado trivialmente estos hechos que Leis narró después en su propia carne. Una cosa es condenar la violencia, sobre todo la que emana de órganos políticos que de alguna manera se burocratizan en torno a un lenguaje militar que anula la autorreflexión, y otra cosa es trocar en el alma del hablante el signo que lo hacía ser un joven militante armado (con críticas incluso muy drásticas a esas organizaciones) y asumir hoy la equívoca santidad de hablar desde el punto de vista de los otros, los profesionales del desprecio a todo intento de conmover a las sociedades. Así lo hizo Lopérfido, aunque esta dura opinión no alcanza a Leis.
Escuchemos La marcha de la Revolución Libertadora. Está tomada musicalmente de la marcha de la Falange española: es claro, es el nacionalismo católico el que la escribe y musicaliza: un hijo del músico santiagueño Gómez Carillo y un abogado de la derecha nacional hace la letra que aún impresiona. Llama a la lucha armada con énfasis místicos, emplea la falangista expresión “camaradas” –compartida por la otra gran revolución del siglo XX-, y su tema principal es la apología de la muerte heroica: “Y si la muerte quiebra tu vida al frío de una madrugada / perdurará tu nombre entre los héroes de la patria amada”.
Su énfasis cristiano es literal, pero regado en sangre: “Y cuando el paso firme de la Argentina altiva de mañana / traiga / el eco sereno / de la paz con tu sangre conquistada /cantarás con nosotros camarada / de guardia allá en la Gloria Peregrina / porque esta tierra de Dios tuviera / Mil veces una muerte Argentina”. De allí salen épicas militantes que se bifurcaron varias veces en la historia nacional, entreveradas en el misterio de las metáforas últimas. También con el peronismo combatiente. ¿Lo habría entendido Perón así? ¿Se llegó al núcleo último de esta dificultad conceptual de la historia argentina? Algunos filamentos de estos sonidos y letanías del militante armado fueron a parar a Montoneros. Otros, los portó silenciosamente la Marina en su plataforma de placas hundidas en su inconsciente colectivo, y afloraron con creces en los horrendos episodios de la ESMA. Hubo “miles de muertes argentinas”. Esas alusiones y la mención de la sangre como signo de identidad frente al pífano trágico del compromiso militante, no dejan que pasemos por alto el eco de esa violencia del 55 –recordemos lo que pensaba Walsh en ese momento- repartida luego a través de transfiguraciones y metamorfosis diversas de los espíritus militantes que salían de una fragua que los había reelaborado dando vueltas y vueltas (“mil vueltas argentinas”) a una trágica materia prima incesantemente combinada. No son los “dos demonios”. Va más allá de eso y resiste la comprensión, la de todos, pero más de aquellos que se burlan de los militantes.
Sería absurdo que no intentáramos comprender estos dramas y no extrajéramos de allí todos los desmanes del espíritu que no estuvieron a nuestro alcance apreciar en aquel momento. Pero no hay razón para que, al percibirlos ahora, cultivemos un esteticismo de la traición en vez de rodearnos de la conmiseración autocrítica que corresponda. Pero no la de hacer “una lista común de víctimas” o dejar “los muertos en paz”, porque nunca eso es posible, salvo poniéndose del punto de vista de los victimarios. Reclamar como había pedido Leis “un memorial conjunto de las víctimas que incluya desde los soldados muertos en Formosa hasta los estudiantes desaparecidos en La Plata”, no puede formar parte ninguna decisión intelectual y moral de nuestro presente. Leis podía decirlo, actuaba en nombre de una gran aflicción personal, pero ya es otra cosa cuando sabemos que el actual Ministro de Cultura, Pablo Avelluto, participó de la producción del film que corresponde al libro de Leis y es autor de un twitter que dice “la revolución que prefiero es la Libertadora”. Luego se desdijo: “no hay que tomar en serio los twitts”, exclamó. Acá hay en evento interesante y nos permite decir algo concluyente. ¡Quizás los twitts sea lo único que hay que tomar en serio!
Sin embargo, no hay que asustarse ni acobardarse por lo dicho, señor Avellutto. La Revolución Libertadora cargaba desde su origen la marca siniestra del bombardeo a una plaza civil, y luego los fusilamientos de junio del año posterior (donde cae otro militar que formaba en las filas del nacionalismo católico, aunque volcado hacia simpatías con el peronismo: Valle). No obstante, se es medroso y pusilánime cuando se desmiente lo que se cree; porque debe corregirse esa creencia. Esto es así, debido a que lo que se cree no es cómo el sr. ministro lo dice: no entiende realmente qué fue la Revolución Libertadora en su condición especular, de reversibilidad irónica respecto al peronismo (Marcha contra Marcha, Hugo del Carril contra el coro de militares y civiles en el subsuelo eclesiástico), por lo que no comprende entonces la dimensión enzarzada del peronismo y el modo cambiante en que la historia interpreta la figura del militante. Aunque no es el único timorato para entender este complejo prisma histórico, pues su oficio cubre solo con valentía únicamente aspectos propios de un gerente de personal encabritado, agitando listas de despedidos en sus puños. Por supuesto no caben comparaciones: pero otra cosa es Borges, el último partisano de la Revolución Libertadora –en su despacho de la Biblioteca escribía los postreros comunicados del cenáculo restante-, que la imaginó liberal y la sospechó en su nacionalismo fracasado, y que en toda su obra magnífica, anterior y posterior, está atento a esta tensión que nunca, nadie y nada pudo resolver.
Claro que el pasado, en su propio nombre, augura siempre una clausura, y claro que extrapolar el juicio sobre criterios vigentes en otra época que no “soñaba” dejar paso a la que la juzga, puede ser un trabajo perversamente fácil o directamente guiado por sensibilidades vengativas. Y aún más, sabiéndose que, con los cambios de cada época, la figura del que transmuta sus conocimientos y creencias es más vieja que la ruda. La historia de las conversiones es la historia misma de la civilización. También se sabe que la conversión es un arte sigiloso, callado, inconfeso. El pliegue último del pensar es ese acto secretamente converso. Pero decirlo ahora –e invocar el modo en que Leis hizo público lo cauteloso que abriga en sí al modo de negación que cada conciencia esgrime para ella misma- es jugar sucio en medio de una idea de la historia paralizada. De este modo, aunque no se diga, se quiere cerrar el ciclo de los juicios encarados desde los derechos humanos, ignorando que el dolor por lo pasado es transpolítico, pero no debe equivocarse respecto a la madeja intrincada de sentimientos que juzga. Se juzgan muertes ocurridas en gabinetes ocultos del Estado, operados por torturadores que tenían graduaciones entregadas por las ceremonias públicas que implican juramentos y deberes, y seguidos por esbirros habilitados para asesinar en nombre de altos mandos que cuando daban la cara decían no ver sino “entelequias”. ¿Cómo se pretende interrumpir ese río interior de la sociedad argentina, donde también se lucha por ganar el derecho de hacerse cargo de una explicación más duradera de lo ocurrido, y sostenida en antiguos saberes humanistas? ¿Cómo se lo pretende interrumpir con una tesis que es más tacaña que del documento que escribió Sábato para el “Nunca más”, que a pesar de que equilibra las “dos violencias”, leído con atención, señala con más decisión condenatoria a aquella proveniente del “infierno” señoreado por las Fuerzas Armadas?
El libro de Leis me suena como si esa responsabilidad por el signo de una interpretación, de la que Sábato estuvo más cerca de lo que muchos creímos, quedase por fin en manos de las viejas fuerzas reaccionarias del país –habilitadas por una conversión sacrificial y personal que ellos publicarían muy contentos en sus matutinos-, impidiendo algo muy interesante, en lo que hubiéramos debido esperar que alguna vez Leis participara. La rara, póstuma e irrisoria ecuanimidad sobre la vida de los muertos, pero no antes de hacer el doloroso tránsito por la convicción de que solo desnutridas religiones mustias, pueden igualar todas las situaciones hundidas en la espesura onírica de una época que se nos escurre. No, es preciso seguir sosteniendo que un modo de ser víctima, la de aquellos jóvenes de cuando el propio Leis era otro, que sin embargo pudieron haber matado pero estando a su vez casi todos muertos y desaparecidos, ese modo, decimos, sigue sosteniendo el hilo de humanidad crítica de la nación argentina. No es lo mismo que el tipo de víctima que Leis dice que –fusionando todo con todo- llevaría a un “memorial conjunto”. Al desmitologizador de la historia, le esperaban más saludos conservadores que aplausos del historiador humanista. Es lo que ocurrió. Vino el macrismo a amputar la lengua social y crítica al país.
En una inauguración de la Feria del Libro –la última o antepenúltima, no recuerdo bien- se escuchó al secretario de Cultura de la Ciudad de Macri, hoy Ministro de Medios, Hernán Lombardi, recomendar la lectura de Héctor Leis. Entre tantos números de libros que se mencionaron, este único libro me movió a señalar en el contexto de qué injusticia se mueve. Hay números implícitos en el libro de Leis que comienzan a manifestarse: pero hoy, hágase el cómputo de las balas de goma lanzadas por la Gendarmería ante una murga villera. ¿En nuestras pequeñas conmemoraciones reconciliantes, incluiríamos a esos disparos del nuevo Estado en el equilibrio justo que se verifique por la contrapuesta acción del “demonio del narcotráfico”? Hay muertos de ambos lados, es claro, pero llamamos ética a la capacidad de condenar toda ejecución de un daño, desde un lugar explícito, humano, visible, que es único, puesto que en su excepcionalidad nos toca: es el lugar que no desmantele la noción misma de justicia y de historia, que casi vendrían a ser lo mismo.
Estas tesis cobraron fuerza en los últimos años, sobre todo promulgadas por sectores académicos, al que por eso sólo no les correspondería el título de liberal-progresistas con el que gustan llamarse, pero fueron llevadas a su extremo de persuasión masiva por Jorge Lanata. Este periodista tuvo y tiene un papel principal en la formación de esa espesura indefinible que atravesando el espíritu colectivo busca asociar el “investigador solitario” con los grandes juegos empresariales a los que finalmente acata. Fin de su soledad. Parece libre, pero es la libertad que interpreta Etienne de La Boétie como el cese de la voluntad propia en nombre de una apariencia nietzscheana de dominio. Compleja situación, que se revela en todas las intervenciones de Lanata, que como nadie, sabe deslizarse del saqueo de citas académicas al “burlesque”. He aquí en su último artículo en Clarín (7 de febrero, día en que escribo este capítulo) una cita de Todorov, invitado hace un tiempo a visitar el Parque de la Memoria en la Argentina. Le viene como anillo al dedo, pues dice Todorov citado por Lanata:
“Los Montoneros y otros grupos de extrema izquierda organizaban asesinatos de personalidades políticas y militares, que a veces incluían a toda su familia, tomaban rehenes con el fin de obtener un rescate, volaban edificios públicos y atracaban bancos. Tras la instauración de la dictadura, obedeciendo a sus dirigentes, a menudo refugiados en el extranjero, esos mismos grupúsculos pasaron a la clandestinidad y continuaron la lucha armada. Tampoco se puede silenciar la ideología que inspiraba a esta guerrilla de extrema izquierda y al régimen que tanto anhelaba. Como fue vencida y eliminada, no se pueden calibrar las consecuencias que hubiera tenido su victoria. Pero, a título de comparación, podemos recordar que, más o menos en el mismo momento (entre 1975 y 1979), una guerrilla de extrema izquierda se hizo con el poder en Camboya. El genocidio que desencadenó causó la muerte de alrededor de un millón y medio de personas, el 25% de la población del país. Las víctimas de la represión del terrorismo de Estado en Argentina, demasiado numerosas, representan el 0,01% de la población”.
Es lo que llamo un modo que tiene una época posterior de chocar su “sueño” ya estabilizado, desnatado y “desgrasado” con lo que el “setentismo” no fue capaz de “soñar” de la época que lo juzgaría. ¡Qué gracia tiene este modo de sacarle la “grasa” a la historia! ¡Claro que no sabríamos que hubiera pasado si triunfaba aquel insurreccionalismo! ¿Quién puede proclamar su saber respecto a lo que la historia no escribió nunca en su cuerpo escurridizo? ¿De qué vale comparar Montoneros con Camboya? Por lo menos, este baile ominoso de las cifras, para el señor Todorov, arroja un resultado poco alarmante: el terrorismo de Estado apenas afectó aquí al 0,01 por ciento de la población. ¿No se siente a gusto el lector dominguero de Clarín con tan escuetos y misérrimos resultados? Lopérfido se quedó corto, mientras Todorov esgrimió la cifra conspicua desde su cientificismo porcentual.
(En el próximo capítulo trataremos de ver con más atención las consecuencias de la crítica a la militancia, sus efectos lúcidos y situaciones que pueden afectarla si resulta mal planteada su situación existencial)
Buenos Aires, 7 de febrero de 2016
(Fuente: La Tecl@ Eñe)