A 3 años de la desaparición de 43. A 8 años de 26 mil. Correspondencias anímicas: “que del dolor salga algo de vida, algo de verdad” // Mateu A. Hostis

 
 
Esta crónica es la puesta en juego de un tiempo y un espacio comunes entre experiencias distantes, la posibilidad de un corredor de afectos trans-fronterizo que permite encontrar anímicas inquietas,  sensibilizadas con sus corajudos destellos a más de 8 mil kilómetros, y donde el estar cerquita, como señalará Jean Luc Nancy, apuesta por rediseñar una ofensiva discreta, sensible, a ras de piso y a contrapelo, capaz de desafiar la operación sistemática de producción de dolor y horror, expandida a escala planetaria bajo la forma de una necro-empresa global de acumulación, basada en la desaparición y en la devastación. Una suerte de guiño amistoso, un discreto ademán de solidaridad, en medio de un estado de control y amenaza total, donde la crueldad, la indiferencia, el silencio y la inacción satura los prismáticos a través de los cuales se imprime una norma cívica, algo así como un consenso del miedo, que empuja a quienes resisten a un abismal estado actual de desesperación general.
“Hola güera, ya te veo muy libre, nos vamos a Oaxaca, ¿nos vamos a levantar un bloqueo?” escucho en medio de risas y abrazos entre dos compas en medio del acampe que exigía justicia por los 43 estudiantes de Ayotzinapa al frente de la infame Procuraduría General de la República (PGR). Un saludo lleno de erotismo, de confianza, de amistad entre compas que indirectamente caló mi cuerpo y me invitó sin preámbulos a entregar mi correspondencia.
Ya hacía un año que junto a mi compa Ion Mongl del siempre presente colectivo Ojoeperro habíamos sentido la urgencia de activar diálogos y cercanías transfronterizas bajo el fuego cruzado de los aparatos necro-estatales. En Chile, la persecución contra colectivos y organizaciones sociales nuevamente acechaba a la incólume Villa Francia, donde los padres de los hermanos Vergara Toledo, jóvenes combatientes asesinados por la policía de Pinochet en 1985, volvían a poner el cuerpo, la memoria y la indocilidad frente a los medios de comunicación y el hostigamiento policial, en la jornada previa a la conmemoración del Día del Joven Combatiente. Sabíamos que la cosa no iba bien entre tanto sapo recorriendo y asediando la Villa. Sin embargo, supimos que las palabras de los tatas estarían siempre abiertas a acoger una nueva ofensiva, sin miedo, sin rodeos. El diálogo empezó, la estrategia no la imaginaron, algo precipitábamos que se tornaba novedoso y completamente urgente, sensaciones vertiginosas recorrían la casa esquina. “Ojalá que del dolor salga algo de vida, algo de verdad”, terminó diciendo Don Manuel.
 

 

 
 
Era una tarde fría cuando llegué de forma completamente imprevista a la acampada. Todos corrían de un lado a otro adelantando lo que parecía ser una nueva jornada de asamblea o reunión. Mientras tanto, a las afueras, compas denunciaban el asedio policial al histórico Centro Okupado Chanti Ollin. En el diálogo con los compas, les comenté que tenía una correspondencia que entregar, que iba dirigida a los padres de los 43 de Ayotzinapa y que venía desde Chile. No pasaron algunos minutos, cuando se me acerca un compa. “Había tenido suerte”: hoy estaban ahí. No pasó mucho rato cuando llegan al frente mío dos de los padres, recuerdo especialmente la profunda mirada de Don Clemente, quien con entusiasmo frente a la noticia de una correspondencia preparó las condiciones en el acampe para que pudieran recibirla todas y todos quienes en ese momento estaban ahí. La correspondencia se entregó en las manos de ellos, sin embargo, recorrió las sensibilidades de todas y todos quienes, a medida que pasaba la tarde, se congregaban para viajar juntas y juntos a una nueva jornada de la Asamblea Nacional Popular en Ayotzinapa, a la cual sorpresivamente ya me habían invitado.
El mensaje inundó la carpa y estrechó los tiempos para la llegada del bus que venía por todes. La correspondencia la vimos dos o tres veces, una inmensa curiosidad por la resistencia en Chile tomaba cuerpo entre inquietudes que se desplazaban desde la jornada de conmemoración en el Día del Joven Combatiente, el estado de salud de la machi Francisca Linconao perseguida por el Estado de Chile, las prácticas de intervención y violencia policial en territorio mapuche y la profunda rabia que sentían con el estadio actual de privatización y criminalización que vivíamos al sur. Algunes compas ya habían estado en Chile, la frontera del arte y el activismo les había involucrado con los movimientos estudiantiles, con la ferocidad de la resistencia callejera de quienes eran sólo niños y adolescentes luchando por una educación distinta: cuánta alegría les inundaba recordar en esa jovial rebeldía el rostro de sus 43 rebeldes, de sus 43 hijos, de sus 43 amigos, por los que allí estaban, y por lo cual, también nosotros nos habíamos encontrado, nos habíamos reconocido, nos habíamos acercado.
Hace unos días, nuestro amigo Oscar Cabezas decía a propósito de Ayotzinapa: “La infancia no es simplemente el lugar de la niñez, es la ocurrencia de un acontecimiento que corrobora que la experiencia de la vida es lo opuesto a la fabricación de cadáveres. Si la postsoberanía necropolítica es fabricación de cadáveres, la apelación y defensa de la aparición y reaparición de la infancia —como experiencia irreductible de la vida— es su contención, su más profunda y honda trinchera”. Escrita con aguda sensibilidad, esta idea se aproxima de forma insospechada a lo que aquella tarde acontecía en la Ciudad de México, en la que una proximidad imposible se venció a sí misma abriendo una brecha, un encuentro, un corredor anímico entre quienes seguían en pie en Chile y en México, movidas y remecidas por una experiencia de ataque y reacción global contra la jovial rebeldía, contra la infancia, que lograba tornar posible y de manera intempestiva un diálogo, una mirada, un abrazo, una narrativa en el recuadro de la fogata estrechando la memoria en torno a los hermanos Vergara Toledo, con más de una “pingüina” insurrecta en las barricadas de la Alameda, alguna de las miles de niñas secuestradas y desaparecidas por el sólo hecho de ser mujeres y resistir como tales, y los insurrectos normalistas que inundan la lucha por justicia en Guerrero: Julio César Mondragón, Genaro Vásquez y hasta el mismísmo Lucio Cabañas. Nadie estaba solo esa noche fría, nadie podía sentir miedo frente al hostigamiento permanente de la PGR. Nadie quería no estar ahí.
 
 
 
Yo sin haber ido preparado para el viaje a Guerrero, a la Escuela Raúl Isidro Burgos, estaba ahí tranquilo frente a la generosidad de mis compas del acampe, quienes me ofrecieron abrigo y comida con tal de que no dudara de ir a presentar esta correspondencia. El bus Estrella de Oro venía retrasado por más de 5 horas, y el frío calaba cruentamente los huesos. Entre los cafés, los chocolates, los cigarrillos y la pantalla que reproducía algunas entrevistas a compañerxs en otros lugares del mundo hablando sobre el orgullo de quienes luchan, las conversaciones iban permitiéndonos rastrear cómo el narco-gobierno distribuye zonas de muerte que se acompañan de una vasta empresa de producción de zonas económicas especiales, donde el narco no sólo explota el agro a través del cultivo de drogas sino también a través de un mercado legal alojado en la agro-industria, el ahuacate o el limón, también la pesca, la minería, entre otras, tornándose ya indiscernible la frontera que permite diferenciar operaciones de inversión legales de aquellas que no lo son, en un contexto de avanzada predatoria neoextractiva amplia.
Así como los cárteles diversifican la exploración e inversión económica, es también como el narco-estado diversifica y sofistica las tecnologías de muerte y terror, empeñándose en propagar dispositivos de hostigamiento que permitirían extender la genocida Guerra contra el Narco a una escala total en el país, a través de lo que el PRI ha denominado Ley de Seguridad Interior, que otorga facultades excepcionales a los organismos militares para ejecutar acciones de intervención y extracción de información según lo estimen conveniente, convirtiéndose en una amenaza inminente frente al actual contexto de organización territorial-comunitaria, de consolidación del Consejo Nacional Indígena, de multiplicación de grupos de autodefensa, de proliferación de grupos de amigos y familiares de desaparecidos que con sus propias manos excavan, recuerdan, reconstruyen la memoria de quienes nos fueron arrebatados por incomodar.
Cuando llega el bus no miento que me inunda una sensación extraña. Todas y todos desprenden una exhalación de relajo frente a la llegada que, por el contrario, a mí se me reemplaza por una preocupación inmediata, por una producción serial de imágenes del bus Estrella de Oro que se reproduce en mi memoria de forma incesante, remitiéndome a las imágenes de cientos de ataques por parte de bandas policiales y delictuales contra normalistas, de detenciones arbitrarias y discrecionales, de persecuciones, de todo aquello que inunda la telemática del terror y que funciona en la medida que es capaz de neutralizar toda la potencia del encuentro, la imaginación corporal, el erotismo y el coraje de la palabra compañerxs. No miento cuando al ver el bus Estrella de Oro pasan por mi cabeza los rostros de los 43 compañeros, y mientras subo mi cuerpo vibra entre una oscura incertidumbre y una vitalizada confianza del estar juntos, donde se juega una potencia que creo que ya la vivo, la comparto. Vámonos, compas.
El viaje fue corto, mi compañera de asiento llenó de valentía mi andar, llevaba desde hace 4 años luchando por la libertad de Alejandro Bautista Peña, compañero arrestado de manera arbitraria en medio de una manifestación que expuso una total violencia por parte del narco-estado contra los asistentes el 2 de octubre del 2013. Él sacaba fotografías, se convertía inmediatamente en un estorbo para la impunidad con que las policías despliegan a mansalva la crueldad en México contra quienes osan demostrar su descontento y organizar el malestar. Ese 2 de octubre en que fue arrestado Alejandro en Ciudad de México marcó un episodio sangriento, dejando en la memoria otra serie de hechos violentos impunes, como la represión en Atenco, donde el actual presidente del país, Peña Nieto, entregó las órdenes que sembraron asesinatos y una serie de casos de violencia sexual contra las manifestantes, coronando la impunidad con su presidencia. Luego de anotar el nombre del documental Sentenciado: la injusticia no merece una sola lágrima, sino gritos y protestas, que recorre el caso del compañero, mi cuerpo pudo descansar.
Desperté cuando ya estábamos a un kilómetro de Tixla, entrando en el bus a la Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Un sol matutino y revitalizante me despertó junto a las voces de mis compas, con quienes habíamos compartido parte completa de nuestras conversaciones durante la espera del bus. Los compañeros normalistas nos dieron la bienvenida, recibieron nuestras cosas con una hospitalidad incondicional, y rápidamente se empeñaron en invitarnos a que fuéramos a Tixla a desayunar. Entre chilates y atoles, disfrutados por los pasillos del mercado de Tixla, pudimos observar cómo una comunidad entera no da chance al olvido, pese a que los colores y la luminosidad de tan bella ciudad pretenda poco a poco ser borrada, desprendida de sus propios muros, como los rostros de algunos desaparecidos que pese a las inclemencias del miedo resisten al olvido malintencionado.
 
 
 
La asamblea ya estaba por comenzar y entre chilate y cotorreo nos estábamos quedando atrasados. Volvimos velozmente a la Normal mientras me contaban que hace unos meses habían recibido otro ataque cruel y despiadado. El asesinato de dos estudiantes a unos kilómetros de la Escuela seguía demostrando que la guerra contra un modelo de educación, contra una memoria de lucha y resistencia, seguía intentando ser aplacada. Campaña que ha reducido las Normales de 44 a sólo 17, y que se ha extendido desde la guerra sucia hasta la actualidad sin tregua, y que hoy en día aparte del terror del sicariato y las policías debe luchar contra un proceso de reforma educativa neoliberal. Actualmente, la matrícula de la Raúl sigue reduciéndose lentamente, llegando a 70 cupos de lo que eran 120 estudiantes aproximadamente por año.
Cuando llegamos, ya era hora de almorzar. Los compañeros nos habían cocinado a todas y todos quienes asumimos con responsabilidad la convocatoria a esta nueva Asamblea Nacional Popular. Pronto comenzaría una conversación que se extendería por horas, y donde estaba completamente prohibido tomar fotografías sin avisar, aunque todas y todos sabían que la policía no dejaría jamás de infiltrarse para robar información o el rostro de alguna o algún compañero. Entre palabra tomada y palabra cedida, compañerxs de distintos lugares del México que resiste, emprendían la oratoria: “No se puede dar una cara de derechos humanos a un sistema que es de muerte”, clamaba una compañera, que entre aplausos daba paso a la exigencia del Plantón: “Ha llegado el momento de que hablemos como Pueblos, no como gremios”, interpelando con dedicación a una asamblea que no dudó en reafirmar la condición revolucionaria que los encontraba allí: “Es más revolucionario quien interpreta con objetividad la realidad y actúa por ello” sin perder “la calidad moral” frente al miedo que les amenaza incesantemente. La asamblea armaba un diálogo intenso, procurando emplazar a los más heterogéneos grupos y movimientos a la búsqueda de “lugares de intercambio, de nuevos lugares, espacios y conocimiento para la paz, para construir memoria”, reafirmando una posición afectiva y viva frente al terror, y donde pese a todo “no nos van a robar la alegría y no queremos una revolución que sea sin esperanza”.
 
 
 
La asamblea estaba llena de intensidades. Los convocantes, la agrupación de Padres, Familiares y Amigos de los 43, seguían asignando las palabras, permitiéndose mantener un espacio de diálogo, respeto, escucha y tolerancia en medio de cuerpos y energías que no daban pie atrás pese a que la noche ya había caído una vez más sobre la Isidro Burgos. Fue de pronto que la conversación cesó y la asamblea se pone de pie para sellar una nueva jornada de complicidad, solidaridad, resistencia y compañía con puño en alto y al unísono del Venceremos, el histórico himno de la Unidad Popular chilena que, pese a los años, demuestra su completa vigencia histórica en los ánimos de quienes encumbran al presente la memoria de años de luchas pasadas, no obstante dando un cierre infatigable con el mero sello de quienes en México siguen de pie, pese a todo: “Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos… Porque ahora se hace indispensable presentación con vida y castigo a los culpables”.
Cuando ya la asamblea se dispersa, comienza un encuentro muy bello de cercanías con las y los compas. Los padres y familiares de los 43 entregan un fervoroso saludo y apoyo al pueblo mapuche en resistencia y reciben la correspondencia que hace una noche había presentado en el acampe. Un breve recorrido por la Normal me permite sacar un registro fotográfico de las decenas de murales que animan la persistencia de los compañeros a través de los cuales se escribe diariamente una crónica viva de los lamentables hechos ocurridos hace tres años en Iguala, pero que sin embargo, no se agotan allí sino que se remontan décadas atrás, cuando las Normales se surgieron como una de las principales herramientas de una revolución mexicana dirigida al campo, a las comunidades indígenas, a aquellas y aquellos que miraban desde lejos la infamia del desarrollo y el progreso que años después, a sangre y fuego, vendría a instalarse sin otros miramientos durante las últimas décadas del siglo XX en todo el territorio.
 
 
 
Las Normales, ese gran libro abierto de una esperanza que no se espera, sino que crece y se construye día a día, donde la infancia no se rinde ni doblega frente al terror que intenta cruentamente apagar la novedad con que cada generación de estudiantes, cada generación de maestros, propaga la historia una y otra vez desde esa policéntrica mundanidad que acontece de la mano de cada comunidad. Esa potencia de una infancia que no da tregua a la imaginación con tal de no abandonar a sus compañeros y a esas madres, padres y niños que todos los días les reciben en sus escuelas, con la prudencia salvaje de quienes no han sido curtidos por la violencia sino por una sensibilidad inclaudicable frente al miedo. Esa insurgente inocencia y creatividad que abrazo como despedida, cuando para nosotros y nosotras ya es hora de volver a la ciudad-marca, y para ellos, la hora de terminar de estampar cada camiseta de práctica con la honorable insignia de la Normal Raúl Isidro Burgos. Ya no pueden esperar nada de nadie, y mañana sus compañeros tienen que volver a las escuelas, salir a las calles y enfrentar el silencio y la impunidad con la frente en alto, con la dignidad que les queda a quienes no se rinden, a quienes no dejan de luchar, a quienes recuerdan, a quienes no olvidan. 
 
Mateu A. Hostis de Vitrina Dystópica / órgano de difusión del Grupo de Estudios Experimentales Paul K. Feyerabend 

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