Ana no duerme, en Constitución // Facundo Cifelli

Ana volvió a su casa siguiendo las gotas de sangre que le guiaban el camino. Pensaba, mientras las veía, en las formas que podía tener la herida: Profunda y corta. Larga sobre el abdomen; intermitente, superficial… pero sobre una arteria; aguda en las muñecas suicidas. O certera, mortal en el degüello. 

Ana pensaba mientras volvía a su casa por la calle pavón, ya sin las luces de la avenida que la protegían a medias, en la víctima del ataque. Un joven en un intento de robo, una mujer en una pelea con su pareja, un señor en un ajuste de cuentas. Las posibilidades eran muchas. Entregada a la velocidad de sus piernas iba entre las sombras de la calle. Se imaginaba también el arma del atacante. Un tramontina, o un vidrio de botella reventado, un destornillador o un punzón. Sin duda, por la forma de la sangre, había sido un arma blanca.

Constitución era un barrio un tanto paradójico. De los más transitados. Miles de personas llegaban todos los días para darle continuidad a la monotonía laboral de sus vidas en la capital federal del país. De la autopista hacia el norte se podía pasear sin tanta preocupación. Las facultades que perimetraban la zona estaban siempre llenas y hacían que las calles sean transitadas tanto por el transporte público como por autos particulares que iban y venían en busca de estudiantes. Había bares progres para desahogar las horas de clase o para reunirse con los profesores. Los cafés siempre estaban llenos de alumnos nerviosos que tenían que rendir, o hacer el papel de militantes preocupaos por la realidad social del país.
Una realidad que mutaba de forma de la autopista hacia abajo. Solo bastaba cruzar la avenida San Juan y pasar por debajo del cemento gigante para notar la diferencia. Colchones en los ranchos armados con nylon, paredes quemadas, trabajadoras sexuales que se jugaban la vida por una oportunidad, buscas, niñes abandonados a la suerte de una pipa, negocios locales que tenían su propia lógica económica de intercambio y claro, sus propios horarios. Una comisaría en la que nadie creía, migrantes de Centroamérica que no terminaban de entender porque se habían ido de su país. O por qué habían ido a parar a un hotel de ese olvidado lugar.
El barrio de Constitución era también de los más marginados. Las casas viejas que años atrás supieron ser de la oligarquía argentina, estaban destruidas. O convertidas en albergues para la trata y la prostitución. Común era verlas tapiadas. Cómo ver adolescentes y madres esqueléticas sobre los umbrales de las puertas o sentadas sobre el cordón de la vereda, jalando el veneno de una pipa u ofreciendo, con ojos desesperados, una chupada por un poco de crack.
Durante el día en esa zona del barrio había algunas iglesias, algunos comedores que parados en las necesidades humanas más básicas tejían una red invisible en el territorio recuperando un poco de su luz; y apelando a lo que llamaban solidaridad o compañerismo, trataban de forjar sentidos de comunidad. Daban comida caliente y atendían la salud de las personas que vivían ahí. Pero esto duraba hasta las 17 o 18 hs más o menos. Luego todo comenzaba a cambiar. La gente desaparecía, volvían a sus barrios o se encerraban tras el nylon precario que los protegía de la vida en alguna esquina. Los comedores ya nada tenían que hacer ahí, porque en definitiva el territorio lo dominaba la droga. Las iglesias volvían a su habitual programación.

Ana trataba siempre de no volver muy tarde a casa, pero a veces le era inevitable. Si tenía un buen día vendía casi todos los pares de medias y repasadores con los que salía temprano, pero eso le llevaba unas cuantas largas horas. La gente le daba bola porque era una niña y encima tenía cara de buena niña. Dulce, tenía voz limpia y procuraba siempre llevar el pelo atado y la cara enjuagada. La mayoría se detenía y escuchaba su ofrecimiento para pasar el compromiso haciendo valer una estéril educación que arrastraban por su familia. Vaya forma de horror, al final casi nadie le compraba. Por eso se demoraba algunas horas más para volver a su casa. No le gustaba volver con las manos vacías, sabía que eso era peor que ampollarse los pies caminando cuadras y cuadras en busca de una venta.

Sea la hora que fuese, para ella era mejor cuando encontraba sangre de regreso a su casa. No siempre tenía esa posibilidad, pero cuando esto sucedía significaba la suerte de irse en su mente. De pensar y resolver un crimen que a nadie en ese barrio le interesaría y que sin dudas, la policía no iba a investigar.
También significaba la suerte de no pensar en lo que le esperaría una vez concretado su retorno al hogar. Una madre dejada de lado por el consumo de sustancias. Tirada, delgada, balbuceante. Un padre violento. Ex comisario de la delegación policial que está debajo de la autopista, en la calle San José. Dueño de 4 hoteles del barrio que se utilizaban para vender chicas -como su hija- y sustancias (constitución es ese lugar donde los narcos no existen porque existe la policía para hacer su trabajo).
El hotel donde vivía Ana era uno de ellos. Casi abandonado, servía (además de todo) para jugar con la necesidad de la gente hacinándolas por un precio absurdo en habitaciones de 2×2 mts, sabiendo que no podrían pasar la noche en otro lado… pues nadie iba a aceptar sin demasiadas preguntas, a una madre sola con tres chicos, o a un tipo de misteriosa moral sin documentación para identificarse. Era eso, o la calle. 

Entonces el viejo de Ana, dueño del hotel sin figurar en los papeles, era uno de los peces gordos… como dirían algunos. Un poronga, como dirían otros. Cuando ella llegaba, y después de dejar su mochila con la mercadería que le sobró sobre la mesa, el papá la recibía con una cachetada en la mejilla izquierda y un beso en la comisura derecha de su boca. “No hay mal que por bien no venga”, le decía en voz baja. Luego Ana le entregaba el 90% de la plata que había ganado vendiendo medias por el once y se iba a ver a clara, su hermanita de ochos meses, que se encontraba siempre en la habitación de abajo al cuidado de Nancy, la encargada del hotel y supuesta dueña legal del mismo (siempre en complicidad con el excomisario). 

Era jueves. Eran las 19.30 hs de un invierno veraniego. Ana no podía dejar de ver la sangre en el camino. Las gotas eran rojas, bien rojas y estaban frescas, bien frescas. Como si recien hubiera ocurrido el acto. Ya estaba por llegar a su casa y a esa altura estaba casi segura de que la herida había sido mortal. Probablemente en el cuello. Pero no había forenses, ni policías, ni ambulancias, ni gente observando el crimen en ninguna de las calles que caminaba. Para colmo, a dos cuadras de su casa, la sangre en el piso se desvanecía.
Estaba como… ida, sin poder descubrir qué había sucedido. Se agachaba, olfateaba, daba dos pasos adelante, uno hacia atrás, volvía a observar el lugar justo donde la sangre terminaba. Miraba de frente y de reojo, tocaba el piso. Nada. Hace ya algunas cuadras había decidido revisar el contenedor de basura de cada calle que pisaba (aunque la sangre no la llevaba directamente a ellos). Necesitaba encontrar algo más, intuía que si había un arma tenía que estar descartada ahí dentro. O tal vez algún trapo que utilizó el asesino para limpiarse, pensaba. Necesitaba otro indicio del crimen… pero nada. Abría y cerraba con estruenda decepción cada tacho sin entender cómo resolver el asunto. 

Llegó entonces a la esquina del hotel: Sáenz Peña y Pavón. Pero antes de doblar por la calle compuesta y dirigirse hacia la puerta la cual vivía, cruzó a ver el último tacho de basura que le quedaba en el camino.
Se acercó a 30 cms del contenedor, lo observó de frente y de costado, de arriba hacia abajo. Le dio una vuelta entera. Volvió a pararse frente a él con los ojos y las manos sobre la tapa, lista para abrirla. Ya eran las 8 de la noche. Suspiró sabiendo que allí estaba su última opción, no había más pistas. No había más posibilidades. Abrió bien sus ojos negros y tiró la tapa para arriba dejando al descubierto el interior del tacho. En el mismo movimiento metió medio cuerpo adentro para mirar y oler lo que había.
Nada.
No había más que mugre en el contenedor frente a su casa. Por la bronca Ana lloró. Cerró la tapa del tacho y luego le dio una patada que nadie escuchó. 

Cruzó la calle, abrió el bolsillo del costado izquierdo de su mochila, busco la llave, abrió la puerta del hotel y subió la escalera de madera dos pisos hacia su habitación.
La madre estaba tirada en una esquina del cuarto balbuceando una bienvenida. O un insulto. El padre fumando le dio una trompada en la mejilla izquierda para que no se le olvide quien mandaba, la agarró del pelo, la besó y le pidió la plata de su jornada porque, le repitió, “no hay mal que por bien no venga”.

Ana lloraba más por el crimen que nadie descubrió que por el golpe al cual ya sabía cómo engañar. ¿Y si era una niña como ella la víctima? O peor aún… ¿alguien como su hermana o su madre? Escuchó al padre nuevamente:

Dame la plata pendeja. 

-Si, espera que me cambio, le respondió ella. 

Se desvistió delante del expolicía. Se puso su vestido favorito de lunares rojos.
Volvió a la mochila para buscar la plata, pero encontró adentro la lapicera con la cual anotaba sus ventas. La agarró, la apretó fuerte y en un segundo la sacó de la mochila y la clavó, en un mismo movimiento, en el cuello del padre. La sacó y la volvió a clavar. La sacó con un poco más de esfuerzo y la volvió a clavar más profundo. Los ojos del hombre se hincharon abiertos. La boca balbuceaba ahora como la de la madre, no por las inconexiones cerebrales causadas por la droga, sino por la muerte. Ahora si había sangre de nuevo. Sangre que salía de la boca y del cuello del padre.

El cuerpo de Mr. Poronga calló al suelo. Allí clavo de nuevo la lapicera al grito susurrado de “No hay mal que por bien no venga”. Infringió la puñalada unas cuatro veces más, creo.
Bajó con toda velocidad al cuarto de Nancy, las escaleras viejas de madera chillaron más que nunca. Abrió la puerta de una vez y agarró a su pequeña hermana. La guardó dentro de su mochila de trabajo para que nadie la vea salir con ella. 

Con el vestido de lunares rojos de sangre; y su mochila de trabajo llena de llanto en sus espaldas, se fue pensando en algo que no recordaría. En la única testigo que quedó de su acto reciente, su madre. Y en algo de la vulnerabilidad.    

Ana no tenía donde ir, pero sabía cómo volver… justo por donde vino. Los hilos de sangre que vio en la vereda minutos antes la guiaron y le dieron seguridad en sus pasos.
Procuró no descartar nada en los tachos de basura de aquellas cuadras y desapareció en lo inmenso de la noche.










 

 

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.