¿Alguien sabe aún descansar? El hommo-scroller y la pandemia de ansiedad* // Agustín Valle

Antonio Di Benedetto puso en su genial novela Zama una dedicatoria peculiar: “A las víctimas de la espera”. Una belleza. La novela transcurre en el último cuarto del siglo XVIII en lo que hoy es Paraguay, y comienza con el protagonista, Don Diego de Zama, esperando, en la orilla del río, que llegue por las aguas algún barco, a ver si le trae cartas: noticias de su esposa, o respuestas del Virrey a su pedido de traslado a otra locación. La novela dura, él espera, espera. Avanzada la trama, lamenta profundamente que nadie haya disuelto su esperanza. La espera degeneraba en esperanza. Spinoza la cuenta, a la esperanza, entre las pasiones tristes, es decir, aquellas que indican una disminución de nuestras potencias. Porque la esperanza afirma nuestra presente impotencia y, además, sitúa en causas externas la posibilidad de alguna alegría por venir.

La esperanza era un problema del tiempo de la Historia. La humanidad vivió en la era de la Historia durante siglos; la Historia, una cosmovisión, según Marshall McLuhan, instalada en la subjetividad por una técnica, la lectoescritura, sobre todo desde que la imprenta moderna la masificó. La lectoescritura da forma a una percepción lineal, progresiva, secuencial, tal como la Modernidad naturalizó la idea de Historia. En esa línea, las cosas llegarán. Hay que esperar, tengamos esperanza. Se vivía con imágenes de futuro. Las cosas pasarán. Ahora las cosas están pasando. Tanto que, en realidad, constantemente ya pasaron. Por eso cuando la técnica que da forma a la subjetividad es la de las pantallas conectivas, en una era de simultaneidad, instantaneidad y ubicuidad, hay más víctimas de la ansiedad que de la esperanza.

La ansiedad, pandemia mundial, muestra la necesidad de una producción de futuro inmediata y constante. Es decir, de actualización. Como si el deseo se redujera al requerimiento de que algo advenga, que algo advenga ya; que lo que pase, pase ya. La ansiedad es la reducción del deseo a un tic (o a un clic).1

Ante la plétora infinita de novedades, no es posible encontrar a nadie que esté plenamente actualizado. Es que, en rigor, en la actualidad no hay nadie. Todos estamos atrás –algunes más, otres menos–. La Actualidad se define sin nosotros y tenemos que correr –y no dormir– para conectarnos.

Estuve todo el día haciendo cosas sin parar y, sin embargo, llega la noche y siento que no hice nada.” Un efecto palpable de la mediatización, un saldo psicofísico; testimonio común en tiempos hiperconectivos. Vida mediatizada. Esa sensación, ese saldo sensible al final del día, es propio de una experiencia donde las cosas se viven todas pegoteadas: porque la Actualidad es un continuo y la virtualización de la vida, es decir, su vuelco integral a la Actualidad (que tanto se multiplicó Desde el Corona) arma un régimen de conexiones sin intervalo.

Cuando las actividades –y también, por tanto, nuestras facetas o roles vinculares– se viven amontonadas, en simultáneo o una tras otra sin solución de continuidad, las diferencias que tienen las cosas, en tanto experiencias sensibles, quedan limadas: homogeneizadas por el ritmo patrón, regido por la conectividad. El diferencial de cada cosa se disuelve en la uniformidad de la máquina y su ritmo –A Todo Ritmo–. Siempre solicitudes excesivas respecto de la posibilidad orgánica; siempre detrás de la interminable lista de deberes: en deuda siempre. Un rato desconectadxs, algo nos perdemos, algo podríamos hacer o responder. Vivimos pagando para dormir debiendo.

El trabajo –o, mejor dicho, los trabajos–, lxs vecinxs del consorcio, el que me quiere vender el filtro de agua, la secretaria de la doctora, las amistades y relaciones amorosas, todo junto, amontonado y sin silencios. Una vida sin entres. Porque la conectividad tiende a un régimen de acoplamientos funcionales sin pérdida. Abundan las encuestas que muestran cuánto las empresas –y muchxs trabajadorxs– esperan seguir implementando el teletrabajo cada vez más, con o sin pandemia de covid. Pero quienes aún se trasladen por la ciudad –o entre ciudades– tienen la pantalla celular para llenar ese entre.

¿Cuánta conexión hay al momento de despertar, o justo antes de dormir? ¿Cuánta conexión en el baño? ¿Cuánto se filtra la conectividad como líquido que llena todo entre, o incluso se cuela si en principio no lo hay?

La economía de la atención no es tanto un modo de producción como una guerra, cuyo botín son los cuerpos vivos, y así los dispone: constantemente enganchados (disponibles), sin instancias de silencio, de vacío, de flotación, de aburrimiento o vagancia (distraídos sí, libres no). En este imperio de la luz sin entres se atrofia el ensueño –el ensueño tan bellamente teorizado por León Rozitchner en su Materialismo ensoñado como potencia subjetiva que logra entrever las dimensiones de lo real no dispuestas ya en acto–. Percibir lo que existe sin ser obvio.

¿Qué forma le queda al bicho sapiens celular que (se des)vive en la Actualidad? Una forma cabizbaja. Con la mirada clavada en la mano; nuestra mano, que ya no ofrece la palma para que descifremos allí nuestro destino ni se cierra en un puño para expresar la unión y la fuerza, atávicos gestos perdidos en la ocupación de la mano por el aparato-ventana del nuevo cielo. Bichos humanos mediáticos, bichos escroleros.

Todo el día haciendo y al final no sentir ninguna cosa realizada”, sí. Pero también a la inversa: “Hoy estuve todo el día sin hacer nada y, sin embargo, llega la noche y estoy agotada como si hubiera hecho cosas sin parar”. Ambos testimonios (muchas cosas sintiendo nada, mucha nada sintiendo lleno) son espejos que muestran costados opuestos de lo mismo: la dominación sensible del patrón temporal conectivo por sobre la experiencia de la singularidad de las cosas, incluido el reposo (o el “esparcimiento”, que también resulta acaparado por ofertas de pantallas conectivas).

Esta totalización conectiva no se basta con instalar en el cuerpo el toqueteo y desbloqueo “sin motivo” de la pantalla, ni tampoco con el chequeo (sobre el que volveremos en el próximo capítulo); requiere más, y por eso nació el escroleo. El escroleo es una operación, un gesto, que reproduce la inserción de la Actualidad en el cuerpo, y viceversa.

El capitalismo 24/7 necesita esta suerte de tic masivo que nos mantiene disponibles. El escroleo mantiene activa la cinta del continuo; la refresca cuando amaga con detenerse. Con la vista encuadrada en la pantalla luminosa, y el dedo meta frotarla, incorporamos y reproducimos la matriz perceptiva de nuestro tiempo. El dedo manda al pasado lo ya visto para traer rápidamente lo más nuevo. ¿Acaso después lo que vemos en persona también empezamos a verlo de movida como ya viejo y como esperando rápido algo más actualizado?

El dedo va pasando las imágenes, los mensajes y, si es por el dispositivo, la cinta vertical es sin fin (escroleo y Moebius), nunca llegamos a algún lugar donde estar. Es que el escroleo es el horizonte de nuestra época cabizbaja. O acaso sirva para que nuestra época no tenga horizonte, para seguir especulando infinitamente la Actualidad.

Sin fin, pero no eterno, es el patrón conectivo. Lo eterno daría serenidad en vez de esta proliferante ansiedad. Se ve entonces que la ansiedad, lejos de un problema personal, puede entenderse como la incorporación fisiológica del diseño de los dispositivos. La ansiedad como reflejo psíquico automatizado; automatizado en el sentido de que ya no requiere la presencia constante del artefacto como estímulo que la genere. La ansiedad: una necesidad de producción de futuro inmediato ya –un futuro, pues, desfuturizado, sometido a rendir en la Actualidad–.

En estas condiciones, ¿alguien acaso todavía sabe descansar? Cómo se hace para descansar, en qué consiste descansar. Tal vez el descanso ya no exista o no sea visible. En parte, justamente, por cuánto se hace visible el presunto descanso, cuánto se muestran imágenes de estar descansando con plenitud, y en el acto de semiotización se filtra una necesidad determinando al sujeto. Posteo para dar prueba de que estoy de vacaciones, pero ¿dónde estoy, entonces?, ¿en el río o en la nube? Acaso replicando una disposición que se parece más a la normalidad conectiva que a una forma de estar distinta, descansante. Poque descansar es menos percibir otras cosas (edificios históricos, cataratas…) que percibir de otro modo (por supuesto, trasladarse a escenarios nuevos puede estimular las variaciones del régimen perceptivo).

Al creciente deterioro en la calidad y cantidad de sueño se sumó la evidencia de una crisis general y aguda de las capacidades recreativas en el más serio sentido de la palabra. Empieza un año y cunde, ya, la gente que no da más, a la que, si le preguntamos “¿Descansaste?”, contesta: “ ¿Te miento o te cuento?”. La soga del deber no deja nunca de sentirse; una soga cada vez más versátil, multiforme, con versiones policíacas, maquinales, friendly, desesperadas, autogestivas, enmascaradas de deseo, etc.

Si todavía hay quienes saben cómo elaborar el descanso, ellxs son lxs verdaderxs ricxs de nuestra sociedad. Ricos de abundancia vital, reservorio sanitario del alma colectiva; sepamos seguir su orientación, aprendamos algo de su arte existencial. Porque, además, para descansar bien no es que no haya que hacer nada: hay que saber cansarse bien. Elaborar un buen descanso podría ser criterio de medida para organizar la vida en general.

Pero, en fin, volviendo, lo cierto es que, como venimos viendo, en los tiempos “libres”, sean del día, de la semana o del año, la abrumadora mayoría seguimos conectades. Aquella vieja imagen del “desenchufar” quedó obsoleta. Somos unidades productivas con una inercia conectiva provista de gran autonomía. Pueden pasar muchos días fuera de la base, o formalmente desconectados, y aun así mantener el tono activo propio del régimen del disponibilismo. Cuerpos sostenidos por un alto patrón inalámbrico.

Parecería que descansar se ha convertido en cortar con el celular.

En tiempos de producción institucional de subjetividad, el descanso se asociaba a dos cosas: el notrabajo y el desplazamiento territorial. Vacaciones laborales y viajar a algún lado. Podía incluso ser sin viajar. Ahora puede haber vacaciones del trabajo, irse a la playa, y que el ritmo atencional, el estado de alerta por solicitudes y respuestas, se mantenga sin ninguna modificación sustancial. Si viajamos a cosechar pruebas de nuestro feliz descanso, su publicación especular llena el espacio vacante de lo laboral.

Ahora, si descansar es abandonar el celular y ver qué pasa, ¿sería abandonar qué a través de abandonar el objeto? Ningún objeto tiene poder en sí. ¿Cómo, y para qué, dejarlo, si con él buscamos campings, rutas, restoranes, pronósticos meteorológicos, amigxs con lxs que encontrarnos, etc.?

Si algo opera, si de algo es técnica el celular, es de la unificación integral de las diversas relaciones. De la homogeneización gestual, temporal, conductual, atencional de lo que podrían ser relaciones cualitativamente diversas. El problema es que, en esa integración, la eventual gestión de un territorio autónomo (físico, virtual, esporádico o como fuere) resulta inseparable de la atadura a la Actualidad. Parece imposible olvidar el ritmo temporal de la Actualidad.

¿Qué es descansar –o qué era–? Jamás fue “no hacer nada”; no existe no hacer nada, en rigor. El descanso siempre estuvo cerca de la recreación y, por tanto, de lo lúdico, del juego. Porque requiere la instauración de un ambiente. Es por eso que siempre se lo asoció con el viaje (bueno, “siempre…”): porque el viaje propende a la reambientación, experimentar la elaboración de un (nuevo) ambiente, de un territorio. Viaje, descanso, campo de juego.

Acaso descansar consista en experimentar, ejercer esa facultad planteada por Paolo Virno: instaurar y elaborar ambientes diversos. Una divergencia ambiental, creación ambiental, diversión ambiental. Ambientes como esferas donde se está de otro modo, es decir, con otra técnica. Otras reglas (si somos Homo ludens, como dice Johan Huizinga, animales cuya singularidad es armar juego).

El capitalismo 24/7 nos ofrece el infinito en la pantalla y, en ese mismo dispositivo, desmiente todo ambiente nuevo. Todo ensayo de una técnica de otra cualidad. Así, en la quemazón general, en la inercia conectiva –tal vez el más eficiente patrón que jamás haya habido–, podemos ver un franco atentado contra la facultad, natural, distintiva de nuestra especie, de experimentar el armado de ambientes existenciales, la potencia de inventar modos de estar y hacer; la verdadera recreación, que sería un potencial riesgo para el realismo del capital.

1 Sintetizar la infinita multiformidad de la experiencia en un movimiento homogéneo, el click,parece ser uno de los destinos de la cultura digital. Ahora el click e reduce “en manos” del touch. Es como un click ás sutil, un tic. “Tic” y pasa algo. “Yo solo trabajo acá”, dice el tipo que aprieta el botón para tirar la bomba atómica, según Burroughs. Por cierto, acaso el gatillo del arma de fuego sea el primer click e la historia. Y es una tecnología digital (con un dígito, clic) de acción a distancian n tiempo real. El arma de fuego hace click algo en els instante sucede allá. Las catapultas tiraban rocas, los arcos, flechas, que hacían un recorrido que podría ser dibujado, una parábola, ue incluso podría ser narrada. Las balas, o perdigones, no hacen una experiencia. Su viaje no es narrable en absoluto, ni dibujable, ni poetizable. Las armas de fuego desexisten el espacio: primer artefacto de acción a distancia en tiempo real. Facilitar la tarea de matar, la tarea afectiva de matar, está en el origen de las tecnologías digitales.

*Fragmento de «Jamás tan cerca, la humanidad que armamos con las pantallas»

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.