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Individualismo cerebral // Julián Ferreyra

En este escrito se discuten los pormenores de condicionar la abogacía y lucha por los derechos desde lo propio del “cerebralismo”, criticando la “indivisibilidad del sujeto”, sus derivas hacia el individualismo cerebral, y sus consecuencias en los modos de construcción de ciudadanía. Neurocientismos que no culminan simplemente en efectos clínicos o sanitarios, sino que derivan en diversas escenas y sucesos de la vida cotidiana y comunitaria.

Partiremos del término ciudadanía biológica formalizado por Nikolas Rose para reflexionar sobre una de sus variantes contemporáneas, la ciudadanía cerebral, desde diferentes conceptualizaciones y a la luz de las particularidades históricas del campo de la salud mental (SM) en Argentina. Para dicho autor se trata de modos en que la constitución biológica puede volverse un tema de debate político, de exclusión o reconocimiento de demandas sociales. En este sentido, el acto de modular, regular o mejorar su condición biológica sería la tarea central de la vida del ciudadano actual, fundamentado en “las creencias acerca de la existencia biológica de seres humanos en cuanto individuos…” [i]. Alguien es de determinada manera por algún rasgo en su cerebro.

Dicho modo de ciudadanía torna factible que un cerebro ─sea su imaginarización social, su versión conceptual naturalista de sentido común académico─ pueda ser el destinatario de derechos. Una suerte de contrafuga de cerebros. No obstante, la vivencia de sí como “sujeto cerebral” ha requerido y requiere de determinadas condiciones socio-históricas; una toma de conciencia de aquella subjetivación, a partir de la crítica sobre sus condiciones sociales e institucionales, en la dirección de prácticas con enfoque de derechos, recuperaría una concepción de sujeto activa, social y agente del derecho a la salud[ii].

Se considera a una persona como sujeto de derecho ─presente tanto en diversas normativas vigentes como en las reivindicaciones de distintos grupos de usuarixs ligados a SM y discapacidad─ con la intención de ponderar a la “diversidad” como ordenadora de las prácticas en SM, evitando así cualquier clase de sufijación más o menos obligatoria, tal como “neurodiversidad” o “psicodiversidad”. Pero lo anterior resulta inviable desde una ciudadanía cerebral, la cual es fatalmente afín a la idea de emprededurismo de sí y a formas posmodernas de la clásica sociedad de control.

 

Rendimiento y vida cotidiana

La subjetivación cerebral implica un modo de vivirse a sí que pretende ser hegemónico dentro del campo de la SM, de corte naturalista y asociado a diversas modalidades del individualismo. Analizar críticamente dicho modo de subjetivación implica, entre otras, la crítica filosófica al sentido común de algunos neurocientistas y su marco epistémico reduccionista en la conceptualización de prácticas de SM. No obstante, dicho modo de subjetivación va más allá de las relaciones clínicas o de las llamadas neuroascesis, y tiende a ser hegemónico como creencia en buena parte del sentido común de la población.

A modo de ejemplo: el antidepresivo –su utilización acrítica, sin mediación clínica– es una tecnología del yo en tanto aplana la pregunta por la subjetividad, quitando los avatares del sufrimiento y angustia subjetivas, constituyéndose en una neuropolítica[iii]. En las agendas neoliberales se instituye una suerte de higienización psíquico-afectivo, que además de institucionalizar el individualismo de mercado introduce estéticas coloniales, favoreciendo lazos mediados por comportamientos securitistas como expresión de salubridad común[iv]. Cuestión analizada, desde otra perspectiva, por Pitts-Taylor[v] en torno a la relación entre neoliberalismo y el neuronal self.

Se tomará el constructo “rendimiento” como ordenador, ya que permite recortar un horizonte socio-político para la discusión que sigue: el neoliberalismo como construcción política, el cual tiende a una subjetivación regida por el imperativo a la eficiencia homogeneizante.

Desde el discurso capitalista de Jacques Lacan, una forma de discurso que redobla la apuesta del Amo clásico, ya no resulta necesario que alguien, el Esclavo, sepa algo. Aún en su insostenibilidad dicho discurso se consuma al tiempo que se consume[vi]. Así, “…el corolario de esta situación está dado por la búsqueda de la performance de cada individuo en tanto ser hablante, y que como sujeto sea siempre más (…) se ‘exige’ que su ‘unidad’ sea casi indestructible”[vii]; siendo el cerebro el summum de dicha unidad. El imperativo de rendimiento, a una mejor performance socio-afectiva, requiere de una concepción de sujeto ligada a la unicidad. Se trata es de una indiferencia a la escisión cartesiana, o quizás por el contrario de una consecuencia directa del dualismo: una de sus modalidades, el naturalismo.

Esta pretendida unidad torna necesario e imperante clasificar y evaluar, justamente para darse cualidad de existencia[viii]. Evaluación y clasificación que, en tanto tecnologías del yo, producen una concepción de sujeto y no al revés, con efectos en el sentido común de gran parte de la población. Una búsqueda de unidad que puede leerse como la más elaborada doctrina de la individualidad y, por ende, cara al individualismo. Pero ya no más una individualidad psicológica o mental, sino lisa y llanamente cerebral.

Al ponderar a la evaluación y a la clasificación se evita pensar clínicamente en términos de asistencia, promoción, prevención y cuidados.

            Se produce así un borramiento cada vez más inteligente y sutil de la conciencia [de clase], constituyendo sujetos sintientes: un modo de ciudadanía centrado en expresiones afectivas personalizadas pero sin contexto alguno, y que frente al conflicto recurre a soluciones privatizadas sin apelar a las condiciones históricas de su posibilidad[ix]. Desde Ahmed[x], la formación global de agendas narcisistas propias de la cultura terapéutica del neoliberalismo, las cuales ofrecen la fetichización acrítica de las heridas como identidades políticas atomizadas, instando así a la desmovilización popular por la vía de la desideologización de lo íntimo.

De esto último podemos efectuar al menos dos reflexiones: estrictamente hablando, lo clínico como acto en salud y relación social no es lo propio del neoliberalismo sino lo antitético, y que esto último se enlaza a la concepción de la identidad como átomo puesto a la adaptación.

 

 

El mito individual del ciudadano

 

Dicha evocación imperativa a la unicidad como condición para un cada vez más alto y requerido rendimiento culmina, lógicamente, con la producción de un sujeto pasivo. En el mejor de los casos, la única agencia posible para dicho sujeto es la de la ciudadanía biológico-cerebral.

Resulta pertinente resituar la discusión en torno al rendimiento como imperativo, o lo propio del discurso capitalista, desde lo más profundamente rechazado por dicha discursividad o modo de subjetivación: considerar a las personas como sujetos de derechos. La relación social y el modo de subjetivación propios de un sujeto de derechos están signadas por la categoría de conflicto que, la cual contrapondremos a la idea de rendimiento.

Retrotraer todo testimonio del hecho subjetivo a meras formas de la individualidad atenta contra el lazo social; y mucho más aún sobre valores como la solidaridad, relacionada ésta con otros como la búsqueda del bien común o incluso la justicia social. Es decir, una solidaridad que va más allá de la defensa de intereses sectoriales. Ejemplos de último los encontramos tanto en las asociaciones de usuarixs y familiares de SM emparentadas con la defensa de la Ley Nacional 26.657, como en las luchas del feminismo popular: en ambos casos no se trata de reivindicaciones focalizadas sino de una enunciación que apunta a la ampliación y resguardo de derechos de toda la población. En sendos ejemplos hablamos de colectivos que pugnan por derechos y políticas de corte universales.

Se trata de una superación crítica de la concepción liberal clásica que instituye que “mis derechos terminan donde empiezan los derechos del otro” desde un enfoque de derechos humanos en el campo de la salud[xi]. Resulta obvio: la posibilidad de agenciar un derecho requiere necesariamente superar el mito de la individualidad, es decir, superar el sectarismo propio a cualquier grupo-objeto. Una persona no se constituye en sujeto de un derecho desde el aislamiento ontológico, sino siempre en función de otros y, por supuesto, no sin el Estado. No obstante, la petición de derechos desde subjetivaciones individualistas, como la cerebral, poco o nada de margen ofrecen para que dichos actores se consideren parte de un “nosotros” más amplio y necesariamente tomado por la heterogeneidad y la diversidad.

De lo anterior puede también, cual síntoma, retornar una ciudadanía biológico-cerebral auto-delimitada desde la “neurodiversidad”.

 

 

Neurontologías

 

Si determinada afección o malestar remite a un problema “del” cerebro, habrá entonces escasa posibilidad de una implicación personal, relacional; desaparece la categoría “persona”. Muchos actores sociales rechazan la psicologización del padecimiento subjetivo en pos de un cerebralismo. Existen personas, y por ende formas de ejercicio de la ciudadanía, neurotípicas o neurodiversas. Esto es compatible con la alusión de Rose a la idea de biosocialidad de Rabinow, que refiere a colectivos formados alrededor de una concepción biológica de identidad compartida, relacionados con formas habituales del “activismo”, en defensa de un lugar identitario. Consecuentemente, buena parte del campo de la SM ─discusiones, prácticas, dispositivos y políticas públicas─ se ve compelido a reducir el malestar a un signo reductible a dichas identidades biológicas.

El punto problemático reside justamente allí donde lo susodicho implica necesaria y paradójicamente una desubjetivación: el rasgo identitario sería “propio”, estaría en una suerte de interioridad, pero como un a priori cerebral. La mera particularización de un universal. O en simultáneo, ser diverso será meramente en función de tener un “cerebro diverso”.

Por ejemplo, “el autismo que somos” en vez “del que tenemos” plantea la coherencia del biologismo, de la subjetivación cerebral. Lo paradójico es que la tesis reduccionista/naturalista, tematizada en la neurologización de autismo, la bipolaridad u otros, representa una suerte de empoderamiento de la cultura de la diferencia, que incluso puede ir en contra de la homogeneización producida por la biologización “clásica”. Este ejemplo no pretende constituirse como universal, sino que simplemente muestra que las perspectivas no dan lugar a versiones de “sí mismo” homogéneas. No obstante, su correspondiente forma de ejercicio de ciudadanía remitiría indefectiblemente a la conquista de derechos de corte focalizados, a causa de la fuerte impronta de la identidad biológico-cerebral como condicionamiento al acceso a derechos. Neurontologías que producen derechos identitarios, pero nunca universales.

Una de las consecuencias de lo anterior en nuestro sistema sanitario es la producción de condicionamientos ontológico-performativos para la accesibilidad de las personas usuarias a servicios, prestaciones, sistemas de apoyo o incluso medicación.

 

 

Diversidad ciudadana

 

Es propicio discutir qué versiones de “diferencia” o de “diversidad” resultan como efecto de dicho modo de subjetivación; y en relación a esto, qué efectos en el ejercicio de ciudadanía y acceso a derechos.

Muchas veces se plantean discusiones falaces: “o a la patología y su estigma o a una identidad biológico/cerebral”. Va de suyo que una persona o colectivo preferirá evitar el nominalismo de la locura, el déficit o la enfermedad mental, considerando quizás más atractivas y dignas cualquier clase de explicación ─científica y/o de sentido común─ que sitúe la propia coyuntura y existencia como un modo identitario…cerebral. Pero el problema se sitúa en que dicha falacia lleva a la falsa antinomia “derechos de la patología Vs. derechos de la identidad”, siendo los segundos en apariencia mucho más prometedores, pero igualmente cuerdistas.

 No debe omitirse que los derechos no pueden ni deben basarse en ninguna clase de naturalismo biológico ─sea lombrosiano, de la nosología psiquiatría clásica o del neurocientismo─ ya que las normas tienen y han tenido siempre otro origen y devenir, conflictiva mediante; no hay deber ser que pueda reducirse a la actividad cerebral. Si se postula una matriz biológica para la abogacía y proclama de derechos, se culmina en la emergencia de derechos condicionados por el reconocimiento de la diferencia en términos ontológico-cerebrales, o peor… Y al mismo tiempo, en una degradación del concepto de diversidad o diferencia a un estadio naturalista.

Marcos normativos como la Ley Nac. de Salud Mental nos recuerdan que una persona debe situarse ante todo y sin condición alguna como sujeto de derecho; y estar en situación de tratamiento o utilizar servicios de SM simplemente convierten a esa persona en usuaria de dichos servicios, nada más. Resulta ético que alguien goce incondicionadamente de sus derechos por el mero hecho de ser persona, teniendo esto a su vez efectos clínicos. Claro está, si eventualmente lo desea, una persona puede autopercibirse y nominarse como neurótico, autista, esquizofrénico, bipolar, neurotípico, neurodiverso, etc. Pero alterar este orden y que, por ejemplo, la neurodiversidad haga las veces de condición para acceder a prestaciones esenciales o servicios, deviene indigno.

Sujeto de derechos es una categoría socio-jurídica y política que permite situarse en el marco de prácticas sociales concretas, como las del campo de la SM; posibilita el ejercicio de derechos sin ninguna clase de condición [biologicista]. Por el contrario, encontramos una naturalización y vaciamiento en la subjetivación cerebral, por obturar el hecho social, histórico, político, e incluso psicológico.

La incompatibilidad entre sujeto cerebral y de derechos quizás pueda ser finalmente ilustrada a través de un ejemplo: en casos de “muerte cerebral” no hay posibilidad de un sujeto cerebral, pero habría igualmente un sujeto de derecho, quien por directivas anticipadas podría acceder al derecho a una muerte digna.

El cerebro es condición para pensarnos y sentirnos desde una u otra identidad; pero de ningún modo ésta se encuentra en nuestro cerebro. De esto último es que se desprenden consecuencias en prácticas sociales en general, en formas de la vida cotidiana, y no sólo en lo atinente a dispositivos en salud o SM.

La diferencia positivizada, la diversidad como un ordenador crucial para abordar el sufrimiento y el malestar, remiten a complejas relaciones, ya que la subjetividad emerge desde la resistencia de los cuerpos, nunca de manera aislada e individualista, sino en un complejo dinámico en el cual se concatenan las resistencias de otros cuerpos[xii]. Diversidad y subjetividad son categorías que implican personas, relaciones, dispositivos e instituciones. Siguiendo a Paul B. Preciado[xiii], y ante las complicaciones del concepto de identidad, resultan convenientes las nociones de diferencia o margen: concebir al sujeto y agente político no como centro autónomo de soberanía y conocimiento, sino como una posición inestable, efecto de constantes re-negociaciones estratégicas de la identidad.

 

Descerebrar la salud mental

 

Que el soma o el cerebro tengan efectos sobre las identidades no es independiente sino dependiente de complejas relaciones: entre personas y con ello que habla más allá de mí mismo. Alguien “es diverso” por el efecto que su cuerpo o su cerebro tienen sobre sí y sobre otros, en un momento histórico y social determinado; de lo contrario la biología será, una vez más, destino.

La ciudadanía se degrada en como si [neo]liberal allí donde no emerge la singularidad puesta hacia lo común, diversidad y conflicto.

¿Será que debamos descerebrar el campo de la SM? “Neurociencias = neoliberalismo” es una igualación perezosa e imprecisa. Se trata de rectificar el lugar del saber neurocientífico, criticar su aplicacionismo acrítico y unicausal, admitiéndolo al mismo tiempo válido por lo incompleto, al igual que los otros saberes que intervienen en nuestro campo. Ensayar interdisciplinariamente puntos de encuentro en las prácticas, profundizando la discusión epistemológica allí donde se avizora inconmensurabilidad.

Excede a este escrito, pero resulta pertinente no omitir las derivas del cerebralismo ─su juntura con el individualismo, el rendimiento y la retórica neoliberal─ en torno a la construcción de ciudadanía y de agendas socio-culturales, multimediáticas, gubernamentales y electorales. En ese sentido, evitando exageraciones paranoides, preocupa igualmente la paradoja de que una forma de ciudadanía, la cerebral, pudiera terminar implosionando a la categoría de ciudadano tal como la conocemos, con un desenlace peor, más sofisticado, más sutil, que cualquier futurismo distópico: un cientificismo sin lugar para ficción alguna.

 

 

Este escrito incluye algunos pasajes de “¿Neurodiversidad? Cerebralismo, ciudadanía y vida cotidiana”, capítulo incluido en Neurocientismo o Salud Mental: discusiones clínico críticas desde un enfoque de derechos (Miño y Dávila, 2020), compilado por el autor y J. A. Castorina.

 

 

[i] Rose, N. (2012). Políticas de la vida: biomedicina, poder y subjetividad en el Siglo XXI. La Plata: UNIPE (p. 270).

 

[ii] Ferreyra, J. A. y Castorina, J. A. (2020). “La hegemonía del ‘sujeto cerebral’ en el campo de la salud mental. Análisis crítico de sus implicancias epistemológicas, clínicas y políticas”. Revista Salud Mental & Comunidad (UNLa). Año 7, Nº8 | agosto de 2020 (pp. 12-33).

 

[iii] Martínez Hernáez, A. (2015). “Antidepresivos y neuronarrativas en la era del sujeto cerebral”. Interrogant, Nº 13 (pp. 53-56).

 

[iv] Cuello, N. (2019). “Presentación: El futuro es desilusión”. En Ahmed, S. (2019). La promesa de la felicidad. CABA: Caja negra.

 

[v] Pitts-Taylor, V. (2010). The Plastic Brain: Neoliberalism and the Neuronal Self. Health 14 (6): 635–52. [PubMed]

 

[vi] Lacan, J. (1972). Conferencia de Milán (12 de mayo de 1972), traducción de Olga Mater para El Sigma.

 

[vii] Ferreyra, N. (2013). La práctica del análisis. Ediciones Kliné: Buenos Aires (p. 57).

 

[viii] Ibid.

[ix] Cvetkovich, A. (1992). Mixed Feelings, Feminism, Mass Culture, and Victorian Sensationalism. Nuevo Brunewick: Rutgers University Press.

[x] Ahmed, S. (2019). La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría. CABA: Caja negra.

 

[xi] Stolkiner, A. (2010). Derechos Humanos y Derecho a la Salud en América Latina: la doble faz de una idea potente. Medicina Social, Vol. 5, nº 1 (pp. 89-95).

 

[xii] Agamben, G. (2005). Profanaciones. Buenos Aires: Hidalgo Editora.

 

[xiii] Preciado, P. B. (2019[2002]). Manifiesto contrasexual. Humahuaca, Jujuy: Editorial La Bicha.

El hecho maldito. Cuarta entrega de Esquirlas del miedo // Marcelo Percia

Estas entregas no persiguen un producto ni se presentan como líneas de una elaboración en curso. Se ofrecen como anotaciones sin articular. Work in progress de un texto que marcha sin progresar. Insinuaciones de una falsa totalidad que no se completa.

Así lo inconcluso que, en sus caprichosas expansiones, hace tambalear el mundo comprendido.

Y, sin embargo, la pregunta de siempre: “¿Qué saberes puedan ayudar a pensar lo que nos está pasando, lo que mortifica la vida en común?”.

 

Nunca antes se vivió algo así.

Ese nunca antes revela la potencia de lo vivo en su singularidad y desemejanza.

Normalidades cancelan el nunca antes. Suprimen lo inédito, lo inimaginable, la primicia. Persuaden que, salvo algunos detalles, está pasando lo mismo de siempre.

 

Noticieros confunden tremendismo con sensibilidad. Compasión calculada con cercanía. Violencias del espectáculo con suavidades calladas que asisten en el desamparo.

Tremendismos se complacen mostrando buenos sentimientos ante un dolor que exhiben a la distancia.

Tremendismos actúan formas de la negación.

 

Clínicas insurgentes atienden aflicciones que no entienden y quieren entender, que no saben y quieren saber, que no pueden y quieren poder. Y, sin embargo, practican un estar ahí que no entiende, no sabe, no puede, no desespera.

 

No conviene traducir egocentrismo como atributo personal. Se llama ego a la ficción de un universo individual.

Daña la idea de un centro propio, se ponga allí al yo, al nosotros, a la patria.

Egocentrismos componen pasiones de la propiedad.

 

En el desconsuelo, el desamparo, la devastación, queda la confortación. Un habla callada que ahonda el tiempo. Una secreta conversación entre soledades que no piden nada, que se acarician sin darse cuenta.

 

Redes sociales actúan como arquitecturas carcelarias.

Pantallas generan, en voracidades cautivas, la constante sensación de estar conectadas, admiradas, ignoradas, incitadas.

La vigilancia perpetua, la ciudad panóptica -que advertía Foucault- se perfecciona.

 

De pronto, estallan villas, barriadas, paradores, hospitales, geriátricos, manicomios, cárceles, cementerios. También violencias, maltratos, abusos, feminicidios. Sin embargo, el sentido común refuerza y blinda sus visiones con repudios y desmentidas que dicen: “Ya lo sé, pero aun así quiero volver a mi vida normal”.

 

Conectividades en dispositivos remotos imponen contundencias inmunológicas y practicidades. Ganan protagonismo por sobre las crudas osamentas que expanden alientos y se frotan. Conectividades destacan ventajas de estar en las redes antes que en las calles.

Negocios de las pantallas están de parabienes.

 

Sensibilidades necesitan estar en un mismo espacio y tiempo para sorber cercanías y distancias. Cuando se sustrae una común presencia, imágenes animadas que no se palpan se fijan en los monitores como maquetas inmóviles, como escenografías planas que extrañan la vida.

 

EE.UU. acusa a China por espiar vacunas. China acusa a EE.UU. por mentir. Laboratorio francés, en caso de tener la vacuna, privilegiará a pacientes estadounidenses como retribución por el dinero recibido.

Capital, nacionalidad, propiedad, identidad, mismidad, blanden el adjetivo posesivo de la hostilidad “La vacuna: ¡mía!”.

 

Erosiones, desertificaciones, sequías, incendios, extinción de especies, calentamiento y catástrofes climáticas, enferman la vida.

Una común salud o nada.

 

No importa si el capitalismo tiene o no fecha de defunción. Urge otra cosa: practicar la deshabituación de sus maneras de hablar, pensar, actuar. Se necesita deshabituar sus modos de desatar y adormecer pasiones.

 

El capitalismo no se siente amenazado por utopías alternativas que se organizan políticamente para derribarlo. La inminente adversidad del capitalismo reside en su necesidad ilimitada de acumulación.

 

Sensibilidades incuban rabias de una común aflicción.

 

Vidas después de los manicomios conocen, antes del virus, el distanciamiento social. Lo padecen en la ciudad que estigmatiza. Y, a veces, lo practican para no absorber tanto dolor, tanta amenaza, tanto nerviosismo, tanta presión, tanto imperativo de éxito y rendimiento.

 

Sensibilidades llevan máscaras. Máscaras que aíslan y protegen. Máscaras que esconden, asustan, fascinan, infaman, dan risa, alivian timideces, ayudan a respirar. Ahora se portan barbijos como signos de miedo, fragilidad, amenaza, fastidio, cuidado.

Una común mascarada de tristeza.

 

Convocaron a través de las redes, hace unos días, a una marcha contra el comunismo del gobierno. El llamado revela el pánico de las derechas anti estatales cuando una decisión política prioriza la salud pública.

Peter Sloterdijk razonó, hace unos años, que si “el sistema jurídico es el sistema inmunológico de la sociedad”, no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo.

Por ahora, sistemas jurídicos del sur están lejos de componer sistemas inmunológicos confiables.

Urge una común inmunidad como condición planetaria que asegure la salud, sin fronteras privatistas de los estados nacionales.

 

El miedo tiene que ceder lugar a la indignación.

En toda la extensión terrestre se precisa garantizar derechos a la alimentación, a la salud, a la educación, a la vivienda, a las rarezas.

Si hay Estados que aseguren -por lo menos- eso. Si no, que no los haya.

 

Un animal encerrado en una jaula, transportado kilómetros, mal alimentado, hacinado durante días hasta que lo vendan, lo maten, lo coman, se encuentra estresado, con el sistema inmunitario bajo y la carga viral alta.

La civilización lo transforma en un peligro biológico.

 

No se trata de “barrios vulnerables”, sino de poblaciones expulsadas, heridas, abusadas. Distanciadas de las opulencias de la ciudad, condenadas a padecer amontonadas.

 

Exclusiones, prescindencias, descartes no ocurren de un día para otro. Tampoco abandonos y expulsiones se ejecutan de una vez. Al tiempo sin porvenir no se entra de repente. Hambres y desnutriciones maceran vidas desechables.

 

Al padre Carlos Mugica lo matan catorce balas en el pecho. Cuarenta y seis años después, también en mayo, a Ramona la matan doce días sin agua en el barrio que lleva el nombre de Carlos.

¿Quiénes morirán en la villa que, en un tiempo, bauticen con el nombre de Ramona Medina?

 

En la misma ciudad, sensibilidades estudiosas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, en colaboración con el Instituto de Ciencia y Tecnología Milstein, desarrollaron un test molecular para diagnosticar la Covid-19.

 

Automatismos de moda repiten que se trata de que “cada sujeto se relacione con su propio deseo”. Cuestionan el capitalismo, pero siguen creyendo en sujetos libres, dueños (en masculino, claro) de optar, entre misteriosos y apetecibles objetos.

 

Además de vacunas hará falta inventar algo que posibilite un común vivir que no acepte la crueldad. Concebir ideas que ayuden a soltar lastres de sufrimientos ensimismados como culpas, odios, envidias, resentimientos

 

Ni el capitalismo ni la crueldad se comportan como un virus.

El capitalismo no representa una peste. Aunque la metáfora conmueva, el capitalismo no equivale a una enfermedad, resulta de una decisión civilizatoria.

La crueldad no representa un mal inherente o contagioso. Se trata de un goce que solicita una decisión en su contra. Una decisión que rehúse dañar, que se abstenga de lastimar, que resista el poderío que hacen sentir actos de dominio y ensañamiento.

Rehusarse aún queriendo, abstenerse aún deseando, impedirse mortificar aún disfrutando: esa decisión se vuelve condición de un común vivir, de un común cuidar, de un común amar.

 

Espiar, desconfiar, delatar, expulsar, actúan como infinitivos de individualismos vecinales que confunde un común vivir con cóleras comunitarias que exaltan seguridades personales e intereses propietarios.

 

Cuando se cree tener más tiempo, se constata que una sola vida (ni muchas) alcanzan para hacer todo lo que se desea. Para colmo, no se puede dar un paseo o tomar un café, con otras cercanías también saturadas, para aventar, por un rato, lo inconmensurable.

 

Hablas del capital prefieren ansiedades, apatías, aburrimientos, antes que angustias. Prefieren medicar, entretener, fascinar, orientar, estimular, antes que perplejidades que no se medican, no se entretienen, no se fascinan, no se orientan, no se estimulan.

Angustias moran la vida sin velos.

 

Lo común no se reduce a las relaciones que tenemos con otros, buenas o malas. Tal vez la idea de lo común tendría que desprenderse de la idea de los unos y los otros.

Lo común modula cercanías y distancias que alojan soledades sin clasificar.

 

La literatura argentina comienza con una escena de tortura en la que la víctima, antes de sufrir más humillación y vejación, revienta de rabia e impotencia dejando un río de sangre.

Un elegante joven unitario, extraviado, que entra en el matadero, se encuentra con la chusma plebeya. Animales que carnean animales. Echeverría (1840) identifica la barbarie con la animalidad. Y lo popular con la irracionalidad.

El matadero relata una ciudad segmentada. La vida social como territorios paralelos que, cada tanto, se tocan por accidente, error, fatalidad.

Paralelismos se extienden como pentagramas en los que diferentes fantasmas de una ciudad cuelgan sus notas.

Para la ciudad blindada, una de las catástrofes de esta enfermedad reside en que el virus cruza todas las vallas.

 

Se suele designar (con el artículo y en masculino) a quien se considera otro, como el semejante. Pero se trata de sensibilidades que se aproximan y se alejan, a la vez, en sus infatigables desemejanzas.

Se suele designar (en masculino) como prójimo a quien se admite en proximidad.

Se instala la distinción entre próximos y lejanos, entre familiares y extraños, entre compatriotas y extranjeros.

Se establece el nosotros y el ellos, se opta entre la hospitalidad y la hostilidad.

La idea de un común no solo se puede pensar como lo cercano, próximo, semejante, necesita alojar, en simultaneidad, extrañezas, distancias, desemejanzas.

Se necesita desmontar, en el lenguaje, gramáticas razonadas de guerra.

 

Una común extrañeza no reside en compartir una misma extrañeza, sino en un común respeto por rarezas irreducibles, no agrupables, no compartibles.

 

Ciertos modos de hablar y nombrar lastiman la vida.

Los tiempos del virus podrían actuar como oportunidad alfabetizadora.

Se necesita aprender a vocalizar la vida como si comenzáramos por primera vez.

 

John William Cooke (1967) en La revolución y el peronismo, escribe: “el peronismo es el hecho maldito de la política del país burgués”. A lo que agrega que el ciclo capitalista “está decrépito sin haber pasado por la lozanía”.

Ampliando una observación de Horacio González sobre el malditismo como astucia de las lecturas políticas paradojales, se podría decir que el coronavirus se presenta como hecho maldito del capitalismo planetario. Epidemia que cuestiona el mundo conocido, a la vez que lo conserva y lo afirma.

 

Casa tomada: ¿y si nuestras pesadillas anuncian la revolución? // Carolina Meloni

[Este texto es el fruto de largas conversaciones, mensajes de voz, correos y llamadas de auxilio a queridxs amigxs durante la cuarentena. Si no hubiera sentido la cercanía de sus voces, interpretaciones, sabios consejos y pensamientos, a pesar de la distancia que nos separaba, no habría sido capaz de enfrentarme a mis ratas. Mi agradecimiento infinito al Transcomando (María Galindo y Paul B. Preciado), a Sofía Ugena-Sancho y Mafe Moscoso, que me han empujado, literalmente, a escribirlo. Gracias también a Darío Buñuel por regalarme sus ilustraciones y dejarse llevar por el rizoma.]

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Mucho antes del anochecer
entra en tu casa quien con lo oscuro el saludo cruzó.
Mucho antes de amanecer
despierta
y atiza, antes de irse, un sueño,
un sueño resonante de pasos:
le oyes recorrer las lejanías
y hacia allí lanzas tu alma.

Paul Celan, “El huésped”

Un extraño trastorno emotivo ha hecho nido en nosotros. Como un imperceptible clinamen, un leve temblor, en apariencia. El cuerpo, la carne, la materialidad más pura que nos conforma, permanece aislada, tabicada, envuelta en mascarillas, guantes y destila los vapores alcohólicos de desinfectantes en gel. Mientras, las dimensiones afectivas, intuitivas y perceptivas parecen ir acumulando, en sus mallas recolectoras, todas aquellas experiencias del exterior para transmutarlas en símbolos oníricos. ¿Cómo y qué soñamos durante las noches del COVID-19? ¿Qué efectos en el inconsciente comienzan a tener las mutaciones espaciales, sociales y corporales que estamos viviendo? ¿Qué fantasías inciertas y endebles estaremos produciendo en el interior de cada uno de nosotros? ¿A qué umbrales desconocidos y subterráneos nos empezamos a asomar?

Para muchos, el confinamiento ha traído consigo noches inquietantes, extrañas y perturbadoras. A medida que los días se suceden, en una letanía monótona, vamos normalizando el aislamiento, casi sin percibirnos de ello. El murmullo del mundo se va apagando, al mismo tiempo que una apatía viscosa comienza a apropiarse de nuestros cuerpos y mentes. Todo parece haber adquirido un aura de irrealidad, incluso, de fantasmagoría. También de sofoco, de malestar e incapacidad: nos cuesta concentrarnos, leer, escribir. Será que, como afirma Rolnik, “una atmósfera siniestra envuelve el planeta” y el aire de nuestro ambiente se encuentra saturado de partículas tóxicas, de cepas minúsculas que nos impiden respirar.

Sin embargo, las noches parecen venir cargadas de vida propia. Los cuerpos anestesiados y disciplinados, asépticos y desinfectados, parecen entregarse a delirios alocados y esquizofrénicos de un tejido onírico tan rico como ominoso. Mutamos y viajamos, nos trasladamos a lugares desconocidos, animales y seres extraños hacen su aparición entre las sombras nocturnas. Como si una incontrolable máquina deseante se hubiese puesto en marcha, somos investidos por devenires y ansias, por miedos y traumas, por deseos inconclusos y fantasmas que nos visitan para susurrarnos enigmas oníricos. Las noches del COVID-19 vienen también plagadas de muertos, espectros de seres queridos que parecen retornar para reclamar antiguos duelos. Acaso ¿”se ha convertido el mundo en un cementerio cargado de energías fúnebres”, como afirma María Galindo?

EL HOMBRE DE LAS RATAS

Has vuelto a cerrar la puerta
para escapar a la oscuridad,
solo que está como boca de lobo
en ese armario.

Gloria Anzaldúa

El encierro y aislamiento han desestabilizado mi sueño, mis sueños. Hay noches en las que dormir se torna una misión casi imposible. En ocasiones, el sueño es frágil y efímero, en otras profundo y complejo. Algunos días, resulta absolutamente complicado conciliar un descanso reparador tras rutinas monótonas; otros, en cambio, me siento succionada por pesadillas y terrores nocturnos que me despiertan envuelta en sudores, ansiedad y desasosiego. Me invade la extraña percepción, psíquica y corporal, de que los umbrales espacio-temporales entre la cotidianeidad y el inconsciente han sido también contagiados, trastocados por la cepa que se ha instalado entre nosotros. Y mientras las fronteras entre lo íntimo y lo público, la casa y la calle se vuelven cada vez más infranqueables, por las noches, la puerta que nos conecta con la vida onírica se hace más porosa y viscosa. Como un gusano o larva, entro y salgo de ese mundo imaginario que produce incansablemente mi inconsciente; me deslizo en él, dejándome atrapar como si de una tela de araña se tratara.

Entre todos esos fantasmagóricos relatos que he ido tejiendo durante la cuarentena, hay uno en especial que me ha dejado tan confundida como perpleja, teniendo que volver a sus símbolos en más de una ocasión para poder reinterpretarlos y comprenderlos, a pesar de la claridad de muchos de ellos:

Pesadilla - ratas armario
Dibujo: Darío Buñuel

Soñé, soñé contigo, una pesadilla tan espantosa y perturbadora que aún me persigue su recuerdo. Me asedia tu fantasma, desde el umbral que nos separa. Dormía, con la luz apagada, en tu habitación, la misma en la que hallaron tu cuerpo. Podía divisar desde la cama la puerta de entrada, desde la cual se iba perfilando tu figura fantasmal. Lentamente, ibas acercándote a mí y te deslizabas en la cama, acostándote a mi lado. Tú, espectro sin rostro, fantasma silencioso, intangible y aterrador, que vienes a asediar mis noches y sueños, que no cesas de inquietar mi descanso. En un afán de dar luz, de enfrentarme a tu aparición, encendía la lámpara de la mesilla de noche. Cuando mi mirada se posaba en tu lado de la cama, ya no era un fantasma lo que allí me esperaba, sino tu cuerpo, descompuesto y podrido. Encarnado y real, corrompido e inerte. Corría despavorida ante semejante visión, pero, en vez de dirigirme a la puerta como medio de huida, irracionalmente abría un desvencijado armario que estaba en frente de la cama donde había dejado tu cadáver. Al abrir esas puertas, caían sobre mí parvas de ropa sucia y tras ellas, una manada de ratas se abalanzaba sobre mí. Fue entonces cuando, horrorizada ante semejante visión, desperté, agitada y cubierta de sudor.

En una primera fase de enfrentarme a este sueño pandémico, mi lectura fue bastante lineal, superficial, incluso en los lindes marcados de un psicoanálisis de corte freudiano en su más puro estilo. Muchos de sus símbolos estaban directamente relacionados con la muerte de mi padre, ocurrida en extrañas circunstancias, en esa misma habitación que aparecía en mi sueño. Intenté tranquilizarme buscando justificaciones a semejante pesadilla relacionándola con el espacio de duelo que se ha abierto durante estos días. Pensé que era más que lógico que duelos inconclusos y diferidos se nos hicieran presentes después de tanto tiempo (mi padre murió cuando yo tenía 18 años), dado que también las fronteras entre vivos y muertos se han difuminado durante la crisis del coronavirus: nos despertamos con cifras, con imágenes de cuerpos, fosas, ataúdes y camiones repletos de cadáveres.

Buscando respuestas, volví a algunos textos clásicos, ya trabajados por mí en otros contextos. Releí el inquietante artículo de 1915, en el que Freud distingue el duelo de la melancolía. Si el primero supone un estado de pérdida, ―no patológico, pero sí individual―, la segunda sí es considerada como un estado morboso en el que el sujeto queda atrapado por la apatía, el desinterés hacia el mundo exterior, la incapacidad de amar y la inhibición de todas las funciones. En definitiva, la relación existente entre duelo y melancolía no es sino la consecuencia directa que se produce cuando no tiene lugar la elaboración y resolución del trabajo de duelo. La melancolía encierra al sujeto en la repetición compulsiva, lo instala directamente en el trauma, lo liga infinitamente al objeto perdido, haciéndolo incapaz de salir del círculo enfermizo del recuerdo. Me pregunté, entonces, si el espectro de mi padre, cual muerto vagabundo y errante, no duelado ni llorado en su momento, reaparecía de alguna manera porque se hallaba encriptado en mi memoria más profunda, en esas capas tan lejanas del inconsciente a las que no solemos acceder.

Se sumaba a ese muerto, anudado en mi interior, otro duelo, más real y reciente. Otro extraño huésped latía en mí, enquistado y silencioso. En plena pandemia, había tomado la decisión, la resolución categórica, de finalizar con una difícil historia de amor de la que no había sido capaz de alejarme durante meses, a pesar del dolor y la vulnerabilidad que me había generado. Por primera vez, tuve la fuerza y el valor suficientes para cerrar todo posible influjo, de neutralizar el poder que esa persona había tenido sobre mí, siendo capaz de desarmarme con apenas una mirada. Como si me hubiera contagiado por el virus, seguí estrictamente todos los protocolos de seguridad y aislamiento: corté toda posible comunicación y sellé meticulosamente cualquier ventana virtual que pudiera mostrarle algo de mí y viceversa. Poco a poco, cual paciente enfermo en su aséptica cápsula de aislamiento, mi cuerpo y mi alma se iban transformando en una suerte de sarcófago, de cripta, precintada ante cualquier agresión del otro, evitando así toda posible fuga radioactiva que pudiera rozar, aunque levemente, mi piel.

¿Qué tipo de formaciones y regímenes despóticos germinarán en nuestro inconsciente postpandémico? ¿Será acaso colonizado y captado por deseos reactivos? ¿Qué estructuras arborescentes vendrán a disciplinar nuestra potencia vital?

La cripta: nombre extremadamente bello e inquietante que utilizan Abraham y Torok para describir, precisamente, esos estados patológicos de duelos negados, diferidos y no elaborados, que nos hacen morar en el trauma y en la melancolía. La cripta es un enclave, según Derrida, de quiste o bolsillo invaginado en el interior del Yo que alberga esa imposibilidad de asimilar, de digerir por completo el objeto externo. La cripta, por tanto, en tanto que cuerpo extranjero invaginado en el interior del Yo, supone siempre un “efecto fantasma” (Derrida, 1976). Especie de habitáculo, de casa tomada o guarida fantasmal en el interior del Yo en la que se aloja la alteridad.

Pude verme habitada, asediada, por esas alteridades inapropiables e indigeribles, parasitada y contaminada por esa ropa sucia y esas ratas, portadoras de pestes y enfermedades. Y a pesar de mis torpes intentos de cerrarme ante el mundo, un exterior amenazante se abría y caía sobre mí al abrir la puerta de ese oscuro armario. Como sucede en ese ominoso cuento de Cortázar, mi casa, como fortaleza y refugio, como el interior más recóndito de mi ser, se hallaba tomada e invadida por espectros y roedores infectos, que iban apoderándose de cada rincón y de cada estancia. Me encontraba totalmente asaltada por una alteridad radical, imposible de incorporar, de introyectar. Mis fantasmas no duelados retornaban, una y otra vez, como“muertos-vivientes”, como arribantes absolutos, prestos a desestructurar y pisotear el musgo de mi meticulosa guarida.

DE LOBOS Y ROEDORES: ¿QUIÉN? ¿YO, MI PSIQUE, LA BESTIA-SOMBRA?

Invoqué a las plagas para ahogarme en la arena, en la sangre.
La desdicha fue mi dios. Me tendí en el barro.
Me sequé al aire del crimen.
Y me burlé de la locura a lo grande.

Arthur Rimbaud

Tumbado en su cama, el pequeño Sergei observa con estupor que la ventana de su cuarto se abre lentamente. Llevado por la curiosidad, pudo hacer frente a su temor inicial y armado de valor fue acercándose al alféizar. La visión que le esperaba allí fue tan aterradora que iba a perseguirle hasta muy avanzada su adultez: subidos a un árbol, seis o siete lobos, impasibles, le miraban fijamente de manera amenazadora.

Pesadilla - lobos
Dibujo: Darío Buñuel

En este aparentemente sencillo sueño infantil, tiene su origen uno de los casos más conocidos del psicoanálisis. Asimismo, debemos a Deleuze y Guattari una de las reinterpretaciones más revolucionarias del famoso “hombre de los lobos”. Un año después de escribir sobre el caso en la Historia de una neurosis infantil, Freud publicaba “El inconsciente” (1915), cuya tesis fundamental pivota en el descubrimiento de la represión como matriz de aquello que el aparato psíquico no permite acceder a la consciencia. Nada más descubrir un rizoma, nos dicen Deleuze y Guattari, Freud no hace más que volver al esquema de las raíces, a las genealogías familiares arbóreas y jerárquicas. Todo el arte de las multiplicidades moleculares que hallamos en el inconsciente, es encerrado y enclaustrado en unidades molares, en temas familiares, en los sucios secretos de la alcoba de papá y mamá. Y la manada de lobos que, cual cuerpo sin órganos, atravesado por desiertos informes, líneas de fuga creadoras, poblado de locos devenires e intensidades insospechadas, asediaba las noches de Sergei, termina por reducirse al teatro antiguo del triángulo edípico.

“El gran descrubrimiento del psicoanálisis ―afirman Deleuze y Guattari― fue el de la producción deseante, de las producciones del inconsciente”, […] inmediatamente enclaustrada en las cuatro paredes del hogar burgués.

“El gran descrubrimiento del psicoanálisis ―afirman Deleuze y Guattari― fue el de la producción deseante, de las producciones del inconsciente”, producción altamente revolucionaria y creadora que es inmediatamente enclaustrada en las cuatro paredes del hogar burgués. “Edipo supone una fantástica represión de las máquinas deseantes”. A la luz del caso del hombre de los lobos, Deleuze y Guattari nos presentan una cartografía del inconsciente a la manera de una madriguera, con numerosos recovecos donde esconder nuestros deseos más inconfesados, ramificada y con conexiones múltiples. Nunca arbórea ni jerarquizada. Poblada de lobos, agujeros y seres extraños, que no terminan de territorializarse en una matriz hegemónica primigenia. De este modo, la manada de lobos puede, en un momento determinado, crecer de forma indiscriminada, como el desierto, sin dirección fija, pudiendo conectar con otras máquinas deseantes o rizomas alejados o próximos, desterritorializándose, como una especie de línea de fuga, sin que podamos señalar un punto de origen, un centro ordenador desde el cual se distribuyen las raicillas. La interpretación psicoanalítica del hombre de los lobos, centrada en la castración y el trauma infantil, obsesionada por la figura de un padre autoritario, intenta en todo momento reducir las multiplicidades salvajes del pequeño Sergei, para convertirlo en un perrillo domesticado.

Pesadilla - ratas
Dibujo: Darío Buñuel

Enclaustrados en nuestras habitaciones, la horda emancipadora viene a rescatarnos de todas esas segmentarizaciones binarias que nos atraviesan. Anidan en nuestro inconsciente manadas de ratas que atraviesan armarios, lobos que nos esperan detrás de una ventana, hormigas, insectos y monstruos que nos permiten, de alguna manera, mutar, transformar nuestros deseos y anhelos. Necesitamos una verdadera visión zoológica de nuestro inconsciente, como máquina deseante, creadora y emancipadora. Ansiamos, aún sin saberlo, transformarnos en todos aquellos animales kafkianos que con sus cantos, risas y temblores, hacen tambalear toda máquina burocrática y despótica. Deberíamos, así, dejarnos atravesar por esas hordas bárbaras y primitivas, indomables, sin jerarquía posible, sin ley ni disciplina.

¿Y si me enfrentaba a mi sueño primigenio desde una perspectiva transformadora y radicalmente diferente de la que había partido en un primer momento? ¿Acaso no estaba yo misma encerrando mi deseo en el esquema de la falta, la carencia, el duelo de un padre ausente o un amor fallido? ¿No era quizás ese armario, que abría con desesperación, la puerta hacia un afuera insondable, hacia un flujo inmenso, que me permitiría abandonar esa habitación del duelo y la melancolía? Mientras repensaba una y otra vez en la fuerza irruptiva de la manada de ratas, volví a aquellos bellos textos de Anzaldúa, a quien eran las serpientes las que acosaban sus sueños nocturnos. Años le costó entender a la escritora chicana que esa inquietante serpiente de sus pesadillas, no era sino ella misma, en cada mutación y cambio de piel. Hay un devenir-animal, un cuerpo y un alma animal que, cual bestia indomable, nos atraviesa desde el mundo onírico. Y cuando comprendí eso, decidí hacer el cruce. Cerré mis ojos, tomé las riendas de mi pulsión vital y me dejé llevar por ese rizoma monstruoso. Fue entonces cuando perdí el miedo

 

LA GRAN MUTACIÓN: ESBOZOS DE UN SUEÑO POLÍTICO

Necesitamos aprender colectivamente
a habitar nuevas historias.

Donna Haraway

Toda crisis trae consigo cierta perturbación del espíritu. Independientemente de las características que esta posea, de sus orígenes y genealogía, de los trazos materiales, económicos, políticos o naturales que la hayan desencadenado, la crisis, en sí misma, supone un elemento desestructurador de facto, tanto de aquellas estructuras sociales y simbólicas, como de nuestras precarias almas y mentes. En este sentido, resulta altamente clarificadora la definición dada por Freud de una “catástrofe social”, la cual posee, según el autor, una continuidad evidente con la catástrofe psíquica, sobrevenida cuando nuestros muros contenedores de lo traumático se hacen ineficaces y la negatividad invade nuestra existencia, sin que podamos controlar el derrumbe que se avecina. Similar a este quiebre individual, también la catástrofe social conlleva un aniquilamiento, una ruptura profunda, una fractura, pero en este caso en el orden de los sistemas simbólicos, imaginarios y políticos que las instituciones sociales han establecido como hegemónicos. Ambas crisis o catástrofes, tanto la colectiva como la individual, terminan por desestabilizar el mundo, nuestro mundo, aquel que una comunidad o un individuo concreto construyen, permitiendo reconocerse en sus moradas, sentirse acogidos y protegidos en estas.

Son muchas las transformaciones espacio-temporales que el COVID-19 ha traído consigo. De ahí que Paul B. Preciado la haya denominado “la Gran Mutación”. Nuestros cuerpos aislados y encerrados en la intimidad de los hogares se han visto atravesados por diversas mutaciones, algunas más visibles que otras, relacionadas directamente con nuestra retirada del espacio público. Quedan, sin embargo, por analizar aquellas modificaciones más silenciosas y recónditas, que como leves temblores o susurros comienzan a manifestarse en la interioridad misma de nuestro espíritu. ¿Qué tipo de formaciones y regímenes despóticos germinarán en nuestro inconsciente postpandémico? ¿Será acaso colonizado y captado por deseos reactivos? ¿Qué estructuras arborescentes vendrán a disciplinar nuestra potencia vital? ¿Seremos capaces de politizar nuestro malestar?

Necesitamos una verdadera visión zoológica de nuestro inconsciente, como máquina deseante, creadora y emancipadora.

Durante los años 33 al 38 del pasado siglo, la periodista Charlotte Beradt llevó a acabo una minuciosa recopilación de sueños, procedentes de todo tipo de personas con distinta condición social y de género. Esta amplia cartografía onírica, publicada bajo el título Los sueños durante el Tercer Reich, confirmaba algunas de las tesis freudianas, revisadas a raíz de la neurosis traumática provocada por la Primera Gran Guerra en Más allá del principio del placer, pero, fundamentalmente, establecía una continuidad con la teoría del inconsciente junguiano, mucho más socio-histórico que el freudiano. Beradt llegó incluso a calificar los sueños recopilados durante su trabajo de campo como “sueños políticos”, en los que el miedo, la ansiedad e incertidumbre se repetían compulsivamente como efectos directos de un régimen totalitario sobre nuestra percepción simbólica del mundo.

Pesadilla - rata
Dibujo: Darío Buñuel

Es posible, nos decía Freud, que podamos comparar nuestro insondable inconsciente con los tentáculos de un pulpo que, levemente, palpa el mundo exterior, para retirarse inmediatamente a su madriguera. ¿Qué tocará ese animal interno de este mundo desencajado y dislocado? ¿Qué restos se pegarán en sus extremidades y de qué forman llegarán a nosotros? Afirmaba Jung que no podemos reducir la función onírica a ser una mera depositaria de nuestra memoria, como si de un cubo de basura se tratara que se limitara a recoger los traumas y desperdicios que queremos esconder. Perderíamos, con ello, toda la fuerza productiva, creativa, incluso revolucionaria de nuestros sueños. Hay en ellos, incluso, “un espíritu que no es totalmente humano, sino más bien una bocanada de naturaleza”. Frente a los dispositivos disciplinadores de la conciencia, los sueños abren una conexión con el deseo, el cuerpo, la animalidad, la vida, radicalmente instintiva y emancipadora. El sueño nos sitúa literalmente ante el umbral, ante ese afuera indómito que, cual manada de ratas, nos asalta de manera imprevista.

Resulta evidente que cierta dimensión onírica se ha abierto con la pandemia. El mundo, tanto el exterior como el que portamos en lo más íntimo de nosotros, acude y llama a nuestra puerta, a nuestras ventanas. Hemos encerrado la potencialidad imaginativa y emancipatoria de nuestro tejido onírico a la individualidad más pura, a la crisálida de un yo y sus fantasmas, alojándolo en el interior de nuestras secretas moradas. Aprendamos a tejer historias colectivas con nuestros sueños, deseos, anhelos y cuerpos. Abramos esos insondables armarios y dejemos salir nuestras indisciplinadas hordas. Rumiemos juntos ese afuera primitivo que nos habita. Porque “las casas de los hombres forman constelaciones en la Tierra” (G. Bachelard).

CAROLINA MELONI GONZÁLEZ: PROFESORA DE ÉTICA Y PENSAMIENTO POLÍTICO. UNIVERSIDAD EUROPEA DE MADRID

Fuente: El Salto Diario

 

Los sueños en cuarentena: soñar el psicoanálisis // Julián Doberti

I

El poeta argentino Arturo Carrera, en un breve ensayo sobre la obra de Juan Gelman, sugiere que uno de los efectos de la poesía es el producir pausas de universo. Efecto que acerca, aunque no confunde, la poesía y los sueños. 

Freud se animó a preguntar, después de haber escrito los dos tomos de La interpretación de los sueños, de haber construido esa inmensa metapsicología soñadora que incluye los movimientos de condensación y desplazamiento, la trasposición de las representaciones en imágenes, la operatoria de la censura, etc.: ¿Por qué dormimos? 

Imagino un Freud súbitamente niño, que se detiene maravillado, levemente atemorizado, por la irrupción de una interrogación que lo atraviesa y de la que no puede sustraerse. Vuelve, entonces, sobre una cuestión esencial, sobre esa cuestión fundamental: por qué dormimos. Aclara que existen explicaciones biológico-médicas, fisiológicas; está al tanto de que el reposo es necesario para el metabolismo celular, pero desde el psicoanálisis se puede decir otra cosa (quizás esa sea una definición lúcida del psicoanálisis: un discurso que dice otra cosa, abre otra lectura sobre lo dado, causa una diferencia en la repetición agobiante de lo mismo). Para Freud dormimos porque no soportamos el mundo, porque el mundo sin interrupciones nos es insoportable, porque no toleraríamos existir sin el periódico repliegue, sin la recurrente pausa –y aquí se trata de una forma frágil de refugio- que nos provee el retorno de las catexias libidinales durante el dormir. 

Sucede que esa pausa del universo de la realidad no suspende el deseo, sino que lo hace expresarse de un modo muy particular. Del análisis de esa aproximación al deseo inconsciente en los sueños nace el psicoanálisis: experiencia deseante que alguna vez Lacan nombró erotología, cruce de Eros y el discurso, entrecruzamiento de las palabras con un silencio ardiente que las recorre, las vuelve cuerpo. 

II

¿Qué le falta al que ama? se preguntó alguna vez Lacan. ¿Qué le falta al que sueña? es una interrogación que se hace presente y recorre muchas páginas de Pontalis. Sueños y amores velan el dolor de existir; no desmienten la castración, tampoco la reprimen, son espacios donde la suavidad puede circular sin rechazar lo que nos hace falta, lo que nos hace hablar. 

Anne Dufourmantelle escribió que el sueño es una resolución erótica del compromiso neurótico. Los sueños en psicoanálisis son eróticos porque allí nos las vemos con Eros, con el cruce singular de Eros con la palabra. Así como hablamos porque fuimos hablados, soñamos porque fuimos soñados. 

Pontalis piensa que conviene alojar los sueños en un análisis tal como se alojan las palabras.  No se trata de reducir los sueños a palabras, sino del modo en que se escucha un cuerpo que habla en transferencia, una cierta manera de estar disponibles frente a lo que no entendemos, lo que se escapa cada vez. Esa escucha se acerca a lo que encuentro en un poema de Claudia Masin: “querías que escribiera palabras que pudieran/ hacer lo que hace la música:/ andar sobre el silencio sin dañarlo, ser parte/ del silencio, de las cosas que no deben ser dichas,/ de esas a las que no podemos acercarnos siquiera/ sin que escapen. Yo te dije que lo único/ que se parece a la música es tocar/ y ser tocado…”. En un análisis las palabras no dañan el silencio, nos tocan sin sentido porque el sentido, por fin, puede empezar a perderse. 

III

Estamos viviendo -¿estamos viviendo?- en cuarentena. Son días difíciles, noches en las que sobreviene el insomnio, la inquietud, la espera que devora las horas, la inminencia suspendida en cifras que adicionan muertes, contagios, peligros que acechan junto con demandas de productividad que no ceden. La soledad oprime, el tiempo se torna espeso. 

Freud y Lacan recurrieron, en distintos momentos, a figuras que asocian el deseo con algo que se mueve (entre los significantes, entre las cargas de las representaciones, entre instancias psíquicas, etc.). ¿Qué sucede con el deseo que nos mueve cuando no nos podemos mover? 

Estas semanas, en conversaciones con distintas personas, me entero de que muchos estamos soñando cuando conseguimos, finalmente, dormirnos. Suelen ser sueños que, sin llegar a ser pesadillas –aunque también-, dan cuenta de cierta perturbación que culmina en un estado de angustia leve o malestar difuso, a veces cercano a la extrañeza que puede causar lo siniestro. Despertamos sin haber descansado. 

Octave Mannoni, un psicoanalista francés muy lúcido, escribió en 1966 un bello artículo que tituló “La otra escena”. Retoma el sintagma freudiano que da nombre al texto para designar esos otros espacios que constituyen la realidad psíquica, las fantasías, los sueños: escenas que nos permiten sustraernos de la escena del mundo. Mannoni conjetura que si esos refugios se pierden caemos en el estado que llamamos locura. Dice que la fantasía, en tanto otra escena, “tiene la libertad de estar sin ser”. Quizás habitar el encierro de la cuarentena nos prive de esa libertad. ¿Cómo conseguir estar sin ser cuando proliferan los discursos que nos advierten, tan literales, sobre los peligros que acechan nuestros cuerpos, nuestra anatomía, el aire que respiramos? La otra escena solía ser “otra” en relación al mundo. Pero cuando el mundo, como cantaba Charly García, tira para abajo, ¿es mejor no estar atados a nada? Quizás algo de esa nada emerge en los sueños. 

En Al margen de las noches, libro de una sensibilidad que estremece, Pontalis lee sueños recopilados de prisioneros de campos de concentración nazis. Escribe: “encontramos lo más extraño en los sueños repetidos de un color (…) los colores son un grito frente a la muerte: el azul que protege, el azul que, en un sueño, es el de las dos manos de la madre del poeta. ‘En ese momento, tuve la certeza de que retornaría del infierno concentracional’. El verde era el color de las puertas que un día se abrirían. Y ese rojo, sobre todo, ese rojo que estalla, concentrado de energía. El rojo de las cerezas del verano, el rojo de la sangre que circula por nuestras venas. Tantos colores salvadores en la negra noche.”

Los colores soñados son salvadores en un sentido que los despoja de cualquier ingenuidad épica. No impiden la muerte, ni curan el hambre, ni abren las puertas de los campos. Sin embargo, en el encuentro con esos colores que están sin ser durante lo que dura el sueño, otro tiempo se abre, otra textura entra en la vida, otra escena irrumpe en medio del horror. Los sueños, siempre singulares, también nos hablan del universo social e histórico. 

Quizás una política que sueña sea aquella que nos permita armar espacios que funcionen como otras escenas posibles, aunque sean efímeras, aunque haya que volverlas a construir al día siguiente como castillos de arena. Habitar la fragilidad de lo onírico, de las fantasías y las ficciones con otros, en un tiempo donde los refugios que inventamos pueden acercarnos entre tanta lejanía.

La narración como acto político // Lila M. Feldman*

El psicoanálisis es un lenguaje y una escritura. Es un modo de conversar, un modo de estar presente, el tono y el clima de esa conversación. Esa conversación suele tener lugar en un consultorio (otras veces en el pasillo de un hospital, hoy en la materialidad que han tomado las videollamadas, conversaciones telefónicas, cartas), o en algún otro lugar, pero también continúa entre una sesión y otra. Nos volveremos a enterar en la sesión siguiente, todo lo que esa escritura siguió escribiendo a lo largo de los días, a veces sobretodo es el paciente quien lo hace, y muchas otras el analista. 

El psicoanálisis también es una forma de la memoria. Una memoria particular, que permite que conserve vivo en mí, aunque no piense en ello durante un tiempo largo o pequeño, la historia de cada paciente y la historia del tratamiento. Nunca deja de asombrarme acordarme tanto: detalles, pequeñeces, gestos, relatos, que puedo olvidar incluso pero frente al paciente inmediatamente recupero, en “atención flotante”.

El psicoanálisis cura y crea. No cura todo, ni cura siempre, pero cura cuando crea.

Crea. Por supuesto, hablo de crear. Pero también hablo de creer. ¿En qué cree un psicoanalista?

Lxs analistas necesitamos creer, en la medida en que recibir a un paciente y embarcarse en ese viaje, implica, lo sepamos o no, realizar una enorme apuesta. Lxs analistas nos desanimamos muchas veces, pero creemos. Creemos en lo que escuchamos. Y en lo que hacemos. El psicoanálisis no es una técnica, ni un procedimiento. No hay dos pacientes iguales. Ni dos analistas iguales. Sí es un método. Sabemos desde dónde hacemos, mientras que no sabemos lo que hacemos, mientras toleramos no saberlo, o ponerlo en suspenso.

La posición del analista consiste, para mí, en recuperar lo que hicimos para pensarlo, lo que hicimos porque estuvimos disponibles. Asociación libre y atención flotante son brújulas invariables, también lo es la teoría. El resto se construye. Lxs analistas creemos porque sabemos que en algún momento arribaremos a tierra firme. Y es ese arribo lo que resignifica y sostiene todo lo anterior.

Lxs analistas creemos entonces en la escucha analítica. Y le creemos al paciente. Le creemos a sus dolores, a sus sueños, a sus errores, a sus inventos, y a sus delirios. Muchas, tantas veces, tenemos la impresión de no haber sido del todo escuchadxs por el paciente, o no saber con certeza cuánto unx (analista) escuchó. Hasta que ocurre alguna intervención que en el discurrir de asociaciones de alguna sesión, detiene las dudas e interrogantes, las vacilaciones, y confirma, sin lugar a dudas, y a veces de forma conmovedora, que allí hubo escucha.

Escuchar no es oír, es oir y leer. Es leer con la oreja y el cuerpo. Y ese leer hace escribir.

Si no escribimos, si no narramos lo que hicimos en el tiempo y en el espacio de ese encuentro, entonces el psicoanálisis sólo será una abstracción. Una declamación.

Escribimos para preservar la abstinencia. Para poder dar lugar a aquello que nos marcó fuertemente. O porque nos angustió, o porque nos emocionó, o porque nos modificó. Para que eso sea inolvidable. Para no poner a jugar esa afectación en la transferencia. Porque no somos neutrales, pero nos abstenernos. Por eso escribimos. En última instancia, lo necesitamos.

Lo ensayístico (el ensayo como método, no sólo como género literario) tiene mucho que ver con el psicoanálisis. Freud escribió la Interpretación de los sueños a partir del autoanálisis de los suyos propios. El psicoanálisis empezó siendo autobiográfico. Freud se situó como sujeto soñante y como psicoanalista. Contar la propia vida-experiencia fue entonces la manera de legitimar un camino de conocimiento. Así lo fue para Montaigne, también lo fue y lo sigue siendo para el psicoanálisis. No hay camino de conocimiento que no implique la necesidad de narrar algo propio. El coraje de narrar. Cada pensador, cada auténtico pensador, tiene que emprender “la invención de lo propio”. Dar lugar a lo más propio requiere un acto de invención-ficción.

La escucha analítica es tributaria de ese particular juego: sostener-practicar-afirmar un juicio, suspendiendo el juicio, a la vez. El par asociación libre-atencion flotante sigue la pista de ese camino filosófico.

¿Qué es ese relato que -a través de la invención-ficción va en busca del mayor apego posible a la verdad y autenticidad de una experiencia? Sabemos que la verdad es singular y cambiante, no absoluta ni definitiva. Tampoco es algo abstracto. La narración de lo singular es la mejor manera de dar cuenta de una práctica.

Lo que posibilita afirmar juicios es la propia experiencia, no simplemente un razonamiento desencarnado. Camino de conocimiento que se sostiene en la autoridad de la experiencia: decisivo para la filosofía moderna. Y para el psicoanálisis. El acceso al saber arraiga en la construcción de un método. No una técnica (acerca de esto hay mucho trabajado y escrito por Ana Berezin y Eduardo Müller, quienes sostienen que la técnica incluso puede volverse una resistencia al método). Puede ocuparse sobre cualquier asunto, no únicamente sobre lo solemne. No hay temas, ni tampoco caminos, privilegiados.

Sostenemos, y nos sostenemos, en la confianza en la palabra como operación subjetivante. En su capacidad de afectar y ser afectada, y de inaugurar o ampliar el campo de lo que puede el cuerpo en el lenguaje y lo que puede el lenguaje en el cuerpo (tomando a Meschonnic).

En Montaigne libro, o escritura, es metáfora de sujeto. Y vaya si lo es para nosotrxs. La clínica psicoanalítica no es la descripción semiológica de síntomas ni de un paciente en particular, ni la aplicación de una técnica o un protocolo, sino el relato de lo que un encuentro psicoanalítico puede. Y cómo ambos -paciente y analista- salimos de él modificadxs, afectadxs.

¿De qué se ocupa el ensayo?: de la posiblidad de narrar una transformación, un devenir, o un pasaje. “No pinto el ser, pinto el devenir” escribió Montaigne. Nosotrxs también hacemos eso: narramos un devenir. Narrando el trabajo clínico con pacientes también narramos el nuestro. Ese “devenir” es también “autobiográfico”.

“¿Por qué escribimos los psicoanalistas nuestra práctica? ¿Por qué elegimos narrarla, con todas las dificultades que ello presenta? Primero diré que para no quedarnos solos. Y luego, elijo responder con estas palabras de Pontalis: para el psicoanalista,

“[…] hacerse de un nombre debe entenderse también en un sentido literal, el de darse un nombre propio, porque, más que nadie, él se ve confiriendo, por el efecto de la transferencia, tantos nombres que no son el suyo; escribir, para él, sería un medio privilegiado para dejar de ser un ‘prestanombres’ […] Convertirse en autor también podría entenderse literalmente como aquel que quedó disponible, a lo largo del tiempo, para tantos personajes en busca de autor… En cuanto al propósito de comunicar su experiencia y sus hipótesis […] ¿Cómo podría el análisis arreglárselas sin esa prueba del tercero que viene como a asegurarle que él no es solamente la víctima de su propia fantasmática, que debe a la vez ‘divagar’ –sin lo cual no hay invención- y dar a sus pensamientos más extraños una forma bastante consistente para que el otro pueda percibir sus contornos y apreciar su validez?”.

Narrar la clínica psicoanalítica es un acto político. Narración implicada: contar qué de esa experiencia nos ha interpelado, contar cómo, de qué maneras, pusimos el cuerpo y la palabra, y como ello devino escritura-lectura nueva. Para lxs pacientes, y para nosotrxs, lxs analistas.

Hace unos pocos días me encontré con un posteo en Facebook, que me resultó primero violento, luego provocación, luego oportunidad para volver a pensar, para verme interpelada, para también interpelar. Se cuestionaba las publicaciones que divulgan fragmentos de nuestra práctica clínica. Al respecto, quiero compartir algunas apreciaciones y distinciones que considero fundamentales.

Una cosa es el acto obsceno de mostrar por demás, de exhibir, un fuera de lugar, un ataque a la privacidad que todo encuentro clínico exige, el derecho a la intimidad. Las “presentaciones de enfermos”, son un ejemplo de exhibición indigna (lúcidamente cuestionadas en un artículo escrito por Julián Ferreyra y Tomás Pal, “¿Presentación de enfermos? Psicoanálisis, enfoque de derechos y salud mental. Primera parte: la exclusión de Freud”) Otra, bien distínta, narrar. La narración, por todo el recorrido que antecede estas reflexiones, es una mezcla de ensayo-ficción-relato. Y no consiste en exhibir sino en sostener la legitimidad y eficacia de una práctica. Publicar: hacer público. ¿Qué hacemos público? Eso lo contesta cada unx desde una posición ética, con todo el respeto, cuidado y pudor que merece aquello que nos dispusimos a narrar. Pedimos autorización, desfiguramos, modificamos,  ficcionalizamos.

Narrar no es territorio del chisme o la exhibición, ni busca el aplauso, pero sí nos compromete. Es un modo de ejercer el derecho, y la responsabilidad, de autor.

Rita Segato decía, pocos días atrás, que las narrativas son territorios en disputa. Vaya si lo son. 

En lo personal, me hartan lxs psicoanalistas que exclaman acerca de lo que hay que hacer, de los que sí es psicoanálisis (legítimo, puro, verdadero) y lo que no es psicoanálisis, pero que jamás se comprometen a narrar lo que hacen, cómo trabajan, cómo se arremangan.

Al mito del analista “mudo” no lo combatimos únicamente dentro de cada sesión, en nuestras horas de trabajo con lxs pacientes. También lo combatimos porque narramos.

Está lleno de libros y escritos, en los más diversos soportes, acerca de la teoría. ¿Cuántos hay acerca de nuestra práctica clínica? El contraste habla por sí solo. Otra pregunta es si queremos ser leidxs únicamente por psicoanalistas. ¿O queremos que el psicoanálisis sea una práctica en continua difusión? Yo me inscribo en lo segundo.

Freud construyó la teoría y el método psicoanalítico también divulgando su experiencia y quehacer en la clínica. Sus avances, errores, aciertos y desaciertos, los ponía en juego. De ello aún hoy seguimos aprendiendo. También cuando escribimos.

                   *Psicoanalista y escritora.

Resonancias a partir de una pregunta de Tamara Tenenbaum y un texto de Lila Feldman // Emiliano Exposto

En conversación con Diego Sztulwark en un video filmado por la productora Fiord como motivo de las charlas en torno al libro La ofensiva sensible (Caja Negra), Tamara Tenembaum se pregunta: “lxs psicoanalistas dicen salud mental es amar y trabajar. ¿Pero en qué mundo?” La sugerente pregunta de Tamara fue retomada por Lila Feldman en su texto publicado en Lobo Suelto! titulado “¿Salud mental es amar y trabajar”.

Quisiera aprovechar la oportunidad para alojar los interrogantes de Tamara. Escribí este texto rápidamente, en un rapto de entusiasmo para intentar amplificar una serie de intercambios que venimos teniendo con Lila. Con quien nos unen las consideraciones históricas en torno al psicoanálisis en general y la comprensión socio-política de lo inconsciente en particular. Las resonancias rozitchnerianas, por decirlo de algún modo. Este escrito es menos una respuesta, que el intento de hacer proliferar las preguntas.

No estoy seguro si lo que digo es una obviedad, pero sería posible trazar una distinción metodológica mínima respecto de la relación entre salud mental, trabajar y amar. Una distinción precaria y provisoria, pues en las prácticas concretas se da todo mezclado, con sus complejidades históricas y variaciones conflictivas. Por un lado, podríamos ubicar la Salud Mental (con mayúsculas, se suele escribir así) refiriendo a un campo específico de instituciones, normativas, trabajadorxs, “usuarios”, violencias, mediaciones estatales y privadas, derechos (la salud como un derecho), estudios especializados, relaciones de poder y resistencia, luchas concretas, modos de organización, cambio y resolución de conflictos, etc. Por otro, remitiríamos a la salud mental (con minúscula, según es usual leerlo), haciendo hincapié en una cuestión “existencial”, de formas de vida y devenires heterogéneos, un problema “antropológico”, por decirlo de algún modo. Guattari en conversación con Oury, creo que en Psicoanálisis y transversalidad, entiendo que sugería llamarle a esto “antropología histórica” o “aspecto metafísico” en torno a dicha faceta de la SM. Esto último, señala, Lila convendría concebirlo más como un “estado” que como un ideal, fin o condición existencial adquirida de una vez y para siempre.

En ambas maneras de entender la SM, creo, estamos ante prácticas concretas (libidinales, sexuales, ideológicas, institucionales, etc.). Es decir, la SM se conforma como una relación social de producción y reproducción, con sus agentes colectivos y actores particulares en una encrucijada compleja de dinámicas semióticas, derechos, mediaciones jurídicas, disputas, modos de circulación, discursos, canales de distribución, formas de consumo, etc. De manera que acuerdo plenamente con lo escrito por Lila: las definiciones en torno a SM son políticas y los contornos socialmente negociados en inmanencia a luchas de todo tipo (teóricas, institucionales, sindicales, cotidianas, etc.). La SM, entonces, se conforma como un campo de disputas. La política propiamente dicha comienza, según entiendo lo que dice Diego en la conversación con Tamara, cuando asumimos el carácter construido (por ende, transitorio, transformable, en disputa) y el estatuto problemático (cuestionable) de aquello que socialmente llamamos SM (en ambos de los sentidos delimitados).

Hago esta distinción metodológica porque tal vez ayude a pensar la pregunta de Tamara. Al menos es el modo en que resoné con el texto de Lila. En la medida en que comprendamos la SM como un campo de instituciones, normativas, “usuarios”, profesionales, violencias silenciadas, criterios de incumbencia, prácticas jurídicas, relaciones de fuerzas en torno a los derechos democráticos, etc., la Salud Mental constituye efectivamente un trabajo; o mejor dicho, comporta varios trabajos, divisiones del trabajo en cooperación social: los trabajos y formas de explotación de los agentes que intervienen en ese campo. Aquí también es probable que el amar sea una condición ética, por decirlo de cierta forma, de las prácticas de cuidado y hospitalidad que dicho campo necesita en sus diversas relaciones (entra las cuales, la relación “usuario” y “efector de salud” es una de ellas).

Por otro lado, podríamos considerar lo que llamé, por comodidad, el “carácter antropológico” o existencial. Decir antropológico, en este punto, ya es un problema, habida cuenta de que desplaza la pregunta imprescindible por la salud en general de los modos de existencia no humanos. Y, además, escotomiza los múltiples factores no humanos que intervienen en la producción de sufrimiento. No sé cómo tendría que denominarse, pero me sirve para la argumentación. De todas maneras, acá intuyo que se complica el tema del trabajar y el amar, y su relación históricamente (sobre) determinada con la salud mental. Pues conjeturo que, si bien sería preciso estudiar críticamente el tema, el anhelo de trabajo por parte de los “usuarios” internados en diversas instituciones podría considerarse como una demanda fundamental y urgente. Aunque, como me indican mis compañerxs de la Cátedra Abierta Félix Guattari de la Universidad de lxs trabajadorxs, en ocasiones ese argumento ha traccionado prácticas en las cuales el “trabajo con las psicosis” conduce a formas de trabajo no remunerado de los “pacientes” so pretexto de que “trabajar hace bien”. No sé cuál es la solución de ese último problema. Y menos aún el modo correcto de platearlo. Hay mucha gente que hace años viene pensando la cosa y activando al respecto. Solo resueno con sus preguntas. En torno al amar, es claramente elemental alojar el deseo de amar en este punto o faceta de la SM que llame, de modo impreciso, “antropológica”. 

Ahora bien, considero problemático sostener que el trabajo es condición de salud mental en la vida cotidiana “normalizada” del capitalismo. La relación aquí entre amar, trabajar y SM, me pregunto si no precisa de una historicidad que lo situé en condiciones materiales, simbólicas e imaginarias de existencia específicas. La obra de Freud está plagada de dicotomías o dualismo: pulsión de vida y muerte, pulsión sexual y de auto-conservación, etc. Amar y trabajar es una de ellas. Correspondiendo esta última con la división desigual, jerarquización sexogenerizada y escisión específicamente patriarcal-capitalista entre reproducción social y producción señalada por los feminismos, o entre “no-valor” y “valor” según la consideración crítica de Roswitha Scholz en El patriarcado productor de mercancías. Lo que Freud llama amar, muchas veces, no es otra cosa que trabajo no pago.

El trabajo actualmente existe como tal bajo una forma determinada históricamente: la forma capitalista. Sea como trabajo asalariado, trabajo “formal” o trabajo precarizado, o bajo sus modos productivos, reproductivos, cognitivos, afectivos, “inmateriales”, etc., el trabajo en el capitalismo tiende a ser configurado como trabajo capitalista. Trabajo concreto y abstracto, según la distinción de Marx, coherente con la forma dual de la mercancía (valor de uso y valor). Trabajo social productor de mercancías realizado de manera privada e independiente, en una sociedad donde la reproducción y sostenibilidad de las vidas es definitivamente contradictoria con la producción de ganancias y acumulación de capital. Es en este marco que el trabajo capitalista, nunca está de más recordarlo, constituye una relación de explotación clasista, generizada, racializada, etc. Dejours, publicado por Editorial Topia en nuestro país, ha argumentado largamente sobre la relación (incluso etimológica) entre trabajo y sufrimiento. El trabajo capitalista y la forma valor, en nuestra sociedad, son los principales dispositivos de subjetivación social. Y el trabajo en estas condiciones históricas entonces, me parece, oficia como fuente productora de malestar social. Una relación social de mediación a partir de la cual se fundamenta y organiza la integración a la dominación capitalista. En este marco trabajar no es salud mental, incluso cuando sea anhelable o mejor dicho cuando es necesario tener un trabajo o alguna forma de reproducir la propia vida para aquellos que no tenemos otra cosa que nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir. Marx, para mí, sigue siendo una brújula cardinal en este aspecto. “No se puede politizar nuestras enfermedades y dolencias si no politizamos nuestra vida cotidiana, empezando por aquella actividad gracias a la cual nos mantenemos vivos, el Trabajo”, me decía el otro día un amigo en un intercambio por redes sociales. El trabajo no dignifica. Y tampoco se trata de liberarlo. El problema básico es abolir el trabajo capitalista en tanto relación social de explotación generadora de sufrimiento desigual en los cuerpos concretos. Toda “enfermedad mental” es política. De modo que la pregunta por el trabajo y la SM no puede abstraerse de las formas concretas de enfermedad, sufrimiento y “tratamiento”, lo cual conllevaría a poner en cuestión toda la “vida cotidiana” en la que vivimos para trabajar y trabajamos para vivir bajo el mando del capital. Esto es, no separar la politización del malestar de la puesta en cuestión radical, en un sentido emancipatorio, de las relaciones sociales del Estado, la propiedad privada, la explotación de clase, las opresiones de raza-género, las dominaciones capacitistas, etc.

El padecimiento social en líneas generales depende, efectivamente, de las formas mediante las cuales organizamos la cooperación material, es decir de nuestras relaciones sociales, sexuales, deseantes, económicos, políticas, etc. El sufrimiento nunca es una “cuestión privada”, sino el efecto complejo y desigual, contingente particularmente y necesario socialmente, de las relaciones de producción, intercambio, reproducción, consumo y distribución en las cuales estamos todxs metidxs. El capitalismo, lo sabemos hace rato, funciona como una fábrica global de mercancías y subjetividades. Una máquina indiferente al malestar que asimismo suscita, productora de muerte, crisis y enfermedad. Las personas particulares somos un momento concreto en la experiencia del sufrimiento social históricamente producido. Puesto que, en efecto, las contradicciones y antagonismos históricos se elaboran y verifican conflictivamente en los dramas concretos de los cuerpos particulares que los producen y reproducen. De allí la necesidad de vivir lo “personal” como índice de elaboración, combate y resistencia ante lo “impersonal”. La transformación permanente de las prácticas económicas, éticas, sociales, sexuales, psíquicas y deseantes de la vida en común, es el reverso ineludible de la transformación inmanente de aquello que padecemos y del modo desigual como lo padecemos. De allí la importancia, estratégica me gustaría denominarla, que una revolución del inconsciente se abra hacia el horizonte de una transformación revolucionaria de la sociedad en su conjunto.

Retomando los términos de Diego en el libro que suscito la conversación con Tamara y esté intercambio entre Lila y yo, una política comunista del síntoma en torno a la salud mental en relación al trabajo como relación social productor de malestar en el capitalismo, solo la encuentro pensable desde una perspectiva anticapitalista. La salud en general y la salud mental en particular, y en esta coyuntura se torna evidente, configuran un campo estratégico de una lucha de clases generalizada en todos los poros de la sociedad. Un campo imprescindible para las prácticas de combate político, cultural, ideológico, etc. Y allí la problematización del trabajo social como generador de “enfermedad” será obra de lxs propias trabajadorxs, o no será. La tarea creo que consiste en problematizar radicalmente, en las prácticas, las relaciones sociales que producen y reproducen el malestar y la llamada “enfermedad mental” como necesidad. Marie Langer o Franco Basaglia, entre muchxs otrxs, entendieron estos problemas hace algunas décadas. Y quizás en el campo psicoanalítico se trate, como bien se viene insistiendo un poco por todos lados, de restituir ese archivo a partir de nuestras propias preguntas, desafíos y luchas históricas.

 

Spinoza/Lacan, excomuniones y consecuencias // Eva Tabakian

José Attal, La no-excomunión de Jacques Lacan. Cuando el psicoanálisis perdió a Spinoza, trad. Guadalupe Marando, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2012, 280 pp.

La excomunión de Jacques Lacan, es decir su ruptura con la Asociación Psicoanalítica Internacional en el año 1964, marca el comienzo de un nuevo movimiento en el psicoanálisis. A partir de este hecho y este acto, Lacan se autoriza a sí mismo a seguir impartiendo su enseñanza y a fundar una escuela propia, centrada en su persona y en su experiencia. Pero la excomunión a la que aludimos tiene nombre y apellido de filósofo: Baruch Spinoza, referente que signará el comienzo de una nueva etapa del psicoanálisis como ciencia del hombre. Es así que Spinoza (1632-1677) se localiza en el centro de este cambio, a pesar de que siempre estuvo presente en el corpus y en la construcción de los conceptos y las nociones que van estableciendo el psicoanálisis.

Esta es la hipótesis y la línea de trabajo que José Attal se propone en La no-excomunión de Jacques Lacan. Cuando el psicoanálisis perdió a Spinoza, mostrando el recorrido y el entramado de las ideas del filósofo marrano en la tradición del psicoanálisis.

Hay en principio una relación indirecta entre Spinoza y Freud que es fruto del medio en el que éste se formó como fisiólogo. Sus maestros Helmholtz, Brücke, Dubois Reymond y Fechner adherían al determinismo como principio absoluto y reconocían a Spinoza como inspirador de sus concepciones acerca de, por ejemplo, las relaciones estáticas de las pasiones y su correspondencia con la naturaleza fisiológica. Hay además una afirmación freudiana que data de 1931 en la que, después de admitir su “dependencia absoluta” de Spinoza, Freud precisa que ha construido sus hipótesis “a partir del clima que aquel creó más que a partir de un estudio de su obra”. En este punto de su argumentación, Attal recurre a Lacan para encontrar el nexo de unión entre los dos pensadores, y lo hace a partir del análisis de un sueño paradigmático que se encuentra en el seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis en el que justamente se trata la cuestión de la excomunión.

Este sueño es presentado por Freud en el capítulo VII de La interpretación de los sueños y se denomina “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” En él se trata de un padre que vela el cuerpo de su hijo muerto y al quedarse dormido sueña que éste lo increpa con esa frase. A partir de este análisis, Attal se propone mostrar una aproximación entre el tratamiento del presagio y la profecía en Freud y Spinoza y las concepciones de la imagen y la alucinación de los dos para relacionarlas más adelante con la cuestión del deseo y la identificación que aportará Lacan. Esta introducción es el punto de partida para plantear un rumbo teórico riguroso que se introduce en las hipótesis del lenguaje y el conocimiento de Spinoza prestando especial atención a la teoría del signo que presenta su teoría.

Para llevar a cabo este recorrido el autor recurre a una bibliografía extensa que cita en abundancia, un recurso que se repite en todo el libro. La intención es proporcionar el material necesario para comprender que Lacan, después de haberse identificado al comienzo de su seminario con Spinoza, se distancie de él y recurra a la lógica de los estoicos para definir la relación del signo y el analista.

La diferencia entre los estoicos y Spinoza es que con el signo de los primeros es posible alcanzar al sujeto mientras que el signo de Spinoza apunta al entendimiento. Primer testimonio de la separación de Lacan de la concepción spinozista ya que no corresponde al modo de operar del analista con el signo: “El psicoanalista interviene no porque comprenda, sino porque es afectado”, como bien dice Lacan.

Segundo testimonio. Lacan, en la última sesión del seminario que venimos exponiendo, recusa a Spinoza porque su posición respecto del sacrificio y del amor intellectualis dei resulta insostenible para los analistas. Este insostenible está estructurado por la cuestión del deseo del analista y de su destino. La distancia entre una posición y otra se entiende únicamente si se tiene presente la diferencia ontológica, que para el autor opera como lo que permite que a pesar de que Jacques Lacan como persona haya sido excomulgado, el analista quede por fuera de esta operación y pueda así seguir impartiendo su enseñanza.

Recordamos que poco antes Lacan había considerado a Spinoza como el único filósofo capaz de pensar el sentido eterno del sacrificio en el amor intellectualis y le reconocía el privilegio de haber pasado de la servidumbre a la libertad por el sacrificio.

Y por último, la despedida definitiva vendrá en la primera clase del seminario de La lógica del fantasma en la que Lacan sustituye la formula spinoziana del “deseo es la esencia del hombre” por “el deseo es la esencia de la realidad” por considerar que la primera es deudora de un sistema teológico (oposición hombre-dios) que el psicoanálisis no puede sostener. Sin embargo Attal no se contenta con especificar este distanciamiento de Lacan sino que extrae todavía una consecuencia más: dado que el famoso “retorno a Freud” se había hecho con Spinoza, el cierre del seminario de 1964 implicaría un fin de este retorno que se evidencia, para él, en una relación de distancia entre los dos.

Hay en toda esta construcción de la excomunión y la no-excomunión, un capítulo muy interesante en el que se relata toda la negociación entre Louis Althusser y Lacan para que este pudiera continuar con sus seminarios en la prestigiosa Ecole Normale Superieur una vez separado de la Asociación Internacional.

Allí se presenta un Althusser que tenía la “viva conciencia de que se estaba produciendo un movimiento” y que trató que el centro de ese movimiento fuera la escuela de la calle Ulm. En un paralelo con El príncipe de Maquiavelo, lectura predilecta de Althusser, se ve a través de sus cartas, cómo trata de manipular el pasaje de Lacan y las indicaciones tanto teóricas como políticas que le va señalando en sus intercambios, con la intención de hacer de él un instrumento de propagación de su propia doctrina.

En un juego que va desde el ajuste de cuentas a la empresa de seducción, Althusser le proporciona no sólo el lugar sino también el público que, de ahí en más, constituirá la nueva generación de seguidores de Lacan entre los cuales se encuentra nada menos que su futuro yerno y albacea, Jacques Alain Miller.

Pletórico de citas teóricas, de documentos y correspondencia, el libro de José Attal parece a veces caótico en su voluntad de dar cuenta de todo el material que lo conduce a su hipótesis de ruptura del psicoanálisis respecto de Spinoza.

Pero en ese mismo desorden que provoca la cantidad de material que maneja, pone a disposición del lector elementos por demás valiosos e importantes: pormenores de la excomunión de Spinoza, el acta que se labró en la ocasión, los ritos de la tradición judaica y los elementos que Lacan retoma para exponer su propia situación. Por otro lado, las diversas lecturas teóricas de Spinoza, que están citadas textualmente, desde Lorenzo Vinciguerra hasta Gilles Deleuze dan cuenta de un propósito de exhaustividad para validar sus hipótesis especulativas.

La lengua revuelta // Lila María Feldman

“En un sentido, ver cosas es ocioso. Es necesario que un proyecto o una pregunta nos ligue a ellas”.
La mujer rota. Simone de Beauvoir.

Hoy escribo para pensar en qué formas determinados movimientos y acontecimientos sociales generan, dan lugar a una transformación y ampliación del lenguaje. Formas en las que el lenguaje permite visibilizar o desnudar dispositivos inconscientes o naturalizados, de reparto y distribución del poder.
Se trata del surgimiento de palabras nuevas, o de palabras viejas que adquieren nuevos significados, y armarán la trama de constitución de determinadas representaciones sociales y representaciones psíquicas.
Resumen una historia de luchas que se cristalizan en una movilización y ampliación de sentidos.
Se trata de palabras y frases que cobran relevancia, y se afianzan, en tanto constituyen un nuevo sujeto político: en este sentido, algún tiempo atrás, la palabra “grieta” -en mi opinión, mucho más que ubicar diferencias partidarias, o engendrar un nuevo conflicto- construyó y organizó un nuevo sujeto político, iluminando, dando visibilidad, a un conflicto ya existente: el de los medios de comunicación y sus tensiones, desnaturalizando el juego de sus propios intereses y los modos en los que ellos impactan y participan en la vida y la agenda política. También construyó un sujeto-lector de los medios distinto, tanto menos pasivo e ingenuo. Un ejemplo de hoy: los modos en los que se nomina la violación de cinco hombres a una piba de 14, y el relato, inadmisible y brutal en algunos casos, que cada medio realiza de ello.
Feminismo mediante, a partir del “Mirá como nos ponemos”, las víctimas de abusos y maltratos ya no son sujetos que padecen tan silenciosa, culposa y avergonzadamente. Consolidaron la toma de la palabra. El “Mirá como nos ponemos” despertó, y lo sigue haciendo, todo un campo de interrogaciones, movilizando la biografía singular de las mujeres, al tiempo que refuerza la pertenencia al campo colectivo del mundo femenino. “Sororidad” es otra palabra para mencionar. “Escrache”, con toda su polémica complejidad. El término más amplio del “lenguaje inclusivo”, la lucha todavía inconclusa, (pero poseedora de una fuertísima solidez en cuanto a su fundamentación, todo un campo extenso de palabras en contraposición a las paupérrimas e hipócritas fundamentaciones de los mal llamados “pro vida”, en verdad defensores del aborto clandestino) por la legalización del aborto, etc.
Sin embargo, no son únicamente las mujeres quieres se reubican y reformulan, también los hombres, y los mismos vínculos. La adolescencia también se transforma y hoy el armado laborioso de la construcción de identidad, por empezar la de género, se realiza de otras maneras, con mayores grados de libertad y complejidades bien diferentes que no tanto tiempo atrás. Por momentos no parece tan imperioso definir orientación sexual, tipo de elección de objeto, la exploración y el tiempo para ello son terreno ganado, pero sí parece mucho más una necesidad psíquica, la de  constituirse en sujetos de derechos. Muy en especial las mujeres. Niñas, adolescentes y adultas. Y en particular, es impactante los cambios en las adolescencias y su capacidad de ligarse a nuevas categorías: “heteroflexible”, “pansexual”, y algunas otras, que les constituyen como sujetos capaces de ejercer nuevos derechos y libertades. O que buscan que elles sean reconocidos y legitimados. Se visibilizan y expresan conquistas. El lenguaje es un territorio donde se consolida lo ganado, donde se disputan batallas, y donde se avanza.
En otro terreno, en el campo de la Salud Mental,  es interesante pensar los efectos de algunas palabras. Por ejemplo, “Desmanicomialización”: término que inauguró nuevas prácticas y teorías de enorme potencia transformadora, fue y sigue siendo una palabra que designa no solo la búsqueda de salida al encierro represivo del padecimiento psíquico grave, sino que localizó representaciones arraigadísimas al ponerlas en jaque: la figura del loco, del paciente internado en instituciones psiquiátricas no como alguien a excluir y aislar, sino a escuchar e integrar. Reformuló en gran medida, aún inacabadamente, el lugar social de la enfermedad mental, los tratamientos posibles, sus consecuencias singulares y colectivas, por resumir en breves líneas un recorrido tan valioso, extenso y complejo. Es decir, la desmanicomialización, como nominación, esclareció, tornó visibles, las prácticas manicomiales, más allá incluso de los muros institucionales, y todo un andamiaje representacional manicomial, lamentablemente aún vigente. Las palabras son territorio de luchas.

Estas revoluciones del lenguaje se oponen, tienen como elemento antagónico, a los clises “banalizadores”, o “banalizaciones  lenguajeras”, que alivianan una palabra hasta vaciarla (siguiendo a lo planteado por Eduardo Muller). En las macropoliticas y en las micropoliticas de la vida cotidiana.
¿Qué es, entonces, para el Psicoanálisis, estar a la altura de la época? Un Psicoanálisis que incorpora y repiensa categorías, dispuesto a renovar los modos de pensar, o más bien a preservar su capacidad de pensamiento y su lugar de vanguardia en la historia. O volverse anacrónico… Freud gestó al psicoanálisis con la literatura, la filosofía y cultura de su tiempo. Sus mismos cimientos se edificaron en la tensión singular-colectivo, como modo de dar cuenta del funcionamiento y constitución psíquica. ¿Qué sería entonces saber leer (en lugar de recitar- repetir)?: Poder pensar la herencia teórica junto con el diario de hoy, y en relación directa a una experiencia propia.
Yo defiendo, sostengo y concibo al  psicoanálisis que no piensa a lo epocal como contexto o “ropaje” anecdótico, que reviste las cuestiones estructurales y fundamentales. Sino al psicoanálisis que considera que el tiempo histórico también es constitutivo y subjetivante. Un psicoanálisis no que se ubica del lado de los sastres cómplices que confeccionan “el traje nuevo del emperador”, en alianza con algún poder, sino un psicoanálisis que se posiciona del lado de la niña que grita, riendo: “el rey está desnudo!” y así desenmascara una verdad, y el pacto de mentira que la negaba.
Yo diría que el lenguaje se modifica y se amplía cuando permite visibilizar y desnaturalizar alguna opresión. Una lucha eficaz es la que permite nombrar de otro modo. Establece un antes y un después. Es acontecimiento tanto en las múltiples historias con minúscula, como en La Historia, con mayúscula. Algo ya existía pero al ser nombrado existe de otro modo, y reordena el conjunto de significaciones y problemas.
Las intervenciones psicoanalíticas eficaces también son las que reordenan, transforman sentidos. Hay palabras que advienen a la escena psíquica a nombrar algo nuevo o a nombrar algo viejo de un nuevo modo. Éstas intervenciones sorprenden, ocurren. No sé planifican, no son operaciones prefabricadas, aún cuando se desprendan de un trabajo anterior, aún cuando tengan una historia de construcción. No son slogans ni clises.
“Se va a caer”,  “Lo patriarcal”, “Mirá como nos ponemos”, “Ni una menos”, “Escraches”: Palabras- frases que fuerzan una toma de posición. Palabras que reordenan todo el sistema del lenguaje. ¿Pueden los consultorios quedar al margen de esto?
El poder, por supuesto, resiste. La Real Academia. Los monopolios. Los grupos de poder. El psicoanálisis vetusto también. El poder psiquiátrico. Los grandes intereses económicos. Los laboratorios. Los señores feudales. La iglesia y los sistemas religiosos en general, en particular los grupos evangélicos -nuevos actores sociales-, es decir, el conjunto heterogéneo y férreo de los sectores conservadores que históricamente se caracterizan por silenciar o mantener el statu quo.
Entonces, una verdadera revolución, empieza, concluye, y se instala definitivamente, en el lenguaje. Lenguaje que habita nuestros cuerpos, representaciones indisociables de afecto.
No conocemos los alcances y el punto de llegada, pero sí que no tiene vuelta atrás.
Lo que queda claro, lo insoslayable, cada vez más, es que la vida es política. Tomando las palabras del comienzo, de Simone de Beauvoir, somos responsables de pensar que frente a, o mejor dicho, dentro de las cosas que ocurren, y  nos ocurren, nuestra posición implica situarlas desde las propias preguntas, y desde determinados proyectos. Nunca en abstracto.
Lo sepamos, lo pensemos, lo nombremos, o no.

Lila María Feldman.
Psicoanalista.
2 de enero de 2019.

Louis Althusser: libros para descargar! // Lobo Suelto

1 – Para leer El Capital – Descargar aquí!

 

2 – Curso de filosofía para científicos – Descargar aquí!

 

 

3- Elementos de autocrítica – Descargar aquí!

4 -Filosofía y marxismo [1988] – Descargar aquí!

5 – Ideología y aparatos ideológicos de estado. Freud y Lacan [1970] [ed. Nueva Visión, 1974] – Descargar aquí!

 

6 – La filosofía como arma de la revolución [1968] [25ª ed., Siglo XXI, 2005] – Descargar aquí!

 

7 –  La revolución teórica de Marx [1965] [ed. Siglo XXI, 1967] – Descargar aquí!

8 – Lo que no puede durar en el Partido Comunista [1978] [ed. Siglo XXI, 1978] – Descargar aquí!

9 – Maquiavelo y nosotros [1994] [ed. Akal, 2004] – Descargar aquí!

 

10 – Marx dentro de sus límites [1978] [ed. Akal, 2003] – Descargar aquí!

 

11 – Para un materialismo aleatorio [ed. Arena Libros, 2002] – Descargar aquí!

 

 

12 – Para una crítica de la práctica teórica. Respuesta a J. Lewis [1973] [2ª ed., Siglo XXI, 1974] – Descargar aquí!

 

13 –  Psicoanálisis y ciencias humanas [1963-1964] – Descargar aquí!

14 –  Seis iniciativas comunistas [1977] [ed. Siglo XXI, 1977] – Descargar aquí!

 

15 – El porvenir es largo. Los hechos [1992] – Descargar aquí!

 

 

16 – Tesis de Amiens [1975] – Descargar aquí! 

Rozitchner y Perón // Ramiro Gogna

Este libro de León Rozitchner se parece al anhelado por Kafka: un libro como “un hacha que rompa nuestro mar congelado”. El hacha en este caso es un estrategia de lectura doble que adopta un punto de vista que  en algunos puntos invierte la mirada de la izquierda respecto de Perón y el peronismo. Según una mirada clásica el peronismo no tiene  un pensamiento propio, y debe ser completado y ubicado teóricamente desde fuera de él. Lo ilegible del libro, la casi nula recepción de éste, las miradas de reojos, las muecas disculpadoras al maestro, quizás se deban al efecto desarticulador de cualquier intento teórico de ensamblar una política liberadora a la matriz-Perón. Rozitchner lee a Perón en sus propios términos, a diferencia de Ernesto Laclau o José Aricó quienes traducen la razón peronista a lengua marxista aunque con fines diferentes. L.R. acepta la tesis de David Viñas: Perón niega la historia. Pero el argumento de David se queda corto en la  criba comparado con Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política.

            No es un texto respecto del cual se pueda esperar una verdad histórica para fundar un política. Acaso está hecho para combatir ese proceder. El trabajo de lectura sobre los textos de Perón, revela el ardid de una estrategia de lectura diferente de la de hacer del pensamiento político de aquel el mero reflejo de un sujeto que no sabe lo que hace -y piensa determinado por instancias fundamentales que no ve-. Rozitchner no tiene una actitud vergonzante frente a tales pensamientos: al contrario, la llave del candado está ahí.

            El centro del libro es la segunda parte. La primera parte, palabras más palabras menos, la encontramos desarrollada en otros textos de Rozitchner como Freud y el Problema del Poder. En la segunda parte los concepto adquiridos delimitan las condiciones de lectura de los textos de Perón. Hay aquí algo en lo que León insiste hace tiempo, en la ampliación de la economía política. De Freud le interesa el análisis de la economía libidinal del poder; de Clausewitz porque es el diccionario de Perón -pero un prusiano traducido al español rioplatense que será minuciosamente escrutado por Rozitchner- y porque sus reflexiones en torno a la lucha guerrera como continuación de la política. Para señalar las fallas, las traiciones, para estudiar la operatividad de esta refuncionalización, y la reinscripción en una estrategia distinta de la del general alemán.

            No hay huecos, no hay vacío ni misterio en el peronismo. Rozitchner lee lo lleno del texto de Perón. Su lectura  concede la razón a la opinión del peronista que se queja de la izquierda cuando quiere colonizar el movimiento desde afuera (con ideas marxisantes por ejemplo) con la excusa de tener  ese movimiento al pueblo pero no las ideas. Por ello propone León Rozitchner leer a Perón. No recurre a la comodidad interpretativa, suerte de teología negativa que dirige la mirada de los analistas del peronismo: su misterio innombrable, la presunta dificultad para definir el fenómeno inabarcable. Para Rozitchner está claro: no hay mística de Perón.

            Entonces Rozitchner se toma en serio el discurso de Perón, para descubrir allí una voluntad política, un arte de gobierno. No hay fuera-del-texto de Perón, no hay adversarios, no hay medidas económicas, índices sociales, beneficios del día del niño. Lee a Perón  con la meticulosidad con que lee a San Agustín, frase-por-frase, sin concesión, todo importa. León Rozitchner tampoco se detiene a derribar ídolos interpretativos. Su tesis es tajante, cortante de entrada: la política de Perón es la servidumbre voluntaria. No se trata de una historia del peronismo,  tampoco es una fotografía de Perón. Más bien documenta las metamorfosis de un pensamiento político, de Apuntes de historia militar (1932) a Manual de conducción (1951).

            Perón descubre de Clausewitz un “guerra más eficaz… la guerra que, como pura política, domina la voluntad del enemigo, pero sin violencia.” El militar lector de Clausewitz lee que la guerra es una cuestión moral y proyecta sobre la política el orden de esos instrumentos: el político sabe que el deseo popular “puede crearse orientarse y ponerse a favor del éxito de” una determinada táctica. La perdida del poder absoluto y autonomía del militar coincide con su mutación y presentación en poder político y mediador del poder social. Deviene la política por alquimia del militar en “simulacro del enfrentamiento, es decir demostraciones y maniobras, las figuras, las amenazas y las fintas”.

            La astucia política de Perón fue ofrecerle un espejo al discurso del obrero, haciendo “de espejo de lo que decían: los obreros se escuchaban desde Perón.” El no estoy con nadie estoy con todos de Perón supone o espera que  “la contradicción se resuelve en la unidad del conductor” ¿Y si no fueran más que apotegmas de una táctica política que perdura infinitamente bajo cualquier vestidura y fin? El juego del padre eterno es analizado por Rozitchner en la materialidad de su eficacia y perdurabilidad. Ese arte será escrutado por un método que podría llamarse economía libidinal de la “conducción.”

            El campo político trazado por Perón aparece, en la mirada de Rozitchner, como un escenario sin izquierda y sin sujeto, con mito social. Perón no pedestaliza sin quitar poder. El arte consiste en entrar con el otro para salir con la propia: yo mando en el conjunto, no en el detalle. De algún modo Rozitchner muestra  al peronismo como agustinismo para proletarios, así como Nietzsche dice del cristianismo que es platonismo para la plebe: precondición libidinal (apropiación subjetiva del cuerpo del  obrero) de la explotación capitalista. La tesis de Rozitchner es clara, el peronismo significó una nueva forma de dominación política, es decir, produce ciertas formas sociales colectivas y configura la subjetividad sus adeptos. El descubrimiento del peso político del carácter instrumental del deseo popular, operativizado en conceptos  tales como los de nación en armas, significan en realidad “unidad interior de un capitalismo nacional”, exclusión de antagonismos internos en la comunidad.

            Así la economía capitalista nacional coincide con cierta organización en la economía psíquica. Una “afectividad” es producida como el fundamento libidinal de “la guerra simulada”  que es la política de Perón. Ese afecto es índice de un “cuerpo explotado de la clase obrera” convertido “en gozador del producto de su propia explotación.” En esa economía libidinal, para Rozitchner Eva es mediadora y cumple la función de convencer al “pueblo que no había satisfacción sin convertir a Perón en objeto completo y sin fisuras de amor y adoración.”

            Según León Rozitchner John William Cook comprendió tarde que “la táctica de Perón es su estrategia, que no hay estrategia sino solamente táctica”. Las juventudes rebeldes “creían en verdad que existía una estrategia que los incluía porque estaban identificados afectivamente con el conductor.” Esa táctica política que incita la rebeldía, y en otros momentos la desalienta y reprime. Reconstruida por Rozitchner el objeto de la táctica política de Perón era “movilizar al pueblo recurriendo al asiento afectivo que los liga a la patria, para suscitar ese asentimiento elemental que deja de lado la vivencia de la explotación interior.” En este sentido es eficaz al lograr que el proletario asuma como propia la lucha por la defensa del Estado. La conducción política es una “neutralización de las fuerzas”,  y pone como precondición el que los actores  “se dejen ser conducidos”, busca concertadamente interiorizar “el deseo y la necesidad de ser conducidos.” La conducción, en definitiva es otro nombre de los sistemas disciplinarios como la iglesia, la prisión, la escuela, el partido político, el hospicio y el hogar. La relación de Perón y el pueblo fue siempre de  “uno a Uno.” Perón es el nombre del Edipo argentino, y el Perón de Rozitchner es una especie de anti-Edipo nacional.  Libro del exilio, todavía en el prólogo de 1998 se lee cierto fastidio o sorpresa ante la indiferencia con que ha sido recibido este texto que plantea lo inconsciente en la política, en el país de los psicoanalistas. Perón encierra el “secreto” de esos tiempos. No es difícil imaginar un destino intempestivo de este libro, porvenir de sentidos descubiertos a cuenta gotas.

Reseña de El psicoanálisis en la revolución de Octubre // Mariano Pacheco

Reseña de El psicoanálisis en la revolución de Octubre, editorial Topía

Especial 100 años de la Revolución Rusa en La luna con gatillo

 

La intrepidez de un pensamiento audaz como el psicoanálisis y una época de expansión de la idea comunista. ¿Qué pasó con la práctica y los postulados impulsados por Sigmund Freud en las tierras en donde por primera vez las ideas de Karl Marx funcionan como usina para poner en marcha la maquinaria de construcción de una nueva sociedad?

 

 

Por Mariano Pacheco

 

 

“El coraje es necesario para un hombre de acción, pero parece que es necesario un monto mucho mayor de audacia para pensar”

Prólogo a la versión rusa de Más allá del principio del placer

(Lev Vygotski y Alexander Luria)

 

 

Cinco autores ensayan cinco textos diferentes para abordar el vínculo entre marxismo y psicoanálisis, en este año plagado de aniversarios fundamentales para la cultura de izquierdas en el mundo: 50 del asesinato de Ernesto Che Guevara, 150 de la publicación de El capital de Marx y, finalmente, 100 de la Revolución Rusa, acontecimiento sobre el que se concentra este libro. Publicado recientemente por editorial Topía, El psicoanálisis en la revolución de Octubre (compilado por el director de la revista Topía, Enrique Carpintero), cuenta con textos del propio Carpintero, Eduardo Gruner, Alejandro Vainer, Hernán Scorofitz y Juan Carlos Volnovich. El libro tiene además un apéndice donde se reproduce el prólogo a la versión rusa de Más allá del principio del placer (emblemático libro de Sigmund Freud), escrito por Lev Vygotski y Alexander Luria; texto presentado por Juan Duarte, quien realizó la traducción del ruso al castellano.

 

Reconstrucción de un imaginario revolucionario

En su texto titulado “De Rusia: ¿con amor? Luces y sombras de la Revolución de Octubre”, Eduardo Gruner contextualiza la situación de los primeros años del proceso soviético y su posterior decadencia, ascenso del stalinismo de por medio. El autor de El género culpable problematiza la relación entre memoria y olvido en el mundo contemporáneo, llamando la atención sobre el “prestigio desmedido y peligro” que adquirió el concepto de memoria en el actual discurso de la “corrección democrática” y advierte asimismo sobre lo problemático de la estrategia del olvido del Ser de las revoluciones promovida por el poder: recordar todo el tiempo que estos procesos no valen la pena de ser recordados y mucho menos repetidos, colocando al fracaso de las apuestas revolucionarias como destino ineluctable de los procesos de transformación. Gruner se pregunta por qué se ha mitigado entre las masas el imaginario revolucionario, y afirma que hay que volver a discutir “el horizonte revolucionario como tal”. Recordando una frase del escritor Gilbert Chesterton sentencia: “las causas perdidas son precisamente las que podrían haber salvado al mundo”.

En “Los freudianos rusos y la Revolución de Octubre”, Carpintero destaca por su parte el hecho de que la revolución bolchevique haya abierto “el camino de la creatividad” en todos los ámbitos, al romper con la rígida censura religiosa (en especial en las manifestaciones artísticas y científicas), y reconstruye el ingreso del psicoanálisis en Rusia a partir de una figura (Osipov) que, si bien tuvo sus posiciones políticas conservadoras (cuando triunfa la Revolución del 17 emigra a Praga, sin ir más lejos), fue una figura muy importante en el período pre-revolucionario. Osipov, reseña Carpintero, fue un psiquiatra que había sido encarcelado en 1897 por haber participado del movimiento estudiantil, y luego expulsado de la Universidad de Moscú, donde estudiaba Medicina (estudios que continúa luego en Alemania y Suiza). Años después (1906), al regresar a Rusia, Osipov trabajó en la clínica de la Universidad de Moscú, donde enseñó y practicó la terapia impulsada por Freud, con quien poco después estudió en Viena, convirtiéndose a su vez en uno de sus traductores al ruso. En 1910, junto con Moshe Wulff (el primer médico que practicó el psicoanálisis en Rusia), Ospiv funda Psikhoterapiia, una revista en la que publica algunos artículos sobre teoría freudiana. Aparecieron 30 números de esta publicación desde su fundación hasta 1914, cuando deja de salir por razones económicas vinculadas al contexto de inicio de la 1° Guerra Mundial, tras la que Wulff se establece en Moscú para abrir un departamento especializado en el abordaje de enfermos mentales desde una perspectiva psicoanalítica en una una clínica psiquiátrica. A diferencia de Ospiv, Wulff sí fue partidario de la Revolución de Octubre, aunque luego (1927) tuvo que emigrar producto de la persecución stalinista (su estadía en Berlín dura unos años, tras los cuales debe emigrar nuevamente, ésta vez producto de la persecución del nazismo).

En su ensayo, Carpintero también realiza una reivindicación de mujeres que fueron fundamentales en esta historia de vínculos entre el marxismo y el psicoanálsis, como Alexandra Kollantai, la primera mujer en participar de un gobierno y la primera en ejercer la función de representante ante un gobierno extranjero. “Con el nuevo gobierno fue elegida Comisaria del Pueblo de la Asistencia Pública, desde donde luchó para alcanzar la igualdad política, económica y sexual de hombres y mujeres”, descata Carpintero, quien recuerda que fue la “Rusia de los Sóviets” el primer lugar en el mundo en donde se estableció total libertad de divorcio y donde el aborto fue libre y gratuito (medidas anuladas luego por el stalinismo, quien se propuso afianzar la figura de la familia tradicional). También es recordada Tatiana Rosenthal, formada en el feminismo, el freudismo y el marxismo, quien llegó a participar de las reuniones de los miércoles en casa de Freud, mujer que formó parte del “comité de bienvenida” a Lenin en abril de 1917 y dos años más tarde, fue designada médica principal y supervisora de la sección clínica del Instituto de Patología Cerebral. Finalmente, Carpintero rescata a Sabina Spierein, mujer que estudió medicina, se analizó con Jung y fue discípula de Freud, además de tener como paciente a Jean Piaget; figura también reivindicada por Juan Carlos Volnovich en su texto “Sabina Spielrein. Expropiación intelectual de la historia del psicoanálsis” en donde, entre otras cuestiones, recuerda que Sabina, al llegar a Moscú, fue recibida con todos los honores por las autoridades del Partido, por ser considerada la psicoanalista mejor  formada en el país (luego integró la presidencia de la Unión Psicoanalítica y co-dirigió el Hogar psicoanalítico, además de ejercer la docencia en la Universidad de Moscú y el Instituto Estatal de Psicoanálisis, la única institución estatal de psicoanálisis en el mundo).

 

 

El ocaso de los ídolos

En “La Revolución Rusa y sus resonancias entre psicoanalistas europeos. La construcción de una izquierda freudiana”, Alejandro Vainer se propone romper con dos mitos fundamentales: el que coloca a Freud como un héroe (en sentido grandilocuente de “genio”) y el que restringe al psicoanálisis como una práctica específicamente burguesa.

Vainer destaca el carácter colectivo de los inicios del psicoanálisis, en el cual maestros, pares y discípulos jugaron un rol fundamental dentro del “movimiento”, emergente a su vez de una sociedad y una cultura determinada. “La visión liberal burguesa del genio es la de un individuo, y no la del pico más alto de un movimiento que es histórico social, encarnado en lugares y en una producción colectiva de grupos de trabajo”, destaca Vainer, argumentando contra la idea que coloca a Freud en el lugar de un “héroe iluminado” que creó, él sólo, el psicoanálisis.

Operación de lectura que realiza el coordinador general de la revista Topía cuando también desmitifica el carácter exclusivamente burgués del psicoanálisis. Y lo hace rescatando un texto del propio Freud, de 1918, titulado Nuevos caminos en la terapia psicoanalítica, en donde el profesor vienés afirma que los psicoanalistas pueden atender a las clases acomodadas de la sociedad, haciendo poco por las capas populares, cuyo sufrimiento neurótico es “enormemente más grave”. “Esta ponencia de Freud fue muchas veces repetida y citada. Pocas veces puesta en su materialidad histórica y las consecuencias concretas para el movimiento psicoanalítico”, sostiene Vainer, antes de rescatar la experiencia de la “Budapest pre-revolucionaria” donde tuvo origen el proyecto de fundación de Clínicas Psicoanalíticas Gratuitas (12 expandidas por Europa), que también tuvieron carnadura  en centros neurálgicos como Berlín (1920) y Viena (1922), en momentos claves de sus procesos históricos, con intentos revolucionarios en Alemania (como los encabezados por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht de la Liga Espartaquista previos a la República de Weimar) y en medio de la “Viena roja” gobernada por el “austro-marxismo” que, entre otras cosas, llevó adelante una audaz política de salud pública en el marco del cual se desarrolló la experiencia del Ambulatorium. En Berlín, por ejemplo, el Poliklinik tuvo como política establecer los honorarios de acuerdo a las posibilidades que los pacientes manifestaban en su primera entrevista. Con instalaciones montadas a partir de la fortuna personal donada por Maz Eitingon, el lugar fue acondicionado por Ernest, el hijo arquitecto de Freud, y llegó a contar no sólo con habitaciones con divanes sino también con modernas técnicas de aislamiento acústico. Por allí pasaron 969 varones y 989 mujeres, la mayoría trabajadores, desocupados y estudiantes, en una quinta parte analizados gratuitamente (algo similar pasó en Ambulatorium, por donde pasaron 800 mujeres y 1445 varones).

Ambas experiencias cayeron al son del tambor de los nuevos aires de la historia. El avance del stalinismo en Rusia fue acompañado por el ascenso del fascismo en Italia y el nazismo en Alemania. Tal como destaca el autor, en la década del 30 “el giro a la derecha  de la Asociación Psicoanalítica Internacional terminó de consumarse”.

 

 

Encuentros y desencuentros

Cabe destacar el aporte realizado por Hernán Scorofitz  a esta publicación, quien en su ensayo “León Trotsky, el freudiano de la revolución de octubre”, realiza un recorrido por las posiciones del jefe del Ejército Rojo en relación a la disciplina fundada por Sigmund Freud (esto dicho con todos los reparos ya mencionados por Vainer).

En este texto, Scorofitz recuerda que Trotsky comienza a interesarse por el psicoanálisis en los años inmediatos a la revolución de 1905, mientras permaneció exiliado en Viena y frecuentó tertulias en cafés donde asistían personas pertenecientes al núcleo íntimo de Freud. Si bien el teórico de la revolución permanente tuvo momentos de mayor y menor entusiasmo frente a los postulados freudianos (una de sus hijas que frecuentaba divanes se suicidó), nunca consideró al psicoanálisis como “incompatible” con el marxismo, como sí lo hizo la posición oficial del stalinismo, quien consideró al freudismo como “desviación burguesa”, algo de lo que muy bien da cuenta en su texto  Volnovich, quien recuerda que así como en 1923 la Unión Psicoanalítica Rusa se incorpora a la Asociación Psicoanalítica Internacional (convirtiéndose el Instituto Psicoanalítico de Moscú en el tercer instituto de formación de psicoanalistas reconocido por Freud en el mundo, tras el de Viena y Berlín), al año siguiente –tras la muerte de Lenin– trotsky cae en desgracia y el psicoanálisis pierde a su protector. Tiempo después de desmantelan instituciones de vanguardia, como el Hogar de niños y el Instituto Estatal de Psicoanálisis, proceso que se acrecienta en 1930 cuando el Primer Congreso de Psicología de la Unión Soviética denuncia al freudismo como teoría reaccionaria y disuelve la Unión Psicoanalítica Rusa y, finalmente, en 1933 se prohíba el psicoanálisis en la URSS.

Coincidiendo con el centenario de la gesta de aquel pueblo que supo dar figuras como la de Vladimir Lenin y poner en marcha la construcción del primer Estado Obrero en el mundo, la salida de este libro en Argentina contribuye a repensar los vínculos entre las apuestas de los procesos de transformación material de la sociedad (hoy tan vigentes como hace un siglo) en serie con los procesos de transformación subjetiva, es decir, la relación existente entre el cambio en las relaciones de producción y las relaciones de los hombres y las mujeres (los devenires diversos en realidad) consigo mismo y con los demás.

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