Entro a un lugar, un poco nerviosa. Con el turno me enviaron un pdf con el permiso de circulación, y entre otras recomendaciones: por favor, al llegar, atienda a las señales. Una señorita me abre la puerta con un envase de alcohol en gel y me hace una seña para que le acerque las manos. Lo hago. Siguiente posta: un trapo de piso embebido en algo. Un paso más, un cartón. Me quedo inmóvil esperando la siguiente orden. Hay líneas verdes marcadoras en el piso. Me indica la última, avanzo, sin pisar la otra línea verde que separa del mostrador. Espere allí que la vendedora le alcanzará el producto: unos lentes recetados. Espero. Pruébeselos, indica. Tengo dos adminículos que me cuelgan en el extremo posterior de los brazos: las manos. Tengo la llave del auto en las manos. La apoyo en el mostrador, y acto seguido la retiro, como si hubiera apoyado una bomba. Agarro las llaves y los anteojos. Me quedo quieta. Lea estas letras. Me inclino hacia el cartón. Con lentes. Ah, claro. Miro al voleo: si si, está bien le digo. Firme aquí. Firmo. Listo. Listo. Parece que no me van a indicar dónde pisar para salir, así que improviso. Entro al auto y me desplomo en el asiento, exhausta.
Esto mismo experimento cada vez que salgo a una compra. Me voy antes de pedir todo lo que iba a buscar. No es miedo. Lo intolerable es la atención al cuerpo, a los gestos.
Ayer hablaba con alguien de eso: la desorientación de los gestos y las conductas. La torpeza relacional. No saber a qué atender cuando estamos frente a otro. Tenemos el cuerpo desarmado. Recordé un artículo del psiquiatra norteamericano Harold Searles: El esfuerzo por volver loco al otro: “Iniciar cualquier clase de interacción interpersonal que tienda a activar varias zonas de la personalidad del otro que se oponen entre sí, tiende a volverlo loco”.
El clásico dilema se complejiza: la bolsa o la vida no es lo único que se puede entregar.
La-mano-que-se-subleva me susurra: entregá lo que quieras, bb, menos la percepción.