En pleno apogeo del relativismo, persistió en el estudio del ser y la verdad; cuando se puso de moda el pensamiento light, continuó escribiendo tratados de seiscientas páginas. A los 75 años, Alain Badiou -que recientemente fue distinguido por las universidades de San Martín y Córdoba- afirma que el legado de Platón está más vivo que nunca y analiza lo que hoy se puede entender por política, a la luz de la actualidad europea y latinoamericana.
En los pasillos de la Universidad Nacional de San Martín se contaba, en estos días, que cuando le preguntaron a Alain Badiou si podría sostener la apretada agenda de actividades que lo aguardaba en Buenos Aires y Córdoba, el filósofo respondió: «No hay problemas. Soy una suerte de Mick Jagger de la filosofía». La comparación no es descabellada. No sólo por la vitalidad que a los 75 años es capaz de exhibir Badiou al disertar durante varias horas ante un auditorio colmado, para luego concentrarse en una entrevista o en una sesión fotográfica. Con el Stone comparte, además, el hecho de ser uno de los más grandes en su disciplina; alguien que ha compartido cartel con figuras de renombre durante buena parte del siglo XX habiéndolas sobrevivido. Badiou fue discípulo de Jean-Paul Sartre, de Louis Althusser, de Jacques Lacan. Rivalizó, entre muchos otros, con Jacques Derrida, con Richard Rorty y, especialmente, con Gilles Deleuze. Su conciencia del lugar que ocupa en la filosofía contemporánea se pondrá de manifiesto hacia el final de esta entrevista cuando, precisamente hablando de Deleuze, diga con una sonrisa plena de satisfacción: «Él fue el gran filósofo de la vida; yo soy el gran filósofo del concepto».
Badiou es un típico filósofo moderno. En sus textos todo está perfectamente ordenado, desde los cimientos hasta los pisos más elevados; todo se apoya en un fundamento sólido y cada paso responde a una rigurosa argumentación. Poco le importó que, durante las últimas décadas del siglo XX, cuando floreció el discurso posmoderno, lo tildaran de «anticuado». Él insistió hablando de temas como el ser, la verdad (la verdad universal, en la que no hay ningún lugar para el relativismo), el sujeto, la revolución, la razón. En pleno imperio del pensamiento light él continuó escribiendo tratados de seiscientas páginas. Cuando el nihilismo parecía ser el destino inevitable de la filosofía, él permaneció firme sosteniendo las banderas de Platón. Por eso ahora que el posmodernismo parece no haber sido más que una moda pasajera, no puede evitar sentirse como un triunfador.
Minutos antes de recibir el doctorado honoris causa por la Universidad Nacional de San Martín (Unsam) -distinción que unos días más tarde le otorgaría también la Universidad Nacional de Córdoba-, el filósofo francés repasó sus principales conceptos, analizó la situación política en Europa y América Latina y anticipó sus futuros trabajos.
-Acaban de tener lugar las elecciones en Francia. ¿El triunfo del socialismo puede dar lugar a un cambio significativo en la política francesa o europea?
-Pienso que la elección de François Hollande es más un resultado que una causa. La crisis europea pide una nueva orientación, y esta elección es simbólica de la nueva situación. Pero no espero, para nada, una transformación magnífica. Habrá ajustes en lo financiero, en lo monetario, puede ser que haya un relanzamiento del salario, un poco menos de favores a los grandes grupos económicos y los bancos. En realidad, creo que si se produce algún cambio en la política europea, no será principalmente a causa de la elección francesa. Será, en todo caso, porque la política que se llevó a cabo hasta ahora en Europa es una política peligrosa e ineficaz, como todo el mundo puede verlo. Incluso los alemanes están modificando su punto de vista. La idea de que hay que volver a lanzar el crecimiento es una idea que progresa en toda Europa. De todos modos, en lo personal estoy muy contento de que Nicolas Sarkozy se haya ido. Pero es una apreciación más psicológica que política. Ahora bien, que en segunda vuelta haya ganado la izquierda no debe hacernos pensar que en Francia hay una mayoría de izquierda. No la hay. Probablemente, si el candidato de derecha hubiera sido otro, habría ganado. Lo que decidió la elección fue gente como yo, que detesta a Sarkozy.
-En su obra hay dos pilares fundamentales: El ser y el acontecimiento (1988) y Lógicas de los mundos (2006). ¿Cómo podríamos sintetizar el trayecto que lleva de un libro a otro?
-En El ser y el acontecimiento me planteo la cuestión de saber cuál podría ser la diferencia ontológica, esencial, entre la verdad y las opiniones. Una vieja pregunta platónica. Lo que me interesa es la posibilidad de mostrar que no es necesario tener dos formas de ser diferentes, como dos mundos platónicos: el mundo de abajo, sensible, y el elevado, de las ideas. Se puede decir que el ser de una verdad, como el ser de cualquier cosa, tiene la forma de un múltiple.
-De ahí su tesis de que la disciplina que se ocupa del «ser en tanto que ser» no es, como creíamos desde Aristóteles, la filosofía, sino la matemática.
-Efectivamente. Quería mostrar que puede hacerse una doctrina de la verdad, una doctrina de valor universal, sin introducir un dualismo ontológico: ni sensible/inteligible, ni alma/cuerpo. Ésa era mi gran cuestión. En Lógicas de los mundos la cuestión es diferente. Lo que allí me interesa son las condiciones según las cuales una verdad aparece. Es, de alguna manera, una cuestión sobre la historia de las verdades, su devenir, más que un problema sobre el ser de la verdad. Son categorías diferentes. Podemos decir que en El ser y el acontecimiento, yo me preocupo por lo que es una verdad, mientras que en Lógicas de los mundos me preocupo por cómo aparece.
-Esto nos conduce a su concepción de la verdad. Usted sostiene que la verdad tiene dos caras: por un lado se trata de algo singular pero, al mismo tiempo, es algo universal. ¿Cómo pueden compatibilizarse estas dos características?
-Quizá pueda verse con claridad si tomamos como ejemplo un poema. Un poema puede conmover a la humanidad entera, aunque sea algo escrito en una sola lengua. El efecto es universal, pero su existencia, su materia, es particular. También podemos encontrar algo así en la política. Podemos verlo, por ejemplo, en la Revolución Francesa. Ciertamente tiene un valor universal: su lema «Libertad, Igualdad, Fraternidad» o la postulación de los Derechos del Hombre son, hasta el día de hoy, una referencia en todo el mundo. Pero, al mismo tiempo, se trata de una revolución totalmente particular, ligada a un momento de Francia de fines del siglo XVIII; los discursos de los revolucionarios están escritos en lengua francesa; además, los revolucionarios se refieren a la historia romana y griega… Es decir, el material histórico y cultural es totalmente particular. Y esto es lo que me interesa: ver de qué manera un valor universal puede aparecer en la historia aunque el material histórico sea singular.
-Usted sostiene que la verdad surge en las huellas de un acontecimiento. En los ejemplos que usted propone, ¿cómo puede reconocerse que un auténtico acontecimiento ha tenido lugar? Porque, en definitiva, de ello depende la universalidad de la verdad del poema o de la revolución política.
–Un acontecimiento se reconoce en sus consecuencias. Cuando surge el acontecimiento hay una suerte de sorpresa; el sentimiento de que allí hay algo único. Si uno toma los testimonios de la Revolución Francesa, incluso los de los grandes filósofos, como Kant o Hegel, ve que están conmocionados por la Revolución Francesa. Pero todavía no están seguros de que se trate de algo universal, ni de que esto vaya a tener una influencia capital en el resto del mundo. En cambio hoy, si se toma a cualquier persona, nadie va a dudar de esto. ¿Qué pasó durante ese lapso de tiempo? Se universalizaron las consecuencias. Se puede decir que hoy hay una verdad de la Revolución Francesa, reconocida por todo el mundo, y que esa verdad tuvo su punto de origen en el acontecimiento. Fue construida a partir del acontecimiento, pero todavía hoy perdura. Aún hoy es un problema definir en qué consiste la universalidad de la Revolución Francesa. Es una verdad infinita. Podemos tomar otros ejemplos del ámbito de la ciencia o del arte.
Ya desde el El ser y el acontecimiento Badiou sostiene que hay cuatro instancias en las que la verdad se manifiesta: la política, la ciencia, el arte y el amor.
-De estas cuatro instancias la más dramática para un individuo es la del amor. Porque en los otros casos, el surgimiento de la verdad puede evaluarse desde una perspectiva histórica. Un político, un científico o un artista pueden morir sin saber que han producido un acontecimiento en sus disciplinas. Serán las consecuencias desplegadas en la historia las que esclarecerán esa situación. Pero en el caso del amor, el problema atañe a un individuo finito. Puede resultar desesperante no tener certezas acerca de si lo que se está viviendo es o no es un amor verdadero.
–Si la verdad es infinita, es justamente porque no hay jamás una certeza absoluta del acontecimiento. Y el amor es el mejor ejemplo. Cuando yo digo que el amor es una verdad infinita, no estoy queriendo decir que dura un tiempo infinito. Ya de por sí por el simple hecho de que todos vamos a morir. Pero la vida humana es una suerte de infinitud; lo que se puede desear juntos, lo que se puede inventar juntos, lo que se puede hacer juntos, es una infinidad. Entonces, si el amor se sigue inventando, si se continúa siendo fiel a él, a sí mismo y al otro, entonces habrá una verdad. Una importante verdad acerca de lo que es la diferencia entre dos personas. Porque el amor es eso: la construcción aceptada de la diferencia de dos personas. Pero cuando uno de ellos no acepta las diferencias, inevitablemente se va a ir solo. Porque no hay que olvidar que en la actualidad hay una imagen errónea del amor, teñida por la idea de una especie de «mercancía de la existencia». No se promueve la idea de una aceptación de la diferencia. Se piensa al otro como una mercancía a la que, después de utilizarla, simplemente se la tira, se la arroja a la basura. Esto no es amor. Esto es, en todo caso, algo ligado al goce o al placer.
-En El ser y el acontecimiento usted insistía en la importancia de la fidelidad del sujeto al acontecimiento, para que éste pudiera producirse como tal; en Lógicas de los mundos la noción de sujeto aparece desplazada, en cierto modo, por la de cuerpo. ¿Esto es así?
-En El ser y el acontecimiento lo que me interesa es el ser del sujeto; se trata de una teoría abstracta del sujeto. Allí vemos cómo todo procedimiento de verdad construye un sujeto: habrá entonces un sujeto del amor, un sujeto político, etc. Pero allí no me detengo en las particularidades de ese sujeto. Si en la Lógicas de los mundos hablo de cuerpo es para afirmar que el sujeto está construido en un mundo; que él también es una parte singular del mundo. Hablo de cuerpo porque el mundo está hecho de cuerpos. No se trata, necesariamente, de un cuerpo biológico. Por ejemplo, en el caso de la Revolución Soviética de 1917 está claro que el cuerpo es el partido. El cuerpo está siempre ligado a circunstancias particulares.
-Es un cuerpo con órganos, a diferencia del «cuerpo sin órganos» del que hablaba Deleuze…
-Sí. Porque el «cuerpo sin órganos» de Deleuze está ligado a una teoría de la vida. Es la potencia de la vida inorgánica; la potencia creadora de la vida. Esa potencia no tiene órganos; es la potencia de la vida pura. Mientras que, en mi visión, se trata de un cuerpo particular y complejo. Entonces, tiene órganos y posibilidades de acción particulares y no existe antes de él una suerte de potencia pura, que naturalmente, es lo que para Deleuze es la potencia de la vida.
-En la política contemporánea, ¿cuál sería el cuerpo del sujeto político?
-Yo creo que estamos en una profunda crisis política. El cuerpo político siempre tomó dos o tres formas: por un lado, el poder del Estado, al que yo llamaría estructura; por otro, las organizaciones políticas, tomadas en un sentido muy vasto; y, finalmente, las acciones colectivas de masas. Una política siempre implica una relación muy complicada entre los tres. Hay políticas como la monarquía absoluta, que llevan todo el poder al Estado; políticas anarquistas, que llevan todo a la acción colectiva; políticas revolucionarias, de tipo leninista, que llevan todo a la organización. A fin de cuentas, creo que el balance del siglo XX muestra que ninguna de estas orientaciones puede liberarnos: ni el gobierno totalitario, ni el partido poderoso, ni tampoco la espontaneidad pura. Hay experiencias interesantes, pero estamos en la crisis de todo esto. La consecuencia es que tenemos una experiencia del cuerpo político pero sólo a nivel local. Tenemos algunos Estados menos malos que otros. También hay organizaciones políticas con proyectos interesantes. Y también hemos visto, por ejemplo, en la «primavera árabe», movimientos populares interesantes. Pero no hay una síntesis de todo eso. Lo que se puede decir es que si el siglo XXI produjera un nuevo cuerpo político, sería una síntesis de los tres, pero sin mezclarlos: un Estado controlado por la política, juzgado por el pueblo; una organización que no se confunda con el Estado, que no esté fascinada por el Estado y el poder, más inclinada hacia el pueblo que hacia el poder; y una capacidad de acción colectiva que mantenga el equilibrio en todo esto. Eso sería un cuerpo nuevo.
-¿Considera que hay, en este aspecto, diferencias entre las situaciones que atraviesan América Latina y Europa?
-Creo que la situación es ahora mejor en América Latina. Porque ustedes tienen una relación entre política y Estado más valiente, con más movimiento. No quiero decir con esto que sea una experiencia totalmente formidable. Pero indudablemente es más dinámica que en Europa. Tanto Evo Morales como Lula o Kirchner son fenómenos interesantes, aun con sus limitaciones. La América Latina de hoy es muy diferente de la de hace treinta años. En cambio la Europa de hoy está estancada, inmóvil.
-Cuando, en 1999, usted presentó El ser y el acontecimiento recuerdo que estaba indignado por la oleada de discursos sobre «el fin»: «fin de siglo», «fin de milenio», «fin de la historia» y, especialmente, «fin de la filosofía». ¿Cómo ve la filosofía ahora que hemos transitado más de una década del siglo XXI?
-Si usted me lo permite, me gustaría declararme victorioso. Porque la tesis del fin de la filosofía, según la cual la filosofía no era más que metafísica y que la metafísica había muerto ha caído prácticamente en el olvido. Esta tesis tenía dos orígenes. Por un lado, provenía de cierta filosofía alemana, heredera de Heidegger, o de cierta interpretación de Nietzsche. Y, por otro, de una tesis positivista, del lado de la filosofía analítica, del mundo anglosajón. Es decir, se daba una curiosa convergencia entre Heidegger y Wittgenstein, para hablar de los más grandes. Creo que ahora la situación se desplazó. La filosofía parece hoy muy viva. Les interesa a muchos jóvenes que son muy curiosos a la vez que muy ignorantes. Y esto habla de una suerte de recomienzo. Un poco confuso, pero igualmente vital. Y creo que hay una razón profunda para esto y es que el mundo está profundamente desorientado. Y la juventud tiene necesidad de una orientación. Un joven tiene hoy tres posibilidades: puede ser cínico y entrar en la lógica del sistema; también puede ser nihilista, y sostener que el mundo es malo pero que no hay posibilidades de cambiarlo, por lo cual lo mejor es entregarse al goce. Pero esas dos posibilidades poco a poco fueron cediendo terreno a una tercera, la de encontrar una orientación verdadera y significativa que no sea una simple integración al mundo tal cual es ni tampoco el abandono nihilista. No está del todo claro. Pero veo que son muchos los jóvenes que se interesan por esta tercera opción. Esto también tiene otro efecto importante. En los países en los que no hay una fuerte tradición filosófica, esta crisis está conduciendo a la religión, como búsqueda de una fuente de sentido. Esto es muy fuerte en los países árabes, pero también en Rusia.
-En el Segundo manifiesto por la filosofía, de 2009, usted no parecía tan optimista. Porque allí planteaba que se había superado el discurso del fin de la filosofía, pero que había surgido un nuevo peligro: su banalización. ¿Considera que este peligro ha sido dejado atrás?
-Sí, creo que es así. Yo me refería en ese entonces particularmente a un fenómeno que se daba en Francia, aquello de los «nuevos filósofos» (N. de la R.: nombre con el que se conoció en Francia al grupo compuesto por André Glucksmann, Bernard-Henri Lévy y Alain Finkielkraut, caracterizado por su permanente participación mediática y por su insistente crítica al pensamiento de izquierda). Pero fue algo totalmente efímero, que terminó agotándose. La gente se dio cuenta de que eso no era filosofía, sino ideología. En la filosofía tiene que haber argumentación, propuestas verdaderas, y allí no las había. Creo que luego de esa decepción se ha abierto paso a la creación de una nueva perspectiva.
-¿Con Lógicas de los mundos debemos dar por concluida la serie de tratados inaugurada con El ser y el acontecimiento, o podemos esperar un tercer volumen?
-Bueno, yo espero llegar a escribir el tercer tomo. Estoy trabajando en ello. Ya tengo el título: La inmanencia de la verdad.
-¿Cuáles son los problemas que afrontará allí?
-Quizás uno de los más importantes sea el de la forma de la filosofía. Creo que el problema más difícil hoy en la filosofía es el de la construcción conceptual, el de la lengua de la filosofía. Es un problema que ha sido abordado por muchos filósofos, como Jacques Derrida o Jean-Paul Sartre. Sartre escribió novelas y obras de teatro, Lucrecio escribió un gran poema, Spinoza escribió teoremas… Pero ¿cuál es la lengua de la filosofía? Hoy no hay un estilo dominante, como hubo en otras épocas. En particular, no es clara la frontera entre el tratado de filosofía, el ensayo filosófico, la intervención política, el comentario artístico, la relación con la ciencia, es muy móvil y muy difícil. Creo que en esta reinvención de la filosofía de la que le hablaba anteriormente la cuestión de saber cuál es la forma apropiada de la filosofía va a reaparecer de una manera nueva y exigente. Esto está relacionado con otro problema, que es el de la relación entre lo oral y lo escrito. Porque los filósofos son habladores, necesitan medir lo que dicen con el público; son como pequeños actores, en esta forma moderna del actor que es el profesor. Y entre esa oralidad y el texto escrito siempre hubo una relación complicada. Estéticamente estamos en el mundo de la performance. La verdadera cuestión es saber cuál es la performance de la filosofía. Y en relación con esto, como todo el mundo, estoy buscando en todas direcciones.
-En su extensa trayectoria, usted ha tenido contacto con personalidades que han marcado la producción intelectual del siglo XX. Me gustaría, para cerrar esta entrevista, repasar algunos de esos nombres, y que usted pudiera decir, sintéticamente, que significaron en su propia producción. Louis Althusser.
-Mi contacto con Althusser me permitió ver que cierta versión del marxismo era compatible con la filosofía racional desarrollada. Althusser era sobre todo un maestro de filosofía. Me mostró que entre la filosofía y la política podía haber una compatibilidad profunda.
-Jean-Paul Sartre.
-Con Sartre aprendí la importancia del compromiso y de la libertad. Que en toda elección hay una decisión que compromete la vida entera.
-Jacques Lacan.
-Junto con Althusser me enseñó la importancia de las estructuras y del modo en que éstas condicionan a un sujeto. Hay condicionamiento, pero no fatalidad. Siempre hay lugar para la libertad, y el psicoanálisis tiene un papel muy importante en la liberación de un individuo.
-Jacques Derrida.
-Un adversario que en los últimos años de su vida se convirtió en un aliado, cuando tuvimos que enfrentarnos a los mismos enemigos.
-Jean-Luc Nancy.
-Lo que me gusta de él es que es una especie de heideggeriano honorable. Proviene de Heidegger, pero trata de no ser tan nihilista. Yo presiento en él una orientación religiosa no explícita, pero muy fuerte.
-Jacques Rancière.
-Sobre todo, un amigo. No sólo por cuestiones filosóficas.
-Me reservé un nombre para el final: Gilles Deleuze. Usted ha escrito un libro sobre Deleuze. El clamor del ser, en el que detalla su relación ambivalente con Deleuze. Por un lado, una gran proximidad en los temas que trabajan, como el acontecimiento, el sentido; también afinidad en los autores que frecuentan, como Spinoza. Incluso, cercanía en otras áreas de interés, como la matemática o el cine. Sin embargo, todos estos posibles puntos de encuentro no hicieron más que agigantar la distancia que los separaba. Aunque pueda considerarse que esa tensión fue inmensamente productiva.
–Deleuze ha sido, indudablemente, mi adversario preferido.
-Lo dice con un tono de nostalgia. ¿Lo extraña?
-Sí, absolutamente… Porque en filosofía es importante tener un adversario. Rousseau fue el adversario preferido de Voltaire; Descartes fue el adversario preferido de Pascal… Las parejas filosóficas son muy importantes. De alguna manera fuimos como dos pretendientes amorosos rivales. Pretendientes de lo mismo. Incluso aunque no estábamos de acuerdo prácticamente sobre nada. Pero coincidíamos en un punto muy importante: que la filosofía existe. Nunca volví a tener un adversario filosófico como él. Mis adversarios actuales lo son más por cuestiones ideológicas que filosóficas, como Bernard-Henri Lévy y Alain Finkielkraut. Deleuze fue un gran filósofo. Fue el gran filósofo de la vida… así como yo soy el gran filósofo del concepto.