La corrupción y el Estado
Tercera entrega del Folletín argentino que Horacio González viene realizando como balance de una época que pasó. González desmenuza en este capítulo las relaciones entre la idea de corrupción asociada al Estado como concepto maestro de una línea de ataque al conjunto de la estructura gubernamental. El cúmulo de “relatos” e implícitos demonizantes – la corrupción mata – fueron hallazgos de las plumas de trinchera de buena parte del periodismo Gran Mediático.
No hay concepto más escurridizo e inaprensible que el de corrupción, siempre vigente en el lenguaje político, con las más diversas acepciones. La inevitable carga moral que subyace en él, su poder agraviante y desestabilizador, tanto como su capacidad de eximirse de toda probanza –o de pruebas en el sentido jurídico estricto-, tienen una fuerza capaz de resquebrajar cualquier andamiaje gubernativo. Con esta apreciación no queremos decir que “no haya corrupción”. Pero hagamos la inspección de este uso sistemático de un concepto tan abarcador y difuso, que tiene una capacidad de golpear más allá de su capacidad real de definir fenómenos específicos de la realidad estatal. Si hoy leemos El Príncipe de Maquiavelo bajo el crisol del concepto de corrupción enlazado a una proposición moral, podríamos decir que la totalidad de este famoso escrito resulta en una apología del “ser corrupto” de la política. Pero no recordamos que en este grandioso texto se emplee, por lo menos con frecuencia, este concepto, siendo que no vacila en justificar asesinatos o afanes de dominio enteramente viciosos. El Príncipe es obra de la intimidad de Maquiavelo, es su propia conciencia irónica analizada por medio de un escrito que es un regalo o tiene la forma de un regalo a su protector, Lorenzo de Médici. No se ha notado mucho esta circunstancia del regalo, que figura en el mismo prólogo del estremecedor escrito. El “regalo” es otro concepto confuso, supone generosidad y astucia, amor y obligaciones, compromiso en los vínculos o disimulo. Todos recordamos la historia del Caballo de Troya; los dichos populares… “caballo regalado…etc.”; o las catastróficas escenas del Padrino, donde la torta de cumpleaños viene con un killer adentro. Es la perseverante idea del “regalo envenenado” o “peludo de regalo”.
Pues bien, el lector de Maquiavelo puede leer en el capítulo 7 del Príncipe que hubo una matanza en Sinigaglia. Maquiavelo la narra con la asombrosa objetividad que tiene su tersa prosa cuando se dedica a describir masacres. Allí, para atraerlos a la celada, César Borgia les ofrece a quienes serán víctimas de su cebada capacidad de fiereza, un conjunto de regalos –aparecen los “regalos”-, tales como monedas, ajuares o caballos. Pero los que reciban esos presentes tendrán como destino un vil asesinato. ¿Qué podemos leer en el propio prólogo de El príncipe? Que Maquiavelo lamentaba que como regalo, él solo podía ofrecerle libros al Médici: su propio libro, El príncipe. ¿Iba él a matar al Médici por eso? Otros entregaban buenos equinos, relucientes armas, vestimentas lujosas. Esta mención al “regalo” como anzuelo para atraer a los sacrificados, inquieta en el famoso relato de la matanza en Sinigaglia, pero más inquieta cuando Maquiavelo define a su mismo libro como el único regalo –no caballos, no lujosas prendas- que le puede hacer a su Príncipe. Nunca sabremos bien qué quiso decir.
El kirchnerismo fue acusado de “corrupto”, y la generalización de esa imputación excavó con el sistemático y meticuloso detallismo de un boletín diario, todo su andamiaje intelectual y moral. El acceso a la corrupción como concepto maestro de una línea de ataque al conjunto de la estructura gubernamental, precisaba un conjunto de “relatos” que a su vez no se expusieran a las críticas al “relato”, que era otro de los hallazgos de las plumas de trinchera de buena parte del periodismo Gran Mediático. La facilidad que da lo anchuroso, ambiguo y pregnante de la palabra “corrupción” –vecina a la idea del Mal- no eximía de cierta verosimilitud en las pruebas, que circulaban cotidianamente por el “periodismo de investigación” (luego haremos también unas consideraciones sobre cómo fue deformándose esta práctica). Pero esas “pruebas” –desde el tema ostensible de los Hoteles de Calafate hasta la muerte de Nisman-, poseían distinto grado de validez y capacidad de convicción, porque también eran parte de estrategias comunicacionales que se dedicaban a impartir sospechas mientras ellas se situaban, por definición “por encima de toda sospecha”. Por eso, la investigación que durante varias semanas el diario La Nación dedicó a examinar cuestiones referidas a los hoteles propiedad de la Presidente (el alquiler de cuartos a un empresario conocido de su llamado “entorno”, que finalmente no eran ocupados, lo que sugería “lavado de dinero”), podía ser una “investigación seria” sobre un tema sin duda cuestionable, como también la explotación pseudo científica del “periodismo judicial” de un tema inmerso en el océano de prejuicios que como un inconmensurable halo rodea a la palabra “corrupción”. Ya dijimos: definida con precisión, es una categoría real para el examen público de la acción de los gobiernos, pero como implícito demonizante, es un dato que alude también a su propio poder corrosivo, tan expansivo como indeterminado.
Se forjó la noción “la corrupción mata”. Esta generalización tiene un enorme poder de convicción, a partir de horrendos casos de muertes masivas en hechos que ahora consideraremos, y que son los que inmediatamente despiertan nuestra solidaridad con las víctimas y el deseo de que se “castigue a los culpables”, que ofrezcan, no el rostro abstracto del “Estado ineficiente”, sino el concreto de tal o cual funcionario “que desvió los subsidios” o el “empresario enriquecido que sobornó a los inspectores”. No obstante, nos parece que la asociación de corrupción y muerte no es adecuada, pero decirlo es difícil –desde luego, difícil e inadecuado- cuando estamos ante tragedias como las de Once, Cromangnon o Iron Mountain. Allí murieron personas que estaban trabajando, viajando o cumpliendo con lo que imponían sus oficios diarios. Son hechos, entonces, que motivan nuestra capacidad de escándalo y condolencia, tanto como la necesidad de encontrarle explicación, reparo moral y punición a la tragedia. Pero como es evidente que no todo hecho de corrupción –cualquiera sea los alcances que le demos- no termina en masacres, ni que toda muerte ocasionada por desperfectos en equipamientos públicos nunca deja de tener un ingrediente de “tragedia” (es decir, podría no haberse producido), la extrema asociación entre “corrupción” y “muerte” pertenece solo a casos en que en forma determinista, una omisión o un acto ilegal de la administración lleva inexorablemente a un desenlace de muerte. Por supuesto, nunca puede ser objetable el modo en que los familiares de las víctimas exponen su dolida voz, que no puede ser impugnada desde ningún otro punto de vista que se crea superior a ella, pues no lo hay. Otra, en cambio, es la cuestión política. En este caso, hay sin duda una responsabilidad de la institución pública.
En Cromangnon, la carencia de peritajes efectivos sobre el local (probablemente debido a “coimas”, que es modo el diseminado con que se insertan las prácticas de inspección oficial en un mundo de “omisiones recompensadas”), podía no llevar a que una bengala se situara en el corazón de los hechos, pero una vez producida la tragedia, nada evita que ésta se interprete como un hecho, no trágico, sino parte de la “estructura corrupta de la política”. Decir tragedia entonces parece de mal gusto, ante tal desidia estatal o empresarial. Sin duda, las condiciones en que se realizan estas reuniones en todo el mundo (son frecuentes los incendios en locales danzantes, seguido de muertes múltiples) revelan la inseguridad de la existencia en un sentido general, y abandonar el concepto de tragedia no parece conveniente –la arcaica forma educativa de los pueblos antiguos- pues entonces se comprende mal los mismos hechos por los que luego hay que designar responsables. El perito que no hizo su tarea adecuadamente, lo es, el propietario del lugar, que no percibió el riesgo potencial que anidaba en las instalaciones y escenografía, lo es, también lo es el sistema médico que quizás no pudo concurrir a tiempo o el político que no se hizo presente en forma inmediatamente solidaria.
Los hechos pueden desmenuzarse al infinito, y no hay que perderlos de vista en su engarce inesperado y fatal, aun cuando optemos por la generalización política de “la corrupción mata”, que afecta a todo el Estado sin distinción alguna, con un dramatismo político al que ya no importaría darle una base en la natural contingencia que tiene eventos que, súbitamente, en un momento de locura de la realidad, pueden anudarse. Y en este círculo que va de la generalización repentina al análisis del pormenor, siempre ganamos la contundencia del universal condenatorio y podemos perder la noción que nos lleve a darle mayor dimensión humana y real a la culpa, y con ello elaborar prevenciones efectivas sin dejar de ver la dimensión política ni la objetividad de la cadena de contingencias y tragedias. Visto todo esto, el concepto de corrupción no queda como un universal abstracto sino como un modo de investigación sobre responsabilidades ciertas, donde desde luego, deben figurar las del Estado.
En los tiempos de Menem, Horacio Verbitzky acuñó la noción de “modelo de producción corrupto”, aludiendo a otra forma alternativa de los típicos excedentes de la forma capitalista de producción. Es que ésta necesariamente precisa esa aureola de ilegalidad para sustentar su “ambiente de negocios”, que no obstante siempre invocan “estar a derecho”. En efecto, el alimento clandestino del gran capitalismo globalizado-informático, es hoy su constante ilegalidad entrelazada a formas visibles de legalidad. La ilegalidad es productiva. En las cúspides sistémicas de los organismos visibles de la globalización, hay un “plusvalor” jurídico, comunicacional y financiero, que trabaja con “imponderables a futuro, “información reservada”, “clandestinidad de las decisiones” o “bio-políticas del staff ejecutivo”, que casi siempre se traducen en altas formas de circulación paralela del dinero. También, la financiación de la política, en todos nuestros países, expone a los partidos populares –en la otra punta del tablero- a situarse en zonas riesgosas de la acción pública, en la cornisa misma de la ilegalidad y en la búsqueda de provisiones de subsistencia partidaria donde hay un excedente monetario que sale como sebo sigiloso de las arcas públicas. Sin avergonzarse demasiado, todos los políticos, del color que sean, hablan del “control de la caja”, frase que se mueve dentro de muy diferentes y sombrías alternativas semánticas. Allá tenemos el caso de Petrobrás, talón de Aquiles del PT, una de las más elevadas experiencias del movimiento popular de masas de Latino-américa, caso que puede horadarlo en su propia quilla. En este caso la corrupción mata, metafóricamente, a las experiencias de masas.
Pero tenemos ya diversas acepciones del vocablo corrupción: la “estructural”, por así decirlo, que tiene el mismo valor fantasmagórico que el que Marx le confirió en el capitalismo a la plusvalía, y la “coyuntural”, referida en general a casos específicos y lo que ingresaría dentro de la moral general del funcionariado público. Una teórica y otra práctica, si queremos expresarnos así. El kirchnerismo fue golpeado en su quilla (ya que empleamos esta noción para el PT) por casos como el de Ciccone Calcográfica, “empresarios amigos”, subsidios a los transportes, hoteles de Calafate, etc., y en lo que hace a la esfera de la dignidad pública, administrativa y política, por el caso Nisman, el Indec y el tráfico de efedrina, por tomar algunos. Son todas situaciones diferentes, que en su conjunto fueron el ariete de punta de acero manejando por la infantería más rudamente experimentada en desmontajes de gobiernos populares y reformistas. Todo este “paquete semántico” fue maniobrado por expertos, que en todos los casos se basaban en grados de verosimilitud que parecían soberanos e indeclinables. En principio, lo que hay que hacer no es situarse en una hipótesis de rechazo indignado de estas incómodas situaciones. Algunas poseen distinto grado de veracidad, y tanto como las que lo tienen menos o no la tienen, deben ser explicados como parte de un acceso a la verdad social por parte del gobierno anterior, que apoyamos, lo que hace que todos los que estuvimos en esa situación, debamos explicarnos y su vez reclamar explicaciones. Navegar es preciso. Por lo tanto, es necesario hablar de estos temas para que tengan un esclarecimiento que no provenga tan solo de los que los usaron como artefactos bien aceitados y ornamentados para su tarea demolicionista –bien exitosa que fue.
Mientras nuestros ejes de discursividad eran diacrónicos –emancipación, derechos humanos, articulación de nuevos derechos, subsidios al consumo popular, negociación de deuda sin canje de soberanía, inclusión social, entre tantos otros temas-, el mencionado ariete de demolición solo trabajaba temas sincrónicos –narcotráfico, corrupción, inseguridad, inflación y ñoquis como sinécdoque del Estado. En la elección Macri contra Scioli, triunfó el eje sincrónico, el de la no historicidad, el de la historia como una planicie indiferente, solo habitada por inmediatismos del sentido común de las derechas mundiales. El tema de la muerte de Nisman fue muy oportuno, pues dejaba a la Presidente expuesta a un razonamiento pobremente folletinesco, de raíz gótica, de una rayana inverosimilitud, lo que nada le importaba a los operadores del escarnio. Hay dos formas del sentido común (vieja entidad de la filosofía). El sentido común democrático y el sentido común delirante. Este último es el que muchas veces se impone porque goza con su paradoja interna, su relleno de hojarasca pérfida y brutal. Para la primera forma del sentido común, el democrático, el de Nisman fue evidentemente el suicidio de un hombre solo, acosado y abandonado, con conciencia de sus equivocaciones garrafales, encerrado entre sus goces particulares y un enfoque totalmente errado de las posiciones de la Cancillería y de la propia Presidente ante el dilema de Irán. La inminencia de una declaración en el Congreso, a la que fue llevado por sus propios pasos en falso, y la desmesura de una denuncia política sin pruebas y totalmente descabellada, puso un arma en su mano, y un espejo en un domingo vacío ante el cual derramar su propia sangre. Para decir esto, empleamos, pues, el sentido común democrático.
En cuanto a los otros temas, lo digo rápido: lo del Indec fue notoriamente un error del Gobierno Kirchner. Las explicaciones que se escuchan, deben dejar paso a la admisión del descuido. Lo de la efedrina, el narcotráfico, y temas colindantes, todo ello existe pero fuera de la dimensión de gigantomaquia que le dieron los relatores gran-mediáticos. Ellos invocaron con ganas el discurso folletinesco, y las sensibles agujas del sentido común nos indican que “el relato” que aquí se ponía a circular tenía las conocidas inflexiones de todo lo que produce efectos inmediatistas y contaminantes. La cripta, la bolsa llena de dólares, el mausoleo misterioso, el presidente Kirchner recibiendo dinero en el despacho presidencial, el Jefe de Gabinete instruyendo asesinos profesionales, todos ellos son elementos narrativos que pertenecen a la Saga del Mal, cuyo recurso mayor es mostrar un Grand-Guignol de marionetas cuyas acciones no tienen intermediarios, tal como lo exige el gusto guiado por la truculencia, que cultivan en general los grandes Medios, herederos de Ponson du Terrail, creador de Rocambole, de Batman y de James Bond. En estas creaciones, todos los crímenes tienen culpables inmediatos y necesarios en figuras del poder. James Bond, por otra parte, desde los años 60, ilustró a vastos públicos mundiales sobre el uso de la Ilegalidad Asesina, pero al servicio “del Reino”. Su “licencia para matar”, inspiró durante largos meses el relato del principal relator del “agrietamiento” del gobierno, nos referimos al periodista Jorge Lanata (so pretexto de combatir la “grieta” del que éste era “culpable”), que transfirió este saberrocambolesco (“matar por poder”) a los Estados populares, atravesados por múltiples problemas y deficiencias, pero no por eso carcomidos por el “Mal”. Jorge Lanata, al espectacularizar la escena política como en una escena del Maipo –teatro en donde actuó-, daba un paso más en el arte de arrojar sospechas sistemáticas sobre la vida pública con el arte de representar lo complejo a través de lo titiritesco, y el laberinto de lo real a través de su sumaria inmediatez. De alguna manera, ha triunfado. Fue él quien usó la licencia 007 para triturar figuras públicas, convirtiendo las mínimas o máximas dudas que toda figura pública puede generar, en una invitación para construirle prontuario de asesino, ladrón o coimero. Pasamos buena parte de la historia argentina contemporánea sin una teoría del Estado, pero el Estado, bamboleándose y contrito, sacaba de sus entrañas momentos de lucidez. Hablaremos próximamente también de esto.
(Fin del capítulo 3. Hoy, 5 de febrero de 2016, siguen las alternativas de la división del bloque del Frente para la Victoria, que habla más de la fragilidad espiritual del justicialismo que de la astucia del macrismo, aunque no es que ésta no exista. Falta desarrollar algunos temas aquí anunciados, como Ciccone, etc. Será la próxima vez, en el capítulo 4 ó 5. Respondo al lector Juan Ponce, evitando cancherismos e innecesarias sobradas. Sobre el Banco de Santa Cruz nada puedo decir. Si lo sabe él, que lo diga. Sobre el relato, coincido con su definición, todos vivimos sumergidos de una manera u otra en un relato, pero yo me refería al uso hiperbólico que se hizo de este concepto, asimilándolo a “mentira”. Estaba, desde luego el “Clarín miente”. No sabía que en Chile, Allende había esgrimido un “el Mercurio miente”. Por fin, no veo que tenga nada de malo que una figura política principal use conceptos notorios que circulan en los pasillos de las facultades. La cuestión es que efecto social tienen luego. La seguimos.)
Buenos Aires, 5 de febrero de 2016
(Fuente: La Tecl@ Eñe)