Ayotzinapa: historia de lo imposible

(introducción a Una historia oral de la infamia, de John Gibler – Tinta Limón – 2016)
I.
Como todos los segundos días de octubre, los estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, de Ayotzinapa (Guerrero), así como otros miles de todo el territorio nacional, se disponían a marchar al DF como modo de traer a la memoria popular la mayor represión al movimiento estudiantil en la historia de México: la masacre de Tlatelolco (1968). Como tantas otras veces, días antes de la cita, un grupo de estudiantes, mayormente de primer año, se dirige a las ciudades de Huitzuco e Iguala (a menos de dos horas de Ayotzinapa) en busca de los buses en los que hacer el viaje. Como tantas otras veces, los habían conseguido y ya se dirigían, a eso de las ocho y media de la noche del 26 de septiembre de 2014, de regreso a la escuela. Pero una serie de emboscadas, persecuciones y represiones, brutales, dentro de Iguala, lo impidió a balazos. La cacería duró toda la noche. El saldo fue de 6 asesinados, más de 40 heridos y 43 estudiantes desaparecidos; en un hecho que si no permanece aún más oscuro e impermeable –como sucede la mayor parte de los casos en esta epidemia de violencia y asesinatos que asola a México– se debe en gran medida a Una historia oral de la infamia.
II.
Desacertado sería inscribir esta historia imposible en la tómbola cotidiana que mezcla negocios legales e ilegales con violencias y muertes. No es cuestión de errores o excesos. Tampoco azar. Podría hablarse, en cambio, de una pedagogía de la crueldad (Rita Segato). De una acción brutal sobre el cuerpo individual, a la vez que simbólica y ejemplificadora sobre el cuerpo colectivo. Las escuelas normales rurales, entre ellas la de Ayotzinapa, ocupan un lugar en la organización de las comunidades indígenas y campesinas extendidas en todo el territorio mexicano. La convergencia de los magisterios y las autoridades comunitarias son usualmente el motor de muchas de las resistencias populares de la región.  Los profesores tienen responsabilidades no solo en las aulas sino en las propias comunidades, en las que ocupan distintos cargos. Y a la vez, como las escuelas rurales se encuentran desfinanciadas por el Estado –que cíclicamente amenaza con su cierre–, son dichas comunidades las que las sostienen. Por estos motivos, las escuelas normales rurales han estado históricamente vinculadas a movimientos populares y a guerrillas rurales. Especialmente después del movimiento del 68.  En el caso de la Normal Rural de Ayotzinapa, el conflicto venía en aumento. En 2007 y 2011 hubo choques con la policía y dos estudiantes asesinados. Por lo que esta represión debe ser pensada en una serie que es índice de un objetivo: atacar la articulación entre educación publica y comunidades indígenas. Eso ocurre en guerrero con los normalistas, y en Oaxaca con la lucha de los maestros atacados en Nochixtlan, pero también en Chiapas.
III.
John Gibler –nacido en los Estados Unidos, pero residente en México desde hacía ocho años– llegó a la Normal a pocos días del ataque. Se presentó como periodista y les mostró sus trabajos publicados. Entre el dolor, el desconcierto y la furia, se encuentran allí reunidos los estudiantes sobrevivientes, los docentes del establecimiento y los familiares de los asesinados y desaparecidos. Tratan de encontrarle razones a lo sucedido y evalúan qué hacer. La secuencia de los hechos aparece como un rompecabezas de piezas inconexas. Gibler les propone entrevistar a todos los sobrevivientes y la mayoría de los estudiantes aceptan. Complementará estos testimonios con entrevistas a periodistas de Iguala, a profesores que respondieron aquella noche al llamado de auxilio, a un médico que interviene en los hechos negándose a atender a un herido grave, a integrantes de un equipo de futbol juvenil que sufre el ataque “por error”, a dos trabajadores del basurero de Cocula, con las madres y padres de los estudiantes desaparecidos.  Por el modo eficaz y contundente con que mezcla labor periodística e intervención política, Historia oral de la infamia es uno de los trabajos centrales sobre la llamada Masacre de Iguala.
IV.
El trabajo de entrevistas, desgrabación y escritura le demandó a Gibler más o menos un año; un tiempo que le permitió intervenir de modo decisivo en un caso en el que distintos segmentos del Estado ­­y de fuerzas territoriales paraestatales –como en este caso sicarios del ejercito narco Guerrero Unidos– cooperaron para velar lo sucedido, para confundir a las víctimas y a la opinión pública, para que paguen perejiles y escarmiente el cuerpo social. De ahí que el objetivo central del libro sea desmentir la versión oficial sobre lo sucedido aquella noche.
Según la «verdad histórica» sostenida por la Procuraduría General de la República aquella noche los estudiantes fueron atacados por sicarios y policías locales corruptos del municipio de Iguala. Luego, los policías habrían entregado a los 43 estudiantes desaparecidos al cártel local Guerreros Unidos, quienes los asesinaron, incineraron en el basural de Cocula y arrojaron sus cenizas al río, por creerlos miembros de un cártel rival. Este relato limita las responsabilidades a la policía local y al intendente de Iguala y su pareja, estrechamente vinculados al narco. El libro demuestra, en cambio, que hubo un dominio del territorio de las tres fuerzas, municipal, estatal y federal, además de supuestos sicarios narcos (hombres armados vestidos de civil, algunos con capuchas). A la red de complicidades y encubrimiento, Gibler opone una red de solidaridades que tejen una voz colectiva: la de los estudiantes sobrevivientes, sus familias y amigos, los testigos de Iguala y de Cocula que se animan a hablar, el Equipo Argentino de Antropología Forense.
V.
Una historia oral de la infamia, dijimos, pone en juego un modo concreto y eficaz de articulación de investigación e intervención política. Investiga un hecho “policial” que no es menos político que periodístico: un ataque directo a las clases populares que se organizan y resisten las políticas neoliberales que ininterrumpidamente (mal)gobiernan México desde hace casi cuatro décadas.
Sin paternalismo Gibler consigue dar cuenta de un entramado organizativo y comunitario y de un conflicto social por demás opaco. Con minuciosidad y calidad narrativa desarticula el engaño con el que el estado intentó perpetuar la impunidad. Para ello no apela a argumentos ni a explicaciones, ni a opiniones ni comentarios. Lo oral suplanta la escritura: la voz del autor/narrador es desplazada a un cierto afuera del texto, al “decorado” de los epígrafes, dedicatorias y agradecimientos; o reducido a algunos datos básicos sobre los hechos, las fuentes o el método de trabajo. Y en su lugar funciona, ininterrumpida, una multiplicidad de voces que van contando lo vivido, tramando la sucesión de sensaciones y hechos. El trabajo del escritor consiste, así, en escuchar –que es mucho más difícil y central de lo que parece–, en reconstruir la cronología de los hechos, en encontrar en las voces de los protagonistas la “verdad policial”. Pero también la profundidad de los sucesos, y la diversidad de tonos y matices en juego. He aquí un modo de “escritura” que hace de las historias y testimonios un texto vivo, cargado de sentido, empático y movilizador. De ahí que no pueda hablarse de una oralidad pura, sino sometida al trabajo de reescritura y montaje orientado por hipótesis políticas.
La cuestión no pasa, entonces, por esta no intervención del autor, porque “les de voz a los sin voz”. Ni paternalismo ni demagogia. El investigador político, en cambio, interviene de un modo muy delicado y elaborado de modo tal que consigue hacer de los testimonios un texto; y del texto un arma de autodefensa contra las falsedades del Estado, garante primero y último de la injusticia, además de coejecutor de la masacre.
VI.
Sea por esta articulación entre investigación periodística e intervención política que permite visibilizar, a contrapelo del relato oficial, la verdad de lo sucedido; sea por compartir el predominio de los hechos por sobre la ficción, sea por la densidad de relatar la desaparición y/o asesinato masivo de un grupo desarmado, sea por la presencia del basural, es inevitable la resonancia de Operación Masacre en estas páginas. Es que con Rodolfo Walsh conocimos el poder de los hechos por sobre la ficción: Operación Masacre no es perfecto a pesar, sino justamente debido a, la renuncia a la “trampa cultural” que para Walsh fue, cada vez más, la ficción literaria.
Pero incluso el corrimiento del género policial es aún mayor que en Operación Masacre: no hay guiños al policial negro, precisamente porque el detective no aparece. El libro de Gibler funciona con estas mismas premisas. Incluso con la walshiana idea de un heroísmo colectivo. En ambos, el episodio, acontecimiento o fragmento devela el oprobio con contundencia y precisión. Sólo que, en su paradójico retiro, el escritor no renuncia a ninguna de las técnicas de la investigación: la entrevista, el montaje, la reconstrucción minuciosa, la red de relaciones, la descripción de la institución (la escuela), la reconstrucción de procedencias y destinos. No se renuncia al juicio sobre lo verdadero y lo justo. Un nuevo poder de la crónica surge del modo en que el autor se repliega sobre sus operaciones literarias. Por fin, una operación anti-narciso.
VII.
Con todo, las afecciones producidas por el libro son variadas y contradictorias: la red de solidaridad que se activa ante la masacre –entre los propios estudiantes y familiares, los periodistas, los maestros sindicalistas, los trabajadores del basural y que llega hasta el equipo argentino forense– se inscribe en un cuerpo social insensibilizando, que naturaliza la violencia, la aparición diaria de cuerpos mutilados, en fosas comunes. A la potencia colectiva de los estudiantes, la crueldad de un poder impune.
Se impone, en México como en Argentina, la fuerza de las madres que claman por sus hijos vivos. Como aquella que recuerda a su hijo y se detiene en el amor que tenía por bailar. La descripción que hace es tan vívida, tan cargada de amor, que su hijo deja de ser simplemente uno de los desaparecidos, blanco de la violencia estatal y para estatal, y vuelve a la vida, se hace presente, nos hace sentir su ausencia intolerable.
VIII.
Que la guerra en curso en México -y no solo- no es convencional es ya una evidencia. Lo que aquí tenemos es una comprensión inmanente de la lucha, de la masacre, de la mentira y del ocultamiento. “Quien ve una injusticia y no la combate, la comete”, dice uno de los estudiantes. No hacen falta conclusiones. 

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