Achille Mbembe, Tras los pasos de Fanon // Ignacio Navarro

En los orígenes del capitalismo lo que encontramos es un barco: un barco cargado de esclavos negros. Engranaje central y originario de un proceso de acumulación sin precedentes, a partir del siglo XV, bajo el prisma de la mercancía, África y sus habitantes se convierten en stock, en reserva de mano de obra disponible para el comercio europeo. Nunca dejará de ser paradójico que, más tarde, hacia el siglo XVIII, el apogeo de este sistema esclavista y de trata humana haya coincidido en tiempo y espacio con el esplendor de la Ilustración y sus ideales. Mientras que el discurso de la libertad echaba raíces en el continente europeo, la práctica de la esclavitud se extendía a través del Atlántico. Se decretaban los derechos del hombre y, al mismo tiempo, se consolidaba una campaña de depredación sin antecedentes. Tal vez la “paradoja del liberalismo” –tal como la acuñó Foucault en sus cursos–, esconda en su capricho el rostro delirante de la modernidad, su raíz neurótica, el filoso punto en donde asegurar la libertad implica detonarla. O, como denunciaba Franz Fanon: “Esta Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina por dondequiera que lo encuentra”.
Así, volviendo sobre los perturbadores primeros pasos de la modernidad, el ensayo del filósofo camerunés Achille Mbembe se remonta a los orígenes de la razón negra, a la génesis de ese sistema de prácticas y discursos que permitieron elaborar al negro como sujeto de raza. A partir del siglo XV, con el esquema de trata esclavista en el Atlántico, luego en América, a través del sistema de plantocracias y, después, mediante la colonización de los países usurpados. “La trasnacionalización de la condición negra es, entonces, un momento constitutivo de la modernidad, mientras que el Océano Atlántico es su lugar de incubación”, apunta el autor. Una maquinaria sin precedentes de extracción de plusvalía en donde el negro esclavizado era el engranaje principal de un proceso de acumulación primitiva del capital a escala planetaria. “Las ideas modernas de libertad, igualdad, incluso de democracia son, desde esta perspectiva, históricamente inseparables de la realidad de la esclavitud”. “El capitalismo racial es el equivalente de una vasta necrópolis que descansa en el tráfico de muertos y osamentas humanas”, sentencia el autor.
Expropiación material y empobrecimiento ontológico son las señas de este proceso. Como resultado, el negro, disperso por el mundo, exento de pasado, no se reconoce a sí mismo sino a través de lo que le dijeron que era. Dialoga con la imagen de sí mismo que le dejaron los colonos al marcharse y que lo constituye en una alteridad sin reconocimiento a través de la esclavitud, la colonización y el apartheid.
Mbembe analiza el doble resultado del proceso de racialización. Al convertir al negro en un verdadero hombre-mercancía, como espacio de extracción de energía viviente sin precio ni límite, también constituyó en él un “yacimiento de fantasías” bajo el exotismo, la compasión y la supuesta misión civilizadora. La producción de sujetos de raza conduce al autor a incorporar una comprensión amplificada del excedente: el excedente económico y el excedente de sentido. Porque si por un lado el negro, esclavizado y extraído de su lugar de origen, será el excedente energético necesario para solventar la empresa que asumirá el capitalismo en su fase colonial, también, de manera paralela, se convertirá en el resto excesivo que la razón occidental moderna nunca podrá incorporar a su concepción de mundo. En su lugar florecerán todo tipo de fantasías. Una inmensa arquitectura imaginaria que, disfrazada de exotismo, colocará al negro atrapado entre la pereza y la lujuria, o, en el mejor de los casos, “tomado en adopción por el imperio de la alegría, pero abandonado por la inteligencia”.
El extractivismo colonial funciona así sobre dos planos: como plusvalor económico y como excedente de sentido. Guiado por la fabulación y el mito, el europeo monta una relación imaginaria sobre el subsidio racial mientras intenta dar cuenta de esa otredad de forma objetiva, a través del discurso de la biología política. Por eso la razón negra constituye, ante todo, una actividad primaria de fabulación: “el trabajo cotidiano que consistió en inventar, contar, y hacer circular fórmulas, textos y rituales para lograr el advenimiento del negro como sujeto de raza y exterioridad salvaje; trabajo cotidiano cuyo fin era hacer del negro un sujeto susceptible de descalificación moral y de instrumentalización práctica”.
Siguiendo a Fanon, Mbembe agrega que el racismo colonial también encontraría su respaldo fantasmático en el plano sexual: el ensañamiento sobre el cuerpo de los esclavos confirmaría un miedo primigenio a la “supuesta y alucinante potencia sexual del negro”. Así, el negro es, ante todo, su miembro. Neurosis que en realidad pondría en evidencia “el trastorno incestuoso que anida en toda conciencia racista”. Mbembe advierte que “al proyectar sus fantasías sexuales en el negro, el racista se comporta como si el negro, cuyo imago él mismo construye, existiera realmente”. Y, finalmente, la alienación surte el efecto deseado cuando las apariencias maquinadas por la raza comienzan a desempeñarse por sí mismas en el cuerpo de los condenados, como si ellos fueran los propios autores. De esa manera, el esclavo negro no solo sería una hombre-moneda, hombre-cosa, sino que también encarnaría, en ese atormentado sistema de compensación psíquica, al hombre-falo. Reducido a un pene, seguiría atrapado en una conversación ajena que nada tiene que ver con su humanidad.
El contrapunto de esta voz es la declaración autoafirmativa de una identidad que se resiste a ser nombrada desde lo ajeno: “¿Soy, en realidad, aquel qué dicen que soy?”. La cura apuntaría a poner fin a esa fisura psíquica, aquella provocada por el reflejo colonial que promovió un yo ajeno que se habría convertido en un otro. El ensayo de Mbembe propone analizar el actual “devenir negro del mundo” e interrogar el presente meditando en medio de los restos humeantes de la poscolonia. Como Fanon, que apesadumbrado pero alerta, se desengañaba: “Yo sólo quería ser un hombre entre otros hombres, y resulta que me descubrí siendo un objeto en medio de otros objetos”.

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