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La urbe es azar: encuentro y catástrofe (¿cómo evitar el desmonte?). Vida migrante y memoria, transa-acción y patrullaje. El turista, el pibe feria-paraguaya, la mujer que limpia tu casa, el ferretero y los enamorados de 6-7-8. Todo a punto de estallar (¿cuándo llegará el Apocalipsis?). Calor insoportable y olor a regiones del mundo. Calor insoportable y olor a cuerpo quemado dentro de un tren o detonado en un boliche. La guerra de modos de vida se despliega sobre la ciudad hasta ocuparla por completo: el mapa sobre el territorio. (¿cómo barrenar el movimiento frenético sin que estalle la cabeza?). Aventura y precariedad.
Malas noticias: abajo del asfalto no está la playa.
La única verdad es la realidad: 11.
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Vida de Hombre Infames
Por Lobo Suelto!
 

I.                   La política ante la catástrofe


Once. La catástrofe actualiza en nuestra memoria, a la fuerza, una dimensión de desastre de la vida urbana; inevitable infelicidad colectiva que la política (en tanto problematización de la vida en la polis, en la ciudad, que a todos nos abarca) no hace sino eludir. Concentrada en un esfuerzo de gestión continua, la política se vuelve ingeniería de la fiesta, del consumo, del espectáculo. En esta producción incesante de imágenes de felicidad colectiva, en esta terca dedicación por distanciarse de todo aquello que en la vida cotidiana es herida y frustración, el mundo de lo político niega las condiciones reales sobre las cuales elabora buena parte de su retórica y sus decisiones.
La tragedia impone un dolor sin atenuantes y reenvía inmediatamente a dramas anteriores, como el de Cromañón, sucedido a tan pocas cuadras de la estación que las ambulancias debieron sortear su paso por la calle Bartolomé Mitre, convertida hasta hace días en santuario popular. Esta insoportable comunicación no se agota en una sumatoria de episodios atroces. Exhibe a la ciudad como encadenamiento continúo y simultaneo de pequeñas catástrofes de naturaleza variada: alimentarias, laborales, de transportes, de uso de las energías, de explotación de recursos naturales (la catástrofe como una declinación visible de la guerra urbana de modos de vida y como concreción extrema de una cierta idea del desarrollo).


Buscar responsables individuales de estos accidentes es siempre un asunto delicado. En un sentido profundo, la pena resulta desproporcionada respecto de las pérdidas y de la magnitud del problema que hace sistema con el sufrimiento. Cuando apelamos –con razón– al estado de cosas de fondo que posibilita este tipo de episodios, nos imponemos una tarea mayor: la de enfrentar las estructuras mismas del modo de vida colectivo, que nos incluye.


II.                 Felicidad pública


¿Qué tipo de responsabilidades son las que se ponen en juego cuando esta trama de barbarie se vuelve imagen y acontecimiento? Estos accidentes “técnicos” se suelen presentar como desligados de otras dimensiones de la vida urbana con los que se vincula profundamente. La política es la primera en declararse impotente ante la compleja trama implicada en los hechos consumados. Al no prosperar de modo duradero y significativo, la problematización pública y necesaria se repliega. Y el peso de la responsabilidad vuelve a recaer sobre quienes padecen continuamente estos avatares de la vida metropolitana.


El bloqueo de toda problematización efectiva contrasta con la proliferación de las imágenes y las noticias dedicadas a cada uno de estos episodios. Si lo mediáticoopera efectivamente como sistema nervioso de lo social, quizá importe menos –para comprender el modo en que hace sistema con lo real- quién sea el propietario de esos medios y un poco más el modo en que disponen de un conjunto de automatismos más amplios, la supuesta naturaleza “técnica” de la mediatización, y el modo en que se sobreimprimen altas dosis de instantaneidad, repetición y narratividad a los momentos de decisión pública.


En ese marco, la política deviene gestión incesante de la felicidad colectiva (incluso, cuando se vuelve “crítica”): fiesta del aumento del consumo, en la que no está bien visto ponerse a revisar la deriva que adoptan las pasiones sociales.


O, más puntualmente (y como escuchamos decir últimamente a Christian Ferrer) el éxito de este “modelo” consiste en su capacidad de excluir el antagonismo político al coagular en torno de una imagen única de felicidad pública, una imagen sustentada en el aumento del consumo según parámetros de los centros del capitalismo occidental. Y un modo único de instrumentalización: a través de la inserción de nuestro país en el mercado global como exportador de ciertas materias primas, tecnológicamente asistidas, cuyos ingresos permiten mejorar la capacidad del estado para contener a los contingentes sociales llamados “desfavorecidos”.


III.              El elenco y la opinión crítica


Y bien, existe un tercer aspecto a considerar: la constitución de un elencobienpensante, de una opinión críticaque se ha vuelto tan interior al “modelo” como cada una de sus otras dos invariantes (desde la exportación de grano hasta el complejo científico que la asiste). Productores y reproductores de una constante gestualidad política, los autodenominados “intelectuales” dan forma de moebius a una politización enunciativa que convive con una despolitización de zonas extraordinariamente inmensas de la existencia individual y colectiva.


IV. La tragedia y la crisis
Bien diferentes a estos momentos de tragedia, los momentos de crisis económica y política combinan el dolor y la fragilidad con la potencia y la alegría. La crisis es también ocasión para reencontrarse con los medios materiales y morales de la existencia. Para pensar otros modos de vida, de relación con lo que nos rodea.

Y por eso la crisis puede devenir también en cuestionamiento de las promesas de felicidad, habilitando dinámicas de politización bien diferentes a la actual; politizaciones desde abajo y ligadas a una revisión del cotidiano, tal como pueden rastrearse estos últimos años en situaciones disímiles como las de Medio Oriente, Chile o regiones de Europa y EE.UU. Experiencias de lucha, éstas, que recuerdan en mucho a nuestro 2001, sobre todo, en su capacidad de retomar, del mundo de la vida, motivos y modos de expresión, aportando una carga de disidencia fundamental en torno a las directrices y parámetros de la felicidad pública y sus estructuras de gestión. 


V. La irrupción del bios
La “felicidad” reinante (ese vínculo entre fiesta, buen pensamiento y promesa de crecimiento) convive tanto con sufrimientos incesantes como con momentos anónimos de una suma nobleza que no llegan a cuestionar ni a oponer una imagen alternativa. ¿Es esto un déficit? En todo caso, para comprender la tensión que recorre nuestras ciudades es conveniente cuestionar cierto efecto óptico que iguala el discurso “crítico” del elenco al movimiento del “bios”.


Se trata de luchas que, enraizadas en las afecciones propias de una vida y sus pasiones, producen valor desde el cotidiano mismo. Luchas cuya paradójica debilidad consiste en su dificultad para integrarse en el pobre entramado desarrollista, en sus infraestructuras y relatos de un presente feliz. Luchas que son traicionadas cada vez que se las reduce a demandas a solucionar, a puro sufrimiento e impotencia: política de víctimas y reparaciones, literatura de catástrofe. Políticas de la despolitización.


Bien sabemos que “crítica” y “disidencia” no se equivalen. La disidencia surge de un corazón infame (in-famia: sin fama, sin gloria). La fiesta crítica tiene un ideal regulador, es decir, una fiesta que intenta conjurar la dimensión promiscua que yuxtapone e hibrida la vida y la política.


Las luchas que no cesan de retornar –al menos desde mediados de los noventas para acá– son, en ese sentido, luchas infames, disidentes, que asumen la tristeza al interior de un nuevo modo de entender lo político. O, en lenguaje filosófico, luchas biopolíticas.


VI. La disidencia y “el modelo”
Es menester, en suma, ante la insistencia en la riqueza del momento político actual, afinar el ojo y oído, máxime cuando esa actualidad es referida a las disputas dentro del (amplio espectro del) elenco (con todos sus matices) y del palacio, que alcanzan niveles de patetismo exorbitantes (quizá porque ese juego abarca hoy, como nunca, a las capas medias bienpensantes).


De este panorama, obviamente, no escapan las izquierdas organizadas políticamente: en sus latosas diatribas sobre la autenticidad o impostura con las que el gobierno alza banderas como la de la redistribución de los ingresos, su imaginación política no supera el pedido de sinceridad, de verdad de proceso; y así piden más.


¿Podemos reducir la vida pública a una expectativa de justicia dentro de “el modelo”? Con tanto discurso benjaminiano en el ambiente, ¿no sería más saludable retomar el punto de vista del sufrimiento y del valor que producen las luchas al interior del bios antes que solazarse en la pura retórica erudita, sea afirmativa o crítica?


Por el contrario, las dinámicas de politización parecen renacer allí cuando –bajo el diagnóstico aterradoramente grave de los modelos de pensamiento y gestión en curso– situamos en el centro de la escena la capacidad de sujetos infames de poner condiciones y líneas de irreversibilidad, cuando ensayamos mapear los signos de su disidencia.


Lo propio del actual ciclo político es minorizar a quienes cuestionan este estado de cosas sin ofrecer “alternativas”. Vuelve a estar en la orden del día la lucha por el devenir minoritario. No hay contradicción en esto: devenir minoritario y resistir la minorización son una y misma cosa. No suscribir a la política de la víctima, tensionar las imágenes de felicidad sustentadas en el consumo, disentir, en suma, respecto del régimen que opera produciendo un sentido de lo mayoritario (con solo echar una mirada a la convulsión europea comprendemos que no es tan fácil de sostener el ideal capitalista de felicidad. ¿O es, acaso, que el desarrollismo (¡¿ex?!)tercermundista aspira a sustituir al tradicional centro capitalista como sostén de este ideal?)


La gestión de la felicidad se sitúa en el centro del problema político. Un problema que la política del presente no puede eludir.


20 marzo de 2012

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Notas sobre el acontecimiento de Once
Por el colectivo Juguetes Perdidos
1.

Una secuencia del horror. El plano televisivo muestra ambulancias de SAME, policías, cuerpos en camillas, movileros, bomberos… La silueta de la imagen de la “tragedia” de Once se recorta sobre el fondo del recordatorio urbano de Cromañón. Y el fuera de foco –o el trasfondo de todas las imágenes– es la precariedad. Nuevamente un videograph al que nos acostumbramos: muerte en la ciudad.
Muertes que hacen crujir la pantalla y hacen visible la raíz precaria de toda vida que se despliega en la urbe…
No es casualidad la cercanía física de los dos acontecimientos; Once es una de las arterias de ingreso al circuito urbano. Es uno de los pasos de frontera a la ciudad. Los muertos de la estación –como la mayoría de los pibes de Cromañón- provienen del conurbano, de barrios, localidades, ciudades de residencia que se vuelven camas para descansar unas horas y volver a gastarse en la ciudad. La urbe demanda la energía corporal y psíquica de cuerpos (laburantes pibes y viejos, doñas y estudiantes, cazadores del dinero diario…) para alimentar los circuitos del trabajo y el consumo. Once es un nodo de la precariedad, un punto sensible atravesado por nervios a flor de piel, cuerpos a todo ritmo y ánimos agotados…
A la ciudad vamos a trabajar, a estudiar, a consumir… y también a morir.
2.

Las vidas interrumpidas en Once son las que mueven la ciudad, las verdaderamente imprescindibles.
Un relato político lineal y etapista ve en estas muertes “resabios del pasado” –neoliberal–, muertes que ocurrieron a destiempo. O daños colaterales, efectos no deseados de la recuperación del trabajo y de la reposición del bienestar social. Pero estas son muertes que perforan, desbordan, inquietan, abren lo coyuntural, dejando ver el fondo que asoma. Son muertes que sostienen a la época, no su excepción. Son muertes –y vidas precarias– que operan como condición de posibilidad de “la época”. No son equivocaciones, déficits, accidentes o residuos, sino que son una dimensión insoslayable –la contracara, el suelo, lo oculto– del crecimiento económico y de la reposición social del tándem Trabajo-Consumo. Son la condición de posibilidad de un presente de estabilidad y aparente alegría social, son el reverso de los modos de gestión de la vida en la precariedad, su variable constitutiva.
Esos desplazamientos por la ciudad (frágiles y a cara de perro) son el telón de fondo, precario, persistente y constitutivo, de los entramados sociales del presente, de sus zonas grises y ocultas, de sus intersticios –sin duda centrales–…
3.

Quizás esta misma condición de constantes –y no excepcionales– vuelve a estas muertes inenarrables para los discursos públicos actuales (mediáticos, políticos, publicitarios…). Discursos incapaces no sólo de narrar sino también (y sobre todo) de leer los signos de las “tragedias” en el día a día de los vagones de tren, de los bondis, de las calles; y no solamente los signos de vagones hecho pedazos o estructuras urbanas colapsadas: sobre todo, los signos y las marcas de las vidas que los transitan, los cuerpos y nervios de los laburantes, los recorridos cotidianos de los agotados… Los cuerpos amontonados, a desgano, en los vagones; las energías gastadas (cual batería de un celular) del humano-trabajador, la indiferencia a bordo, la criminalización en un furgón, los estallidos en las estaciones… Signos (cual precursores) del accidente Once, contracara de la “felicidad pública”, de las imágenes del consumidor potente sujeto de la reactivación económica.
Podemos pensar otras secuencias sociales que constituyen el suelo productivo –y oculto– de la época, otros reversos: ¿cómo concebir la seguridad –sus discursos, sus imágenes, sus instituciones– sin las muertes de gatillos fáciles?, ¿cómo se sostienen los índices de consumo chinos sin las condiciones de laburo de un taller textil clandestino o sin el mercado de lo trucho?, ¿cómo pensar las mejoras en el mercado de trabajo formal sin la precarización de los pibes y las pibas de los deliverys, los call centers, las promociones, los locales de venta de celulares o de ropa de un shopping?… ¿o el boom del mercado inmobiliario y la construcción sin la perdida de las vidas de los laburantes en las obras, las ocupaciones, los desalojos y los mil quilombos en torno a la vivienda?
Sobre estos cuerpos –sus prácticas, sus fuerzas, sus deseos– descansan las estructuras precarias de la actualidad…
4.

No se puede frenar. Los trenes no pueden frenar. No –o no sólo– por inconvenientes técnicos o humanos; no pueden parar… Sino pensemos en algunas escenas: hora pico de la mañana, el tren repleto de cuerpos amontonados que cuentan los minutos, y un conductor que, precavido, decide suspender el viaje por un imperfecto. El desenlace es imaginable (al menos, hasta ese miércoles 22-2). La imagen de desborde está disponible todos los días, a solo un click. Un rato después de que chocó el tren en Once, otro tren salió de la parte de abajo de la estación… Ni en ese día, ni en los siguientes días de duelo, dejó de salir un tren. Tic tac efímero. La ciudad no puede frenar, nosotros no podemos frenar: leit motiv de la vida precaria, contraseña de una maquinaria difícil de sabotear. Las heridas y los malestares, así, no coagulan más (estrés, ansiedad, cansancio, molestias corporales y cabezas quemadas). Menos si, además, son corridos de la pantalla por los discursos y las politicidades oficiales de hoy.
El no poder frenar se convierte en un deber soportar, seguir, acumular malestares (siempre individuales) y, a la vez, volverlos ajenos, para “soportarlos” mejor, anestesiarse. Es en estas secuencias en donde la muerte se vuelve una fija, una posibilidad que recorre la ciudad y que pasa sin que se lo pueda digerir. La muerte como fija, cercana y necesariamente ajena, para poder seguir.
5.

De nuevo el dolor colectivo aparece como intraducible a los códigos políticos actuales. Esos que solo sacralizan determinadas muertes (y a veces tampoco): las muertes de militantes políticos, muertes heroicas que pueden ser leídas desde una épica historicista y sacrificial. Las otras muertes –las de la estación de Once, las de Cromañon, las de los gatillos fáciles… las de las vidas precarias– son muertes sin discurso. Muertes anónimas, desacralizadas, silenciosas, cotidianas, recurrentes, inentendibles… muertes que desbordan los códigos de la política instituida, pero que constituyen su trasfondo, su subtexto.
Vuelve la pregunta que nos asaltó en otros acontecimientos: ¿por qué estas muertes aparecen como pre-políticas?, ¿qué las hace ilegiblesa los discursos de época?, ¿cómo ensayar politizaciones desde estas cotidianidades precarias?, ¿cómo politizar el dolor?… Morir en un tren o arriba de una moto, en un recital o en un taller clandestino… en estas instancias se incuban dolores, malestares, impotencias… Desde estos espacios y acontecimientos se tiene que pensar también la política de la época… ¿es necesario decir que la muerte, en relación a otras épocas –y ciudades pasadas–, cambió de rostro, mutó, se filtró a otros escenarios sociales y micropolíticos?
6.
El famoso “de casa al trabajo y del trabajo a casa” se interrumpe violentamente. Mejor dicho, no llega nunca a efectuarse en esta época por más que se lo convoque y se apele a él como regulador de la vida y el tiempo de la ciudad. Imposible que funcione porque se desborda por todos lados (y porque hay toda una historia de luchas que lo han cuestionado y desbordado). Es que en la precariedad pareciera que todo pasa en los intersticios, en ese “entre” (entre casa y el trabajo, entre el barrio y el centro, entre el laburo y el rato de descanso), o “por debajo” de esos restos, ya difíciles de marcar hasta en un mapa. Y siempre en velocidad.
Y también porque la interrupción se da vía “accidente”. De vuelta el “soportar” o la anestesia, o los nervios entrenados para el trajín cotidiano: muchos de los viajeros de tren les decían a los movileros en los andenes de Once: “yo siempre bromeo en casa: ojo que no sé a qué hora vuelvo… o si vuelvo…”.
Por otro lado, no sólo el tándem Trabajo-Casa (y cada uno de sus términos) ha mutado, sino que el viaje mismo, el desplazamiento por la ciudad se ha vuelto otra cosa: viajar es un elemento fundamental para mantener laburos, relaciones, movidas… de a poco vamos conociendo todas las líneas de trenes y colectivos; ahí se duerme, se calzan auriculares, se lee un diario, se usa el celular, se elucubran movidas, se hace amistad… tantas horas semanales (de hacinamiento en la mayoría de los casos) en donde hay que armar algo… o soportar.
“Politizar” nuestro viajes, armar algo ahí, arranca con saber que viajando podemos desviarnos de las líneas que nos concentran y nos reducen a una única ciudad. Como patéticos viajantes podemos romper las distancias entre vidas parecidas, crear barrios ampliados, trasversales, atravesar fronteras… Hacer algo con esos flujos que parecen no poder nunca coagular, con las vidas que subimos todos los días a un tren en marcha y que ya no puede “hacer estación”, congelarse en paradas ya vacías, en imágenes reactivas, extemporáneas…
www.colectivojuguetesperdidos.blogspot.com.ar

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Fantasmas en la estación

por Sebastián Stavisky 
Un cadáver en el cuarto vagón. Cincuenta muertos entre el primero y el segundo y un cadáver en el cuarto vagón desquicia toda previsibilidad. Porque aún después de cincuenta muertos es necesario al menos una pizca de previsión. Que no hubiera más muertos en la estación permitió que se retomara la circulación. Que los trenes echaran nuevamente a andar. Que las boleterías volvieran a expedir boletos. Hasta que un cadáver en el cuarto vagón detuvo otra vez el flujo. Estaba tan cerca y nadie lo vio. Casi en la punta de los hocicos de los sabuesos busca muertos y nadie olió su olor a putrefacción. La estación se supo de pronto invadida por un fantasma que se resistía a abandonarla. Un fantasma que viajaba en tren fantasma.
Dos días es el tiempo que comúnmente media entre la muerte de un cuerpo y su entierro. Es el tiempo del velorio. También de los primeros signos de descomposición.  ¿Quién de nosotros podría asegurar que no palidecería a la vista de un cadáver lleno de gusanos?, nos pregunta Bataille. Los mismos fierros ferroviarios que aplastaron el cuerpo fueron los que se encargaron de ocultarlo. De mantenerlo oculto de las caras pálidas. Y de pudrirla. ¿Quién habrá ocultado el olor? ¿Y el dolor?  Resultado del ocultamiento: la inminencia frente a las narices de investigadores, pasajeros, cámaras y deudos ya no sólo de un tendal de gusanos, sino de un fantasma. Y si al mal olor lo quitan los perfumes, si a los cadáveres los retiran los bomberos, al fantasma no hay quien lo vaya.
La muerte es un viaje de ida. ¿Pero qué hay allí cuando el viaje se detiene a mitad de camino? Hay un umbral, como aquel que media entre la ciudad capital y el conurbano bonaerense, entre el lugar de trabajo y el de vivienda. Hay un no-lugar, como una estación de trenes en que sucede de todo menos la posibilidad de una identificación –de un cuerpo. Hay una estancia liminar, como destierro al cual son arrojados los cuerpos marginados. Hay un entre dos y, lo que sucede entre dos –según dice Derrida-, entre todos los “dos” que se quiera, como entre vida y muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de un fantasma.
Las cortinas azules de la PFA se corren para efectuar el retiro del cadáver. Como antes los fierros ferroviarios, las cortinas se disponen a mantener el cuerpo oculto de las caras pálidas y de las cámaras morbosas –al menos hasta que aparezca el mejor postor de la Crónica mortuoria. ¿Pero a quién resguardan las cortinas: al muerto, a las caras, a las cámaras o al fantasma? Que la muerte no se vea. Que se vaya el cadáver. Y lo sacan con las patitas para adelante por la puerta trasera de la estación, aquella que linda con el santuario por los muertos de Cromagnon. Allí donde alguna vez la arteria fue taponada y –paradoja del destino-, en estos días de inclemencia, by pass mediante, se volverá a abrir. ¿Taponarán estos nuevos muertos su propia arteria? ¿Tendrán estos nuevos muertos su propio santuario? Para que haya santuario, es preciso que antes haya luto. Y aún hay muertos que no lo tienen.
Si no hay cadáveres, hay fantasmas. Si no hay luto, hay anomia. Mientras el duelo postergado tendrá lugar en otro lugar, la indignación popular se agita ante las cámaras para que se haga visible la aberración de aquellos para los que el muerto pasó desapercibido. ¿Cómo puede que no lo hayan visto? ¿Cómo puede que no lo hayan olido? Y, aprovechando la inminencia del fantasma, otro fantasma copa la estación. ¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo! Si un fantasma es un exceso, dos es una exuberancia. Alcen las barreras para que pase la farolera. Que se reanude el servicio. Que se desplieguen los efectivos. Que se vayan todos los fantasmas.
 

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