Aborto y concepciones de la vida; mujeres y cuerpos mediatizados; continuidad teológica de la subjetividad mediática (¿quién sabe sobre la vida?); varones violentados por la belleza femenina.
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¿Qué diferencia hay entre estar destinado y estar predestinado? La diferencia está en que si alguien dice que otro está destinado, puede entenderse que su dicho es performativo: que al decirlo, lo está destinando. Mientras que quien dice que otro está predestinado -a tal o cual cosa-, intenta ubicarse como simple señalador de una realidad objetiva, dando cuenta, nomás, como observador neutral, de un dato fáctico. La predestinación implica que el sino que se porta es inmune a la experiencia; no es la experiencia la que forje el destino: el destino está determinado previamente a que la presencia pueda hacer lo suyo. Pero no está todo dicho, porque donde la experiencia presente de una vida es impotente, está el logaritmo salvador. Inteligencia artificial para gestionar las falencias de vidas predestinadas. Lo que los vivos no podemos organizar con nuestra presencia -los deseos, las necesidades, los conflictos-, será resuelto por el aparato, con su mega cálculo sintético: se sabe, estos aparatos saben. Es así.
No es Urtubey el que habla; por su boca se expresa una racionalidad que regula lo social -una racionalidad con que lo social se regula-. Él encarna de manera muy obvia, y bastante extrema, la regla del gobierno mediático-capitalista. Los cuerpos no saben; los cuerpos son leídos por el aparato; lo que manda es un saber sobre los cuerpos.
Ya cuando Marcos Peña -tanto más sutil y complejo que el gobernador peronista de Salta- dijo que se opone a la despenalización del aborto, exhibió -una vez más- la verdad de su concepción falsa de la vida. A las pibas muertas por la ilegalidad del aborto -asesinadas por dicha penalización- ni las menciona. Aunque son “personas con derechos” de modo evidente, la ridícula y vil “elevación a estatuto ontológico de las posiciones en la escala de la desigualdad social” alcanza en ellas su grado máximo. Esas mujeres son el blanco perfecto de la degradación ontológico-política; porque es precisamente con el sojuzgamiento de las mujeres que comenzó a organizarse la desigualdad social.
La desigualdad es el mayor artificio, la triste mayor obra de la humanidad, y su piedra de toque es el sometimiento de las mujeres. ¿O no es con la potestad sobre el intercambio de mujeres entre clanes que nace la autoridad? El machismo y la jerarquía social comparten un mismo nudo iniciático. Por eso es posible la atroz ridiculez de equiparar mujeres -adolescentes, adultas- muertas, con embriones de seis semanas a los que se les interrumpe el desarrollo.
El postulado de que un embrión es una persona no es evidente en lo más mínimo, ya que no hay presencia alguna -salvo, y esto si acaso, lo que siente la mujer en su interior: cambios en su cuerpo.
Pero el joven jefe de Gabinete, empero, algo percibe. “Yo no estoy a favor de la despenalización, porque me cuesta abstraerme del recuerdo de ir con mi mujer al obstetra, y escuchar el corazón de mis hijos a las seis, siete semanas…”. Lo que le cuesta es no abstraerse (¿qué mayor abstracción que imaginar a un feto como una persona?). Lo que le cuesta es aceptar la centralidad de la experiencia corporal. La pantallita manda; la pantallita manda la verdad. La verificación técnico mediática (la pantallita transmite “en vivo” a ese conjunto celular) muestra, así, su legado teológico. Es la religión actual. El sojuzgmamiento de las mujeres, de las vidas, de la experiencia, se organiza apoyado en esta fé perceptual.
Se trata de una instancia que sabe más sobre la vida que la propia vida. Como Dios, la pantalla. También, claro, la razón gerencial: sabe más sobre la vida de un territorio que la propia vida. De allí la afinidad entre moral teológica y Ceocracia. La misoginia y el odio a los pobres son un efecto de estas máquinas históricas -tan antiguas como renovadas- de desigualdad.
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En tanto la desigualdad tiene en su núcleo histórico, como primera conversión de la vida en objeto de poder, al sojuzgamiento de las mujeres, la emancipación femenina pone en cuestión el centro mismo de la jerarquía y el poder. Muchos varones que ahora son anti-feministas, reaccionarios, es no solo por el temor a perder sus privilegios de género, sino porque temen a la batería de preguntas sobre su propia vida en tanto que también domeñada; es decir, porque la emancipación femenina interpela a todos y todas problematizando la obediencia y la libertad.
En este sentido tiene potencia como movimiento igualitarista. Entiendo por supuesto que en un movimiento tan grande y abarcativo, hay miles de tendencias y entendimientos divergentes; hay para quienes el enemigo no es el machismo (o el patriarcado, término ciertísimo pero snob) sino los hombres. Está claro que si hay algo democrático es la estupidez, campea por doquier sin discriminar. Pero que un movimiento empodere también a personas o versiones más atolondradas -por ejemplo quien aprovecha la primera chance que tiene para ser autoritario o autoritaria, o a quien pretende poner como enemiga a la mitad de la población- no dice nada del movimiento, no dice nada de la causa, no niega en absoluto la potencia democratizante del movimiento (la estupidez es de todos; la potencia democratizante del feminismo, le es específica). Como dice Rita Segato, el machismo no es meramente un problema de hombres y mujeres, de los nenes con los nenes y las nenas con las nenas. El feminismo es una invitación liberadora también para los varones, y, además de con responsabilidad, debemos tomarla con agradecimiento.
Segato señala lúcidamente que las mujeres viven más, llegan más a viejas, porque los cuerpos masculinos sufren masivamente ataques propios de un modelo de masculinidad (competitivo, agresivo, anti-empático). Ella habla por ejemplo del estrés y los ataques de salud; pero hay más. Por ejemplo: los conductores que manejan autos, motos y camiones convocando la muerte, como locos, son, casi todos, si no todos, varones. Ver una mujer al volante conduciendo de un modo mortuorio es algo extremadamente exótico, prácticamente no hay (y es increíble que aún así subsiste el mito misógino de que las mujeres manejan mal…). No hay estadísticas pero es evidente de de los miles y miles de muertos por incidentes de tránsito, la mayoría son varones: reproductores de un modelo de masculinidad que los mata. Por supuesto no comparo a un pelotudo asesino al volante con una piba violada y estrangulada: en ambos casos el problema es un hombre violento. Y no hago victimometría. Advierto una complejidad; es evidente lo que dice Segato: el machismo -el modelo de masculinidad machista- es un problema que mata también a los varones.
Así como, claro, el machismo es reproducido por mujeres; cuando trabajé en el programa ESI en Provincia de Buenos Aires, con las directoras y docentes veíamos una publicidad de Alto Palermo (“Somos todas mujeriegas”) y una de Fernet Branca (“Estamos todos de acuerdo”), para plantear que el “enfermo violador” no es ningún enfermo, sino que expresa el extremo de una racionalidad que es la norma -o era en ese momento, ya que ahora vivimos un desplazamiento de magnitud histórica incomensurable: algo está haciendo fuerza efectiva contra la larguísima historia, una historia más larga que la historia, pasada de generación en generación, iniciada en aquella imagen del cavernícola barbudo arrastrando de los pelos a una mujer recién garroteada.
Las mujeres eran medio de cambio, y ahora el odio machista guarda en su núcleo una concepción donde son, las mujeres, también un medio para otra cosa. En La cosa y la cruz, Rozitchner transcribe a Agustín diciendo que cuando era bebé, no era su mamá quien lo alimentaba, no era de ella la leche que tomaba, sino que era Dios mismo, espíritu abstracto y trascendental, quien la hacía y se la proveía, usando al cuerpo de la madre como medio. Para esta antigua creencia práctica, de que hay placeres y valores plenos, máximos, más allá de los encuentros corporales, los cuerpos se ven reducidos a medios para alcanzarlos. Y como no se los alcanza, se los odia, por insuficientes, por traicionar la promesa de goce superior: cuanta más violencia se le ejerce al cuerpo mediatizado, más se afirma que el placer consiste en la conexión con algo abstracto.
La mediatización de lo sensible es general, la mediatización de la vida es general (gigantesca obra de Occidente, convertir a la vida en un medio para otra cosa…), y el cuerpo femenino es clave, ya que constituye el sustrato sensible originario de todos. Su especialmente violenta mediatización es condición de posibilidad de la aceptación de la mediatización general de la vida.
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Rita Segato señala que la violación es un acto político, es un castigo, a la piba “zarpada”, que hace algo que no debería. Decía RS que es un enormísimo error considerar la violación vinculada a un deseo, a un deseo erótico. Disiento, con esto último. Porque nos aleja del hecho de la excitación sexual, la erección del violador; está en un estado que involucra la excitación sexual y por tanto quizá una cierta versión del erotismo. Quizá entonces allí haya información que nos perdemos si negamos de plano la presencia de deseo. Escuché muchas veces a amigos, congéneres, en el pasado, en la adolescencia, es decir en los años de fogoneo y (si acaso) temple del deseo sexual, escuché muchas veces, y sentí muchas veces, cosas como “ esa mina está tan buena que me hace mal”, “me hace daño de lo linda que es”. Incluso “cómo puede estar tan buena la hija de puta”. Cuerpos de varones que se conciben violentados por la belleza de las mujeres. Varones para los que la expresión de la belleza y el insulto -la agresión- quedan pegados. ¿Cómo es que la belleza hace mal?
Ligo esto con la figura tradicional-moderno-burguesa del Padre. El Padre es un padre ausente, que llega a la casa. “Ya vas a ver cuando venga tu Padre”: el Padre encarna la Ley y es agente de la Realidad; el orden real de las cosas se cumple en su presencia. Para el agente castrador patriarcal, hay algo de lo real sensible de los cuerpos que no es del todo verdadero. Que debe ajustarse, adaptarse al orden de la Realidad, es decir lo social, vertebrado por la Ley, el Deber. Todo cuerpo está en deuda.
Alguien que tiene mediatizado el vínculo con los cuerpos -en tanto de los cuerpos no surge la verdad y la realidad sino que la realidad debe serles aplicada-, al desear un cuerpo, sabe y siente una condena, una instatisfacción eterna. Porque se deposita, o hace pasar por ese cuerpo como vehículo, una intensidad que se asume que está siempre en otro lado, en alguna dimensión abstracta. Por tanto ese cuerpo, excitante y atractivo, termina siendo el que recuerda lo despojado que está el propio cuerpo varonil del encuentro con su deseo en la experiencia; la escisión entre deseo y experiencia. Entonces es linda, pero ante todo medio para encontrarme con un ideal -como son la Ley, Dios, la pornografía-, por lo que nunca va a ser suficiente: duele. Y acaso en ese semen espurio y criminal del violador vaya su último llanto, su última lágrima de pena por la enajenación total de su horizonte deseante. Por eso es tan común que las maten después de violarlas. No es solo para callarlas. Ese asesinato es el acto último de asunción del violador de imposibilidad de encontrarse con su deseo. Por eso desprecia el cuerpo deseado; porque lo turba viendo en él una promesa que no puede cumplir. Y por eso tampoco es raro que el violador asesino acabe suicida.
En ese punto el violador es un perverso extremo pero de un modo del deseo que es, al menos hasta mi generación, común: un modo desear que se siente violentado por la belleza de aquello que desea. ¿Cómo es que “me hace mal de lo linda que es”? ¡Qué buena que estás hija de puta! Hay un nudo que pensar acá, en este deseo odiante. “Te mato, te hago mierda”, semántica asesina y destructora para enunciar el deseo. ¿Quizá se cuele un odio a la vida, y por tanto al cuerpo capaz de hacerla? ¿Quizá se odie al medio de acceso a esa promesa de goce que no es verdad de este mundo? Toda la escuela de que la verdad no es lo tangible, es supra-sensible (la Ley, Dios, el Capital, la Publicidad), toda la milenaria preparación de la subjetividad mediática, donde los cuerpos viven la vida como un medio para otra cosa, da lugar a este violento conflicto con la experiencia de goce presente. Lo que se odia es la enajenación de la potestad del placer como experiencia pura y radicalmente presente. Se odia a la que nos “mueve” porque pone en evidencia el conflicto entre la naturaleza presente del deseo como potencia corporal, y la domeñación mediatizante de ese deseo, acostumbrado a que siempre lo intenso, lo verdadero, lo máximo, está más allá. El deseo por lo próximo viene como castrado, y deposita en el objeto del deseo esa frustración de que la experiencia del encuentro esté condenada a incumplir la promesa del paraíso abstracto.
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Lejos de la sacralización de lo abstracto, lejos de la consagración de lo mediato, el feminismo se muestra esencialmente como una afirmación de la vida. No un paquete de demandas. El valor inmediato de plantarse. Educación sexual, anticonceptivos y aborto legal, por ejemplo, no abonan la programática, el modo programático de la política; enuncian una exigencia presente de una vida en su experiencia.
El oportunista y tenue acercamiento del gobierno al proyecto de despenalización del aborto muestra que el movimiento feminista planta intolerancias democratizantes, que quedan en la mesa como insumos para que se actualice la gobernabilidad. Algo equivalente fue el movimiento-2001, convertido en agenda de demandas por parte del gobierno kirchnerista. Toda democratización se cocina en el movimiento y se le arrebata al orden, que la “acepta” para no quedar demasiado defasado del ánimo multitudinal. Pero lo mejor es que el feminismo no parece reducirse a una traducción legislativa de sus deseos. Ejerce de modo inmediato un empoderamiento existencial de la presencia; el feminismo exige algo no que hay que construir, no a lo que hay que llegar, sino de cumplimiento inmediato. Por supuesto no hablo desde un saber sobre el feminismo, sino desde la inspiración ante el movimiento feminista y lo que enseña. Que el deseo, que todos los ordenes de la vida, se midan según la igualdad y con el cuerpo presente como parámetro regulador.