A Cristina
La muy esperada reedición de Chicos en banda, los caminos de la subjetividad en el declive de las instituciones, escrito durante el 2001 y publicado en 2002, por Silvia Duschatzky y Cristina Corea, despierta reflexiones en varias direcciones. Por un lado, se trata de volver a poner en circulación un texto hasta el momento muy difícil de hallar, y que, como todo texto pionero, debe ser juzgado -al cabo de casi dos décadas-, por los desarrollos a los que ha dado lugar. Invariablemente, sus lectores de entonces ya no somos los mismos, ni podemos leerlo del mismo modo. Pero al mismo tiempo, se trata de presentar un libro desconocido para una enorme mayoría de nuevos lectores, que quizás reconozcan en estas páginas orientaciones parcialmente desarrolladas en otros trabajos posteriores, no solo en la amplia producción de la propia Silvia Duschatzky (sobre todo en su libro Maestros errantes) y su equipo de trabajo en Flacso, sino también –y esto es lo que vale la pena subrayar– de una variedad de autorías colectivas.
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Comencemos por el título: “chicos en banda” es una expresión perfecta. A pesar de las apariencias, la expresión no pertenece a ese dudoso saber de la sociología de los “jóvenes de las periferias”. Es imprescindible captar el sentido de ese “en banda” a partir del juego–la juntura– de dos significaciones distintas e inseparables: “en banda” remite tanto a la desatención y abandono al que ciertxs chicxs son condenadxs por las instituciones (aquello que llamamos la “sociedad”), como también al hecho de que esxs mismos chicxs armaran bandas para existir. Tal y como describió hace medio siglo Jorge Amado en su novela Los capitanes de la arena, la banda es el más interesante de los destinos para estos chicos en banda. Chicos en banda, entonces, habla tanto de orfandad como de las capacidades estratégicas. Despojos y potencias. Abarca todo el arco que va de la descripción objetiva de la desposesión material y simbólica, a la creación desobediente de formas de vida. En palabras de las autoras: de las condiciones a la subjetivación.
Reparemos un poco más en el sentido de Chicos en banda. Un sentido no se confunde con las significaciones presentes en determinada proposición. Mientras estas últimas son especificaciones derivadas de conceptos, lo que llamamos el sentido debe ser creado, ha de ser captado atendiendo al estado de cosas y, muy en particular, a los poderes de los cuerpos, a su aptitud de afectar y ser afectados. Superando una lectura de las significaciones en dirección al sentido -a la potencia de los cuerpos-, podremos captar el aire de familia que esta investigación tiene con producciones posteriores de autores tan disímiles como el poeta y cineasta César González (pienso ahora en la revista Todo piola), Barrilete Cósmico (Pura suerte; Estación Zombi) y el hilo que une estas producciones con los textos de Diego Valeriano o con los conocidos trabajos del Colectivo Juguetes Perdidos.
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También pertenece al título del libro el enunciado “Los caminos de la subjetividad en el declive de las instituciones”. Se deja entrever aquí un diálogo fecundo, presente a lo largo de toda la obra, con el historiador Ignacio Lewkowicz. En la primera edición de Chicos en banda, aparece una referencia de la próxima aparición de Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez, libro en preparación que daría a luz dos años después, y cuya tesis central era la declaración del agotamiento de todo un pensamiento centrado en el Estado (incluido el pensamiento anti-estatal).
En sus palabras: en diciembre de 2001 “surge el pensamiento postestatal”. 2001 como denuncia y anuncio. Corte y al mismo tiempo atisbo de porvenir. Incluso como “catástrofe”: un antes (que ya no inspira) y un después (a inventar). Lo ultra relevante del evento en cuestión es la ruptura provocada, no tanto en el trayecto histórico del Estado y su relación con la sociedad (ya que en el capitalismo la naturaleza del estado no ha cesado de mutar, siendo su relación con el capital y las clases siempre el mismo), sino más bien en las maneras de pensar: “Pensar sin estado es una contingencia del pensamiento -y no del estado”.
Lo que debe ser estudiado, entonces, no es tanto la destitución de la centralidad de ciertos atributos de la soberanía, sino los avatares de un pensamiento que, en cuanto auténtico constituyente de las subjetividades, debe ahora vérselas consigo mismo, cara a cara, sin ninguna tutela de orden trascendente. La cuestión planteada no se agota entonces en la caracterización “postestatal” de las instituciones, ni en cómo reformar o habitar el Estado, sino que desborda toda perspectiva institucional y apunta a la existencia misma: dado que la liquidación histórica de las condiciones de vida deja al sujeto aferrado al pensamiento como única y última vía de constitución. Un cartesianismo desesperado.
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Una de las interpelaciones que resuenan en Chicos en banda concierne a una adultez capaz de vincularse productivamente con estxs chicxs-en-banda. En el caso que nos ocupa, la cuestión es asumida por un sindicato de trabajadores de la educación, por una escuela y por un equipo de investigadorxs. Un compuesto bien heterogéneo que asume una posición singular: la de afrontar la propia destitución de un modo activo. Entonces la pregunta ¿sobran los adultos? parece responderse de un modo doble. Quizás sí. Sobre todo cuando se los identifica con las instituciones en declive. Pero quizás no. Porque adulto es también quien a pesar de todo se compromete con el pensamiento. Habría entonces una madurez vinculada al pensamiento. ¿Con el pensamiento de la época? No lo creo. Presiento que es exactamente al revés. El pensamiento es imprescindible, al decir del poeta Henri Meschonnic, más bien para escapar de la época, o al menos para ventilarla.
Muchas de estas preguntas fueron formuladas en aquellos años en un libro llamado Un elefante en la escuela, escrito por miembros de la Comunidad Educativa Creciendo Juntos y el Colectivo Situaciones. Allí puede leerse lo siguiente:
Imaginemos una superficie amplia. En ella observamos espacios cubiertos y descubiertos. También objetos: pizarrones, redes, televisores, tizas y marcadores, aros de básquet, objetos de cocina y de limpieza, sillas, pelotas, etc. Imaginemos que esa superficie se recubre de chicos y chicas. Imaginemos finalmente a un tipo especial de filósofa/o –que aquí llamaremos maestras/os– cuyo oficio consiste en preguntarse por el modo de participar activamente en la creación de un mundo en torno a esa multiplicidad, con la cual han decidido involucrarse.
La relación entre chicos en banda y nueva madurez fue planteada en aquellos años posteriores a 2001 de un modo insistente. Cito el mismo texto, un poco más.
Se abre ante nosotros un juego en el cual la adultez consiste más en una posición móvil, que en un conjunto de saberes a priori. Un juego en el que la regla es interior al juego, y no su límite previo. Y en el que la responsabilidad no existe como adecuación a las formas, sino como habilitación de un espacio afectivo/pensante capaz de asumir las consecuencias inesperadas de una situación compartida. Una nueva adultez, tal vez. Pero no una retórica o utópica, sino una que ya advertimos en nuestro entorno en cada tentativa de pensar con los otros los efectos (sean cuales fueren) de la producción de los vínculos.
Adultos puestos a investigar, a hacerse preguntas, a abrir un lugar en sí mismos para dar cuenta de nuevas realidades. Según el filósofo Paolo Virno, el problema de una adultez en el capitalismo actual se juega en relación al tipo de comprensión que se tenga, precisamente, de la infancia. Siguiendo parcialmente la referencia de Infancia e historia de Giorgio Agamben, Virno sostiene que el capitalismo global acude a la infantilización como modo de gobierno de las fuerzas del trabajo. En el libro que venimos glosando, Un elefante en la escuela, se publica un notable diálogo con el pensador italiano. Transcribo un breve fragmento:
Creo que la sociedad posfordista, la sociedad de la economía globalizada, es una sociedad pueril. En italiano, y también en castellano, pueril es la caricatura de lo infantil. Una caricatura que, sin embargo, es seria. La puerilidad de la sociedad del espectáculo –la sociedad mediática– la convierte en una caricatura de la dimensión infantil. La infancia, entonces, puede significar una crítica posible a la puerilidad de la sociedad global del espectáculo. Éste es, para mí, el punto importante. En general los revolucionarios han pensado cómo formar a la infancia. Al contrario, creo que nosotros tenemos que sacar instrucciones de la infancia: extraer de ella las claves para comprender mejor la totalidad de la sociedad posfordista pueril. Por ejemplo, la condición de los niños contemporáneos, que es algo que, me decían, aquí se debate mucho. Es una condición cargada de una especie de madurez. Un saber hacer, un saber estar en el mundo, un saber orientarse cuando hay muchos imprevistos, cuando no hay reglas precisas. Este saber de ellos hoy es una referencia para comprender el mercado de trabajo, la precariedad y la imprevisibilidad de los usos y costumbres contemporáneos.
“Puerilidad” de los adultos obedientes, “madurez” de los chicos en banda. El tiempo se ha salido de sus goznes.
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La adultez puesta en cuestión. Pero ¿qué deben aprender los adultos, más allá de su propio declive? Porque si solo fuese asumir el propio agotamiento, estaríamos frente a una nueva y triste pedagogía de la impotencia. Mejor retomar la noción de madurez que trae Virno, ligada de un deseo de re-invención. Hace unos años, las editoriales Cactus y Tinta Limón reunieron a los ya citados autores “disímiles”, en torno a un texto: Semilla de crápula, consejos para los educadores que quieran cultivarla. El texto, que varios de estos autores comentaron, fue escrito en la década del cuarenta por Fernand Deligny, escritor a quien los editores presentan como un “profesor de niños inadaptados, retrasados e idiotas, director de centros para niños delincuentes, coordinador de una red de acogida para niños autistas”. ¿Qué es lo que se valora en Deligny? Precisamente: una adultez desplazada, vivida menos como agencia institucional y más como una subjetividad transfronteriza. En su libro Lo arácnido, Deligny escribió: “la red es un modo de ser”. No se refería a las redes sociales, sino a las redes de las arañas. El educador de crápulas aconsejaba a sus interlocutores de todas las épocas: “Si quieres conocerlos rápido, hazlos jugar. Si quieres enseñarles a vivir, deja los libros de lado. Hazlos jugar. Si quieres que adquieran el gusto por el trabajo, no los ates al banco de labor. Hazlos jugar. Si quieres hacer tu trabajo, hazlos jugar. Jugar, jugar”.
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Quizás lo propio de todo acontecimiento sea hundir en él a quien lo vive a fondo. Hundirse en el acontecimiento, dice Gilles Deleuze en un texto muy poco leído, implica no poder salir de él. Pero no hay angustia en este hundimiento. Es cierto que si nos hundimos lo suficiente ya no podremos salir de él. Y aún así, en este no-poder-salir hay algo que nos rescata de la peor de las trampas: la de una existencia aplanada sobre el tiempo empírico. Más que una prisión, la inmersión en el acontecimiento es una extraña experiencia que puede desembocar en el conocimiento insospechado de las leyes que lo gobiernan. La razón del azar como la más alta libertad.
Cuando escribo que Chicos en banda es una obra pionera, me refiero a esta decisión de inmersión intelectual, a esa caída o perdición, sin la cual es imposible pensar en inmanencia un sentido. Justamente lo que la historia de todos los días impide. El tiempo empírico nos obliga a no caer, a seguir. De ese modo escamotea el sentido, que jamás es simple, obvio o lineal.
Llegados a este punto, es preciso delimitar el acontecimiento en cuestión. No es fácil decirlo. Aunque ya vimos cómo lo pensaba Ignacio Lewkowicz. Él lo llamaba “diciembre de 2001”. Vuelvo a sus palabras: “Diciembre de 2001 liquida nuestra posmodernidad”; “diciembre del 2001 es un nuevo comienzo”. 2001 pensado como fecha en que algo se cierra y algo comienza. Solo que dos décadas después bien podemos preguntarnos si esa fecha no avisaba sobre la irrupción de una larga imposibilidad.
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La trágica interrupción de la vida de Cristina Corea e Ignacio Lewkowicz nos privó del desarrollo de una obra en común, en torno de la infancia, que recién comenzaba a madurar. Tenemos suficiente evidencia de su originalidad en ensayos como ¿Se acabó la infancia? o Pedagogía del aburrido. Tinta Limón ya había comenzado la tarea de rescatar estas obras de un olvido inaceptable con la edición de La historia sin objeto, escrito por Lewkowicz junto a Marcelo Campagno. La re-edición de Chicos en banda, con notas nuevas de Silvia Duschatzky, es parte del intento por proponer estos textos inaugurales, siempre en estado de cuestionamiento y de anuncio de un discurso para y sobre las formas de vida, de la que muchos hoy, lo sepamos o no, somos deudores.