Este estudio hubiera podido llamarse: «Deleuze, filosofía épica». Siempre hay en Deleuze un combate en curso.
(David Lapoujade, en Deleuze. Los Movimientos Aberrantes)
Hubo que hacer un boquete en los muros de las herencias. En el teatro donde una comunidad provisoria se discute así misma; en la danza donde las corporalidades se re-hacen; en la acción política donde se re-distribuyen las potencias; en la producción filosófica donde se relanzan las experimentaciones. Era necesario encontrar un elemento transversal transformador o vaso comunicante entre un campo y otro de la producción de saberes y prácticas. Un intercesor que haga pasar grados de intensidades, que redoble la apuesta de un campo desde otro campo. La actuación como fuerza performativa del diagrama social fue ese intercesor cualitativo de una aberrancia aplicada.
Primero hubo que desligar la actuación de la tradición de las técnicas y géneros teatrales para montarla en la serie de los modos de producción de existencia y lazo social. Desprogramar las estructuras de obediencia en la formación de actores, actrices y bailarinxs. Valorizar la actuación no tanto por lo que representa o significa si no por el índice de su capacidad de afectar el presente. Para ese valor de uso hubo que preguntarse: ¿a qué fuerzas sociales se pliega la actuación? ¿qué intensidades disputa y conecta? ¿qué intuiciones presiente y constela? ¿qué voces trafica e invoca? ¿qué actos y gestos propulsa?
Había que enfrentar los atenuamientos y enfriamientos de la valorización de la actuación como empresa de sí. Recalentar la tierra de lo performativo que te despersonaliza y te desdobla. Tensionar hasta su punto máximo el dinamismo de las instituciones; de los cuerpos profesionalizados y los cuerpos derrotados; de la heterosexualización universal de las fabulaciones del espectáculo y sus corporalidades; del horizonte progresista de la enunciación; de los condicionamientos alienados de la producción escénica. Fue una política del agite y el desborde. Llevarse puesto los bordes de los cercos que se habían montado durante décadas. Encabalgarse en esos límites y desplegarlos hasta juntarlos con otra cosa, plegarlos a los límites de otros cercos, encontrar el punto de juntura de lo dispar para desacoplar la homogeinización de las formas co-alineadas. Mezclarlo todo y ver qué sale. O montar un escándalo y ver por dónde se sale. Había que establecer las bases de nuevas legitimaciones de existencias escénicas. Fundar arbitrariamente un derecho a lo cualquiera. Derecho a las aberrancias que nos descomponen y, al mismo tiempo, nos reavivan. Legitimizar una plus-actuación de los modos de existencia.
Fue necesario un retorno a Vsevold Meyerhold para fisurar la normalización de la actuación del siglo XXI. Arruinar sus transcendencias y fundamentos realistas, costumbristas y familiaristas. Acabar con la política de la familia. En los teatros y en la macropolítica. Desertar de la metodología del confort reproducidas por todas las escuelas como forma estorsiva de actuar. El retorno a Meyerhold hizo posible remontar la historia para actualizar las fuerzas productivas de la escena como transformación del presente colectivo de los públicos; agujerear la mismidad narcisista del teatro y ponerlo en relación con algo más que teatro; activar la potencia crítica de la materialidad infinita de cualquiera de los elementos de la puesta en escena; usar la música como desorganización del discurso racionalizado por el cálculo semiológico; valorizar el ruido como producción de ritmo social.
Nos fuimos del teatro. Abandonamos su territorio: sus arquitecturas de cueva platónica, su prensa, su sistema de valor, sus conceptos, su economía, sus narrativas, su lógica de producción de sentido. Nos exiliamos de la subcultura del teatro porteño y su narcisismo. Hubo que salir del teatro y ver sus posibilidades de franqueamiento, abrir otros bloques espacio-temporales, plantarse con otras condiciones, aliarse con otras poblaciones para disputar los límites del mapa del territorio teatral y desplegar otras potencias. Hicimos mitines y nos amotinamos en el barrio de Congreso, en los teatros públicos, en la feria del libro, en el Banco Central de la Nación. Fuimos la Jabonería de la Biblioteca Nacional, el Congreso Transversal Escena Política y su Comité Cósmico de Crisis, la Colectiva Lohana Berkins, Las Insumisas de las Finanzas, la Casa de Bajos Estudios, la Escuela de Técnicas Colectivas, el Taller de Actuación y Creación Escénica, la Anarquía Coronada y su Lobo Suelto, el Campo de Prácticas Escénicas, la Organización Grupal de Investigaciones Escénicas, la Comparsa Drag, Las princesas del Asfalto. Nos proponíamos un nuevo stop making sense de la producción escénica para desandar los consensos neoliberales del sentido contemporáneo. Como lxs Talking Heads, en guerra con el modo de ser del rendimiento, dejemos de ser sensatos, dejemos de crear sentido. Fuimos “arbitrarios para ser cualquier cosa”. Tuvimos que elaborar nuevas reglas de producción de aparición del sujeto escénico, público, performeante, capaz de autonomizarse de las estructuras patriarcales.
Tuvimos que inventar los procedimientos de una física de la voz. La arenga, el grito de agite, la canción de protesta, el punk, el rap pero, también, el suspiro, el orgasmo, el llanto, la rítmica, la risa y el ruido fueron los primeros emergentes de la voz que organizaron el ritmo de un presente común. No se trataba de un mensaje, ni de contenidos a promover, sino de una confabulación de consignas aberrantes para el régimen de normalización cultural, en cada afectación de la esfera pública. Aparecer y afectar sin la lógica costo/beneficio del sentido contemporáneo. Nos implicamos, entonces, en investigaciones experimentales delirantes desde una estrategia de aparición desbordante, insensata, fuera del sentido como actualización de la subjetividad performeante. Lanzamos aprendizajes cortos y rotativos de la actuación escénica como fuerza transformadora de nuestras energías cotidianas. La organización de ese presente colectivo se imaginaba como una fiesta. Un cúmulo de preguntas orientaban nuestras prácticas ¿en qué es político el aparecer del performer? ¿cómo ejerce la condición de autoría el sujeto escénico? ¿cómo se elaboran las reglas de producción de los procesos de subjetivación colectiva en la escena?
La teoría, una vez más, nos salvó la vida. En momentos de saturación de situaciones insoportables puede usarse la teoría como abrelatas del encierro de un mundo; como utensillo de discernimiento de la masa de informaciones y datos duros; como arma de defensa personal y resistencia desidentificatoria; como telescopio del tiempo que te envuelve y de las cosas invisibilizadas en ese mismo tiempo; como fueguito profano que ilumina y erotiza; como contacto de una cercana distancia de los hechos, de la configuración de las ideas y de la trama de los afectos de tu tiempo presente. De esos posicionamientos subjetivos de nuestra práctica escénica y sus correlaciones y composiciones de fuerzas fuimos haciendo consistir las alianzas y las rupturas. Lanzamos un Puesto de Guardia Teórica como emergencia del pensamiento sensible, experimental y militante, en el terreno de la teología política neoliberal que nos enfermaba, como práctica de contrapoder hacia una estética de mangrullo y resistencia inventiva.
Declaramos una politización del deseo de actuación. Cómo la escena con sus prácticas experimenta la capacidad de rehacer los cuerpos. Cómo hacernos un cuerpo de nuevas relaciones y propiopercepciones, desde nuevos procedimientos de imaginaciones dinámicas y materiales. Entrenábamos la implicación a procesos de desprogramación de clichés corporales como fuerza que re-materializa los cuerpos y despliega sus virtuales. Había que volverse no sólo políticxs y públicxs si no cuerpos mutantes. Mutaciones que implicaban un “ya no” a la política del teatro de la representación de la familia cis-hetero-normada. No representar ni una idea, ni un conflicto, ni un diálogo, ni un sentimiento ya descodificados sino amplificar, mediante procedimeintos precisos, los grados de nuestras potencias de actuar. Necesitábamos, entonces, un nuevo aprendizaje que haga un esfuerzo más en el terreno concreto de la actuación. Un modo de entrenar que fuerce la capacidad de actuar impugnando sus costumbrismos, conforts y clichés. A la vez, que intensifique su potencia con las fuerzas y cuerpos del mundo produciendo una invención técnica-artística singular. A este exceso de actuar y fábrica de la potencia, lo supimos llamar actuación deseante, como regla de producción de nuevas narrativas escénicas.
¿Cómo es crear narrativas desde lo que afecta y organiza las relaciones de nuestros cuerpos? Nos preguntábamos para fogonear Insurgencias afectivas en las ciudades. Hay intensidades que experimentamos, que la heterosexualidad universal del capitalismo no puede percibir. Por eso hay insurrecciones en todas partes del planeta. En el diagrama social hay saberes (modos de hablar y de ver) y hay poderes (relaciones de fuerzas), pero, también, algo más: hay afectos. Estos afectos son operadores microscópicos, que no siempre se subordinan a la co-acción de los saberes-poderes normalizantes. Es ahí donde se gestan subjetividades ilegítimas. Sin embargo, esos cuerpos insubordinados tienen mucho para enseñarnos: un conjunto de afectos puede desencadenar insurgencias y confabular nuevos modos de habitar. Es en la dimensión afectiva insubordinada donde está la posibilidad de la insurgencia. Justo ahí donde el poder neoliberal ejerce su capacidad de enrrolamiento mediante automatismos técnicos y saberes-poderes. Lxs artistas trabajamos como “intercesores cualitativos” de esos campos afectivos del presente donde el poder se ejerce. La práctica artística nos sitúa como “precursores oscuros” de lo que nos afecta a todxs.
Tuvimos que reconocernos como “máquinas de guerra” de los devenires políticos de la manada. Desde la actuación escénica era posible resonar con las fuerzas afectivas que atravesaban el diagrama social y repercutir con ellas rehaciendo los cuerpos y sus potencias. La actuación escénica nos allanaba el terreno a una exploración de las fuerzas del mundo que nos afectaban, con un cuerpo que vibra con otrxs y se manifiesta en su potencia de actuar. Lxs artistas escénicos nos asumimos trabajadores afectivos, en n-relaciones con las fuerzas afectivas del mundo. Ni héroes, ni heroínas, sino agitadorxs históricxs de afectos en lucha.
Hubo que seguir extendiendo los límites. Acabar con el texto, con el conflicto y con el diálogo teatral; con la situación y con la estructura dramáticas. Acabar con el director, el actor y la actriz. Acabar con todos los elementos de poder normalizador en el teatro. “¡A la mierda con el ‘cuerpo instrumento’!” “¡Qué no nos instrumentalicen más!” “¡Descolonización interior del actor ya!”. Fueron algunas de las consignas para devenir fuerzas diabólicas… Buscábamos nuestra negritud, nuestro mestizaje, en la actuación; intensificando las zonas subdesarrolladas; amplificando los desvíos, los tercermundos de los procesos que experimentábamos; haciendo crecer la desobediencia que hay en nosotrxs; desbordando el patrón mayoritario; distorsionando la dimensión de lo escénico más allá de las salas neurotizadas. Ante la normalización y sobrecodificación de todos los aspectos de nuestra vida cotidiana nos pusimos a actuar la desconexión y el boicot. Entrábamos en pánico. Ante los síntomas de desposesión subjetiva de la homogeinización de la forma de vida neoliberal hacíamos público los síntomas. Nos propusimos entrenar otras formas de relación con el cuerpo, con la lengua, con la producción escénica, con la sensibilidad… Necesitábamos crear un afuera desde esta cárcel interior de conexiones cibernéticas del Yo. El plan infra-realista era producir insolvencias semióticas; avivar insurgencias afectivas; politizar lo que nos pasa; intensificar nuestros deseos estratégicos; desencadenar actos y gestos no-conformados; investigar nuestras mutaciones sensibles; materializar nuestras contra-coherencias afectivas. Hubo que inventar protocolos de experimentación sensible para gozarlos en escena y en la vida común que estaba abriéndose en cada unx. Cuanto más rompíamos con el “juicio de dios” más ardíamos. La apuesta estaba echada: combatir con el régimen de la representación hasta hacer aparecer el caos de las fuerzas del mundo. Componer con lo heterogéneo, con lo indócil, con lo aberrante, con “las fuerzas diabólicas que llaman a tu puerta”. Experimentar un “atletismo afectivo”. Un retorno a Artaud. En medio de la captura generalizada del neoliberalismo a nuestra fuerza de actuar y gozar, dispusimos todos los órganos para operar como “máquinas de guerra” sensibles y diabólicas.
Si capitalismo, en su fase neoliberal, ya no se expande tanto produciendo meras mercancias sino vidas-mercancias, entonces, la función artista se trans y plus valoriza. Como trabajadores del material inorgánico en orgánico, en tanto afecta los órganos del cuerpo, nuestro saber-hacer, se vuelve plus-trabajo. Es así como hemos asumido la producción no de obras, aunque sigamos creándolas, si no prácticas de sensiblización y subjetivación que asumen el lazo social. Ante la desposesión de la energía para crear, la práctica artística se reapropia de los recursos de producción que inventan usos del cuerpo, de las cosas y del lenguaje. Ya no se trata para nosotrxs tanto de crear un “bosque de signos” sino pragmáticas que re-compongan los deseos sociales. Trabajo artístico es trabajo. Hicimos un ajuste de cuentas de nuestra economía precarizada. Pero, ¿en qué pragmáticas gastamos nuestro tiempo y nuestra energía creadora? No es una pregunta por la ideología del arte, sino por una práctica de la vida en común. La práctica artística puede ejercer una crítica de la verdad total del capitalismo, que vive de sus desterriotorializaciones, mediante el movimiento neoliberal. No sólo desmitificándola, descomponiéndola sino, también, componiendo imágenes, afectos y sentidos que luchan por existir de otras maneras. El arte instituye el derecho de lo que no existe aún, o existe en una existencia de baja intensidad, o es inactual. Se trata de una lucha por la existencia, de una pragmática de la vida, que haga comprensible una nueva constelación de cuerpos-cosas-palabras, y produzca otra valoración de la riqueza de nuestro tiempo y nuestro habitar. Nuestro derecho de existencia artística es una resistencia de invención existencial: el rechazo a adaptarse a lo que hay, saboteando el código de las tecnologías del deseo neoliberal. Lo cual implica un acto de desobediencia cultural.
Esta investigación experimental autónoma motivo la formación de un nuevo campo mental de prácticas escénicas abierto, transversal e instituyente. Las prácticas surgieron de una serie de ejes: procesos de re-materialización de cuerpos desobedientes; condiciones, procedimientos y materiales de narrativas escénicas heterogéneas; operaciones de individuaciones grupales autónomas; creación de materia de posibles, o disputa del campo del deseo; crítica de la violencia patriarcal del realismo capitalista; estrategias de comunidades sensibles insubordinadas; indagación de afecciones y diagramas de poder del presente; tecnificaciones del mundo y estrategias vitales; politización de la potencia de actuación; posiciones éticas en las instituciones de la realidad neoliberal; desplazamientos y articulaciones de la práctica escénica; producción de lo común.
Implicaba considerar la vida como un campo o espacio aéreo e indeterminado que aparece por la fuerza de recorridos, gestos, relaciones de fuerza, puntos de mira, actos, archivos utópicos, temporalidades simultáneas, múltiples singularidades. Campo de fuerzas o campo de acción, da igual, campo de pensamiento y campo de afectos. El campo nunca está definido, no es un fundamento, ni una ontología, ni una determinación trascendental, es la trascendencia empírica de lo “sin fondo”. Es lo que hacemos con nuestras vidas, son nuestros modos de hacer vida, nuestras técnicas y estrategias por darnos una vida. Una potencia de vida. El deseo de una vida. Una vida que se traza, que se recicla, que pulsa y lucha con cada cosa, con cada relación, con cada práctica. Campo de lucha. ¿Cuáles luchas atraviesan tu campo? ¿Con qué luchas te alías y cuáles te son indiferentes? Todo está por dirimirse. ¿Qué realidades conectan tu campo? ¿Es multiplanar o se muere de impotencia cada vez que se desborda una realidad? Pasar de un plano de realidad a otro, conectar planos dispares, luchas diversas, personas distintas. Así se amplía, se transversaliza y se instituye un plano de dicha múltiple. Si el campo está en malas condiciones hay que reveer esas condiciones; si el campo está abnegado de procedimientos inútiles que no te rescatan, habrá que rebelarse a esas reglas e inventar otras. Ninguna trascendencia que no sea empírica, ninguna estructura de obediencia que despotencie lo que puede la vida. No es fácil, no es ligero, tiene sus tiempos y exige espacio y alianzas. Hay vacilaciones y caídas; ansiedades y aceleraciones desgastantes; pánicos y gritos; penurias y rechazos; hay canallas y machitos abonados a la explotación y analfabetos sentimentales que sortear; hay pasiones sufridas por amigxs que es preciso alojar, enlazar y componer con ellxs. Es preciso remontarse todo el tiempo para sobrevolar otros paisajes, para surcarlos, regarlos, y criar allí, otros usos del cuerpo, del espacio y del tiempo de la vida. Lo escénico es esa práctica de invención, es una fabricación forzada, en lucha, por hacer posible el escenario de existencia de una vida insubordinada a los poderes y mandos de turno. En el campo se juegan poderes y contra-poderes, mandos y contra-mandos, deseos y contra-deseos. Para el que no puede o no quiere encajar en un campo, que abra el campo, que lo de vuelta, que haga otro campo con el campo. Otra vida con la vida. Somos artistas, nos hacemos una vida, un campo de existencia vivible.
Este vitalismo se instituye sobre una conjunto de negatividades. Saber que no hablamos, ni nos movemos, ni nos relacionamos, ni producimos imágenes, ni conocemos las cosas del mundo, ni producimos valor, ni sentimos nuestros cuerpos, , ni componemos afectos en los términos del pensamiento cis-hetero-norma, que pretende tutelar nuestra sensibilidad desviada. Desviada, no tienen que ver, necesariamente, con un tipo de sexualidad, género o pose, sino con la posibilidad de los n-sexos, de las infinitas formas de vida de una pendiente hacia la trans-sexualidad. Desviada es la ironía de transformar un insulto del machismo en nombre de batalla de nuestra práctica destotalizante y desbordante de la normalidad capitalista. Desviada es para nosotrxs, también, el nombre de un materialismo artístico que considera la producción escénica como la creación sensual de formas sensibles excluidas, reprimidas y desligadas de la subjetividad dominante. Este materialismo implica una atención a las microscopias que componen los cuerpos o materialidades y el modo en que estas se mueven, propagan y contagian entre sí. Para lo cual fue preciso hacernos de un método provisorio que intensifique la tectónica que nos compone cada vez, en cada alianza, en cada desenvolvimiento de lo que podemos devenir en contacto. Un método del trazado del deseo común insurgente. Un método revolucionario de la composición de los cuerpos.
El capitalismo es el modo en que sus categorías económicas se reproducen mediante la modalización de la cis-hetero-norma de nuestros deseos, garantizada por la organización del dispositivo de la familia. Una revolución molecular o una desviación de la lógica del capital cis-hetero-centrado no es posible sin la irrupción de otras corporeidades antinormativas, anómalas, raras, heterogéneas, inconscientes, ilógicas, irracionales… Fue así como tuvimos que hacer una historia viva de la imaginación política de los activismos sexo-desobedientes, meter la calle en la escena, relanzar la calle con la fiesta para reactivar esa superposición entre revolución social y revolución sexual. El humor marica y un erotismo desmedido con públicos multitudinarios nos permitió deslizarnos entre los límites de goce de los cuerpos existentes y remontarnos a la política como fiesta. Un show formativo y una fiesta pagana con el público que llamamos Pasadas de sexo y revolución. Hubo que entrenar la fiesta. Investigar procedimientos de movimiento: crear capacidades que rehagan nuestros cuerpos; cruzar umbrales de intensidades; concatenar fuerzas que actúan sobre y entre los cuerpos; reinventarnos la trama de la danza colectiva, discutir con la política oficial del goce que nos dice dónde estamos habilitados a bailar y dónde no. La fiesta fue una lucha política. El baile, una forma de disidencia. No queríamos conceder a los políticos del orden que definan cómo gozaban y deseaban nuestros cuerpos. Como decía nuestra traviarca, Lohana Berkins: no queríamos que el Estado legisle sobre nuestros deseos.
Donde había un fuga colectiva, había una política del deseo, donde había deseo autónomo había un nuevo derecho de existencia. Empujamos un devenir drag en las calles, que llamamos Comparsa Drag, retomando las prácticas de maricas y travestis que lo habín hecho en los corsos barriales de la década de 1980. Una práctica artística situada que entrene una mutación sensible de los gestos, de la organización y las formas del cuerpo naturalizado, del género asignado, de la identidad fijada, del nombre paternal, del modo de relacionarse con unx mismx y el contorno de manera anómina y pública. Fuimos performers de la noche disputando una nueva sensibilidad social. Lo drag no tanto como un código de vestimenta sino como el modo sensible de muchas personas de expresarse y autoconstruirse públicamente de manera singular, festiva, crítica y sin miedo. Nuestra alegría, nuestra fiesta no ignoraba todos los peligros que conllevaba. Más bien, los asumía como parte de un proceso de experimentación y transmutación. Nuestra alegría no era la de la estupidez, sino la alegría de crear nuevos espacios-tiempos, nuevas corporalidades, nuevas técnicas estratégicas de movimiento para marchar y vincularnos.
Ante, una sociedad anónima y electrónica tipeando el odio que se performeaba, corroía y alteraba los cuerpos. Pasiones odiantes durante años inconfesables. Pasiones por lo Uno del «juicio de dios» que no soporta lo múltiple del quilombo existencial. El odio democrático avanzaba en bloque y se viralizaba. Se posteaba, se compartartía, se etiqueteba, se linkeaba, se megusteaba, se twitteaba, se whatssapeaba, se loopeaba en la paranoia mediática. Era la lengua del presente en guerra. La guerra por las formas de vida. Los odios de la normalidad neoliberal todos juntos contra los cuerpos divergentes. Era el fracaso civilizatorio heterosexual zarpado, sin filtro. Era la lengua política-macho al palo. Llamados al linchamiento de las corporalidades feminizadas y desviadas de la democracia cis-hetero-normada. Llamados histéricos a derogaciones de leyes alzadas como derecho. El odio como afecto político dirimía el presente. Pastoreaba y aviva las mentes. Era la disputa por una nueva espiritualidad de tutelaje de la vida: ¿quiénes odian y quiénes están en peligro? Un “odio de derecha” de la vida engorrada y un “odio libre” de la vida explotada. Fue así, que construimos nuestro propio ritual espiritista e incorporamos los enunciados del odio para exhorcizarlos, burlarlos, reducirlos e invertirlos en fuerzas diabólicas de una contra-ofensiva sensible de los cuerpos en peligro y que llamamos Diarios del odio.
Mientras tanto, copamos con la energética del silvestrismo de las fuerzas sociales ingobernables los laboratorios de la cultura careta y progresista. Infiltramos en el Teatro Nacional las fuerzas silvestres que atravesaban los cuerpos durante el gobierno de los ricos. Fuerzas que nos sacudían de la normalización y atenuación neoliberales planificadas por el mando financiero. Había que descongelar las pasiones y manifestar los síntomas que la enfermedad capitalista negaba. Entrenar cuerpos atravesados, excedidos de sí, que tramaban redes arácnidas, se organizaban en comunidades mutantes de creación, inventaban prácticas anómalas, desplegaban imágenes materiales inéditas, se reapropiaban de la fuerza expropiada y cantaban su potencia, pulsaban afectos que agitaban y contagiaban a los públicos, los desenganchaban de sus sillas de teatro careta. Fue considerar la escena como un campo de fuerzas lisérgicas que derraman la platea e incitan al saqueo, al goce y a la fiesta plebeya.
Tuvimos que exagerar con ópera. Tomar por las astas la novela imposible de Osvaldo Lamborghini, El Fiord, y hacer de ella un cuadro lisérgico de la política y la sexualidad revolucionarias. Donde lo único que importaba era pasar fronteras, orillas, límites, mediante transgresiones de los géneros, de la política, del sexo, de la lengua, de los gestos y de los vínculos familiares. Hicimos una ópera de la liberación. Ante el disciplinamiento social y la normalización cultural en marcha, saturábamos y torsionábamos la convención sostenida. O mejor, reventábamos todos los clichés sensacionalistas de la tradición operística, en la república de la representación. Fue una ocupación con carteles de las consignas políticas más aberrantes para la oligarquía.
Hubo que extremar el reconocimiento de las potencias de la puesta en escena. El arte de la puesta en escena comprendido como el espacio donde se dirime la percepción de un mundo. La puesta en escena se convirtió en una maquinaria enunciativa ficcional hecha por muchos enunciados y productorxs, que consiste en la configuración indeterminada y polémica de palabras, actos e imágenes. La puesta en escena es un dispositivo de goce que permite el despliegue de la tela sensible de un mundo divergente. Como la política, la puesta en escena, es una “ofensiva sensible” por mundos interceptados en su cualidades diferenciales. Tuvimos que crear una dimensión teórica de la práctica escénica que llamamos “colaboración artística” para interrogar por los lugares y las posibilidades de enunciación de lxs creadorxs escénicxs. Animarnos a compartir nuestras prácticas degeneradas; a fogonear nuestras intuiciones creadoras; a salir del closet creativo; a desprivatizar nuestrxs síntomas de subcultura. Aprender a tramar juntxs afinidades intensivas y criterios comunes. Lo que empujaba a asumir una transversalidad metodológica capaz de asociar fuerzas disidentes en las creaciones escénicas contemporáneas. Preguntándonos: ¿cuál es el personaje de lxs artistas en la normalidad capitalista? ¿cómo han operado, en la historicidad de las prácticas colectivas, las categorías de autoría, artista, obra…? ¿cómo la invención de prácticas desborda la obra de arte? ¿cómo las máquinas artísticas reabren el diagrama social? ¿cómo una estrategia tecno-estética multiplica la vida? ¿qué acciones, qué objetos, qué cuerpos, qué formas de existencia se hacen públicas? ¿qué es una experiencia artística y cómo se comparte? ¿qué se valoriza en un proceso artístico? Y más que nada: ¿Cómo la invención artística interrumpe la vida normalizada y compone formas de vida no-neoliberales?
Quisimos hacernos de saberes extraños para una escena improbable. Ensoñar las materias de una escena desobediente, silvestre, mestiza, itinerante, mutante. Buscábamos lxs amigxs para aprender y nutrirnos en una inteligencia colectiva. Componíamos las alianzas necesarias para desbordar la territorialización del teatro y sus derivados. Pensábamos la escena y su preparación como un modo de individuarnos en grupo. Cada producción fue un ejercicio de libertad del presente con el que lidiamos todxs. Nuestra autonomía artística fue una tentativa de experimentación de autonomía política. Fueron las formaciones extrañas que necesitábamos en ese momento. No sabíamos muy bien hacia dónde íbamos: no éramos humanistas. Más bien queríamos perder la forma humana, transicionar en monumentos insurreccionales, devenir artificios utópicos.
Había que generar un movimiento público en los públicos de nuestras performances. Instituir una nueva política de la espectaduría. La escuela hermenéutica de espectadores como lectores de signos era inservible, reaccionaria, platónica, metafísica. Aversión absoluta a lxs espectadores condenadxs a la frontalidad óptica y la kinética castrada del espacio privatizado de la butaca. Nos pusimos a practicar procedimientos proxémicos de desterritorialización y escenificación con lxs espectadorxs, deformaciones gestuales, alucinaciones materiales de la arquitectura, relaciones alógicas e invenciones temporales del acontecimiento público. Invitábamos a la colectivización de nuestra práctica para que rebalse en las inmediatas presentaciones públicas. Las performances, las acciones de calle, las creacionenes escénicas eran ocupaciones del espacio público desatadas por los movimientos de lxs nuevxs performers, que conjuran e invocan las fuerzas históricas, institucionales y arquitectónicas de los espacios que interrumpían. Abrir la posibilidad de autonomía de lxs espectadorxs torsionadxs, desplazadxs, confrontadxs y re-compuestxs en el devenir del acontecimiento escénico.
Comenzamos a comprender que nuestras prácticas artísticas des-hacen, re-imaginan y re-hacen la tierra del conquistador. ¿Cómo hacernos una nueva tierra con eso que excede al orden del territorio ya diagramado y distribuído por el Estado y el mercado mundial? ¿Cómo hacemos lugar a nuestras propias “superficies de placer”? Toda práctica artística desbordante es una erupción volcánica del territorio que nos compone. La tierra es, por lo tanto, no sólo el suelo que habitamos sino, incluso el modo en que la ocupamos. Lo que pasa en la tierra- sus movimientos- nos hace pensar la multiplicidad de nuestras posibilidades, la manera de reunir los elementos que hacen territorio. Las prácticas performátivas pueden crear fabulaciones espacio-temporales desde una escucha atenta a los movimientos materiales -sonidos, imágenes, gestos, pensamientos, objetos, afectos. Es así como comenzamos a plantearnos la necesidad de una tecno-estética performátiva que organice de otro modo nuestras relaciones con el cosmos.
La práctica escénica se convirtió, entonces, en pragmática de aprendizaje, combate e invención aberrantes. El movimiento fue la tecnología que posibilitó espacios dinámicos para aprender un cuerpo insurrecto. Un cuerpo agigantado de salidas y entradas que hacen pasar gestos, figuras, ritmos, saberes técnicos de cuerpos heterogéneos. La coreografía ya no fue esa técnica de ordenamiento y moldeado de los cuerpos si no la capacidad técnica de reconocer y asociar diferencias -intensidades que actúan sobre y entre los cuerpos. Como en una pista de baile de una milonga, una fiesta ritual, o una rave electrónica aprendimos a tramar un campo de mutaciones y desbordes, donde entrar y salir en cualquiera momento y componer en común. Nos convertimos en creadores de lógicas irracionales, operadorxs filosóficos. Aprendimos a convertir nuestros fracasos, agotamientos, desasociegos, malestares e impotencias en límites creadores de potencias aberrantes, es decir, desobedientes. Estamos preparadas para las próximas desobediencias.
*Texto leído en la presentación de los libros de David Lapoujade, publicados por Editorial Cactus, «Por una política menor, junto a Lapoujade, Marie Bardet, Diego Sztulwark y Jazmín Titiunik, en PLANTA de Investigación y Creación Tranversal, 29 de octubre de 2019, Buenos Aires.
Foto: Ópera «El Fiord». Foto de Vale Fiorini