Apuntes sobre inconsciente y política (verano 2022) // Amador Fernández-Savater

Leer a Freud es una experiencia bien intensa. No sólo por lo que saca a la luz, contra todo y contra todos (él, un burgués de Viena, como si hoy dijéramos, en palabras de mi amigo Beñat, «un señor de San Sebastián»). 

 

También como experiencia de lectura. A diferencia de Lacan, no piensa que para ser sugerente haya que ser hermético. Es clarísimo y a la vez inagotable. Y todo el rato indica la falla en el discurso: «no tengo respuesta, no he podido avanzar más, etc.» Dos cosas me vienen a la cabeza, entre otras mil posibles.

 

Primero, ¿no hemos retrocedido muchísimo en el saber sobre la psique? El impacto freudiano fue lento, pero inexorable. Afectó a todos los planos de realidad. La literatura, la filosofía, el cine, el humor popular, todos registraron sus efectos: la certeza de que lo que vemos no es lo que pasa, que lo dicho no es el decir, que la realidad es doble y el sujeto está dividido.

 

Hoy, sin embargo, desfilan por todos lados sujetos sin falla, que ni saben ni sospechan de su división. Impera la cultura del yo y de la voluntad: sé lo que quiero y si no lo consigo es mi culpa (o la de los demás). Las técnicas de acceso al inconsciente brillan por su ausencia. Y lo que proliferan son los paliativos de un malestar que no sabemos ni interrogar ni elaborar.

 

Segundo, ¿en qué momento se ha podido separar lo íntimo y lo colectivo (o histórico-social)? Freud desde luego no deja lugar a la duda: el psicoanálisis sirve para pensar el mundo (¿cómo leer si no psicología de las masas, tótem y tabú, el malestar en la cultura?).

 

Y sin embargo, en la política desaparece la referencia al insconsciente (objetivismos y voluntarismos por todas partes). Y en la clínica desaparece la referencia a lo social-colectivo y no se piensa cuál podría ser la dimensión colectiva -o revolucionaria incluso- del psicoanálisis.

 

Pero el descubrimiento de Freud es que no hay diferencia entre normal y patológico y por eso se puede investigar a través de chistes o lapsus que los tiene cualquiera; y que el propio principio de realidad (la cultura) es neurotizante y muy problemático tal y como se ha establecido.

 

Los clichés de diván 

 

Decíamos: la cultura psicoanalítica ha retrocedido en el mundo. Los clichés proliferan y la resistencia a analizarse (a pensarse radicalmente) los usa como pretexto. Estos son algunos, que eran los míos hasta ayer: 

 

–«si tienes buenos amigos, no necesitas psicoanálisis». A ver: el objetivo del análisis no es otro que pensar (a nosotros mismos, pero no solo ni solos) y se piensa con amigos. El análisis tiene para mí un aire de familia porque he vivido momentos de pensamiento en conversación con amigos. 

 

Pero hay diferencias: el amigo escucha lo que dices, te cree, discute pero te toma en serio. El psicoanalista escucha otra cosa que lo que dices («lo que se arma detrás de lo que dices» en palabras de Franco Ingrassia). ¡Y muchas veces ni te cree ni te toma en serio! Produce cortes, mediante la pregunta o el humor, para sacarnos de la repetición infinita que somos, para que así te escuches. 

 

–«el psicoanálisis es un proceso intelectual». ¡Cuántas veces he escuchado a amigos bienintencionados decirme «¿más palabras Amador? Toma peyote o baila zumba»! Y todo bien con el peyote y demás, pero en análisis se hace muy claro que las palabras son cuerpo. Lo que produce efectos de curación no es «darse cuenta» de nada, sino una palabra que conmueve y nos mueve. Palabra de afecto, palabra como afecto; y por eso Lacan puede pensar la transferencia leyendo El banquete de Platón: enseñanza y análisis pertenecen ambos al ámbito de Eros. 

 

–«el psicoanalista es un sacerdote que te confiesa: escucha tus pecados y pone penitencia». En realidad es todo lo contrario: el psicoanálisis nos enseña a ser más malos. Es decir, a no ceder en nuestro deseo, contra todo y contra todos. Porque aún somos demasiado buenos, sacrificamos enseguida lo más propio. No existe el «mal» en el análisis, salvo el de no escuchar y no seguir el propio deseo. No hay penitencia que aplicar, tan solo un poco de compañía para escucharnos mejor y convertir el malestar en fuerza. En nuestros «pecados» (o síntomas) está nuestra salvación.

 

Hablo, por supuesto, de mi propia experiencia. De mi verdad. Por si pudiera servirle a alguien.

 

Llevar la muerte dentro 

 

Spinoza afirma que todas las cosas buscan perseverar en su ser (conatus). A través de una ciencia de los afectos podemos ir aprendiendo a escoger los encuentros que nos alegran (aumentan nuestra potencia) y descartando los que nos entristecen (despotencian). En nada piensa menos el ser libre que en la muerte, porque no está en la propia esencia. O, como dice bellamente Sartre, «la muerte siempre viene de afuera». 

 

La crítica dirigida a Spinoza (y los spinozianos) es recurrente: ¿cómo explicar entonces el mal? ¿Realmente solo es un efecto de ignorancia? 

 

El último Freud afirma: las pulsiones son dos, Eros y Tánatos. Estamos habitados también por la agresividad y la auto-agresividad, llevamos la muerte adentro. La ciencia de los afectos se embarulla: sentimos el mayor de los amores y el mayor de los odios por la misma persona. Los encabalgamientos entre eros y tánatos son complejísimos (sadismo, masoquismo). Y no se puede descartar que la pulsión de muerte no trabaje en realidad a favor del Eros: queremos eliminar todos los obstáculos que impiden nuestro regreso a la placidez y el cobijo del vientre materno. El otro nombre de la muerte es Nirvana.

 

Lyotard, en Economía libidinal, ensaya el más difícil todavía: un solo principio, aliento o soplo vital, anima todo lo existente, la libido. Pero esta funciona a dos velocidades, con dos temperaturas. El Eros compone: une, reúne. La muerte descompone: separa, disloca. Pero no se puede asignar un efecto (bueno, malo) a cada principio de funcionamiento: el amor puede sofocar, asfixiar; existe, como sabemos por Rosalía, el «malquerer». Y Tánatos puede liberar: la fuga de un hogar que nos aplasta y oprime el pecho. 

 

Ninguna ciencia, concluye Lyotard, puede saberlo todo de antemano. El amor mata y la muerte vivifica. Somos ese laberinto. Hay que escuchar cada caso.

 

Podríamos llevarlo también a la política: esa revuelta, ¿por qué pulsiones está habitada? ¿Quiere la liberación de la vida o agredir a un otro que nos impide imaginariamente el regreso a la placidez de tal o cual identidad? ¿O ambas…? 

 

La escucha de lo singular es el arte más raro y precioso, más difícil.

 

La vacilación amorosa

 

La neurosis se expresa según Freud como duda e inseguridad permanente: incapacidad para tomar decisiones, aplazamiento y rumia constante.

 

Esa duda, concluye Freud en su ensayo sobre «el hombre de las ratas», es fundamentalmente inseguridad con respecto al amor. Tal inseguridad básica se extiende a todos los demás ámbitos de la vida (y del propio pasado: remordimientos, etc.).

 

«Aquel que duda sobre el amor tiene que dudar de todo lo demás, menos importante». La duda sobre el amor tiene mucho que ver para Freud con la represión de la sensualidad exigida por el principio de realidad.

 

El neurótico se defiende mediante comportamientos obsesivos: aplacar la duda, compensar el malestar, rectificar el estado de sufrimiento. Por ejemplo rezando compulsivamente el rosario. 

 

¿Podríamos pensar que lo que cambia hoy, con respecto a los tiempos de Freud, es sobre todo el tipo de compensación obsesiva? En lugar de la religión o de la superstición, la compulsión al consumo (de todo tipo de objetos, sustancias y experiencias), al trabajo, a la comunicación y los goces en espejo.

 

La duda, la indecisión y el auto-reproche permanente se aplacan mediante diferentes tipos de «subidón» (algo muy diferente al rosario). Cambia el tipo de «adicción».

 

Pero la protección neurótica, explica Freud, se ve penetrada por lo que deja fuera. Por ejemplo, alguien que reza por sus padres escucha una voz interior pidiéndole a Dios que se los lleve por favor cuanto antes.

 

Del mismo modo hoy, lo que más nos gusta hacer, en tanto mecanismo de protección, también queda impregnado de malestar: se lee, se piensa, se liga o se está en política compulsivamente (en modo redes sociales). Y así el agobio -por la aceleración y la cantidad de cosas a hacer- se suma a la primera ansiedad.

 

Desconectar, el apagón, tampoco sirve, sólo es un alivio momentáneo. Nuestro lamento repetido por el hecho de que después de agosto siempre recomience el estrés de septiembre. Todos tenemos que trabajar, claro que sí, pero nadie está obligado a mirar constantemente facebook. Entramos voluntariamente en la rueda de hámster.

 

¿Entonces? Hay que volver, necesariamente, a meditar sobre la inseguridad primera. Pensar las condiciones contemporáneas de la vacilación amorosa.

 

En terapia es la guerra 

 

La cultura implica la renuncia a los instintos. Freud lo explica genialmente en su texto sobre la conquista del fuego: fue necesario que algún humano renunciase al placer de mear sobre el fuego y así apagarlo para que hubiese cultura.

 

Pero esa renuncia tiene un precio: nos constituye desde ese momento como sujetos neuróticos, siempre en falta, siempre insatisfechos, siempre inquietos. Todos neuróticos: el «sano» solo tiene una neurosis socialmente aceptada.

 

Pero no todos los freudianos iban a aceptar ese «pecado original». Los freudianos marxistas asignan a la revolución la tarea de levantar la maldición represiva. Entre ellos el más loco y genial fue tal vez Norman O. Brown, inspirador de los movimientos de los 60.

 

El niño sale de la infancia derrotado, explica Brown en su obra Eros y Tánatos: castigos, severidad, autoritarismo, cruel entrada en el principio de realidad. El proyecto revolucionario no puede ser otro que realizar el potencial de la infancia: inscribirlo en la realidad.

 

Realizar la infancia supondría organizar la sociedad desde las actividades libres y placenteras: la vida y el trabajo como juego y experimento. ¿En qué momento el trabajo se convirtió en este tormento que padecemos? Hoy, en el colmo de la alienación, rogamos por un trabajo cualquiera.

 

Realizar la infancia supondría liberar su libido. Pero la libido infantil no es la «genital», sino el cuerpo perverso y polimorfo, todo él zona erógena, que disfruta con los codos, con las rodillas, con el lenguaje mismo considerado como un trozo más de piel. El error de Reich es querer liberar una sexualidad (genital) ya acotada represivamente.

 

Realizar la infancia es salir del tiempo contable, tiempo que pasa, que se nos escapa entre los dedos y nos angustia. La eternidad es el modo de ser de los cuerpos no reprimidos, de la infancia, del juego, del amor. Aquí y ahora, para siempre. 

 

Si la cultura es neurotizante, si sólo ofrece satisfacciones sustitutivas, entonces la terapia es la guerra: hay que elegir bando en el conflicto entre libido y principio (represivo) de realidad. Transformar en ella la energía agresivo-culposa de la neurosis en energía de transformación, en lugar de aceptar la salida individual en un mundo neurótico.

 

Lo que produce nuestra angustia es el horror de vivir en «las líneas no vividas de nuestros cuerpos» (Rilke). La resurrección de los cuerpos, es decir, la realización revolucionaria de la infancia, nos reconciliaría con la vida… y con la muerte.

 

¿Por qué dormir nos descansa? 

 

No se trata sólo de un proceso físico que repone energías, sino de un reencuentro psíquico con la infancia. Es lo que aprendo leyendo a León Rozitchner. 

 

En el sueño, las leyes lógicas del principio de realidad (tiempo sucesivo, no-contradicción) se suspenden y reemerge el proceso primario, arcaico, el principio de placer. Hablamos con los muertos, somos esto y lo otro.

 

Ese reencuentro regenera el deseo, cada noche. Despertamos renovados, con ganas, las energías menos ligadas y más plásticas, también con extrañeza, pues en ese primer momento aún estamos entre dos mundos…

 

Podemos olvidar y borrar las huellas del sueño cuanto antes para mejor adaptarnos a la realidad, mirando el móvil enseguida por ejemplo. O tratar de prolongar ese estado, relatando nuestros sueños, escribiéndolos, jugando a interpretarlos…

 

No hay «mal sueño», el mal sueño es el no-sueño, el triunfo sin resto del proceso secundario, sin extrañeza, sin agujeros y madrigueras que comuniquen con el inconsciente. 

 

¿Es por eso que, como demuestra Jonathan Crary en su libro 24/7, el capital trata de reducir el sueño, de perturbarlo, incluso de acabar con él? Ya se investiga cómo los humanos pueden reponer fuerzas sin dormir, es decir, sin tener que reactivar la infancia, sin pasar por el inconsciente; esa es la verdadera pesadilla de la sociedad del no-sueño…

 

2 Comments

  1. Muy buen artículo, gracias por publicar. Si tenés algún ensayo, artículo o libro de tu autoria me gustaría leerlo. Y estoy buscando un libro de Brown que no encuentro en pdf, quisiera leer algo de él también. Si podes escribime, saludo!

    Víctor

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