Anorexia: una experiencia filosófica // Emiliano Exposto

“Este texto es personal. Lo personal es teórico” (Sara Ahmed)

 

“Sí lo personal es político es porque lo personal es impersonal” (Mark Fisher)



¿Cuánto puede una imagen? Entre los archivos de mi computadora encontré una foto del 2016. Tenía 27 años y estaba atravesando la crisis anoréxica más profunda y prolongada de la que tengo memoria. Hoy miro la foto y me sorprendo. No me reconozco. Cambié tanto que ya no sé quién soy. En mi adolescencia la anorexia había sido una fuga. Un refugio ante la estupidez que me rodeaba. La habitaba con un aire de rebeldía solitaria. Pero en la época de la foto no sabía qué hacer con mi cuerpo. No podía vivir mi vida. Gilles Deleuze decía que toda fuga es ambivalente: las fuerzas vitales y fatales del deseo pueden liberar una vida aprisionada, pero también pueden provocar la propia muerte. La anorexia es una enfermedad del deseo, ya que la desesperación de querer vivir puede impedirnos una vida vivible. Y a estos síntomas podemos vivirlos como inhibición o convertirlos en anomalías. En territorios de (auto) investigación y resistencia. El desafío, como diría Suely Rolnik, es reapropiarnos de los saberes del síntoma, de sus potencias frágiles y ambiguas. Las anomalías son aquellas que saben usar las fuerzas del síntoma en virtud de la producción de mundos vitales. De este modo la anorexia ya no designa un problema psicológico o una identidad. No alude a un diagnóstico clínico. Nombra una categoría política que condensa en mí las fuerzas del mundo. La anorexia, por lo tanto, es una fuerza ambivalente: la fuerza de los débiles, como la llama Amador Fernández-Savater. Nuestras anomalías y fragilidades pueden ser entonces las premisas para crear una contra-salud.

¿De qué cosas está hecho mi cuerpo? Laxantes, balanzas, maní, crema hemorroidal, cigarrillos, manzanas, alcohol, pastillas, libros, The Cure, espejos. La experiencia anoréxica tiene una historia de objetos emocionales. Una intimidad anímica de las cosas. Sin embargo, no hay nada excepcional en estos objetos; su sentido no es solo ni principalmente individual. Las cosas trabajan en el laboratorio público de los sentimientos. Sara Ahmed dice que en el contacto con ciertos objetos producimos determinadas pasiones y fantasías. Las cosas intervienen en la dimensión material del cerebro y los estados de ánimo. (Des)orientan nuestros tiempos y espacios. En la anorexia la triste alegría matutina de verificar la pérdida de peso en una balanza se compensa con las noches melancólicas de aislamiento y autodisciplina. Pero estos afectos no son privados, se gestan en la polvareda del mundo. En los sentimientos se encarnan las estructuras en la piel. Se trata de sentimientos estructurales y estructuras de sentimientos. En un contexto en el que la depresión, la ansiedad, el insomnio o el estrés se han vuelto un problema político, la anorexia puede decirnos algo de todos nosotros. En este síntoma ubico un indicador de la crisis anímica en nuestra cultura del malestar. La anorexia es mi palabra clave para investigar las prácticas afectivas de la vida cotidiana.

¿Qué puede un cuerpo en el lenguaje? Descubrí la escritura en los años de mi primer crisis anoréxica: trabajaba vendiendo inodoros en las calles de Solano y escribía breves reflexiones con pretensiones filosóficas. Sentado en el cordón de alguna vereda, interrumpía mis visitas a los comercios de la zona para esbozar ideas en una pequeña libreta. Imitaba a Sartre y Dostoievski. Quería reescribir “El extranjero” de Camus, pero ambientado en el conurbano bonaerense. Hoy me asumo como un lector quijotesco, para quien escribir fue siempre un acto terapéutico. En este sentido, la filosofía en primera persona es la estrategia que encontré para sumergirme en lo más íntimo e impersonal de mi vida. No se trata del testimonio de un yo o un regodeo en dramas individuales. Todo lo contrario. Se trata de una teoría-ficción en la que se disuelve la distinción entre la vida y el concepto, entre lo imaginario y lo real, entre lo propio y lo común, entre lo individual y lo colectivo. Si toda teoría es también una autobiografía es porque toda biografía es una ficción real. Deleuze afirmaba que se escribe a partir de la propia vida con la condición de convertir lo personal en el magma de un pueblo que falta. Una clandestinidad entre desertores. Una alianza entre sintomáticos

¿Qué ven ustedes en esa imagen? Las imágenes tienen vida afectiva, son un archivo de emociones. “Estabas muy finito, pero sonriente”, me dijo mi amigo T cuando le mostré la foto. Y es cierto, quizás en esa risa se juega toda la ambivalencia sensible de mi experiencia. Porque una risa es un paquete de preguntas, impresiones y desvíos posibles. ¿Qué veía mi primo cuando me miraba? ¿Qué veía yo a través de sus ojos? ¿Una complicidad? ¿Un ruido en el silencio familiar? Yo era una enfermedad del vacío y el exceso: ascetismo y ejercicio, ayunos, atracones y purgas, vómitos y cálculos calóricos, oscilación bulímica y euforia, frustración y nido viboreo. Jane Bennett argumenta que la comida y la alimentación son afectos impersonales que moldean la sensibilidad anoréxica. Ya no soy ese cuerpo. Débil, amarillento y esquelético. Sin embargo, el interrogante no es qué es la anorexia, sino qué hace, cómo funciona. La pregunta que le hago, siguiendo las ideas de Ann Cvetkovich, es cómo se siente el capitalismo; cómo se hacen cuerpo nuestras formas de vida y relaciones sociales. No se trata de un valle de lágrimas individual. La anorexia produce una micropolítica del malestar y del disfrute. 

¿Cómo hacerse un cuerpo? La fenomenología anoréxica es una historia del tacto. Una genealogía de la piel, en la cual se destacan ciertas huellas y sensaciones: el temor a ser tocado, el abdomen contraído, el placer de los huesos, los ojos anémicos, la caída del pelo, la piel seca. “La anorexia es lo más conocido que tenés, sabes qué hacer y qué no hacer, qué comer y cómo no comer”, me dijo S hace unos días. Estábamos desnudos en la cama, y por primera vez en mi vida, disfrutaba ser este cuerpo. No me sentía amenazado por la mirada del otro. Y por sobre todas las cosas, no sentía mi cuerpo tan avergonzado ante mi propia mirada. Hacerse un cuerpo es muy difícil: los días en los que mi reflejo en el espejo es un infierno, intentó recordar el asombro de esa noche. Vinciane Despret dice que habitar un cuerpo es aprender a afectar y ser afectados. Desearse a través del deseo de los otros. Existe un circuito interno entre querer vivir, saber pensar y aprender a disfrutar. El disfrute es la potencia del cuerpo de apropiarse de sus fuerzas para crear posibilidades de pensamiento y vida. La producción de placer es el reverso sensible de la producción de sentido.

¿Qué hacer con las imágenes hechas cuerpo? Una foto es una fuerza con agencia sensorial sobre nosotros mismos. En lugar de una representación de la realidad, es una tecnología que produce en lo real. Este tipo de imágenes transmutan las formas de existencia en modos de la percepción y los modos de la percepción en formas de existencia. Y de esta forma el anoréxico se transforma en un personaje mimético. Las identificaciones comandan su vida y el cuerpo se sacrifica a la imagen. Yo fui muchas imágenes del otro en mí mismo para esconderme de mi propia mirada. Existe toda una performatividad anoréxica, donde se mezclan imágenes y cosas, emociones y prácticas, discursos y tecnologías. Lauren Berlant diría que hay un optimismo cruel en estos repertorios anímicos, donde el apego libidinal a ciertas imágenes puede disminuir nuestra potencia vital. De cualquier modo, la anorexia no puede reducirse a una patología victimizante o un trastorno de la alimentación. Es un modo de estar en el mundo. Una forma de vivir y morir

¿Cómo escuchar el saber del síntoma? La anorexia es un sentimiento público. A través de ella, no hablo de mí. Hablo de un síntoma que contiene en mí todo el cosmos. Diego Sztulwark sostiene que nuestros malestares revelan una inconformidad con modos de existencia que nos enferman. Hacen visible que no cabemos en ciertos guiones de vida. Son un límite frente a relaciones sociales y configuraciones afectivas que se pueden tornar invivibles. “Ella me recuerda que tengo un cuerpo”, le dije a mi analista. Y este me preguntó “¿no será que te hace olvidar que tenés un cuerpo?”. El anoréxico afirma y niega el cuerpo en el mismo gesto. La búsqueda exasperada de una mirada es el reverso del miedo a la propia mirada. Para el rigor de la razón anoréxica las superficies de la carne son lo más presente y lo más ausente. Estas ambigüedades muestran que un síntoma es un campo de fuerzas activas y reactivas. La anorexia es una experiencia plástica y ambivalente: oscila entre la inadecuación y la sobreadaptación. Adaptación a los imperativos de la delgadez, a los ideales de belleza, a los esquemas gordofóbicos, a los mandatos de rivalidad y competencia. Inadecuación a las figuras viriles de la masculinidad, a los hábitos de la comida, al consumo, a los límites biofísicos del cuerpo. En estas ambivalencias radica su potencial cognitivo, dado que en los síntomas se debate una verdad del mundo y de nosotros mismos.

¿Cuál es la potencia de una verdad? Aprendí algo leyendo la biblia de los sintomáticos: Hijos de la noche de Santiago López Petit. El desplazamiento del malestar personal a la desobediencia colectiva consiste en asumir la enfermedad como anomalía. Escuchar el síntoma y aliarse con los saberes del cuerpo. Porque en nuestros síntomas germina la fuerza de insumisión de aquello que no sabe, no puede ni quiere encajar. Nuestros malestares y placeres excesivos son un índice de verdad histórica. No compartimos una identidad, tenemos en común que no cuajamos en esta vida. Es en este sentido que la anorexia puede devenir anomalía. Esa es su potencia, frágil y ambigua. Y ese también es su peligro. “Experimentación”, digo yo, “prudencia”, me recuerda mi amigo E. Reivindicar la anorexia como anomalía es una estrategia teórica y política, puesto que en ella radica tanto mi inadecuación como también mi agujero negro. Sin embargo, no se trata de reclamar un “orgullo anoréxico” o hacer alarde de autosuperación individual. Pensar desde el síntoma supone restituir sus condiciones políticas. Convertirse en anomalía es un desafío al mundo y un riesgo para nuestras vidas. 

¿La filosofía es una anomalía? La filosofía me salvó. Desde entonces es mi forma de aferrarme al mundo. Es una plataforma para convertir los síntomas en territorios de experimentación teórica. Porque la filosofía, afirmaba Louis Althusser, es la relación del filósofo consigo mismo. En los años de la foto escribí un ensayo titulado “Mi cuerpo anoréxico”. Fue mi primer intento de esbozar una reivindicación política de la anorexia. Estaba fascinado con Testo Yonqui de Paul B. Preciado. Me entusiasmaba su hipótesis de la teoría crítica como investigación corporal. Su idea es que los cambios que tienen lugar en una vida son las mutaciones de una época. Nuestras vivencias no solo importan por lo que tienen de personal, sino por estar atravesadas por lo que no es propio. Por flujos económicos y tecnológicos, por energías cósmicas y naturales, por historias políticas y sexuales. Como diría Catherine Malabou, la filosofía esculpe una erótica que abre nuevas conexiones entre síntoma y pensamiento. Puede ser una inteligencia clínica capaz de potenciar esas fuerzas comunes que se debaten en la intimidad. “Vos lees como bulímico y escribís como anoréxico”, es el chiste que suele hacerme mi amigo J. De hecho, mi intuición básica es que la anorexia es una (dis)posición filosófica. Un punto de vista sobre las formas de vivir y morir. La composición anoréxica de las fuerzas dispone a la producción de ciertas ideas sobre el mundo. Por este motivo, ejercer la filosofía y hacerme un cuerpo terminaron por confundirse en una misma experiencia. La práctica filosófica es una estrategia para reapropiarme de las fuerzas de los síntomas, en lugar de seguir siendo cafisheado por la enfermedad. Hoy la filosofía es mi principal aliada para encontrar una salida donde el pibe de la foto no la encontró.

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