*Psicoanalista y escritora.
A les psicoanalistas, Freud nos enseñó a leer, inventó un nuevo modo de leer, leyendo síntomas y sueños. Inventó un método para leer y escribir, para escuchar y narrar, creó esa extraña conversación hecha de silencios y palabras, que se produce entre la asociación libre y la atención flotante. Para crear esa conversación tuvo que desprenderse del discurso médico, de la hipnosis y la sugestión, y nutrirse de lecturas literarias y filosóficas, que lo llevaron a desplegar un escritura cercana a lo ensayístico-poético.
Introducir el uso del diván como propuesta para correr la mirada, y sacar la mano con la que presionaba la frente de los pacientes (para propiciar el surgimiento de recuerdos y posibilitar la «abreacción» del afecto ligado al trauma), fueron hitos fundantes de la terapia psicoanalítica como territorio hecho fundamentalmente de palabras. La cura psicoanalítica no es pastoral, no tiene que ver con convencer ni encarrilar, ni con producir «confesiones». La verdad del inconsciente tampoco es propiedad del analista, ni existe a priori como un tesoro escondido a descubrir. La verdad se trabaja, se construye, aparece, nos sorprende, no se la puede anticipar ni dominar.
El síntoma, dije en un texto anterior, es mensaje. Mensaje pero no oráculo, no es destino. Es retorno de lo reprimido pero también es creación. Ser capaces de «leer» síntomas implica poder desviarnos de los saberes instituidos, de recortar esa lectura del discurso médico, religioso, académico o escolar, de cualquier orden hegemónico y normativizante, o incluso del ‘sentido común’.
No hay lectura universal, y entonces leer es también una operación subjetivante. Leer y escribir es extraer de un enigma su potencia, sin agotarlo, es transformar el «percibir» en «concebir» (leyendo a Spinoza).
Leer, a partir del psicoanálisis, enseña que lo auténtico es en principio lo más extraño, extranjero, a la vez propio y ajeno.
Leemos en los márgenes, en los olvidos, en lo confuso, en el error, en el sueño, en el síntoma, en el cuerpo, leemos sus inscripciones pulsionales y deseantes. Pero leemos mejor si nos atrevemos a escribir una experiencia.
Dije también en otro lugar que el sueño «escribe bien con lo que recuerda mal». Toda escritura es una mala lectura (escribe Eduardo Müller leyendo a Harold Bloom), una lectura no textual, no fiel ni servil, no obediente ni dogmática, de aquello que hemos leído y ha sabido tocarnos. Escribir es convertirse en autor de lo que se ha leído. El síntoma requiere también malas lecturas, fecundas, para poder mutar a otras escrituras, menos sufrientes.
Leer es romper los encantamientos hipnóticos y la obediencia de la sugestión. Ésta última, es una lectura impropia, vaciada, impuesta. Espejismo. Una lectura inútil. Un poder inútil, porque no nos toca, no deviene escritura, a lo sumo produce ecolalias.
Leer es subvertir la temporalidad cronológica y lineal, el tiempo de los relojes. Leemos el pasado como si fuera un texto que nunca ha sido escrito. La historia no es acumulación, porque «el pasado es el lugar donde siguen pasando cosas» (Rodrigo Fresan). La historia demanda interminables lecturas y (re)escrituras. Leer entonces restituye el tiempo a la historia, a cada historia singular, y a la Historia con mayúscula también. La bella paradoja de que el pasado existe, adquiere existencia, cuando encontramos un modo de leerlo. Por eso, una vez más, afirmamos que leer es un acto político.
Walter Benjamin decía que «vidente» es quien, en relación al pasado, puede recuperar algo que no está historizado. Una reserva heredada que se actualiza y que moviliza estrategias nuevas. Pasado, presente y futuro, agrego, no están cerrados, porque leemos. Leer amplia lo que somos capaces de ver, en todas esas direcciones.
Tanto en el campo de lo singular como en lo colectivo, nunca leemos ni escribimos solos. Siempre es con otros. Pero leer, en suma, si nos lleva a escribir, otorga y devueve derechos -y responsabilidad- de autor.