No hay paz, no existe. Al menos cuando se la pretende. Es imposible la paz. Una jactancia, prácticamente, de esta premisa, por qué no. La paz llega a quien no la desea y, cuando la descubre, poom, voló. Solo queda el polvo. Cierto polvo. Polvo será, mas polvo olvidado.
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Dice Barthes que el pretérito perfecto apunta a mantener una jerarquía en el imperio de los hechos. Por eso Maradona. El presente puro, potente devenir, devenir idiota, que embiste: un coso, un cuerpo, un tiempo. Un arte: imposible en su versión social porque su tiempo es otro.
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Lo que inquieta nunca se va: una manera que tiene el mundo de dar cuenta de su obstinado y ridículo alcance. Un síntoma, una forma. No hay paz: no la buscada. Hace falta desertar. Y no solo eso. Es como refiere Ortega y Gasset: para expresar la vida, hay que tener el valor no solo de renunciar, sino de callar esa renuncia.
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Tres policías saludan a Messi, a la salida de un partido. Sonríen, ávidos de vida. La vida son quince minutos. La policía es una irregularidad. Como un gol. Al progresismo porteño le gusta la buena relación de las policías centroamericanas con el pueblo pero.
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Un fragmento de un poema de Fogwill. Rondan Abuelas.
fuego ulterior
cifrado en la memoria
citado entre las redes de la mujer: papeles
fuego de la mujer de la memoria
fuego de la memoria de su pacto mortal con la maternidad
fuego del apagarse en el hastío
fuego de las pasiones ínfimas y la carne agobiada
fuego en deseo de amor perdiéndose en su aire oscuro y en el
aire quieto de los hogares
cuerpos eternamente hundiéndose por la visión del fuego
concertado y social
carne insistente y viva, enamorada de su reflejo
carne virtual en síntesis y en sintonía pulsante, en aceleración y
en la pujanza insomne que cree, refleja, demorar su paso
hacia la nada del mundo.
Las Abuelas y Fogwill como la lectura de un hielo que rueda sobre el lomo de la historia, se pegotea y lo quema, una historia que no es más que la de nuestros cuerpos y sus arrebatos y sus roces y sus distancias y la toma de esas distancias.
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Una mujer de unos cincuenta, sesenta años, ama de casa, frecuentaba con asiduidad las conferencias de Deleuze. No sabía de qué iba lo que aquel franchute conjuraba pero “estas clases me ayudan a vivir”. En la comprensión hay un efecto, quizá el único, que se pierde. En la errancia hay un efecto, quizá el único, que sobrevive.
No se deberían corregir los textos. Y no por una cuestión ética, mucho menos moral: por estética. La estética precede al artefacto. La estética es el pulso de vida. Un latido. Ir contra eso es abortar el mundo.
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El cineasta experimental estadounidense Jonas Mekas filmó maravillas como En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza. Mekas, también, en algún momento, estuvo obsesionado con la danza. En uno de sus cuadernos dejó cerca de cincuenta anotaciones acerca de esta práctica. Una de ellas es la siguiente: “Hay cineastas que han filmado escenas de danza y que han querido hacerlo de un modo puro. Es decir, cine puro. La danza, generalmente, se hizo añicos. Muchos films que podrían haber sido documentos útiles e irremplazables para cualquier estudiante sobre la danza en el cine se han echado a perder por culpa de directores pretenciosos, que no fueron lo suficientemente humildes como para filmar lo que veían modestamente. Dejen que la cámara sea una herramienta amorosa, que el cine sea un hermano o hermana que retrata con amor a ese arte más longevo, la danza”.
No se puede torear al movimiento, ni exprimir, mucho menos corregirlo: lo que está y pretendamos usar ya nos habrá fulminado.
A Riquelme lo apodaron El Torero. Cuenta un ex jugador del Betis de España que, para el partido con el Villarreal, solo tenía una tarea designada: neutralizar a Román; sobre todo su giro de izquierda al centro, ese único vértigo lento y aún así indetenible. “No pude hacerlo porque él parecía siempre estar mirando otra cosa, nunca pude entender su juego”. Ya lo sabemos: la distorsión es un movimiento que no implica un móvil.