Anarquía Coronada

Oíd mortales // Lila María Feldman

Nuestro mundo jamás se ha caracterizado por la igualdad, en cuanto a su administración de bienes y servicios, ni en cuanto a Derechos y garantías, ni aun en su distribución o reparto del tiempo y el espacio. “Lo común”, podría decirse que es una declaración siempre inexacta, siempre sujeta a los efectos y condiciones desigualantes, históricos e innumerables. Pero es también una construcción y una búsqueda irrenunciable. La libertad, no es entonces un bien del que disponer, ni un derecho o acceso al consumo, ni una expresión más de la propiedad privada, ni tampoco la capacidad de imponer deseos, sino la brecha que se construye singular y colectivamente cada vez que achicamos, disminuimos, desarmamos y combatimos el predominio de la desigualación, y construimos un “común”. Esta pandemia, una vez más, y en forma exacerbada, visibilizó que la desigualdad no es un sustantivo sino un verbo, no es un dato natural y estable sino una forma de distribuir recursos, entre los cuales también se hallan el espacio, el tiempo, las certidumbres, el futuro, la salud, etc. Se conjuga en acciones, se sostiene en políticas, se decide cada día. Por ello no se saldará únicamente con la vacuna. En estos días, precisamente, a muchos de nosotros nos toca experimentar ese verbo en acciones que nos comprometen, nos interpelan en nuestras decisiones, las más personales, aun cuando entendemos que incluso ellas mismas están sujetas a decisiones políticas.
Oíd mortales: la libertad no es nuestro signo distintivo sino –en ocasiones- para tantos de nosotros al menos, la búsqueda de igualdad, la batalla por hacer de nuestro mundo el espacio de lo común, y achicar los efectos de la desigualación. En principio hacerla visible. Hablamos de la vacuna, pero estamos hablando de política.
Hoy “me tocó” vacunarme… empecé así a escribir este texto. Pero no es cierto. Hoy pude vacunarme, tuve ese privilegio, y ejercí el derecho a hacerlo. Sin embargo, estos han sido y siguen siendo días de fuertes cuestionamientos. Hoy decidí vacunarme. Con mucha emoción, con mucho alivio, también con fuertes ambivalencias. Ayer hablaba con mi amiga Delia, psiquiatra infanto juvenil, quien se ha pasado la pandemia en su cargo en el Hospital público, trabajando sin pausa. Ella aun no pudo vacunarse. Tenía un turno para hacerlo pero el mismo fue cancelado. Tampoco Carlos, psicólogo de guardia en el Hospital Ricardo Gutiérrez. El no fue vacunado aún, a pesar de estar en la primera línea durante todo este largo e intenso tiempo. No saben, ni siquiera, si podrán hacerlo, o cuándo será eso. Entonces, cuando me inscribo en la página del Gobierno de mi ciudad, ejerciendo el derecho y la libertad de hacerlo, sé que lo hago sobre capas y capas de injustísima desigualdad. Lo hice gracias a la ayuda de mi amiga Marianella, que tiene oficio y velocidad en el manejo informático, porque si por mi fuera no hubiera llegado a hacerlo antes de que volaran los turnos disponibles. En unas dos horas o menos volaron. Los que llegamos a tiempo, pasamos por la Cancha de River y recibimos la vacuna. Somos profesionales y trabajadores de la Salud. ¿Eso  basta para recibir la vacuna? ¿eso basta para merecerla? Puedo dar mis razones para haber ido, las mías tan personales. No creo que sean suficientes. No anulan el profundo malestar que tengo. Mi madre, trabajadora incansable y apasionada de la salud, en la que ha comprometido toda su vida, integrante de uno de los grupos de riesgo, también llegó a anotarse. Tantos, tantísimos otros más necesitados que yo, no lo han hecho. O por no llegar a tiempo, o por carecer de los medios. Por supuesto no habría vacunas para todos. No las hay. ¿Por quiénes empezamos?
El sistema de Salud históricamente en nuestro país lleva la marca de la desigualdad, y de la irracionalidad también. Los trabajadores de la salud en el ámbito público no necesitan aplausos. No recibieron en tantos casos ningún aumento de sueldo. Pero sí merecen ser prioridad cuando hablamos de vacunas.
Hablar de lo común implica hablar de las políticas desigualantes que lo ponen en jaque. Implica hablar de las políticas negacionistas y desestabilizadoras, por ejemplo las que cuestionan la eficacia de la vacuna. Pero también de las políticas que hacen de la injusticia y la irracionalidad, un verbo. La eficacia de las políticas me preocupa tanto más hoy que la de la vacuna.
Decidir vacunarnos fue estos días para muchos una decisión imposible. Tomada con la vertiginosidad del apuro, y el deseo de recibirla. Pero también soportando la arbitrariedad de esa injusticia. Hoy en la fila una compañera a la que reencontré me contaba de sus lágrimas cuando sin darse cuenta si era cierto o no, con la velocidad de sus dedos sobre el teclado, verificó que sí: le habían otorgado el turno y la gracia. Pensó en su mamá diabética. También pensó en ella. ¿Deberíamos no hacerlo?
Yo preferiría no tener que tomar estas decisiones. Y sentir que hay un sistema de razones y políticas que me amparan, a mí y a todos. Ese es el espacio de lo común.
Oíd mortales, mortales somos todos. Aterrados, poniendo el cuerpo algunos más que otros, algunos con más margen para hacerlo. Oíd mortales, la libertad no es la gracia de la oportunidad o de la arbitrariedad, o del poder que dan ciertos medios para disponer de ella. No es la del más fuerte, o la del más veloz. Tiene que ser de todos. Y tiene que empezar por donde lo común fue verbo. El verbo encarnado en el cuerpo de quienes trabajan por lo común.
No teman, mortales. El comunismo no se aplica en vacunas. Es responsabilidad de todos, cada día, ver qué hacemos de lo común.
 

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