A la espera (fragmento) // Rocío Katz y Pedro Yagüe

Tuvimos que esperar muchos años hasta saber de la crecida. Fue a comienzos del veinte, en uno de esos veranos que se llevan todo por delante. La tierra agrietada del camino, los olores, los ruidos, el sabor amargo del polvo en la boca. Por esos días, el pueblo estaba conmovido por la desaparición de Gustavo, el hijo de Galíndez. Según contaban, el nene había salido a caminar con su mochila y nadie lo había visto volver. Gustavito era famoso en el pueblo. Si no estaba en la plaza, se metía en el almacén; si no caminaba por el río, lo encontrábamos en la vereda; si no jugaba con sus amigos, nos perseguía por la calle con esas preguntas que nadie sabía responder. Era inquieto, muy inquieto, de esos frescos que le andan diciendo cualquier cosa a todo el mundo.

Al principio pensamos que era cuestión de tiempo, que debía andar por ahí, perdido o jugando.

Pasaron dos, tres, cinco noches.

Y nadie lo veía volver.

Estábamos sacudidos, con una rabia loca, sucia, mezcla de intriga e indignación. Con los días el pueblo se volvió una sombra. Volaban acusaciones de todo tipo, miradas de sospecha, denuncias por lo bajo, teorías infundadas, sueños arbitrarios que se analizaban como mensajes, recuerdos borrosos de los que nacían ideas imposibles. Y discusiones. Muchas discusiones.

Así pasaron más días, más noches.

Y nadie lo veía volver.

Una tarde nos juntamos en la plaza. Fue idea del intendente, que, acusado por ciertas lecturas de manos, consideró que era momento de intervenir. El plan era tan sencillo como ambicioso: quería que nos viéramos las caras, que nos miráramos de frente hasta que se produjera una confesión. Ahí fue que todos, como en un espejo, descubrimos nuestro gesto sucio en el de los demás. Pero no sirvió de nada.

«Por algún lado tiene que estar», decíamos los esperanzados. «Después del río, solo hay llanura por kilómetros y kilómetros hasta el próximo pueblo. Por algún lado tiene que estar».

Y nadie lo veía volver.

Una tarde húmeda, insoportable, sin un solo instante de alivio, empezó una lluvia tan fuerte que tuvimos que dejar de buscar. «Un respiro», celebramos los exhaustos. «Una desgracia», vislumbramos los pesimistas. «Una posibilidad», sostuvimos los arbitrarios.

El cielo entero se había vuelto oscuro, explosivo. Era tanta el agua, que el río subió hasta meterse en todas partes. Las bicicletas flotaron, algunas calles desaparecieron, muchos muebles se estropearon. La tormenta destruyó unas casas, arruinó otras, aunque la mayoría simplemente se manchó.

Una de esas mañanas, cuando ya nos habíamos acostumbrado al sonido de las gotas contra el barro, cuando el adentro ya no se llamaba adentro sino de otro modo, dejó de llover. Los ruidos pararon y volvimos a ver la luz blanquecina del sol que de a poco se asomaba entre las nubes.

Fue entonces que Galíndez escuchó los pasos de su hijo. La puerta se abrió y el hombre entre sollozos corrió a abrazarlo. Después de ese primer encuentro que debió haber durado unos minutos, el padre detuvo la mirada y se sorprendió. Su hijo estaba idéntico a esa última mañana, sin rastros de agua en el cuerpo ni en la ropa. Algo inquieto, Galíndez comenzó a disparar las preguntas que se había hecho durante todas esas noches. Pero Gustavito no sabía responder. No entendía la reacción de su padre al verlo regresar, como cada mañana, de su paseo por el río.

Esa misma tarde nos juntamos en la plaza. Después de un feroz interrogatorio al niño, comprendimos que no había manera de entender lo que había pasado. Nos miramos de nuevo sin respuestas. Y cada uno volvió a ocuparse de sus cosas.

Esa fue la primera vez que supimos del río.

Aunque todavía nadie se animaba a hablar.

 

 

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