I
Llegó diciembre y, como cada año, las editoriales eligen su mejor libro para ofrecer al mercado. La sorpresa de este verano la da Mardulce, poniendo en la cancha al filósofo macrista Alejandro Rozitchner con “La evolución de la Argentina”. La dedicatoria del libro a Andrés Fogwill pareciera, desde el comienzo, anunciar una especie de elogio a la desgracia de los apellidos lúcidos del siglo veinte argentino. Como si en la descendencia de los escritores pudiera verse algo de la mentada evolución. Dura realidad la que nos toca. Con la vitalidad de un Nietzsche interpretado al calor de la oferta y la demanda, Alejandro Rozitchner nos describe en su libro el camino hacia el desarrollo personal y social. Un camino de entusiasmo, vitalidad y, claro está, trabajo en equipo.
Escribí hace unos meses un artículo[1]criticando la lectura sobradora y autocomplaciente que el ex secretario del pensamiento Ricardo Forster hacía de su colega y –a su manera– sucesor Alejandro Rozitchner. Quise entonces sugerir lo que ahora me propongo ampliar: la necesidad de tomar en serio su discurso. A diferencia de la gran mayoría de los partícipes del mercado de exégetas y resumidores de libros al que llamamos academia (dentro del que, aclaro, me incluyo) Alejandro Rozitchner ha desarrollado una filosofía con voz propia. Una filosofía cínica, perversa, negadora, superficial, mentirosa, sí, pero con la eficacia política que Carta Abierta soñó y nunca tuvo. De allí el peligro de que nuestros cómodos consensos de izquierda nos hagan, una vez más, subestimar el arraigo de un pensamiento que debe ser escuchado.
No me interesa escribir sobre la caracterización alejandrina de la democracia, del enfrentamiento político o del sistema legal. Son refutaciones demasiado fáciles de hacer y, por lo tanto, inconducentes. Bastaría con unas pocas frases de Marx, Freud o de algún francés para impugnar cualquier definición o sentencia del consejero Alejandro. Pero, ¿para qué? ¿Para mostrarnos a nosotros lo fácil que es refutar con supuesta lucidez al filósofo de Macri, mientras su discurso circula con mayor alcance y eficacia que el propio? Es la trampa de siempre: la autocomplacencia del grupo de amigos que se sabe triunfador desde el vamos en una discusión imaginaria en la que uno es juez y parte.
La relevancia del discurso de Alejandro Rozitchner está en la forma en la que logra hacer entrar en la coyuntura política un pensamiento que condensa la subjetividad que desde hace años viene operando en la sociedad argentina. Un discurso que se hace mundo en la sensibilidad neoliberal que nuestro día a día encarna. Hay una perfecta coherencia entre su filosofía y la exhibición y autovalorización mercantil en la que se nos va la vida. De allí su eficacia. El discurso de Alejandro Rozitchner explicita en sus palabras la fuerza libre y creadora del mercado. Hay en su pensamiento un tipo de positividad empresarial que se articula perfectamente con la conciliación y armonía social a la que hoy neoliberales y católicos aspiran.
Escribir sobre Alejandro Rozitchner es también escribir sobre una forma de hacer filosofía. Sobre una filosofía superficial pero eficaz: un pensamiento que, con su filo, corta y pincha en lo real. El consejero Alejandro no se mueve en la gran tradición de los conceptos sino en un terreno ligado a la producción de modos de ser, a la producción de formas de vida. De allí la importancia de su escucha.
II
El principal rasgo que caracteriza al pensamiento de Alejandro Rozitchner es el de una antimoralidad radical. Su filosofía, basándose en la de Nietzsche, se dirige contra las morales que él llama reactivas. Ya sean religiosas, de izquierda o derecha, son, dice, ideales que no nacen de las propias vivencias y que, por lo tanto, ensucian al mundo al compararlo con una realidad inexistente. Porque este mundo en el que existimos nunca está fallado: es como es. Y en él debemos aprender a vivir y a hacer. Frente a la moral Alejandro Rozitchner contrapone la sensualidad y el amor por la vida real. El conocido amor fati. Amar sin prejuicios lo que sucede. No negar, por ejemplo, los “malos sentimientos” ya que ellos también forman parte de lo que irremediablemente somos. Negarlos implicaría negar el pedazo de realidad que encarnamos. Y nada bueno puede surgir de ello.
Por eso es que el consejero Alejandro rescata la vitalidad del todo y de la parte. Se trata de amar lo real, querer al mundo como es, como condición de posibilidad para la creación de lo nuevo. Las morales reactivas dejan al individuo trabado en su deseo, impidiendo cualquier tipo de producción innovadora en lo real. Si la sociedad, nos dice, es un cuerpo común que encarnamos, enfrentarla implicaría necesariamente enfrentarnos a nosotros mismos. Destruirla implicaría destruirnos. ¿Por qué hacer tal cosa? ¿Por qué mantener una relación de neurosis y autodestrucción con nuestra propia vida? La única razón por la que un individuo podría torturarse de tal forma, nos dice, es la existencia de morales ya sean religiosas, de izquierda o las que fueran: un ideal inexistente que nos hace tener una relación de rechazo con la vida que somos.
Frente a la moral reactiva Alejandro Rozitchner sostiene la necesidad de una moral activa. El ejemplo lo da el mundo de la empresa con su flexibilidad y renovación constante de estilos, actitudes y experiencias. Se trata, una vez más, del saber de la gestión: pensamiento transformado en hechos que dan forma al mundo. Es saber canalizar el deseo en la creación e innovación. Para ello es necesario, una vez más, destruir cualquier pretensión de pureza. Se trata de desarrollarse, de volverse activo y liberar las fuerzas vitales. Lo único que entorpece e inhibe la vitalidad de los cuerpos son las falsas ideas: la moral. Se trata de crear un propio sistema de valores, flexible, capaz de favorecer el desarrollo creativo del propio deseo.
Y para ello contamos con un índice vivido: el entusiasmo. Es esta emoción la que permite dejar de enunciar un sentido para encarnarlo en actos. Se trata de reemplazar el soñar utópico por un desear productivo. No ver al mundo en sus obstáculos sino en sus posibilidades. Transformar la propia vida en una aventura personal. El entusiasmo es la positividad por antonomasia: una mentalidad ligada al deseo y a la creatividad. La clave del entusiasmo, nos dice el filósofo macrista, es la plasticidad de los cuerpos que permite incorporar lo nuevo y descartar lo viejo. Es la adaptación puesta al servicio de la eficacia del deseo.
Por eso es que el pasado, la historia, aparece como un obstáculo a vencer, como algo a desechar. La realidad de un país, sus deseos, su identidad, no tiene que ver con su historia. Tiene que ver con el presente. El pasado ocupa, en este sentido, el mismo lugar que la moral. Cada país, cada sociedad, es lo que en el presente encarna. No lo que fue. La única identidad es la presente, lo otro es impostura, falsa realidad que niega la vitalidad actual de los cuerpos. Cuando la historia aparece como algo más importante que el presente, nos dice Alejandro Rozitchner, el deseo se desvanece y con él la innovación y la producción. El ser queda subordinando a lo que ya no es. Es el desarraigo absoluto de uno mismo, la falta de contacto con el propio sentir y con los otros. Sólo queda la melancolía, vida imaginaria en un pasado que nos arranca de la potencia actual de nuestros cuerpos.
III
Es necesario comprender y refutar este discurso. Pero para hacerlo hay que jugar en su mismo terreno. No sirve acá ni la exégesis ni la erudición. Se trata de proponer una vitalidad diferente que desmienta la suya. Y que no sea moral. En eso coincido con el consejero Alejandro: muchos de nuestros discursos carecen de la vitalidad que proclaman. Son ideas muertas, huérfanas del calor real de un pensamiento. ¿Cómo atacar al discurso de Alejandro Rozitchner sin caer en la autocomplacencia? No es fácil. Tal vez el único camino sea ponerse uno mismo en tensión y ver qué de su razonamiento resuena en el propio sentir y pensar cotidiano. De todos modos, insisto: es el suyo un pensamiento a refutar.
¿Por qué? Principalmente por la relación que su discurso establece entre historia y afecto. Como si la propia afectividad no fuera el resultado de un proceso histórico, dinámico y tensionado, en el que las luchas políticas juegan un rol fundamental; como si la sensibilidad neoliberal fuera algo a lo que uno pudiera entregarse sin pagar por ello un altísimo costo; como si esa renuncia a las contradicciones vividas no fuera también una renuncia a lo más propio de uno mismo. Veo dos imágenes muy distintas: la creación como algo que surge a partir de la ruptura con la propia historia; o la creación como algo que se alcanza cuando uno logra expresar en el mundo, a partir del contacto con lo vivido, esa afectividad histórica que uno encarna. La primera es la creación neoliberal, la segunda su contrario. En la diferencia entre ambas está el fondo político y filosófico que me separa y aleja del pensamiento de Alejandro Rozitchner.
No creo que haga falta desarrollar este argumento. Con enunciarlo alcanza. Una imagen vale más que mil palabras, dicen, y es así como voy a cerrar este texto. Con la imagen de una historia: la de Donald Draper, protagonista de la serie Mad Men. La vida de Don muestra que lo negado se metaboliza, sufriente, en alguna parte del cuerpo; que entregarse a esta vida de constante autovalorización mercantil conlleva siempre un altísimo costo. Hay en Mad Men un mayor entendimiento de la sociedad contemporánea que en los miles de artículos que los sociólogos lanzamos como sucios papeles al viento.
Donald Draper, nacido a mediados de los años 20, es el director creativo de una importante empresa de publicidad. Don tiene una mirada viril, seductora, de esas que cautivan en todo momento. Es el mejor en lo suyo: obsesivo y estricto, siempre abierto a la producción de nuevas ideas e imágenes que vender. La publicidad, explica en un capítulo, se basa en la felicidad. ¿Y qué es la felicidad? “El olor de un auto nuevo. Es liberarse del miedo. Es un cartel al costado del camino que te grita que todo lo que estás haciendo está bien”. Ése es Don: el gran entendedor del mercado, el gran seductor.
Su pasado es un misterio que, con el correr de los capítulos, se descubre: él mismo ha sido destructor e inventor de su vida. Su nombre real no es ése, sino Dick Withman. Hijo ilegítimo de una prostituta y abandonado desde chico por su madre, Dick vivió una infancia infeliz y dolorosa. Durante el servicio militar se vio obligado a participar de la guerra de Vietnam donde tomó el nombre de un teniente caído, haciéndose dueño de su historia. Moría así Dick Withman, nacía un nuevo Don Draper, el publicista, el inventor de sí. Dice Alejandro Rozitchner que la capacidad creativa “tiene que ver con la capacidad que tengas de cortar con tu historia y rehacerte”. Esa es la gran virtud de Don: el gran destructor de su historia, el gran creador.
Pero Don no logra nunca deshacerse de su pasado. La historia que él niega lo acecha en sueños, alucinaciones, humores, amores y llantos. En su relación con las mujeres, en aquellos momentos de desnudez total en los que Don o no se abre o se abre locamente, su pasado vuelve con el doloroso impulso de lo contenido.
Con el transcurso de las temporadas la crisis de Don se acentúa. Su éxito es cada vez mayor, al igual que el pasado que lo acecha. No aguanta más. Hay un sentir que grita dentro suyo. Una angustia que lo excede y que no sabe combatir. Entonces, una tarde, en medio de una reunión, Don mira la ventana y se levanta. Se sube al auto y se escapa sin rumbo, perdido, hacia alguna parte. Busca a sus amores pasados, a sus recuerdos felices. Pero no están. En medio de esa fuga, incierta y necesaria, llega a una especie de retiro espiritual. Se entrega entonces, con indiferencia, a una serie de técnicas new age: camina, se mira con otros, se hablan, se escuchan, se tocan. Después de eso, una ronda donde cada uno cuenta sus problemas y dice lo que siente. Don mira, como ajeno, mientras los otros hablan. Uno de los hombres toma la palabra No sabe por qué está allá. Cuenta que trabaja en una oficina, que no es nadie para su familia, se quiebra y llora. Don, conmocionado, se levanta, y, como abrazándose a sí mismo, lo enreda lloroso entre sus brazos.
Después de eso un nuevo día. Nuevas ideas y un nuevo yo. Don medita sobre el pasto, ya liberado. Al sol y con el ruido del mar como fondo, se ilumina: ve a hombres y mujeres de todos los países, de todos los continentes y religiones, cantando juntos, en armonía, unidos por el verdadero deseo que a todos hermana.[2] Don volvió a ser el gran creador. No hay angustia ni pasado que lo aleje de su meta. Está listo para volver al mundo. Al menos por un tiempo.
***
La filosofía de Alejandro Rozitchner es una apología filosófica de la vida neoliberal. Una invitación a dirigir los impulsos y energías hacia una lógica de empresa. Se trata de aceptar el actual modo de vida como el único posible; de resignar lo más propio como condición de posibilidad para el éxito y el reconocimiento. Pero esto siempre se paga caro. A un precio altísimo. Tachar la propia historia, negar lo que uno siente, supone la creación como ocultamiento de uno mismo. Es la invención contra la expresión. “Inventarse o expresar”: ése pareciera ser nuestro dilema.
[1]http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2016/05/los-dos-filosofos-del-rey-pedro-yague_27.html
[2] https://www.youtube.com/watch?v=GxtZpFl3pPM