(Aquí las otras partes: PARTE 1, PARTE 2, PARTE 3 , PARTE 4)
Lo fragmentario recuerda que vivimos asediados por cosas que se superponen. Afecciones que, todas juntas, no se pueden pensar o se sueñan, en los días que se escurren.
Cada fragmento carga con el equívoco de que se lo considere parte de un todo o comienzo de un asunto que necesita desarrollo.
Fragmentos se presentan como astillas de algo. Pronombre indefinido que alude aquí a la vida como indeterminación que no cesa.
Tienen razón las derechas: si no mata el virus, mata la economía.
Por eso, si los Estados quieren salvar vidas tienen que cuidarlas, al mismo tiempo, del virus y del capitalismo.
Angustias se sienten, pero no se explican ni se cancelan. Angustias se expresan calladas haciendo hablar a todas las cosas. Cuando un Estado está presente, ayudando a vivir y a no enfermar, acompaña angustias que no se pueden derogar.
Cinco perros atacan a una existencia internada en el Hospital Borda. Horas después, esa vida muy herida muere. El sustantivo colectivo jauría designa a un grupo que sale a cazar y perseguir con saña.
La responsabilidad no la tienen los perros.
Sueños de las normalidades engendran voracidades que merodean manicomios.
Contrastes de la devastación: perros en manadas hambrientas y mascotas perfumadas con paseador, parques del abandono en los psiquiátricos y plazas cuidadas con rejas, villas hacinadas sin agua y barrios espaciados en otoño, merenderos sin leche y cacerolas que piden más normalidad.
A veces, en lugar de cliquear un corazón, dan ganas de tirar una piedra.
En días de pandemia retorna la pregunta sobre en qué reside la dicha.
En el último acto de Los días felices de Beckett (1961) la protagonista está enterrada hasta el cuello con el sombrero puesto. Con la cabeza inmóvil mira hacia el frente. Dice con frivolidad “¡Vaya, éste sí que es un placer inesperado! (Pausa.) Me recuerda el día que viniste a suplicar mi mano”. Se puede ver la silueta de un hombre que, desde el principio, asiste mudo a su monólogo.
Casi al final, ella dice: “En fin, qué importa, eso es lo que siempre digo, habrá sido un día feliz, después de todo, otro día feliz. (Pausa.) No queda mucho…”.
En el Seminario El reverso del psicoanálisis, Lacan (1970) admite que resulta difícil saber a qué llamar felicidad, salvo que se apele a la triste versión que sugiere que la felicidad consiste en vivir como lo hace todo el mundo.
Normalidades gozan del inesperado placer de la inmovilidad que da la ilusión de pertenecer a una mayoría.
Se pueden dar clases virtuales, pero -con suerte- funcionan como fiestas de cumpleaños por zomm: la alegría por la ansiada conexión va acompañada de una gran tristeza por lo perdido: el fluir desordenado de afectos que actúan cercanías y distancias, miradas e intimidades fugaces.
Pantallas divididas en cuadraditos con figuras que, desde sus celdas, se turnan para hablar. Mosaico inmóvil de lo común en el que, de pronto, irrumpen voces que, desprevenidas, comentan un crimen, recomiendan un plazo fijo, alertan que las milanesas se están quemando.
En las superficies parceladas cada partecita, cuando asiste en silencio, no sabe qué otras partecitas pueden estar mirándola. No hay el vértigo de los suspiros furtivos, las pericias de la interrupción, los guiños y malicias de las complicidades.
¡Ay… la aplicación!
Tecnologías no asombran, actualizan costumbres; no quebrantan automatismos, los estilizan; no enseñan a alojar lo imprevisto, refuerzan lo previsible; no incitan a abandonar certezas, las consagran; no procuran demoras, aceleran ansiedades.
Componen fachadas, mismidades performáticas, escenografías sentimentales.
Se establecen protocolos para casi todo. Conversaciones clínicas, sin embargo, no siguen reglas ni pasos ordenados sobre cómo actuar. Cuentan con saberes no normativos y con astucias que intentan escuchar lo que se está diciendo de muchas maneras e incluso de ninguna.
Entre las soberanías populares que urgen no se tienen que olvidar las soberanías conversacionales. El derecho a un común hablar de lo que nos está pasando, aunque eso, a veces, se considere estar hablando de nada.
Una quejosa sentencia dice: “Cuando teníamos todas las respuestas nos cambiaron las preguntas”. No conviene pensar así. Pasiones que piensan no tienen ni pretenden respuestas. Viven una común interrogación que no termina, que no se detiene.
Sombras virtuales hablan, se agitan, sonríen, se emocionan, comen, beben, se extrañan en las planicies robotizadas de una imagen. Tras infructuosos intentos de traspasar las pantallas, resbalan fatigadas sin poder abrazar nada.
La propiedad vale más que la vida.
Comete el delito de comprar un paquete de cigarrillos con un billete falso de veinte dólares. Detenido y esposado pide que lo dejen respirar, implora, mientras un policía arrodillado con saña sobre su espalda ahoga, hasta matar, su existencia negra.
Dolores no se coparan, no se traducen, no componen analogías.
Un relato de Germán Rozenmacher (1961) “Cabecita negra” y un poema de Leónidas Lamborghini (1965) “Las patas en las fuentes” testimonian racismos de las normalidades blancas, ilustradas, civilizadas. Prepotencias y fanatismos de indolencias acomodadas en sus beneficios de clase.
En tiempos de miedos y amenazas se cuentan sueños.
Empatías actúan arrogantes y violentas cuando pretenden analizar o comprender relatos que hacen confiadas perplejidades matutinas. Solo se trata de escuchar sin concluir, valorando imprevistos y respetando callejones cerrados.
Enamoramientos se presentan como certidumbres, aunque se sepa que, en cuestión de amores, nada sabe a seguro. No hay leyes que obliguen a las pasiones.
Barbijos y tapabocas, fantasmean en la ciudad como semblantes de muerte: ponen a la vista la inminencia del fin, aunque solo se muestren como asépticos signos de prevención, cuidado, disfraz.
George Floyd vive en el Chaco.
Policías de esa provincia, escudados en controlar el cumplimiento de la cuarentena, reprimen y torturan a una familia qom gritando con aversión “indios infectados”, “hay que matarlos a todos”.
No hay panteones ni fosas comunes que alojen familias del dolor
Escribe Arnaldo Calveyra (1985): “Se diría que allá abajo, ocultos por la pesada losa como antes por el bosque, siguen conspirando hermosuras…”.
Hace unos años, museos idearon visitas guiadas por computadoras portátiles livianas. Reproducían cada obra con comentarios en audio, videos, imágenes fijas, juegos interactivos. Pronto advirtieron que las visitas prestaban más atención a las tabletas que llevaban en las manos que a las obras expuestas en salas. El personal tenía que instar a que miraran en directo las pinturas que estaban allí, colgadas en las paredes.
En San Genet comediante y mártir, relata Sartre (1952) que un rey encarga el retrato de la mujer que ama, antes de partir a la guerra. Lleva la imagen consigo, la besa por las noches, conversa con la pintura. Al volver, sin embargo, pasa más tiempo con el lienzo que con la mujer de sangre tibia. En un incendio, el fuego destruye el cuadro. El rey vuelve con la mujer, pero busca en ella el lejano parecido con la imagen perdida.
En pleno sitio de Leningrado (1940-1943), mientras tropas alemanas avanzan, el gobierno soviético esconde las obras de arte del Museo Hermitage, para protegerlas del saqueo nazi. El guía del museo, Pavel Filipovich, sin embargo, no abandona su trabajo. En momentos en que el pueblo ruso se desmorona por el hambre, el frío, el miedo, la pérdida de toda ilusión, Pavel realiza sus visitas guiadas en el museo como si estuvieran allí todas las piezas. Presenta durante años, a través de su relato emocionado, toda la fuerza y belleza de cada una de esas ausencias.
Pantallas, pinturas, relatos, no se trata de meros juegos de sustituciones, sino de retóricas que abrazan ausencias.
Aplicaciones para encuentros virtuales ordenan movimientos, los endurecen.
Solo están permitidas algunas pulsaciones, pero faltan las infinitas acciones que se precipitan en el vértigo de cercanías que se afectan y friccionan indisciplinadas.
Como sucede en las infancias que juegan sin pantallas, el encanto del contacto reside en los roces.
Una broma de Mallarmé pone a la vista amores entre música y poesía.
Cuando Debussy pide permiso al poeta para poner música a “La siesta de un fauno”, Mallarmé responde: “Pero… yo creí que ya la tenía”.
No se necesitan: se atraen, se solicitan, se potencian. Así se tocan sensibilidades.
En las clases virtuales se extraña ese algo que Benjamin (1936) advierte que falta en la más lograda reproducción técnica de una obra de arte: el aquí y ahora fugaz e irrepetible, la inasible lejanía que se insinúa en cada cercanía, el instante secreto de un común suspiro.
Bosques se incendian, temperaturas aumentan, enjambres de langostas arrasan. Suelos devastados, aves y otras criaturas producidas en masa, vidas silvestres manipuladas. Dicen las Naciones Unidas que enfermedades nuevas irrumpen cada cuatro meses. La mayoría proviene de animales que sufren tensiones. Angustias del aire.
Hablas del capital no emplean la palabra capitalismo. Por temor espantar prefieren mercado, ciudadanía, gente de bien, inversiones, democracia, libertad, estrés financiero.
Hablas del capital lamentan guerras y pandemias, pero aún en la desesperación vislumbran formas de cautivar desamparos con ilusiones que se pueden vender y comprar.
Negacionismos funcionan más como desmentidas que como negaciones. Actúan más como decisiones políticas que como defensas.
Suelen consentir crueldades imputando a las víctimas el vicio de la exageración. Operan como reservas fanáticas del sentido común.
Además de capitalismos, patriarcados, colonialismos, el común vivir peligra por el imperio de normalidades que respaldan y consolidan la ilusión de una mayoría segura y ensimismada.
Hablas del capital no emplean la palabra explotación. Suelen referirse a la igualdad de oportunidades, al flagelo de la pobreza, a los barrios desfavorecidos. Difunden ideales de libertad y felicidad para la gente normal.
Sin olvidar sus tiempos de terror ni idealizar su papel benefactor, ¿se puede esperar que el Estado limite estragos provocados por indolencias y codicias que gobiernan el llamado “mercado” y proteja poblaciones asoladas, cobrando impuestos a quienes poseen sobradas riquezas?
Se nombra como «posicionamiento subjetivo» algo que merecería llamarse «podio de sujeción». Pedestal en el que normalidades premian docilidades y osadías admitidas. Tarima de ascensos y descensos rutilantes. Instantáneas de fragilidades que piden reconocimiento y aprobación.
Tal vez solo se trata de buscar descampes en los que se den cita solicitudes deshabituadas o soledades descolocadas. Más que posiciones, deposiciones: evacuaciones del yo, del sí mismo, de identidades sorbidas por el miedo.
Si como admite José Luis Etcheverry, traductor de las obras de Freud al castellano, que la palabra Trieb podría traducirse más por querencia que por pulsión, cabe una pregunta: ¿cómo ocurre que sensibilidades de una civilización se aquerencien a la muerte, a la mortificación, a la crueldad?
Ensañamientos no provocan sufrimientos porque actúan sin empatía, disfrutan percibiendo el daño que hacen.
No conviene pensar en tendencias del ser, ni en impulsos polarizados que imitan a una supuesta naturaleza humanizada.
La insistencia de esa terriblez que goza destruyendo, interroga el porvenir de lo común.
La civilización del capital hace alianzas con la crueldad. La posibilidad de dominar, poseer, manipular, explotar, destruir, otras vidas reducidas a meros objetos, seduce avideces que, así, participan de la ilusión de sentirse poderosas y seguras.
Como escribe Juan L. Ortiz: “¡Qué torpe las palabras para las presencias misteriosas y ardidas!”.
La filosofía a veces hace poesía. La poesía es arte. Y «el arte es lo que resiste: resiste a la muerte, resiste a la servidumbre, resiste a la infamia, resiste a la vergüenza.