#2001: Odisea en el Conurbano (“Los alfajores de 10 centavos”)* // Mariano Pacheco

Ese mediodía tuve suerte: un tipo pasó, le pedí 10 centavos y me dio 25.

A los pocos minutos, una señora me dio otra moneda de 25.

Había veces en que estaba largo rato hasta que juntaba los 50 para salir corriendo al kiosquito de Alsina, casi Yrigoyen en donde vendían los alfajores de 10 centavos.

En las radios solía sonar “Patri”, la canción de Los caballeros de la quema en la que se hablaba de una piba que come un Guaymallén de cena. Pero Iván Noble estaba en Morón, y nosotros en Quilmes. Y en Quilmes se comía Capitán del espacio, si tenías plata, y sino esos alfajores que nunca nadie se acordaban de qué marca eran porque todos les decíamos, sencillamente, los alfajores de 10 centavos.

Durante días enteros, en aquél 1994, almorcé cinco de esos alfajores; a veces, siete.

Era un poco el rebusque que se armaba para pasar el día sin tener que ir y volver hasta casa, en donde por otra parte no había nadie. Y además: ¿quién quiere volver a su casa después del colegio cuando tenés 13 o 14 años y una vida por delante, y un mar de experiencias por recorrer?

No es que en los Videos de Alsina pasaran demasiadas cosas pero… Me corrijo: en los Videos de Alsina no pasaban demasiadas cosas extraordinarias vistas desde afuera de la propia experiencia que se tejía allí. Porque en rigor de verdad, todo el tiempo, en los fichines, nos pasaban cosas.

En los Videos de Alsina, detrás de la escalera que te lleva al baño, más de uno se dio su primer beso. En las escaleras los cuerpos adolescentes encontraban un rato de tranquilidad, un lugar de intimidad, un espacio de desconexión con la cochinada que era el mundo por esos días. Claro que había que estar atento: a veces el viejo que vendía las fichas podía ir al baño, o algún boludo (o boluda) se pensaba que los videos tenían otro piso arriba y se mandaban. Y ahí había que acomodarse los pantalones, las chicas las remeras y poner cara de distracción. También, los chicos, teníamos que cuidarnos de la “leuchemia”. Tardé tiempo en darme cuenta que era un nombre en joda (siempre fui lento, y medio boludo, o ingenuo, o de tomarme muy en serio la palabra del otro, o de creerme cualquier gilada que me contaran). Pero los efectos sí que no tenían nada de joda. No sé cómo se llamará eso, o siquiera si tendrá un nombre de verdad. Pero sus efectos eran terribles. Y encima no se podía disimular, porque cuando empezabas a caminar sentías un dolor fatal. O ni eso:  apenas sentías el roce del calzoncillo entre las piernas, sin que les dieras ninguna directiva, ellas se te empezaban a arquear. Incluso más de uno se quedó ahí clavado alguna vez: con un dolor terrible y sin poder caminar

Había quienes jugaban a los fichines también, sí, o en algún tiempo en que hubo, al metegol. Pero eso no era lo importante. Lo importante era otra cosa: ese vínculo entre parias que allí se comenzaba a gestar.

Nunca entendí, de todos modos, si el dueño nos dejaba estar ahí porque así se garantizaban que nadie les entrara a a robar, si era porque tenían miedo de echarnos o por simple pereza. Al viejito que atendía supongo que le chuparía un huevo, y Ariel, que era más joven, en general tenía buena onda con parte de la banda que paraba allí. Supongo que para no aburrirse tanto detrás del mostrador, vendiendo fichas para los jueguitos.

El hecho es que nosotros, allí, no dejábamos un mango: primero porque la mayoría ni jugaba a nada; y segundo, porque si jugábamos al metegol, comprábamos sólo dos fichas: una para poner por primera vez y otra para trabar la palanca y tener pelotitas libres todo el día. De todos modos no éramos canutos: no recuerdo ni un día en que la segunda ficha –la que se utilizaba para trabar la palanca– se guardara para que al día siguiente sirviera para comprar una en vez de dos. No: la segunda ficha siempre se remataba. En general casi sin prestarle atención al juego, cuando ya nadie, en verdad, tenía ganas de seguir jugando y se pasaba a bardear, a romper las reglas, a hacer molinete e incluso goles en contra.

Lo mismo sucedía con los flyper. Siempre le jugábamos al Batman, porque habíamos descubierto cómo trabar las segundas dos pelotitas después de tirar la primera. Y así con una ficha pasábamos horas jugando, hasta que te cansabas y se la dejabas a alguno que llegaba o de última le decías a algún pibito que apareciera (sin develarle el secreto) y salías para afuera. A fumar un cigarro, a pedir una moneda, a reírte de algún careta que pasaba, o sólo a mirar chicas pasar.

Había pocas chicas en los videos. Chicas muy lindas, sí, pero pocas. Y todas novias de alguno de la banda encima. Vange (o Eva). Euge…

De las pibas más lindas de Quilmes Euge y Eva. Que digo de Quilmes: las pibas más lindas de la Zona Sur, del Conurbano, quien sabe, las pibas más lindas del país. Pero las novias de amigos. Y en eso nosotros eramos estrictos: a las novias de los amigos, ni mirarlas.

Al mediodía sí, algunas otras pibas venían del mismo colegio que nosotros y empezaron poco a poco a freuentar los Videos de Alsina.

No jugaban a nada, los pibes que parábamos allí éramos todos unos escrachos (salvo Juan, el Rubio), así que nunca supimos bien por qué iban. Capaz que porque estaba Juan. Pero no creo, porque esas pibas eran demasiado piolas como para ir a un lugar sólo porque entre la monada un rubiecito se destacaba. Creo más bien que ellas iban a los videos por lo mismo que nosotros: porque no querían volver a sus casas vacías, o llenas de conflictos  (que viene a ser lo mismo); porque con el resto de pibas del colegio no encajaban; porque se aburrían; porque querían experimentar. ¿Qué? Quien sabe. Creo que nadie sabía qué, pero todos queríamos de algún modo experimentar, encontrar algo que nos sacara un poquito de esa desolación en la que nos encontrábamos los adolescentes del conurbano, mientras en el país algunos comían pizzas y brindaban con champagne.

*Extracto de un libro en preparación que Lobo suelto! irá publicando en parte, en entregas semanales, de acá fin de año.

El autor es ensayista y comunicador popular. También coordina cursos de filosofía. Autor de los libros Cabecita negra. Ensayos sobre literatura y peronismo (Punto de Encuentro, 2016); Montoneros silvestres (1976-1983). Historias de resistencia a la dictadura en el sur del conurbano (Planeta, 2014); Kamchatka. Nietzsche, Freud, Arlt: ensayos sobre política y cultura (Alción, 2013); De Cutral Có a Puente Pueyrredón, una genealogía de los Movimientos de Trabajadores Desocupados (El Colectivo, 2010) y co-autor de Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo (Planeta, 2012). Editor del portal y conductor del programa radial La luna con gatillo, columnista el periódico Resumen Latinoamericano y colaborador de Lobo suelto!

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