¿Quedan sueños a la izquierda? // Conversación entre Stephen Duncombe y el Grupo de Investigación en Futuridades.

Dice el autor estadounidense Stephen Duncombe: «Si el progresismo, más que ignorar, va a enfrentarse al terreno fantasmagórico de la política, necesitaremos aprender de quienes mejor crean espectáculos: los arquitectos de Las Vegas, los diseñadores de videojuegos, los directores publicitarios y los productores y editores de los medios de comunicación de celebridades. Esto no significa adoptar técnicas llamativas para ayudarnos a hacer publicidades sexys para causas progresistas (aunque esto no dañaría). Significa mirar con profundidad el interior del núcleo de estos y otros espectáculos populares, para intuir con exactitud qué los hace tan populares». Es un fragmento del libro “La potencia de los sueños. Imaginando políticas en la era de la fantasía”, editado por el Grupo de Investigación en Futuridades.

A continuación compartimos un fragmento de la entrevista que abre el libro.

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Desde nuestra perspectiva, el autonomismo, haciendo las necesarias diferenciaciones regionales y geopolíticas, tuvo un momento de gran potencia entre finales de los años noventa y finales de la década siguiente. Inscripto en esa coyuntura, tu libro busca intervenir la cultura del consumo y el mercado desde el autonomismo y progresismo (entendiendo al progresismo como un agente político que engloba al autonomismo pero que lo excede para incluir a la izquierda en sentido amplio). En el libro está clara la crítica al progresismo pero es menos evidente tu lectura crítica del autonomismo: ¿Qué balances haces hoy de esa secuencia autonomista? ¿Qué límites ves actualmente en el autonomismo?

–En los últimos años me he vuelto más afín a las políticas progresistas estatales. Actualmente estoy trabajando en un libro sobre el New Deal en Estados Unidos y su uso del arte y la cultura como herramientas de propaganda y transformación estatal. Este proyecto surge a partir de una pregunta que me hice durante los años que trabajé en proyectos más autonomistas: ¿Qué haríamos si ganásemos? Es decir, en lugar de usar la cultura como una herramienta de resistencia contra el poder, ¿podríamos usarla como una manera de rearticular y normalizar una nueva definición de poder? ¿Y podríamos hacerlo de modo tal que sea honesta con nuestros principios autonomistas? A fin de cuentas, no estoy en esta lucha para ser rebelde, estoy para lograr un mundo nuevo.

Mi impaciencia con el autonomismo surge de mi insatisfacción con la “resistencia” como estrategia, o más bien, con que olvidamos con mucha frecuencia que la resistencia es sólo una estrategia y no la meta. La resistencia, que está en el corazón de buena parte de la identidad autonomista, necesita siempre algo a lo cual resistirse. Como tal, está ligada parasitariamente a la misma sociedad a la que se opone. Más aún, el capitalismo neoliberal, con su apología del hiperindividualismo y su valorización del rebelde parece ser el miembro dominante en esta extraña pareja. Quizá sea hora del divorcio. No para irnos enojados por la nuestra, orgullosos de estar solos (y escuchando canciones románticas sobre nuestra independencia agridulce) sino para volver a tener una relación productiva con el Estado, de modo tal de cambiar la naturaleza misma del Estado.

 

Pensando en los regímenes de visibilidad de la imagen, ¿tu concepto de “espectáculo ético” sería una síntesis entre cierta pedagogía de la imagen y una recuperación del potencial comunicacional no alienante de los medios masivos?

–El espectáculo es astuto. Su misma definición sugiere una cierta pasividad del lado del espectador. Esta aparente falta de agenciamiento por parte del público es el motivo por el cual la izquierda ha sido tan crítica –con justeza muchas veces– del espectáculo. Recientemente, Jacques Rancière, en su libro El espectador emancipado, ha intentado afirmar el agenciamiento del espectador como el de una persona que “crea sentido” a partir de lo que ve, y por tanto participa de un proceso de cocreación. Creo que Rancière tiene razón. Siempre estamos creando sentidos y éstos siempre están involucrados en actividades. Sin embargo, pienso también que esa es una suerte de actividad que ignora el poder del espectáculo en instalar lo que nosotros luego interpretamos. El viejo proverbio sobre las noticias, aquél que afirma que no te dicen qué pensar pero te dicen en qué pensar, es cierto para la imagen y para el espectáculo. También me preocupa que este “espectador emancipado” puede permanecer cómodamente en el dominio de la interpretación sin moverse nunca hacia la acción política.

En Dream intenté sugerir un nuevo modo de acercarse al espectáculo: no como algo que es creado por otro, fijado en su forma y propósito y luego visto (e interpretado) por nosotros, sino como algo que, colectivamente, podemos crear para nuestro propio disfrute y empoderamiento. Al hacer esto, estaba intentando reconvertir el espectáculo de un flujo de comunicación unidireccional a uno multidireccional, flexible y participativo. Esto demanda que entendamos al espectáculo de otra manera: no como una fantasía en la que nos perdemos, sino como un sueño lúcido del que sabemos que somos parte. Desde que Dream fue publicado algunos críticos han sostenido que mi propuesta de transformar al espectáculo es de un tipo tal que la expresión “espectáculo” ya no es adecuada para describirla. Quizá tengan razón.

 

A lo largo del libro hay menciones centrales al juego. Ya sea la referencia al clásico libro de Huizinga, como a Las Vegas y el videojuego GTA. Ese aspecto nos resulta muy interesante, en la medida en que el juego aparece como forma de articular lo social y la creación. En ese sentido, ¿qué relaciones encontrás entre tus posiciones teóricas, políticas y lo lúdico?

–Los juegos son uno de los lugares donde nos es posible involucrarnos en un mundo que opera con reglas diferentes a las del mundo cotidiano. En este sentido, jugar es, siempre y donde sea, un acto revolucionario. Nos permite desafiar la tiranía de lo posible, aún si por un breve período de tiempo y en un sitio particular: el “círculo mágico” del que hablan los teóricos del juego. Los juegos también pueden hacer otra cosa: revelarnos las reglas no escritas con que vivimos pero que, como parte de nuestro “sentido común”, nos resultan más bien invisibles. Pienso en el juego de mesa Monopoly y en cómo nos revela tan eficazmente la brutalidad del capitalismo.

A veces, el juego puede ser idealizado como un placer puramente libidinal y como una forma de “hacer la tuya” pero esta es una fantasía neoliberal del juego. Los juegos siempre tienen reglas: puede que creemos esas reglas, que las cambiemos, que improvisemos, pero el juego colectivo es imposible sin reglas. Es la creación colaborativa de reglas, que nos permite jugar sobre un terreno imaginado colectivamente, lo que hace a los juegos tan potencial y políticamente radicales.

 

Nos interesa la relación que establecés entre el espectáculo ético y la conciencia de su propia finitud. Es decir, que la utopía que despliega es efímera y necesariamente será reemplazada por otra. En ese sentido, hay una articulación entre la delimitación y el espectáculo (una operación que permite observarlo como ficción): ¿puede decirse que tu propuesta es una política de utopías finitas?

–Decir que la utopía es un no–lugar, que nunca puede ser alcanzada, no es limitar el ideal por ser “sólo un sueño” sino convertirlo en ilimitado: un punto en el horizonte hacia el que debemos caminar sin cesar. Tal como dijo el gran Eduardo Galeano, la utopía es buena para caminar. Lo que hace al  “espectáculo ético” diferente de otras formas de espectáculo es su asunción del verdadero sentido de la utopía. Decir que nunca alcanzaremos la tierra prometida es mantener por siempre la idea de posibilidad.

Es cuando definimos al sueño como algo realizable cuando inmediatamente ponemos límites. La Historia está regada de ejemplos horrendos de utopías realizadas: el socialismo “realmente existente” de la Unión Soviética o el Tercer Reich nazi, por nombrar sólo dos. No es casual que ambos regímenes se hayan apoyado fuertemente sobre el espectáculo como una manera de crear en la fantasía lo que era imposible en la realidad. Piénsese en las concentraciones en Nüremberg o en las aldeas de Potemkin.

El espectáculo ético tiene una mirada diferente al insistir en que, sí, es “sólo un sueño”, un sueño del que inevitablemente nos despertaremos, pero que así y todo nos inspira como camino para imaginar otros mundos. Al vislumbrar imposibilidades, el espectáculo ético crea una abertura para preguntar “¿Qué pasaría si?” sin clausurar ese espacio libre con un “esto es lo que pasaría”. Estas visiones utópicas son cosas que hemos imaginado y que por tanto podemos imaginar. Como la utopía, el espectáculo ético es un no–lugar; por ello está a cargo de todos encontrarlo.

 

 

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