Hace más de un año que el país tolera masivamente el ajuste, los jubilados protestan y la policía los reprime miércoles tras miércoles. Sin que haya una reacción de partidos ni sindicatos. Ayer, miércoles 12 de marzo, los hinchas de todos los equipos de fútbol se convocaron para apoyar el reclamo. El gobierno, que hace del aguante un llamado a tolerar la motosierra (poda del gasto público) y la licuadora (pérdida de ingresos populares), choca de frente con el sentimiento y el habla de la hinchada, que vive el aguante no como sumisión indigna sino como banque popular a los colores amados. Vote a quien vote el hincha no es mileísta sino maradoniano.
Por la tarde, mientras las primeras multitudes se acercan al Congreso el gobierno miente y demoniza: «no son jubilados, sino barras». Y ordena reprimir salvajemente para evitar la concentración. Los grandes medios acompañan la versión criminalizante. El salvajismo policial arroja un símbolo: esta hora el fotógrafo Pablo Grillo lucha por su vida. A nadie puede sorprender que la Ministra Bullrich haya dado semejante orden, ni que mienta descaradamente ni que hable de “golpe de Estado”. Más difícil de creer es, en cambio, que las bancadas mayoritarias en el Congreso no fuercen su renuncia.
Ayer vimos nítidamente entonces dos dinámicas: de un lado la reaparición del plebeyismo y la calle, del hartazgo y la justa furia: un cambio de clima social. Del otro el aparato represivo cebado, la descomposición política e institucional del equipo de gobierno, y su intento -su única apuesta- de continuar acelerando por arriba.
Se adivinan, de nuevo, dos países.
De hecho, tenemos la sensación de que la situación ha cambiado. Ya nada será lo mismo. Desde la asunción de Trump, Milei ha tropezado en su intento de intensificar su modo de ejercer el poder. Ese modo es: acelerar imprimiendo a la velocidad torpeza, ilegalismo e impunidad. Lo que antes le salía, ahora le cuesta. Durante 2024 parecía monopolizar la escena. Sin embargo, este año las cosas se dan de otro modo. La marcha del orgullo antifascista y antiracista del 1 de febrero fue una respuesta contundente a sus palabras ofensivas pronunciadas en Davos: dividió al país en dos. Como se dijo en aquella convocatoria, si vamos a hablar de género, en la Argentina sólo hay fascistas y antifascistas. Luego vinieron las memecoin (y el intento de nombramiento de los jueves para cubrir el escándalo de las memcoin), y a eso le siguieron las desopilantes argumentaciones del personal gubernamental -anunciando que al gobierno no le corresponde poner dinero y construir obra pública- como toda reacción al desastre ocurrido en la ciudad de Bahía Blanca. Ayer, en medio de una Buenos Aires regada de gases lacrimógenos, podía verse por la TV a diputados mileístas a las trompadas dentro del Congreso.
Por supuesto, lo previsible es que el gobierno siga su curso, cada vez más veloz; que a la agenda anti woke le siga el acuerdo con el FMI y, sino, alguna otra. Es posible también que una parte nada insignificante del país lo apoye. Y que la crisis política general siga jugando en favor de una sensación de falta de alternativas que le sirva a Milei para encarar las elecciones legislativas de este año. Pero Milei ya no controla sus agendas, del mismo modo que no controla la calle. Y la aceleración sin rumbo puede conducirlo a cualquier lado. En este contexto, la reanimación de la CGT y los partidos, es poco menos que una obviedad exasperante. Pero la sola idea de un sindicalismo que actúa para “contener”, y de una política que actúa para “representar” el descontento por la vía de un frente electoral de tipo republicano -y no anti neoliberal- podría ahondar más la fosa entre la calle y las estructuras. En la Argentina no hay política sin conflicto, historia sin antagonismo, ni política popular sin componente plebeyo. Y en la Argentina posterior al 12 de marzo se plantean urgencias indisimulables, como neutralizar la acción del aparato represivo y volver a imaginar una sociedad capaz de resistir al brutalismo libertariano. Ojalá la hinchada vuelva a convocar.