A diferencia de lo que ocurrirá a mediados del siglo XX (explosión del movimiento de derechos civiles) y comienzos del siglo en curso (crisis del trabajo y emergencia de nuevas identidades políticas) el siglo XIX y gran parte del XX están hegemonizados por la clase obrera como sujeto de la política emancipatoria. Con relación al trabajo, hay una distancia importante de la política marxista con prácticamente todas las teologías políticas de la modernidad en las que se supone que el trabajo redime. Marx es un subversivo porque su punto de mira es la destrucción del trabajo capitalista, que opera como supuesto de la comunidad de salvación moderna. No se trata simplemente de la lucha por el salario o por el aumento del empleo; su filosofía se halla desplegada como movimiento profano en las antípodas del desarrollismo fundado en la expropiación de la fuerza de trabajo. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 el joven hegeliano descubrirá el papel de la conciencia enajenada del trabajo, y en El capital el fetichismo de la mercancía y la acumulación de plusvalía en virtud de la explotación y extracción de la plusvalía producida en los procesos de trabajo. El trabajo asalariado no sólo es el punto nodal de la crítica a las formas de acumulación de la modernidad capitalista, es también la reproducción de una conciencia esclava al comercio de la fuerza de trabajo. La venta de la mano de obra, su conversión en mercancía, es la manera en que la célebre teoría de Étienne de la Boétie sobre la servidumbre voluntaria llega a encarnarse en el deseo de trabajo como deseo por salario (dinero). El salario, como expresión traductiva del dinero, es una sustancia fantasmática y su potencia mercantilizadora tocará rápidamente el tuétano mismo del capitalismo industrial. El efecto de esta sustancia en los partidos políticos
modernos es inmediato. Con muy pocas excepciones, los partidos verán en la lucha por la mejora del salario el horizonte de reproducción de la vida social y del Estado moderno. El límite de este horizonte militante y de compromiso con el sujeto del mundo industrial es el límite del mundo burgués. De manera que este límite movilizará las arrugas de la piel de los esclavos de nuevo tipo; esos sísifos contemporáneos que en el movimiento infinito y circular del trabajo reconocerán en el dinero el amo absoluto. Como Dios de sustitución desplegado en el espacio de la «muerte de Dios», sin la sustancia fantasmática de ese cuerpo sin cuerpo del dinero no hubiesen tenido ninguna importancia los proyectos socialdemócratas o, incluso, socialcristianos que dominarán el ámbito de la política durante más o menos dos siglos.
Con excepción de la creación del Partido Comunista proclamada en el Manifiesto de 1848, los partidos modernos no aspiran a destruir el orden burgués, sino más bien a ser el garante del Estado burgués liberal. Durante la modernidad industrial el modo de articulación afectivo-política de estos partidos tiende a la reproductibilidad del orden. Esta tendencia les viene dada porque el orden emergente en el siglo XIX, así como el que se desplegará, inscrito en la matriz burguesa, hasta mediados de los años ochenta está sostenido por la inseparabilidad del pacto entre la clase obrera y el Estado moderno. En tanto relato político fundado en la sustancia fantasmal del dinero, es decir, en políticas de mejoramiento salarial, las tendencias modernas de partidos socialdemócratas y socialcristianos constituyen la aspiración última de la reducción de las luchas obreras a la afectividad del salario. La historia empírica de los partidos comunistas no es muy distinta de esta tendencia, puesto que, salvo quizá ciertos lugares importantes de las experiencias anarquistas como la de caso español, no hay lógica de los partidos modernos que no esté regulada por el pacto entre clase obrera y Estado moderno. Desde una
comprensión de la modernidad capitalista como «sistema-mundo», este pacto indisoluble no distingue posiciones de izquierda y de derecha en la medida en que el pacto constituye el mecanismo de aseguramiento de la producción industrial. Sin ir más lejos, con la emergencia de la Guerra Fría que toma lugar después de la Segunda Guerra Mundial, el orden de la producción industrial borra las diferencias entre el orden socialista de la URSS y el orden liberal de los EEUU. Dicho en breve, entre una potencia mundial y la otra no habría habido una diferencia sustantiva que indicara la destrucción del trabajo capitalista como trabajo asalariado.
La modernidad capitalista centrada en el paradigma de la producción industrial se cierra con la apertura de los años de Reagan, Thatcher y Kohl. Desde ningún punto de entenderse como el fin del trabajo capitalista y sus velocidades hegemonizadas por la industria taylor-fordista. En virtud de una deliberada estrategia política de deterioro y descomposición del pacto entre la clase obrera y el Estado moderno, el cierre del imaginario industrial se abre al llamado ciclo de la globalización. El debilitamiento del Estado orientado a la «cuestión social» y la desregulación de la economía será la consigna privilegiada del neoliberalismo que hegemoniza el planeta y se expande como una plaga. La imposición del neoliberalismo tiene en su base la destrucción del pilar con el que se había erguido la modernidad capitalista, es decir, el Estado. Fundado en la soberanía popular y débilmente profano, el Estado entrará en un proceso de metamorfosis y de apogeo del apocalipsis del trabajo propiamente moderno. En otras palabras, el «trabajo libre» entendido como la venta de la mano de obra que había emergido con la desterritorialización de los campos y del fin de la esclavitud llegará a su fin como trabajo industrial articulado por el pacto entre la clase obrera, sus poderosos sindicatos y el Estado moderno. Este proceso no significa la muerte del trabajo capitalista que durante toda la modernidad del derecho burgués se había elevado a estado
de juridicidad de la regulación de los salarios. En contextos de globalización planetaria y ampliación de los derechos civiles, el derecho burgués ha sido ampliado, no destruido. Su continuidad hace imposible regresar a la problematización del comunismo moderno como crítica radical a la beatificación de la propiedad y del salario regulado por el derecho burgués. Esto nos permite volver a nuestro punto de partida.
En un mundo dominado por el capitalismo financiero, falsamente profano porque beatifica el dinero, esa sustancia fantasmática, a niveles nunca antes imaginados, Wall Street aparece como la iglesia más reciente de la postsoberanía. Se trata de la iglesia que se levanta sobre las ruinas del trabajo industrial moderno y sobre un Estado precarizado que solo puede cumplir funciones de máquina policial o, en el peor de los casos, de máquina narcoasesina. Bajo condiciones de postsoberanía o soberanía absoluta del capital, los modos de articulación del fin del trabajo moderno están concentrados en lo que el discurso teórico contemporáneo suele identificar con sociedades de la información, sociedades en redes, sociedades postindustriales, capitalismo cognitivo, sociedades del postrabajo; es decir, sociedades en las que la tendencia es la acumulación de signos. Wall Street es el gran palacio de la administración bursátil de signos monetarios y el lugar quizá más importante e intenso de realización formal del trabajo inmaterial. Se trata del trabajo abstracto que desensibiliza los afectos que mueven las pasiones colectivas de la política en nombre del sueño de la riqueza monetaria. En su irrupción inmediata, el movimiento Occupy Wall Street es deseo por rechazar el trabajo de la especulación que pone fin al trabajo moderno. Más allá del Fausto desarrollista, es en la estela de los movimientos de rechazo o, si se prefiere, de negatividad con respecto al dominio de la especulación financiera y su miserable correlato en el fetichismo del salario dónde deberíamos situar la figura literaria de Bartleby como una anomalía inscrita en las
tendencias imposibles de un conato de revolución contra el trabajo (moderno) y el postrabajo asalariado (postsoberano). Más que identificarse en las figuras convencionales de la izquierda tradicional, la insurrección callejera del 2008 del movimiento Occupy Wall Street se reconoció en el personaje literario Bartleby, creado a fines del siglo XIX por el escritor estadounidense Herman Melville.
El movimiento social Occupy Wall Street no sólo no se reconocía en los partidos políticos tradicionales de la izquierda, no parecía siquiera contar con demandas y reivindicaciones que justificaran su protesta. Sin embargo, el rechazo a las formas de dominio inscritas en la lógica del olvido de la soberanía popular hizo aparecer en la revuelta una demanda de carácter estructural. Occupy Wall Street no fue un mero reventón social detonado por una crisis bursátil, fue también la alegoría del agotamiento de los partidos modernos (tradicionales). A pesar de un evidente debilitamiento de la modernidad, a través de la literatura de Melville ésta siguió hablando, como si quisiera orientar el vacío dejado por la crisis de los partidos tradicionales o incluso colmarlo con una anómala forma de la militancia (no)moderna. Desde las napas del siglo XIX apareció Bartleby como alegoría de la crisis de la política moderna. A través de un enunciado educado y soft expresa el rechazo absoluto hacia el trabajo. A través de la frase «I would prefer not to» (preferiría no hacerlo), el escribano del cuento de Melville, que amablemente rechaza revisar/escribir documentos relacionados con gente rica de Nueva York, se aloja en los intersticios de la protesta en Wall Street. Bartleby es el hijo figural de la mejor literatura del novecientos y, sin duda, uno de los mejores cuentos de la gran literatura americana. Pero ¿por qué esta figura vuelve a reaparecer en los movimientos contra el capitalismo financiero? Bartleby permite problematizar el pasado y el futuro de las militancias en la interioridad de las metamorfosis del trabajo. Es insoslayable que el escribano del cuento de Melville
pertenece a esas figuras trágicas de la historia de la militancia, y aunque muchas imágenes pueblan el suelo de la relación entre tragedia y política, hay en Bartleby una especificidad que se sustrae, se resta, a las formas modernas del partido y de la militancia política. Se podría mostrar que las figuras trágicas –desde Antígona hasta el Che Guevara, pasando por el Cristo revolucionario y el desdichado Fausto– son el resultado de una militancia a la que ni puede sustraérsele la política del sacrificio ni menos aún el sacrificio como lógica del trabajo.
A diferencia de los movimientos de lucha del presente (feministas, antirracistas, indígenas, entre otros), que no logran zafarse del esencialismo identitario, y que cuando lo hacen es en base a enormes esfuerzos teóricos y epistemológicos, la singularidad del cuento de Melville reside en que restituye la crítica activa al trabajo capitalista. Pero el límite de este rechazo es la imposibilidad de ofrecer una política emancipatoria que indique el camino de salida al capitalismo postsoberano, el cual se nutre de la usura legitimada en los grandes centros bursátiles del poder del capital. Bartleby rechaza copiar y escribir los documentos que legitiman este orden de la usura en la que Wall Street funciona como morada. No es casual que el movimiento Occupy apareciera en la escena de la protesta como un movimiento de reforma moral. De hecho, no faltaron los despistados, los conservadores fundamentalistas, los anticomunistas furibundos que se atrevieron a declamar que Estados Unidos es una nación cristiana y que el comunismo de Occupy era el deseo por destruir el país de los valores de Cristo. Además de usar una playera estampada con la frase de Bartleby y participar activamente en la consigna «We are the 99%», Slavoj Žižek recuerda que el fundamentalismo conservador y anticomunista olvidaba los valores esenciales del cristianismo. La idea del Espíritu Santo está basada en la igualdad de la comunidad libre de creyentes unidos por el amor, y para Žižek este es, precisamente, el espíritu de la protesta de Occupy. Mientras que los valores paganos de Wall Street continúan adorando falsos ídolos –tales como el toro creado por el artista Arturo Di Modica después de la crisis bursátil de 1987, para simbolizar la fuerza y el poder neoimperial de los Estados Unidos–, el fundamentalismo conservador olvida los principios más básicos del cristianismo.
Hay, sin duda, una especie de resto cristiano en la protesta de Occupy y quizá sea esto lo que explica la fascinación por el escribano que se resiste a trabajar. El residuo cristiano y sacrificial de Bartleby resiste la propia cultura protestante que dispone los cuerpos a una ética ciega por y para el trabajo. En las oficinas escribano se resiste el paganismo del dinero que pone a circular la fuerza y el poder del toro de Di Modica. Pero ¿qué resistencia militante expresa la posición de Bartleby? En un sentido opuesto a las militancias de la izquierda tradicional moderna, es la figuración de la aflicción y del sufrimiento de un tipo de militancia acéfala, anómala, porque no es siquiera reconocible en la utopía anárquica de una sociedad sin instituciones de poder. Bartleby repele incluso la diferencia entre la posición pasiva y la posición activa de las militancias que han recorrido la historia de las luchas sociales por más de dos siglos. En su no-posición, el rechazo al trabajo del escribano deviene disolución de la acción pasiva o activa. El motor de su resistencia no es la fuerza militante ni tampoco el movimiento de ocupación de masas de instituciones de Estado. No se trata de un líder político. Su mesianismo sin liderazgo ni partido bordea y habita la locura. En las oficinas de la modernidad de Wall Street Bartleby es una anomalía salvaje. Su mesianismo no tiene punto de comparación en las formas de las militancias modernas. Por eso, quizás, es un personaje literario que está más cerca de la locura del personaje fílmico de Eliseo Subiela de Hombre mirando al Sudeste (1986). El hombre que mira al Sudeste, personaje cristológico, viene a anunciar, al igual que Bartleby, que hay algo en los afectos que no funciona o que ha dejado de funcionar respecto de un orden que está de cabo a rabo malogrado por el espíritu del capital, un orden que se refiere a la escritura del derecho burgués que complicita con la reproducción del orden. El mesianismo de Bartleby no tiene liderazgo, su partido político es la mónada subjetiva de su resistencia individual. Al escribano nadie lo sigue, no tiene partisanos al servicio de su causa hasta el punto en que a lo largo del cuento el lector no está seguro de si Bartleby defiende alguna causa.
¿Cuál es la causa de la resistencia de Bartleby al trabajo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que su resistencia a trabajar está compuesta por el hálito del desencanto, la tristeza, el agobio de los nadie. Pero, como un nadie, Bartleby es una figura trágica y mesiánica. En esto último consiste el carácter excepcional de lo que suponemos que viene a anunciar. Su negación del trabajo lo lleva a la cárcel acusado de vagabundaje, donde se entrega a una huelga de hambre hasta que perece sin seguidores ni secuaces de su desobra. Muere como un nadie, muere en el anonimato absoluto de la negación de toda comunidad de inscripción. Muere como muchos mueren en el anonimato de la anomia sin que nadie sepa en nombre de qué o por quién ha muerto. Se podrá, sin duda, decir que Bartleby muere por la comunidad de los que no tienen comunidad. Pero lo cierto es que la pulsión heroica de ninguna epopeya revolucionaria está vinculada a su resistencia moderna. La modernidad de su resistencia al trabajo es también su no-modernidad, su salida del círculo virtuoso entre militancia y salario, entre militancia y lucha por el acceso al consumo. Bartleby es una especie de Cristo solapado en la oscuridad de la pulsión melancólica que anuncia el fin de lo que ata la escritura a las leyes del capital. Bartleby es la ausencia completa de inscripción en la comunidad de la política. Su resistencia se sustrae a los partidos modernos que aspiran al Estado o incluso a la destrucción del Estado que durante todo el siglo XIX y XX gozaron de tanta popularidad. Por la relación que los partidos políticos tienen y han tenido con
la estructura de la producción capitalista, el rechazo del trabajo es también el rechazo a la organización política de la sociedad. De ahí que no podamos exactamente saber en nombre de qué o de quién muere el escribano. Sería demasiado fácil decir que muere en nombre del comunismo por venir. Pero en la figuración de este hombre dócil y amable que se resiste a escribir hay toda una teoría de la militancia imposible. A diferencia del militante moderno que es en sí y para sí el sujeto de duelo por las sociedades que preceden a la modernidad capitalista, en Bartleby el duelo se revela como imposibilidad. Es decir, desde un punto de vista psicoanalítico, el escribano padece de una melancolía profunda. Su militancia es patológica e imposible de cuajar en las filosofías modernas del progreso cuya empresa última es la organización del trabajo. La genialidad del cuento de Melville consistiría en haber concebido la idea de un sujeto que palideciendo en el espesor de su melancolía, actúa sin actuar; actúa sin el comando de un programa o de un partido, actúa desde la condición acéfala de una mónada que se ha hundido en los pliegues de la melancolía profunda y sin afuera. La no-acción como desobra del trabajo de la posición militante es la pulsión que provoca la intensidad de un cuerpo que es movilizado desde una pasividad sin posición. Esta pasividad anuncia que el cuerpo inmóvil, el cuerpo sin movimientos, es el cuerpo muerto del rechazo absoluto al trabajo.
Si tuviésemos que buscar una genealogía moderna del rechazo al trabajo para situar la memoria de las huelgas de hambre, la figura del escribano de Melville sería un candidato importante. Hay algo en la militancia no-moderna de la modernidad de Bartleby que permite enlazar su resistencia pasiva con la violencia pacífica que desde Gandhi hasta los diversos movimientos de derechos humanos suponen poner el cuerpo. En la medida que la afirmación y creación de una situación de ingobernabilidad, tenue o fuerte, pertenecen a la figura del
escribano de Wall Street, la genealogía de la posición sin partisanismo político anuncia que hay en los cuerpos melancólicos el recuerdo de algo que repela sustantivamente el trabajo capitalista. En otras palabras, Bartleby alegoriza el paro de la producción y, quizá, su atractivo, su anomalía salvaje, sea el hecho de que también alegoriza el fin de la escritura como suplemento de la juricidad de la propiedad capitalista. Esto, sin duda, es una alegoría del duelo que no se completa, es decir, del duelo en el que no hay ninguna sustitución, ninguna utopía que pueda funcionar como espacio de transferencia. Muy distinto al Fausto desarrollista de Goethe, el monstruo cristiano inventado por Melville muestra, como todo monstruo, que la melancolía como política es imposible y que, no obstante, en esta imposibilidad reside no solo la mejor posibilidad de rechazo al trabajo capitalista, sino también el impulso por imaginar la potencia del comunismo como comunidad de los que han sido despojados de toda comunidad. Bartleby es el comunista imposible que anuncia la profanación del trabajo capitalista. Su comunismo es también un comunismo anómalo porque hace posible un pensamiento que, si bien supone es de suyo melancólico, trata de una melancolía sin objeto de pérdida. La hipótesis comunista que habrá que trabajar es la que el escribano de Wall Street abre, es decir, la hipótesis de que hay una melancolía sin objeto, sin pérdida del origen. Hay una melancolía comunista que, en el rechazo a la organización capitalista, es negación ex nihilo; movimiento oscuro del cuerpo que resiste su subordinación a la estructura de dominación del trabajo. La tarea del comunismo por venir debe comenzar con la muerte del Cristo del rechazo al trabajo como afirmación de la experiencia común que vendrá, pero nada nos asegura que la anomalía de un Bartleby, todavía incompletamente profano, pueda deconstruir la hegemonía del capitalismo financiero.
LaTempestad.N.127.(México)