Olores distintos en la ciudad mediatizada, en su rumor general, en los grafittis, en las
redes, en las charlas de café. Una posición subjetiva extendida, por ejemplo, es la que
insiste en que “todo está mal porque todo es una mierda, son todos iguales, viste, yo te
dije, yo sabía: una mierda”. Otra, su contraria, insiste en cosas como “ponele onda, amar
garpa”. Son tonalidades afectivas urbanas -muy capusotteables- que arman una
polaridad. Por un lado, el “fatalismo reconfortante”. Que goza con constatar la
mierdosidad de todo (y el prejuicio siempre encuentra material con que reconfirmarse).
Por otro, el “voluntarismo felizón”. Que insiste en que querer es poder…
El fatalismo reconfortante expresa una crispación de la subjetividad espectadora. Una
queja perenne donde se borra la posible incidencia nuestra en el orden de cosas. Señalo,
simplifico y me quejo. Un narcisismo triste y pobre, cuya reconfirmación de sí mismo -yo
sabía, yo te dije, etc- se apoya en una inconfesada pero evidente impotencia.
El voluntarismo felizón, por su parte, al revés: ostenta la presunción meritocrática de que
para ser feliz alcanza con quererlo bien. Como si el mundo nos afectara de puro porfiados
que somos. Como si lo único que faltara en el mundo para resolver todos los males es un
acuerdo universal de “hacer nacer lo bueno”. Como decía Vonnegut, allí donde tanto se
habla y se habla de amor, habría que reclamar un poco menos de amor y un poco más de
simple decencia.
Otra versión disponible del voluntarismo felizón no parte de la negación de la realidad,
sino que metamorfosea toda desgracia o padecimiento en una oportunidad para
inmunizarse de ella (“si sucede, conviene”).
El fatalismo reconfortante asume la realidad dada como una determinación total. El
voluntarismo felizón niega el poder condicionante de lo real (o relativiza su influencia para
afirmar la autonomía del individuo). Pero como dicen que decía Sartre, no hay que ser ni
tan cobarde como para pensar que somos lo que hacen de nosotros, ni tan ingenuo como
para pensar que somos lo que hacemos de nosotros. Somos lo que hacemos con lo que
hacen de nosotros. Ni determinismo total, ni ausencia de condicionamientos.
Ni el goce en la queja pura, ni la zoncería buenaondista. Ambos niegan lo político: no “la
política”, como esfera oficialmente destinada a la tramitación de los asuntos públicos, sino
lo político como la dimensión de tensión en las relaciones sociales, que nos condiciona,
nos agarra, nos limita, y donde a la vez siempre alguna dosis de fuerza tenemos. Quizás
una opción sea abandonar la oposición entre el “fatalismo reconfortante” y el
“voluntarismo felizón”, para observar en qué medida ambos parten de un mismo
presupuesto básico: la atomización del sujeto respecto de su realidad circundante, ya sea
para regodearse en la impotencia, o para enaltecer una omnipotencia boba).
Ahora, ¿qué fuerzas propagan estas tonalidades afectivas? ¿qué les da eficacia, es decir,
carnadura? ¿Qué estructuras de lo real nos invitan una y otra vez a participar del
fatalismo o del voluntarismo? ¿Qué transacciones subjetivas nos tornan fatalistas o
voluntaristas para recibir la habilitación a ser en este mundo? ¿Es acaso posible amar,
trabajar, socializar o desarrollar cualquier proyecto existencial sin tornar propio algo de
ambas disposiciones?
Una cosa es el nihilismo, dice Greil Marcus, y otra la negatividad o el rechazo. El nihilismo
niega el mundo globalmente, como si no le creyera. Dice que el amor se muere y no dice
más. La negatividad, en cambio, asume la existencia de otras personas: rechaza algo,
rechaza a alguien. El negativismo, dice, abre zonas de libertad; niega para ejercer una
presencia menos determinada; niega para estar.
Un ejemplo de negativista era el escritor Carlos Busqued. Que se la pasaba atacando;
rechazaba la Literatura y hacía literatura. Escribía contra la Literatura; o escribía contra la
Literatura en la arena pública para poder escribir contra los demonios en la intimidad. O
quizá, más que contra la Literatura, contra los Escritores. Para defender una zona de
libertad en la escritura, de exploración, rechazaba las figuras coaguladas de
profesionalización del escritor.
Rechazaba, Busqued, y se reía. Qué mejor crítica que una buena risa. Quizá esa sea
prueba de un negativismo no nihilista, un negativismo vital. El fatalismo reconfortante no
se ríe, no tiene gracia. Busqued era un gran despreciador, y acaso los grandes
despreciadores sean en el fondo quienes más aman el mundo -aman lo que está en
posición minoritaria respecto de los poderes, aman lo frágil, lo vulnerable, lo en gesta, lo
germinal, lo que se transmite por debajo de los códigos dominantes, aman perplejos y
enojados ante la crueldad, la zoncera, la frivolidad.
Y si vamos a insistir en amar, que sea a fondo, ¿no?: “Amar esta mierda garpa”. Amar la
tierra con su bosta, su barro, sus durezas, sus frutos, sus raíces trabadas, sus napas
corrientes, sus cadáveres, sus piedras preciosas, nuestras manos que se ensucian
porque intervienen.
Foto: Ana Gerez
Fuente: Bestias Posibles