a Gabo Clerissi
En algún momento, Horacio González dijo que toda voz es utopía. Inscribiéndonos en esa línea, Pedro Yagüe parece dar con la piedra angular a la hora de configurar un texto: reconocerse, en primer término, en una voz (no ante, no a partir de, no gracias a: en) para, una vez allí, caminar con sobriedad y economía sobre ese terreno laxo, indeterminado que se labra una vez que la utopía que supone la escritura da luz al sinfín de oportunidades con las que se la pueda abordar.
Si el acto de escribir, tan universal como singular, comprende un riesgo concreto (el de exponerse, el de rebelarse en algo nuevo, ese vértigo que sólo se conoce una vez que la escritura es, en efecto, texto, y nos descubre un sentido nuevo -y nos inscribe, por ende, en un tiempo nuevo, en otra manera de habitarnos-), escribir sobre cómo han escrito otros reviste un riesgo, podríamos decir, aun mayor: el de dar con sentidos, con hipótesis, con la detección de ciertas marcas sin impregnar ese procedimiento (o al menos impregnándolo poco, o al menos siendo consciente de esa impregnación, plenamente consciente) de las marcas que uno lleva, de las muecas propias.
Es decir, escribir montado sobre el esfuerzo de no biografiar una biografía; o, en el mejor de los casos, hacer de esta suerte de estampa sobre estampa un artificio, y no quedar a merced suyo, no leer al tiempo que somos leídos por nuestras propias rengueras, sino leer como quien se exorciza. Todo esto para, una vez inmersos en ese movimiento, en ese túnel fraguado a vértigos que es la lectura, finalmente, recoger los jirones que quedan sobre el piso. Esa es la lectura que muchos intentan, en muchos casos sin dar con finales prolíficos, y esa es la lectura que Pedro Yagüe lleva a cabo con eficiencia y por momentos hasta con soltura en Engendros II. Este libro es, sin dudas, una buena noticia para este oficio: reafirma que es posible renovar ciertos sentidos sin caer en atavismos acartonados ni golpes bajos.
Por “engendro”, el diccionario habla de un ser vivo con aspecto físico anormal y deforme. Siempre que entendamos por lectura al acto de desdoblarnos, de desmarcarnos de nosotros mismos en busca de nuevos sentidos, sello de identidades que no se quieren identitarias, previsibles, bobas, dóciles, ¿qué otra cosa que la lectura, hoy día, en una realidad tan atrofiada por el atropello tecnológico, como la cara de un engendro, de un engendro vital?
Previo a esto, a todo esto, Yagüe ha renunciado a muchas cosas. Lo sé menos por nuestra amistad que por el texto que aquí referimos. En un movimiento bien deleuziano, Yagüe renunció, ya hace rato, a lo que Valeriano llama régimen de opinión. A la farsa. A la necesidad innecesaria. A lo que no urge. Para robustecer ese movimiento es que Yagüe, en efecto, lee y escribe: para, como menciona precisamente en su capítulo sobre la obra de Valeriano, mentir frente a la mentira y así encontrar una verdad.
Qué decir, entonces, de la escritura sobre la escritura de la escritura, y más aún cuando el primero de esos eslabones lleva atravesada una amistad. Comentar, criticar el libro de un amigo -como me sucede en este caso, y siempre que por amistad entendamos un código, un gesto de complicidad con el poco oxígeno que nos dispensa el mundo, un ancla que se revolea por sobre la medianera y que, esta vez sí, traba con algo-, pensando en estos términos, se podría configurar como uno de los actos más apremiantes con los que nos podemos enfrentar. Se trata ahora de una inscripción doble: a la del pacto con la lectura y a la del pacto con un código. De esta manera, el comentario guarda cierta relación con Spinoza cuando éste dice que si un cuerpo ha sido afectado a la vez por dos cuerpos externos, en cuanto imagine después uno de los dos, al punto recordará también al otro: esto es, considerará a ambos como presentes. La amistad y la lectura, de esta manera, entran en un tráfico atareado pero que, de todos modos, siempre que avance con honestidad, encontrará buenos puertos, o al menos dará con efectos que susciten otro camino, otro devenir. Citando al autor cuando caracteriza al pensamiento de González, la cosa se trata, en fin, de dar con un proyecto que no adhiera al presente, que parta de la actualidad pero para abrir un espacio por el que introducir lo que, por la exigencia de los tiempos, se calla.