Re(de)presión «proporcionada» // Agustín J. Valle

El dispositivo represivo gobernante no es “desproporcionado”, le leí a Natalia Ortiz Maldonado, y me dejó pensando en que a veces la escala de la atrocidad reaccionaria, aunque da miedo -la producción de miedo es una de sus funciones-, sirve también para medir nuestra potencia. Porque no importa solo la cantidad de gente que había protestando en el Congreso esta semana; recordemos que Macri varias veces dijo que la principal herida que sufrió su mandato fueron las supuestas catorce toneladas de piedras, que es como él puede nombrar la movilización de ¿cien mil, o más? personas que protestábamos contra su reforma previsional. De hecho confesó que fue después de aquellas jornadas de diciembre de 2017 que empezó a “bajar la persiana a las siete de la tarde, mirar Netflix y olvidarse de todo” (y también fue después de esa lucha multitudinal que su gobierno fue a refugiarse al fmi, el plan B con que nos dejaron entrampados por añares). Bullrich también nombró varias veces aquella jornada de lucha popular como lo que más bronca le dejó de esos cuatro años -además ella había integrado el anterior gobierno ultra neoliberal, que fue ya no solo limitado sino derrocado por la movilización popular, en 2001. Esta humanísima monstruosidad de robocops hiper entrenados hiper armados y muchos -por los que vi de cerca el otro día- hiper falopeados para no ver semejantes sino orcos y querer solo dañar, esta disposición represiva tiene no solo la escala del daño económico que viene a custodiar, sino que es proporcional a la potencia que la movilización social callejera en la historia reciente supo demostrar. Reprime hacia atrás, el pasado, con función inhibitoria: impedir que lleguemos a encontrar la forma presente de esa fuerza -que no es solo cuestión cuantitativa, sino también de calidad presencial, del ánimo que logremos plantar en la calle (quien sostiene su ánimo y protege su percepción del enemigo, vencerá, aún si es inferior en fuerzas, dice Sun Tzu). Ese despliegue de policía apunta a nuestra alma; es, también, un dispositivo depresivo.

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