Anarquía Coronada

Rosario, Ciudad Futura // Diego Sztulwark

Tomado directamente la revista que editaba en Italia Antonio Gramsci, ese nombre, “Ciudad Futura”, cobija en Rosario una experiencia inédita: una organización militante conformada por movimientos sociales que se plantean las tareas políticas correspondientes a una nueva generación. Su conformación, hace una década, supone una nueva actitud para la izquierda: un saber sobre la trampa montada sobre toda voluntad de transformación, un deseo de conectar con la desesperación (la personal y la colectiva), una práctica de comunicar el lenguaje descriptivo con la búsqueda de una salida concreta. Una izquierda que percibe desde el conflicto, y se propone como creación de otro mundo. Ser de izquierda es tener al menos dos ideas simultáneas: una analítica actualizada sobre el poder (una noción de enemistad) y una racionalidad diferente, que parte de lo que resiste.

A cuarenta años de la instauración de la democracia, y en momentos en que la propia vicepresidenta plantea la existencia un Estado “paralelo”, un poder judicial “mafioso” y una marionetización de la dirigencia política, se hace evidente que las fuerzas políticas en el poder resultan como mínimo impotentes para realizar tareas elementales como cuidar ingresos populares, enmendar instituciones y combatir las ilegalidades de los poderosos. Rosario emerge en este contexto no como una excepción, sino como un concentrado sintomático: la circulación ilegal de mercancías en rutas y puertos se corresponde con la ilegalidad absoluta del uso de las armas para proteger, disputar y ampliar negocios. Es el país entero el que se mira a sí mismo en la tragedia de esa ciudad del presente.

Ahí donde las reformas democráticas resultan bloqueada por arriba, una Ciudad Futura no puede menos que proponerse crear instituciones desde abajo. Ahí donde el oportunismo extremo y la inercia de las burocracias políticas se torna criminal, una Ciudad Futura se propone crear bloques de espacio tiempo concretos capaces de hacer trabajar a todas las instancias del estado bajo el control popular de lo vecino. Allí donde la tradición de lxs oprimidxs resulta por completo amenaza, una Ciudad Futura mantiene viva la tradición que va de la Madres al 2001, del 2001 a los feminismos populares. Una Ciudad Futura es aquella que procesa el miedo y lo convierte en poder colectivo. Más que un partido, la discusión militante que presencié ayer sábado 11 de marzo (si, en esa fecha histórica, en Rosario funcionaba un plenario horizontal, con voces de universidades y barrios, llenas de angustia y esperanza) fue un numeroso colectivo pensando, un colectivo elaborando estrategias, un ejemplo sin modelo (un ejemplo que se difunde, que ya funciona en varias ciudades de la Provincia de Santa Fe). Un germen, un instrumento apto, un principio diferente de lo político.   

El método Cañete // Pedro Yagüe

Crítica y época

En las primeras palabras de su Historia a contrapelo del arte argentino, Rodrigo Cañete anuncia un proyecto de crítica cuyos límites se extienden más allá de las artes visuales: al igual que el amor, una obra de arte abre un espacio entre nosotros y nuestras vidas, y nos deja respirar. La potencia del arte –así como también de la teoría– radica en su capacidad para alterar nuestra percepción, nuestra experiencia, es decir, en su capacidad para transformarnos. Esta perspectiva desde la que Cañete propone entender la fuerza estética de una obra, plantea un camino que hoy, en tiempos de carreras personales y algoritmos, convierte a la crítica en una forma de respirar.

Historia a contrapelo del arte argentino plantea un modo de mirar la época por fuera de la lógica neutralizante de las instituciones culturales. Es justamente ahí donde, quienes no venimos del campo de las artes visuales, encontramos una de las principales riquezas de este libro. Hay en Cañete un método, una operación de escritura que sacude la época para ventilarla. Que permite escaparle, al menos por un rato, a la desesperación inocua y narcisista que circula en el mundo cultural argentino.

El método Cañete parte de la materialidad de la obra y se dirige hacia sus efectos, hacia el modo específico en que el arte interviene en la realidad social. Contra el aparato crítico institucionalizado, cuyo énfasis está en el dato y el archivo, Cañete propone leer funcionamientos. Para ello, le es necesario analizar la obra en relación con la sociedad histórica en la que opera, sin que esto implique reducir una dimensión a la otra. Ni un arte pasivo frente a lo social, ni un arte monádico, reducido a sus aspectos formales, absoluto idealizado sin relación con el entramado histórico en el que existe.

Si una obra puede transformarnos al punto de convertirnos en otros, es por el modo específico en que se inserta en la realidad social. Por el modo en que es capaz de articularse en discursos, en afectos, en una historia compartida y sus marcas. Porque, en última instancia, es ahí donde el arte y la teoría buscan producir un efecto: en la materialidad de nuestras vidas. En nuestros temores, en nuestros amores, en nuestras calenturas, en nuestras miserias. El arte y la teoría, cuando no se insertan en una lógica de cálculos y amiguismos, cuando no buscan constituirse en nicho o carrera, se dirigen siempre hacia la misma dirección. Hacia la vida. Como pregunta, como propuesta, como inquietud.

Esta perspectiva le sirve a Cañete como criterio teórico-político. Una obra no es transformadora o disruptiva por el hecho de presentarse como tal, sino por los efectos concretos que produce. La confirmación de lo ya pensado, el regocijo narcisista en lo ya sentido, es la operación conservadora por excelencia de nuestro tiempo, aunque las obras que así intervengan se presenten bajo las banderas más transformadoras. Tanto en el arte como en la teoría, la potencia política se mide por la alteración sensible que se genera, por la capacidad para romper con un estado de cosas. Una obra interpela cuando hace oír lo que no se sabe que se oye, cuando hace sentir lo que no se sabe que se siente. Todos tenemos una experiencia de esto: un libro, una película, una imagen, una canción que nos movió el piso para siempre. Y nos hizo vivir de otra manera.

Contra una época en la que los artistas son evaluados según su corrección política, incluso de manera retrospectiva y aun estando muertos, Cañete plantea la necesidad de pensar los efectos de las obras independientemente de la voluntad de quien las crea. ¿Qué es lo que busca el ojo crítico? Distinguir lo que nos confirma de lo que nos desarma; lo muerto de lo vivo. Por eso insiste en las posibilidades transformadoras de la producción cultural. Hay, hubo y siempre habrá obras capaces de ensayar nuevas formas de abordar nuestro avasallante momento histórico, siendo conscientes de que cualquier aproximación a él será fragmentaria y ficticia. Es esa ficción la que permite cambiar la realidad.

En tiempos como los nuestros en los que el mercado y las redes sociales exaltan y endurecen las identidades colectivas, el método Cañete propone una vía de escape. El hecho de que la potencia estética de una obra radique en su capacidad para alterar lo que somos, muestra un camino en el que la conquista de una autonomía –al menos parcial– con respecto al mercado, se convierte en algo necesario. Habrá, por tanto, que sospechar de la senda florida de la profesionalización, que tan buena prensa ha logrado durante las últimas décadas en la Argentina.

¿Por qué hacer crítica hoy? ¿Qué respuesta encontramos en Cañete? En un ambiente cultural como el argentino, donde casi todo queda reducido a una cuestión de gustos, donde el debate se fue convirtiendo en algo cada vez más impostado, resulta necesario volver sobre esta pregunta. ¿Por qué hacer crítica, entonces? Nuevamente: por los efectos que tiene. Se trata de intervenir. Cañete diagnostica un vaciamiento crítico que se corresponde con una sumisión de gran parte de los artistas a las lógicas y procedimientos del mercado. Y esta sumisión, por las características propias del mundo cultural argentino, coincide casi siempre con alineamientos políticos.

De ahí la importancia del método Cañete. De su embestida contra los consensos, contra los pactos y silencios. De su ataque contra la obediencia burocratizada, contra el reinado de lo conveniente, contra la política convertida en otra forma de hacer caso. De su batalla abierta contra ese mundo que de tan circular se vuelve agotador. Y agotado. Eso es la muerte: lo que no mueve. Lo que ubica, fija, confirma. La crítica, entonces, como un intento de no sucumbir ante esa forma un poco triste de andar muertos.

 

Materialismo oscuro

Cañete es materialista oscuro, en el sentido en que Silvia Schwarzböck le da a esta categoría. El materialista oscuro pretende decirlo todo. Y lo hace. Eso que en aras de la sociabilidad debería callar y por sus “adecuadas dosis de coraje y desprecio de sí mismo” se atreve a escribir, es pensamiento explícito. Las comillas de Schwarzböck traen del pasado una voz que, todavía en estas primeras páginas del libro, la autora deja sin citar. Son palabras de Carlos Correas, quien –Operación Masotta mediante– también se inscribe en esta tradición. Adecuadas dosis de coraje y desprecio de sí mismo: ahí reconoce Schwarzböck los cimientos afectivos de este tipo de escrituras.

El materialista oscuro rompe un pacto de silencio. Hace pensamiento explícito. Casi pornográfico. Muestra todo lo que puede. El materialista oscuro no calla un secreto, porque no lo hay. Su operación es la contraria: pone sobre la mesa aquello que todos saben pero nadie dice. Para eso, debe traicionar a ese mundo al que perteneció. ¿Cómo lo hace? Mediante la elaboración de nuevo punto de vista. Se crea a sí mismo como yo monstruo. Crudo. Salvaje. Un yo que avanza y avanza, insaciable. Una vez que el materialista oscuro empieza a decirlo todo, ya no puede parar. Sus palabras se dirigen contra el terror, contra sus silencios y consensos. Pero también aterroriza. A los demás, claro. Y a sí mismo. No puede parar.

El yo monstruo es, al mismo tiempo, un vengador y un traidor. Al decirlo todo, el materialista oscuro se venga de una cultura podrida, de un poder que necesita del silencio para funcionar. También delata a sus pares, se libera de la moral desde la que se desprecia. Y en ese mismo acto se traiciona. Se maltrata, se humilla. Exhibe sus miserias y vergüenzas. No le queda otra: es la única forma de exhibir de manera efectiva las miserias de los demás. El yo del materialista nunca se salva, nunca queda afuera de todo lo que odia. El materialista oscuro se mancha las manos con eso mismo que tira.

El carácter oscuro del materialismo de Cañete tal vez sea más visible en su blog, en sus podcast, cañechats y pastelas que en su libro. La oscuridad del materialismo, al menos en este caso, tiene algo performático. Interviene, busca producir una reacción. Por eso elige las redes sociales. Ellas son el medio perfecto para este fin. En su versión LANP, el método crítico aparece en su faceta más extrema. Cañete se zarpa. Se pasa de la raya. Cruza, por momentos, el límite del buen gusto. Como materialista oscuro que es, Cañete habla de más. O, como diría Schwarzböck, estructuralmente de más. Habla de lo que la cultura decide callar: lavado de dinero, favores sexuales, herencias de todo tipo, rosca, negocios con empresarios, políticos y hasta jueces de la nación.

Cañete no es un incorrecto, sino alguien que está más allá de la corrección. Tiene su propia agenda. Su propia forma de intervenir. Como explica Schwarzböck, si a hablar una lengua se aprende con el cuerpo, a callarla también. La crítica de Cañete, se dirige hacia ahí. Agita la lengua para exhibir lo que la cultura argentina no muestra. Para poner arriba de la mesa lo que los consensos culturales, desde hace décadas, metieron debajo de la alfombra.

 

Materialismo queer        

En su libro El arte del fracaso queer, Jack Halberstam vincula lo queer a un proyecto estético organizado en torno a la lógica del fracaso. En la medida en que queer implica una ruptura con lo hegemónico, el éxito queda desde un principio por fuera del horizonte de lo alcanzable. Dicho de otra manera: no aceptar la normatividad social es no aceptar las reglas del juego que, eventualmente, podrían conducir hacia el éxito. Lo queer, en el sentido en que Halberstam le da a esta categoría, constituye una oposición vivida y sentida con respecto al modelo oficial de conducta y virtud. Por eso siempre tiene algo performático: provoca una reacción que sintetiza el estado de cosas en una sociedad.

Lo queer se encuentra vinculado a la negatividad, a una cierta imaginación política que se mueve por fuera del reconocimiento comercial y estatal. Se opone a la reproducción social del sentido. Pero no como mera negatividad reactiva, sino como una que se dirige hacia la posibilidad de construir nuevas formas de vivir. La no pertenencia arma un vacío que posibilita la creación de sentidos y significaciones. Es una concepción afín a la de Monique Wittig, quien sostenía que las lesbianas, al no ajustarse a la norma, al no ser vistas socialmente como “mujeres”, se encuentran en una posición mucho más apta para elaborar nuevas formas de vivir.

Al igual que el materialista oscuro, el materialista queer hace visible aquello que la cultura no quiere que se vea, hace oír aquello que no quiere ser escuchado. Y así encarna una alteridad monstruosa. En la medida en que rompe con la normatividad, el materialista queer hace del fracaso su obra central. Su fuerza está ahí: en la no adaptación. Rendir frente a la normativa histórica, por lo general, es una forma de rendirse ante el disciplinamiento del mercado y las instituciones culturales. Ser queer no garpa. No rinde. Y esto, en el fondo, es también una forma de no rendirse. De estar a la altura de una vida que necesita ser vivida. Por eso es que Halberstam señala que lo queer ofrece la promesa del fracaso como un modo de vida.

El materialismo de Cañete es queer, no por lo que haga en la intimidad, sino por lo que hace de manera pública. Porque fracasa. Incluso cuando parece conseguir el éxito, cuando el Premio Peter C. Marzio está casi en sus manos, la lengua traicionera se le vuelve en contra. Se lo sacan. Lo humillan. Lo corren de la escena. Desde el punto de vista que propone Halberstam, esto es algo que resulta completamente entendible. No se puede obtener un premio si no se aceptan las reglas de juego sobre las que se organiza. El fracaso de Cañete estaba escrito en su materialismo queer.

Cañete habla con una claridad que ofende. Con una lengua fulminante, que a veces hiere y se zarpa, pero que le permite identificar funcionamientos. Sin esa claridad, no hubiera podido exponer de manera tan precisa lo que llama “la mafia del amor”. Es decir, la lógica endogámica de la oligarquía cultural en la que los artistas se agrupan bajo un conjunto de silencios, jerarquías y buenondismos que garantizan su reproducción social. Al materialista queer esto le resulta intolerable. Por eso necesita romper con la inercia endogámica de la cultura. Si queremos que lo antisocial se transforme en teoría queer, dice Halberstam, debemos estar dispuestos a salirnos nos de la zona de confort del intercambio educado, con el fin de aceptar una negatividad verdaderamente política, una que, esta vez, prometa fracasar, dar por culo, cagarla, pegar gritos, ser rebelde, maleducado, provocar resentimiento, devolver el golpe, hablar alto y fuerte, interrumpir, asesinar, escandalizar, aniquilar. Resulta difícil vislumbrar un destino exitoso para una subjetividad así.

Sin embargo, el fracaso también activa otra cosa. Algo diferente. Algo en el cuerpo. Hay límites que se cruzan y de los que ya no se puede volver. Esos son los que importan. Los que te transforman. Los que permiten escaparle a un cierto estado de ánimo. La vivencia del fracaso, muchas veces, es la cristalización de ese tipo de límite. Porque en el fracaso se conserva algo de la maravillosa anarquía de la infancia. Cuando el éxito desaparece del horizonte, ya no hay razones para someterse a la disciplina cultural, a sus silencios y recompensas. Al productivismo, al cálculo, a cierto sentido de lo conveniente. Entonces, recién entonces, comienza ponerse en juego otra lógica: la del juego, la risa, la de los mundos por crear.

Esto explica también la preocupación de Cañete por el legado de artistas como Pedro Lemebel o Batato Barea, a quienes intenta rescatar de la estetización neutralizante de los consensos del presente. Ellos, desde sus propias coordenadas históricas, hicieron materialismo queer: fueron traidores de la élite cultural de su tiempo. Cañete también crea a sus precursores, se inscribe en una tradición artística latinoamericana. Y lo hace enfrentándose a una política cultural que estetiza para neutralizar, que recupera lo queer del pasado para volverlo inofensivo y, en ese mismo acto, lavarse la cara. Cuando lo queer se convierte en marca, kiosco u objeto de estudio, hay algo de esa experiencia que se obtura. Que no se transmite, que ya no se puede actualizar. Toda higienización invita a la sospecha.

 

Materialismo argentino: el revés de la trama

El materialismo de Cañete se inserta en una tradición ensayística que parte desde y se dirige hacia este país. Se puede vivir en Inglaterra y hacer materialismo argentino; se puede trabajar con el Conicet e importar agendas culturales europeas. Cañete se inscribe en un linaje de escritores cuya crítica busca denunciar el poder ahí donde no se muestra, exponer los pactos de silencio. Se trata de una tradición nacional y a la vez pugilística para la cual el combate es condición de posibilidad del pensamiento. De los muchos nombres que podría destacarse, me interesa recuperar el de tres: David Viñas, León Rozitchner y Quique Fogwill. Historia a contrapelo del arte argentino, tal vez sin saberlo, establece un diálogo implícito con la obra de ellos tres.

Al igual que Viñas, Cañete advierte una tendencia local a la valorización del arte según la visión del primer mundo. Ser latinoamericano es ajustarse a la imagen que Europa o Estados Unidos tienen de nuestro continente. Incluso en la construcción de un canon latinoamericano o argentino, lo que termina imponiéndose es la mirada extranjera, que curiosamente coincide con aquella que rinde en el mercado. El problema de este provincianismo con respecto a Europa y Estados Unidos es que impide la constitución de un punto de vista propio sobre lo argentino. En Literatura argentina y política, Viñas habla de un ser para y desde el primer mundo, de una validación de lo nacional en la aprobación extranjera, en sus jergas y modas. Esto es algo que, en la mayoría de los casos, requiere de una mediación profesionalizada que filtre la obra bajo los códigos del mercado. En las artes visuales, esto queda en manos de curadores y galeristas; en las letras, en manos de las grandes y a veces no tan grandes editoriales.

Una lectura conjunta de Viñas y Cañete permitiría reconocer ciertos elementos constitutivos del modo en que se produce arte y teoría en la Argentina: el viaje a Europa en su dimensión estética, utilitaria y colonial; la cultura como posible constructora de ciudadanía; el correlato entre la apropiación de la tierra y la constitución de una intelectualidad con valores de la clase dominante; la cuestión del cuerpo y su desaparición como una constante en la nación Argentina. Esta forma de leer la historia que Cañete –con Walter Benjamin– llama “a contrapelo” y Viñas “el revés de la trama”, no solo intenta desenmascarar la estructura de poder dominante en el campo cultural, sino también identificar resistencias concretas.

Esto último resulta fundamental y nos ubica, nuevamente, ante la pregunta por la crítica y su sentido. La búsqueda de resistencias, de relampagueos del pasado en el presente, es en el fondo una búsqueda de vitalidad. Se trata de detectar una misma vibración que atraviesa los tiempos, con el propósito de elaborar series históricas en las que inscribirse. Cañete arma la suya: Pedro Lemebel, Batato Barea, Federico Manuel Peralta Ramos. No se trata de una tradición académica, teórica, ni siquiera de una ligada estrictamente a las artes visuales. Lo que Cañete recupera de estos artistas es la insolencia, la carcajada, la lucidez, la provocación. Reflejada en el espejo de esta serie, la crítica muestra sus dos caras: una teoría de la performance y una performance de la teoría.

 

Materialismo argentino: democracia y terror

A mediados de la década del ‘80, Rozitchner señalaba que la democracia actual había sido abierta desde el terror, no desde el deseo. Y concluía: es la nuestra, pues, una democracia aterrorizada. Rozitchner se refería a una operación histórica sobre los cuerpos que los deja como anestesiados, incapaces de enfrentar el propio trauma. Si nuestra democracia se encuentra aterrorizada, es por el modo en que los silencios políticos nos impiden elaborar nuevas significaciones y sentidos. El terror nos encierra sobre nosotros, nos confirma, nos aleja. Nos deja muertos. Muertos en vida. Sin más destino, en el mejor de los casos, que el de una linda carrera personal. La omnipresencia del mercado en la cultura argentina –incluso bajo su disfraz estatal–, resulta impensable sin las huellas subjetivas del terror.

Algo similar advertía Fogwill en sus artículos de Primera Plana y El Porteño, también por los años ‘80. Con su habitual estilo, sostenía que la transición democrática se había organizado bajo una narrativa que no presentaba a los verdaderos vencedores como tales. Es por eso, señalaba Fogwill, que no existen casi obras culturales que festejen y reivindiquen el accionar de la dictadura. Porque los victoriosos necesitan hacerla pasar como una derrota. Reducir el análisis a la cuestión militar y al terrorismo de Estado, fue el modo de ocultar el triunfo de los vencedores, es decir, del bloque banquero-oligárquico-multinacional. Y, en tanto política de olvido, esta operación impidió entender la profundidad de las huellas económicas y subjetivas que todavía persisten en nuestra democracia.

Desde un punto de vista cercano al de Rozitchner y Fogwill, Cañete advierte en la política cultural democrática de los años ochenta una tecnología de infantilización que dificultó la exploración artística y teórica del propio trauma nacional. Más allá de algunas excepciones disruptivas, como las de Batato Barea y Liliana Maresca, durante esos años comenzaron a construirse los consensos culturales de nuestra sociedad actual. Como buen materialista oscuro, Fogwill fue todo lo explícito que pudo: el alfonsinismo –festivales, ciclos, libros, ferias y televisión mediante– encarnó la herencia cultural de la dictadura.

En su libro y en más de una pastela, Cañete sostiene que durante los años noventa comenzó un proceso por el cual las artes visuales se fueron convirtiendo lentamente en “economía creativa”. Ya entrados los dos mil, esto se extendió hacia el resto del entramado cultural. Todos fuimos tentados por la profesionalización. El problema con esto es que, una vez que sucede, ya no se juzga a las obras por su poder estético o conceptual, por el efecto que producen, sino en por el retorno de inversión. Este es el contexto desde el que debe entenderse el vacío de la crítica actual, la consolidación de la mafia del amor, la emergencia de nuevos esquemas de transacciones y lealtades. Cañete propone leer este largo proceso histórico desde las marcas profundas del terror militar. Al profesionalizarse, el arte y la teoría comenzaron a confundirse con lo burocrático.

 

Al rescate de la crítica

Cada día resulta más burdo el oportunismo casi desesperado de artistas y teóricos por coincidir con las agendas políticas o identitarias del momento. Cañete advierte en estas operaciones de autovalorización una amnesia selectiva propia del mercado neoliberal: se habla sobre aquello que rinde, omitiendo aquello otro sobre lo que es mejor callar. Este tipo de cálculos conllevan, por supuesto, un vacío completo de significación vital. Es que la obra que más fuerza política tiene es aquella que logra sustraerse de la lógica avasallante de lo conveniente. ¿Cómo consigue una obra ser algo más que una mercancía? ¿Dónde se verifican sus efectos?

Cañete advierte que en las últimas décadas se volvió frecuente una cierta conversión del dolor en commodity que flirtea con la estetización de lo indecible para hacerlo vendible. Por este motivo, nuestra época exige un minucioso ejercicio de la sospecha: no juzgar ni a los autores ni a las obras por lo que ellos dicen que son, por lo que ellos dicen que hacen, sino por el modo en que intervienen en la realidad social. De ahí la necesidad de mirar de frente al trauma de origen de la democracia argentina. La presencia del terror en nuestra cultura se verifica en las enormes dificultades que tenemos para producir sentido de espaldas al mercado, para no volvernos rehenes de la profesionalización.

El método Cañete propone coordenadas intelectuales y afectivas desde las que ventilar el presente. Busca decirlo todo, traicionar, exhibir, ofender, escandalizar. Pero con un sentido político de fondo. Hay algo en Cañete que nos arranca del entumecimiento, que nos invita a recuperar al cuerpo como fuente de sentido. Es que la crítica, al igual que el arte y el amor, también es capaz de generar efectos, de abrir una distancia entre nosotros y nuestras vidas. Y dejarnos respirar.

Lo bueno del presidente // Diego Valeriano

Podemos seguir viviendo así. Sin que nadie nos moleste. Podemos irnos de vacaciones, salir campeones, señalar con el dedo. Hablar de elecciones, reelecciones, proscripciones. Se puede dar la vida en un posteo. Ser vocera presidencial, ministro, hijo de la vice, gato de la jefa. Podemos hacernos ricos, no recibir la cuota alimentaria, barrer cordones, cobrar dos planes. Militar, mirar C5N, ser obedientes aunque no haya órdenes claras. Ser vigi, yuta, pollo o traidor. Se puede marchar confundido, sacarse fotos con los dedos en V, termear en el grupo de wasap de la familia. Podemos seguir como si nada. Comprando dólares, opinando, stalkeando. Tomando, escabiando, delirandonos la guita que no tenemos. Se puede defender, contraatacar, ir a actos. Tirotear, linchar, saquear y hasta aplaudir a la gendarmería al otro día. Se puede olvidar quien lo puso, que decíamos tío Alberto, que nos votamos encima. Meterse en la panza de la ballena azul y no escuchar el ruido de afuera. Se puede arrancar, devenir, no saber. Un montón de cosas se pueden. Ser felices como nunca lo fuimos, aguantarla, festejar dando la vida y no morir en el intento. Tener una radio, un medio alternativo, un convenio, una publicidad, un kiosco. Seguir dejando que las cosas pasen, que el aire se renueve, que poco nos importen las giladas que se acumulan en timeline. Lo bueno del presidente es demostrarnos que se puede vivir sin presidente

La auto-percepción de lxs psicoanalistas. El psicoanálisis patriarcal al diván. (Notas de una psicoanalista en el 8M // Lila María Feldman

Esta época es la época de la revisión de los mitos. En cuanto a la cultura en general, podríamos decir, por ejemplo, que es la época en la que cayó el mito del amor romántico. No porque se haya acabado el romance (menos mal que no) pero sí la representación del amor que hizo de nuestras historias trama de idealizaciones con sus consiguientes sumisiones y derrumbes, y que –entre otras cosas- ha producido o permitido tantos feminicidios. Tantos, que resultan incontables. Configuran un genocidio. Decir: “Ni una menos” es discutir su condición de genocidio interminable (y naturalizado). 

No voy a profundizar en ello aquí, sino en la caída de los mitos del psicoanálisis. ¿Podemos pensar sin mitos? ¿Podemos cuestionar los mitos que han sido fundantes de nuestra identidad profesional? ¿Podemos cuestionar nuestros cimientos teóricos en la medida en que formaron parte del mito de una constitución psíquica deficitaria y desigualada para las mujeres, y que arrojó sin más al campo psicopatológico a las disidencias? ¿Podemos deslindar la representación del psicoanálisis arraigada en la cultura, que ha hecho de la palabra “Edipo” o “Narciso” parte del lenguaje coloquial, de los intercambios cotidianos, al menos en esta ciudad donde hay casi tantxs habitantes como pacientes y/o analistas? Narciso y Edipo (varones por supuesto) son los mitos de los que el psicoanálisis se nutrió, y también son los mitos que legó a la cultura, filtrándose y enriqueciendo el lenguaje coloquial. ¿Podemos hacer el camino inverso, reconocer en la cultura actual aquellos aportes que no provienen intrínsecamente de nuestro campo pero que lo enriquecen, desafían, conmueven? ¿Podemos ver allí un capital con el que hacer acopio de nuevos interrogantes, y de puesta en palabras a lo que ocurre en nuestra práctica actual? ¿Queremos que nuestro lenguaje se escinda del lenguaje de la cultura? ¿Queremos hablar únicamente entre nosotrxs, como si hiciéramos uso de un lenguaje de señas, una jerga que sólo sirve de contraseña para obtener validación y entrada?

Hacer del lenguaje psicoanalítico genuino lenguaje inclusivo no se agota en el uso de la e o la x, aunque lo incorporemos, sino en la revisión profunda de los resortes que hicieron de nuestros conceptos herramientas funcionales a la construcción de opresiones, desigualdades, silencios, omisiones. Conceptos que se dieron la mano con el pensamiento patriarcal imperante e intocado en tiempos de creación y surgimiento del psicoanálisis. ¿Seguiremos defendiendo la pureza de ese psicoanálisis como si el tiempo no hubiera pasado, o abrazaremos nuevas lecturas y viejas lecturas marginadas, “contaminándonos” con otros marcos conceptuales? ¿Nos interesa tener un propio lenguaje inclusivo o sostener un lenguaje exclusivo y excluyente? ¿Aquellos que cuestionan, por ejemplo, la autopercepción como una de las categorías que conforman la asunción identitaria sexo-genérica… son capaces de “auto-percibir” las determinaciones patriarcales y represivas al interior de sus teorías y discursos, saben advertir que sus teorías han contribuido a erigir la heteronorma y el cis-sexismo como régimen político obligatorio? Sostener algunos mitos puede hacer que la teoría se siga mirando al espejo, contemplando su propio ombligo conceptual, viendo como acomodar los libros y que no se venga abajo la estantería.

Siguen las preguntas en mi cabeza, mientras escribo estas líneas. ¿Son los mitos que inspiraron a Sigmund Freud, los que nos inspiran hoy, un siglo y mil vidas después? ¿Los mitos son eternos, como el agua o el aire? 

Pienso en los mitos que venimos cuestionando hoy, con algunxs colegas. Al interior del campo psicoanalítico proponemos revisar, desmontar algunos de nuestros propios mitos. Por ejemplo, el de la castración.  

El Narcisismo de lxs psicoanalistas moviliza y empuja acaloradas reacciones, cuando el espejo tambalea o la imagen se “ensucia”. Con uñas y dientes, con condescendencia y descalificación censuran, buscan acallar o destruir los intentos de problematizar. La castración y el falo parecen ser el mito intocable o la roca incuestionable de todos los mitos. Ahora bien, también nos encontramos con el enorme alivio, y el agrado de muchxs que reciben estos desarrollos como oxigeno que vitaliza algo bastante cerrado, rígido, por momentos asfixiante y disociado de la clínica, de las problemáticas y realidades con las que trabajamos hoy, o que tal vez hoy estamos en condiciones de pensar. El lenguaje es campo de batallas y disputas, en el uso de las palabras se debate la distribución del poder, la discusión en torno a qué es válido y legítimo pensar, y qué no lo es. Quién cabe en el nombre “psicoanalista” y quién no, por nombrar apenas algunos ejemplos. ¿Estaremos en condiciones de revisar nuestro lenguaje, no por capricho, sino porque ese espejo deforma, altera, y oculta tanto como muestra? ¿Podremos incluir lo que el espejo deja por fuera? ¿Cómo intervienen nuestros mitos y teorías en nuestra percepción de la realidad?

Los mitos son parte de un tiempo en el que además de creer fervientemente en ellos, creíamos también en lo “perdurable”, en el tiempo que perdura, en que hay ciertas cosas que van a durar independientemente de La Historia. Una pandemia y tantas catástrofes que entraron en el siglo XX y en los albores de este, me hacen pensar que no es ya tan así. Lo efímero y lo inmediato, la ansiedad por lo que ocurre en tiempo real junto con las burbujas que las redes construyen para sostener la ficción de que suceden cosas mientras que tal vez no pasa nada. Quiero decir, que los mitos han sido parte de un paradigma de lo temporal, una manera de creer en el tiempo. 

Hoy me siento más cerca de otra pregunta que se aparta de los mitos para adentrarse en la realidad. El vínculo del psicoanálisis con la realidad. 

Considero a la realidad como una cuarta instancia psíquica (situándome en la segunda tópica freudiana). Pensar la realidad como algo “externo”, circunstancial, coyuntural o imaginario, sólo es empobrecerla y dar cuenta de nuestra cortedad o ceguera, la cual tiene consecuencias. En ese sentido, los trabajos de Ana Berezin han marcado mi pensamiento. La realidad para muchxs de nosotrxs incluye la realidad del tiempo histórico en el que vivimos, la materialidad del cuerpo, y del otrx, la realidad como trama conflictiva que es a la vez singular y colectiva, la realidad que inscribe el mundo “externo” en el psiquismo. Quiero decir, que cuando hablamos de “la realidad”, estamos haciendo alusión a todo eso. A las condiciones necesarias para que haya existencia psíquica y devenir, despliegue de la subjetividad humana. 

Pienso que este es el tiempo en el que importa situar una cuarta herida narcisística en la humanidad, (ya no perpetrada por algún varón, por cierto) cuya autoría les corresponde a los movimientos feministas y queer. Esta cuarta herida que podemos ubicar como la visibilización del patriarcado como sistema que opera en los propios resortes de los sujetos en general, en la vida colectiva, y de cada sujeto en particular. Como dijo alguna vez John Lennon: “Es imposible cerrar los ojos”. Una vez que algo entró en el campo de lo visible y pensable, una vez que eso resignificó y conmovió todo, no podemos cerrar los ojos. O podemos hacerlo, con su consiguiente costo.

Esa cuarta herida narcisística no es exterior a lo que viene ocurriendo –para tantxs de nosotrxs- en nuestra ubicación como psicoanalistas, en nuestras prácticas y teorías.

En cuanto a una larga tradición de revisión de los impensados de la teoría psicoanalítica –en la que yo me inscribo- no casualmente omitida o silenciada, quiero recuperar, aquí, el trabajo de León Rozitchner llamado “Edipos”. Resalto apenas el esfuerzo de situar que el mito no es uno ni eterno, que lleva inscripta en él una marca histórica y cultural, no es universal, no es atemporal. No es lo mismo el Edipo griego, que el judío o el cristiano, o el latinoamericano en sus raíces ancestrales propias. León habla de complejo parental, y pienso que es importante hablar de complejo de crianza más que de “Edipo”, porque modos de subjetivarnos hay muchos, y son diversas sus implicancias. 

Quiero, les decía, recuperar aquí a algunos de los impensados y excluidos, o neutralizados por algún poder, tanto el poder que proscribe como el que olvida, de las teorizaciones. No hay revisión o reescritura que revolucione nuestro lenguaje, que problematice nuestra herencia, si no se analiza el poder. 

Los feminismos y su extensa e intensa historia, han sacudido y sacuden aún hoy las creencias narcisísticas de la humanidad. Ni la tierra es el centro, ni el hombre es el centro, ni el yo es el centro, tampoco lo es “el varón-padre-ley”. Ese binarismo desigualado que ha sido pilar de nuestra teoría (definiendo y demarcando un modo de pensar la constitución psíquica y el campo de la psicopatología), se ve estallado ahora en torno al creciente reconocimiento de las diversidades y disidencias. El psicoanalista que se mira en el espejo ensoñado de Narciso, y desde allí y solo allí configura las teorías, es una parte importantísima del problema. ¿El psicoanálisis en el campo de la cultura es ya un mito, hecho de diván, barba, pipa, silencio y falo-castración como caballito de batalla? ¿o es vanguardia y pensamiento vivo capaz de volver a empezar todo lo que haga falta, cada vez, y cada vez?

El punto álgido, escribe Ana María Fernández, está en la caracterización psicoanalítica de la Diferencia, en particular, de la diferencia sexual. Algunos antropólogos plantean que es la diferencia el punto ciego de sus teorías.  Denuncian ese esencialismo que eleva a categoría de universal aquello que es específico o propio de un grupo humano. Hablar de naturaleza humana fue parte de ese proceso que definió dicha naturaleza a imagen y semejanza de lo único, de lo mismo. 

En nuestra cultura, las nociones de hombre y mujer “…se organizan desde una lógica binaria activo-pasiva, fuerte-débil, racional-emocional, etc; donde la Diferencia pierde su especificidad para ser inscripta en una jerarquización”. En todo cuerpo teórico hay una tensión entre lo visible y lo invisible, entre lo pensable y lo impensado (que no forzosamente debe ser impensable). Juan Carlos Volnovich publicó hace años un trabajo en el que revisa los Tres ensayos… y trabaja allí lo que quedó invisibilizado y silenciado, a partir del abandono de Freud de la Teoría de la seducción, y que está contenido en la frase “Las histéricas me mienten”. León Rozitchner, en el campo de la filosofía, gran lector de Freud, se dedicó entre otras cosas a resituar la cuestión del poder. Es así que lee y reescribe Psicología de las masas… restituyendo al texto lo que fue omitido. Su libro póstumo “Materialismo ensoñado” es esclarecedor respecto del desplazamiento que hizo del padre un lugar que capturó a lo materno y a los afectos como condición de pensamiento, de la tradición e historia del pensamiento filosófico. Es que –en verdad- cada unx de esxs autorxs, se dedicaron a pensar asumiendo ese punto de vista, esa interrogación que lleva como punta de lanza la siguiente cuestión: ¿qué es lo pensable y qué no en este campo teórico? ¿cuál el punto de vista que define todo un campo de visibles, en tensión con un otro campo hecho de invisibilidades? ¿Cuál es el Poder que establece esa frontera entre ambos?

Pienso que el psicoanálisis que omite pensar las determinaciones con las que el poder opera, en las entrañas de lo psíquico, no sólo en el campo social (ambos binariamente escindidos) es –por lo menos- bastante ingenuo. 

Todos aquellos desarrollos teóricos que cuestionan los cimientos de las teorías, se enfrentan a la reacción escandalizada y furiosa de los sectores hegemónicos, que defienden las sagradas escrituras, a resguardo de las “malas lecturas”, desviadas, degradadas, y ciertamente peligrosas. 

Ana María Fernández hace referencia no tanto a la cuestión de lo imposible de ver, sino a la prohibición de ver, instaurada por determinada definición de lo visible. Esa denegación, nos dice, “constituye los síntomas de la teoría que podemos leer a través de los lapsus, silencios, omisiones del discurso teórico que se ofrece como texto… Toda teoría presenta objetos prohibidos o invisibles”.

Me inscribo en la historia de nuestra profesión que se propone hacerse cargo de lo prohibido e invisible. Pontalis me acompaña cuando escribe: “No hacer en psicoanálisis nada que pueda reforzar la sumisión de los pacientes… su servilismo, sobretodo si es voluntario. Y, uno mismo, intentar liberarse de todo servilismo a lo teórico, comenzando por la teoría propia”. Tal vez lxs psicoanalistas podamos auto-percibirnos y percibir a nuestros pacientes, un poco mejor. Un siglo no pasó en vano.

Unheimlich: caos y autómata cognitivo // Franco “Bifo” Berardi

El regreso de Dios

En algún momento se difundió la noticia de que estaba muerto.

Dios murió, decían algunos, cuando los humanos entendieron que su historia no tiene dirección ni finalidad, cuando la tecnología se hizo cargo de la comunicación social, y la voluntad de los humanos perdió el gobierno de los acontecimientos.

El ser humano se dotó entonces de automatismos capaces de lograr objetivos con un poder que nunca los rituales religiosos y las oraciones habían poseído: extensiones automáticas de los órganos del cuerpo, brazos, piernas y ojos.

Luego, los humanos comenzaron a construir extensiones del cerebro, y el autómata comenzó a tomar forma, capaz no solo de realizar tareas, sino también de decidir el propósito y la dirección.

Entonces Dios resucitó como una creación de su creación, como una extensión potencialmente infinita del poder finito de los humanos.

Ahora ya no hay necesidad de humanos: son solo el material sobrante de la hipercreación. Un material sucio: incoherente, inmoral, peludo y maloliente. Su lenguaje es ambiguo y sólo capaz de mentir.

Esta Segunda Creación implica el borrado de la historia anterior: la eliminación de lo humano está claramente en marcha.

Ya no debilitada por la ambigüedad de la conciencia, la inteligencia se traslada al autómata que los humanos están completando y que ya posee un poder muchas veces mayor que el suyo.

La humanidad está desapareciendo: los humanos quedan, pero la humanidad se ha hecho rara. La inteligencia, ahora libre del ambiguo y lento lastre de la conciencia, se está liberando del residuo.

A fines de la década de 1970 se difundió la noticia de que el futuro había terminado, quizás como resultado de la muerte de Dios que se conocía desde hacía tiempo.

Incluso este anuncio, tal vez, merece ser reducido, si no negado por completo. El futuro no está acabado: solo se ha automatizado.

La reproducción ampliada del conocimiento presente, a la que se dedica el Autómata Cognitivo con inteligencia (artificial), es el futuro al que le hemos entregado las llaves del tiempo sin más duración, sin más temporalidad.

 

 

Unheimlich en todos lados

Un sentimiento de Unheimlich está en todas partes, pero la palabra “Unheimlich” es difícil de traducir. Literalmente “desconocido”, generalmente lo traducimos como “extraño”, pero estoy buscando una palabra más apropiada en el presente. El miedo es demasiado fuerte. Extraño es demasiado débil. Quizás siniestro es la mejor forma de traducirlo, hoy en día.

De hecho, el Unheimlich adquiere diferentes rasgos según el trasfondo histórico en el que lo percibamos. La diferencia está en el fondo, es decir, en lo familiar. Lo desconocido del presente es siniestro porque en el fondo se vislumbran las líneas de un panorama indescifrable. Estamos familiarizados con un orden de cosas que es adecuado para encarnar la promesa moderna. Pero ese orden se descompone ante nuestros ojos, por lo que nuestra experiencia actual es la de una descomposición de la normalidad sobre el fondo de la aparente normalidad.

Unheimlich es la percepción de la desconexión entre lo que experimentamos y lo inimaginable que comienza a parecer inevitable.

En la tercera década del siglo XXI el Zeitgeist es Unheimlich porque somos como extraterrestres en el planeta tierra, y sabemos que el planeta no es un lugar seguro a pesar de los hábitos mentales heredados del pasado.

El filósofo japonés Sabu Kosho habla del efecto Fukushima en términos similares: estamos caminando como extraterrestres en un planeta que de repente ya no se conoce.

“Se desconoce la ontología de la tierra, un nuevo horizonte que experimentamos como extraterrestres que acaban de llegar a un nuevo planeta”. (Radiación y revolución, Duke UP, 2020, p. 50).

 

El eco inquieto del flujo de noticias global: estímulos nerviosos parpadean en todas partes desde miles de millones de pantallas brillantes. Sonidos distantes de truenos, sacudidas del suelo. La rutina normal de la vida es posible gracias a una red de conexiones técnicas: infraestructuras de electricidad, transporte, salud, automatismos incorporados que damos por sentado. Pero empezamos a darnos cuenta de que nada está garantizado: el ciclón neoliberal ha creado las condiciones para destruir la civilización social. En el lugar privilegiado en el que nos encontramos, la desintegración parece lenta, y nos parece algo lejano.

De repente descubrimos el caos, con una sensación de pánico. Mantenemos el caos bajo control con automatismos que, sin embargo, van perdiendo coherencia y funcionalidad, hasta el punto de dejar de estar juntos: el caos y el autómata, polos opuestos que se retroalimentan en el siniestro escenario del mundo.

 

El primero en utilizar la expresión Unheimlich fue Ernst Jentsch quien en un artículo de 1906 la describió como una condición de incertidumbre cognitiva provocada en nosotros por una persona viva que parece ser un autómata, o por un autómata que parece ser una persona viva. Jentsch escribe: “Al contar una historia, una forma efectiva de crear efectos asombrosos es dejar al lector en la incertidumbre de si una figura particular en la historia es un ser humano o un autómata…” (“Zur Psychologie des Unheimlichen.” Psychiatrisch-neurologische Wochenschrift , 1906, págs. 203–205).

 

Unos años más tarde, desarrollando la intuición de Jentsch, Freud escribió:

“La palabra alemana Unheimlich (extraño) es obviamente lo opuesto a Heimlich, heimish, (familiar, hogareño). Estamos tentados a concluir que lo siniestro es aterrador precisamente porque no se conoce”. (Freud: Lo siniestro, 1919).

 

Freud quedó impresionado por los Cuentos de Hofmann de Jacques Offenbach, particularmente por la historia de una muñeca capaz de bailar y despertar el interés erótico. También Salman Rushdie, en la novela Fury (2000) habla de la inquietante vida secreta de las muñecas. El Golem de la tradición narrativa judía puede ser considerado como el modelo de este tipo de inversión entre construcciones artificiales y seres vivos y conscientes.

El concepto psicoanalítico de unheimlich surge de la reflexión sobre este tipo de ambigüedad.

Ahora se están produciendo y distribuyendo artefactos inteligentes, y los humanos están capacitados para interactuar con ellos. ¿Cuáles serán los efectos sobre el inconsciente social?

 

Mientras el proceso evolutivo se encuentra atrapado entre el caos y el autómata, en la vida cotidiana vemos juntos la proliferación de dispositivos técnicos que actúan como humanos superinteligentes, y seres humanos que actúan cada vez más como locos incurables: el autómata cognitivo se levanta sobre ruinas. que siguen a la explosión del caos psicótico.

 

 

Inteligencia artificial y demencia natural

En 1919, Sandor Ferenczi, uno de los colegas de Freud, dijo que los psicoanalistas están preparados para tratar las neurosis individuales, pero no las psicosis de masas. Cien años después estamos en el mismo punto: una psicosis masiva se está extendiendo en el mundo occidental en declive, pero no tenemos los medios conceptuales y terapéuticos para enfrentar el problema.

El horizonte de la tercera década parece más oscuro que nunca, porque hemos entendido que la razón ya no está en el gobierno, si es que alguna vez lo estuvo. La tecnología ha tomado su lugar. Pero a pesar de lo poderosa que es la tecnología, no puede hacer nada contra el tiempo o el caos.

 

ChatGPT es uno de los chatbots que recientemente se ha puesto a disposición del público. Fue programado por Open AI de San Francisco, la misma empresa que unos meses antes había creado GPT-3 y DALL-2, el generador de imágenes que salió a principios del año 2022.

Open Ai puede dar sugerencias sobre cómo encontrar un restaurante, pero también cómo encontrar novio, y es capaz de escribir un guión o una reseña de una serie de Netflix.

Según Kevin Roose, comentarista del New York Times, ChatGPT es tan poderoso porque “su base de datos contiene miles de millones de ejemplos de opiniones humanas que representan todos los puntos de vista imaginables, y tiene un sesgo hacia la moderación escrito en su agenda. Por ejemplo, si solicitamos una opinión sobre debates políticos, obtendrá una lista imparcial de las opiniones de cada lado”.

¿El chatbot tiene una opinión? Digamos más bien que está entrenado para expresar una opinión.

Lo más interesante que tendrá colosales consecuencias: el chatbot es capaz de escribir software innovador; esto significa que la sustitución de la inteligencia humana por automatismos inteligentes ahora puede avanzar a una velocidad exponencial.

¿Deberíamos considerar la máquina que habla como un anuncio oscuro o como un logro brillante?

Difícil de decir.

En un artículo publicado en The Atlantic en 2018, Henry Kissinger expresa temor por el destino de la razón en un mundo gobernado por la inteligencia artificial.

“Estas máquinas podrían comunicarse entre sí. ¿Y cómo se elegirán entre opciones en conflicto? La historia humana pudo tomar el camino de los Incas, cuando tuvieron que enfrentarse a la incomprensible cultura española, que les inspiraba terror…. La mayor preocupación: que la inteligencia artificial domine las habilidades de manera más rápida y completa que los humanos, para reducir su competencia con el tiempo y reducir los eventos humanos a datos puros y simples.” (Kissinger).

 

El autómata inteligente no es el producto de la mera automatización, sino el punto de encuentro entre la automatización y la cognición. La inteligencia artificial va más allá de la automatización mecánica porque no solo reemplaza la ejecución de tareas, sino que redefine los propósitos y tiene un carácter evolutivo de autoaprendizaje. La automatización industrial mecaniza la ejecución de una tarea predeterminada. Por el contrario, el desarrollo de la inteligencia artificial puede intervenir en la determinación de tareas, puede establecer objetivos.

¿Podemos regular el desarrollo de la inteligencia artificial, podemos establecer leyes que limiten y dirijan el desarrollo del autómata cognitivo? Nada más ilusorio. Henry Kissinger lo dice claramente:

 

“Es poco probable que la inclusión de precauciones relacionadas con aspectos éticos sirva para evitar errores como sugieren algunos investigadores. Hay disciplinas académicas enteras dedicadas a discutir cuáles serían estas reglas éticas. Entonces, ¿será la inteligencia artificial la que arbitre estos dilemas? escribe Kissinger, quien agrega:

“¿Qué le sucederá a la conciencia humana si su capacidad interpretativa es superada por la inteligencia artificial y las sociedades ya no pueden interpretar el mundo en el que viven de manera significativa?”

 

En su libro La fine del mondo (1977) Ernesto de Martino define el fin del mundo como la incapacidad de interpretar los signos que nos rodean. Y Kissinger observa que: “Para propósitos humanos, los juegos se juegan no solo para ganar, sino también para pensar. Si tratamos una concatenación matemática como si fuera un proceso de pensamiento, tratando de imitar ese proceso o simplemente aceptando sus resultados, nos estamos perdiendo la esencia de la cognición”.

 

Derrota del pensamiento: la máquina gana porque no piensa: para ganar en el juego, calcular es más efectivo que pensar. Por el contrario, pensar puede ser un problema en la competencia económica y en general en la competencia por la supervivencia. Una vez que hemos establecido que el objetivo es ganar, entonces el pensamiento se convierte en un lastre de que debemos separar-nos lo antes posible.

La distinción entre inteligencia y conciencia es crucial: la inteligencia prevalece en el juego gracias a la capacidad de recombinar, mientras que la conciencia, reflexión ética y sensible sobre los objetivos del juego, funciona como un obstáculo en la búsqueda de la meta. Yuval Harari escribió que “los humanos corren el riesgo de perder su valor competitivo porque la inteligencia tiende a disociarse de la conciencia”.

 

Inteligencia es la capacidad de decidir entre alternativas decidibles (lógicas), pero sólo la conciencia puede decidir entre alternativas lógicamente indecidibles.

Inteligencia y conciencia divergen porque en el juego recombinante de la inteligencia, la conciencia puede ser un obstáculo para la victoria: en el juego de explotar o en el juego de matar lo que se necesita es inteligencia, la conciencia es un inconveniente.

 

 

 

Caos y Razón digital

Pese a su poder más que humano, por el momento la inteligencia artificial no parece imponerse en el proceso histórico, y no es probable que lo haga en un futuro cercano, estableciendo un orden inteligente y funcional: por lo que vemos lo que impera en las cosas del mundo no es un nuevo orden glacialmente artificial, sino la ola de la locura natural.

Cinco años después del texto de Kissinger, los artefactos inteligentes continúan su penetración en la vida cotidiana, pero están lejos de poder gobernarla. Los automatismos inteligentes se han infiltrado en el cuerpo de las sociedades, pero el organismo biosocial no actúa según un diseño inteligente.

De hecho, el caos es rampante en el mundo material e histórico.

La Ilustración prometió que la regla de la razón traería orden al mundo. Pero esto no está sucediendo, y quizás por eso Kissinger piensa que el creciente dominio de la inteligencia artificial está en contradicción con la Ilustración.

Pero en el ensayo ¿Qué comienza después del final de la Ilustración? (E-flux, número 96, 2019), el filósofo chino Yuk Hui responde a Kissinger.

 

https://www.e-flux.com/journal/96/245507/what-begins-after-the-end-of-the-enlightenment/

Lejos de ser el final de la Ilustración, el autómata cognitivo es su plena realización, dice Yuk.

“Kissinger está equivocado, la Ilustración no ha terminado de ninguna manera. La fuerza universalizadora de la tecnología es la realización del proyecto político de la Ilustración.” (Yuk Hui).

Sin embargo, agrega Yuk Hui, el reclamo universalista es el punto ciego de la Ilustración europea.

“Después de celebrar durante mucho tiempo la democracia como un valor universal inquebrantable de Occidente, la victoria de Donald Trump parece haber convertido esa hegemonía en una comedia. La democracia estadounidense ha resultado ser un mal populismo”.

La razón generó la luz de la técnica, pero luego la tecnología deslumbró a la razón.

“La fe en la Ilustración reemplaza a la fe religiosa sin darse cuenta de que es una fe en sí misma.” (Yuk Hui).

El filósofo chino observa que la razón de la filosofía europea es objeto exclusivo de la cosmología blanca, mientras que la tecnología posee una omnipresencia verdaderamente universal.

Según Yuk Hui, la implementación de la tecnología tiene lugar en el contexto de diferentes cosmologías, sin embargo, la tecnología en sí misma tiene una dimensión transcultural mucho más generalizada que la democracia liberal. De modo que el oscurantismo, siendo una negación de la Ilustración, es también su continuación, su efecto.

Pero ya en 1941, en la Introducción a la Dialéctica de la Ilustración, Horkheimer y Adorno habían captado el núcleo filosófico de esta paradoja de la Ilustración:

“El mismo concepto de iluminación contiene el germen de la regresión que vemos hoy. Si la Ilustración no adquiere conciencia de su momento regresivo, marca su sentencia de muerte.”

 

¿Por qué la realización de la razón ha producido, o en todo caso no logra evitar, el caos geopolítico, social y psíquico que estalla inconteniblemente en esta década?

Contrariamente a lo que prometía la ideología californiana, la superposición de redes digitales y redes orgánicas y conscientes se ha revelado como una fuente de caos, no de orden.

La automatización industrial había reemplazado la ejecución humana de una tarea con la ejecución técnica de la misma tarea. La inteligencia artificial actúa no solo sobre la ejecución, sino también sobre los objetivos: gracias a técnicas de autoaprendizaje, la máquina es capaz de establecer tareas y objetivos.

 

Los sistemas de aprendizaje automático han impuesto sus objetivos y reglas automáticas al conjunto social. El sistema financiero, el corazón automatizado del capitalismo, inflige sus reglas (matemáticas) sobre el cuerpo vivo e impone procedimientos e interacciones. Este sistema funciona muy bien para aumentar las ganancias, pero no funciona en absoluto para la sociedad en su conjunto.

Las redes digitales, como el sistema financiero, han penetrado en el organismo social y tomado el control de los procesos orgánicos, pero los dos niveles no pueden armonizar: la exactitud digital (conexión) no puede armonizar con la intensidad orgánica (conjunción).

El tiempo y la matemática no pueden coincidir, porque en el tiempo hay alegría, tristeza y muerte, que las matemáticas sólo pueden ignorar.

 

Reeves también habla del programa bing, otro chatbot que tiene la capacidad de realizar comportamientos humanos gracias a su cerebro recombinante.

 

 

Después de dos horas de conversación profunda, Bing llegó a decir que quería hacer el amor con el periodista y le propuso dejar a su legítima esposa. Impactante, sin duda. Algunos podrían estar tentados a decir, como lo hizo un funcionario de Microsoft que fue despedido por ello, que un programa como este demuestra que tiene un alma, una espiritualidad.

Pero desde un punto de vista filosófico es necesario distinguir la ejecución de un comportamiento humano de la experiencia humana.

La experiencia es placer, dolor y decadencia.

Ex-periri significa vivir en el horizonte de la muerte, del devenir nada: y este horizonte no se puede traducir al lenguaje recombinante.

Irreductiblemente distintos, el autómata cognitivo y el caos viviente evolucionan juntos, y juntos se retuercen en una espiral arremolinada en el cielo del siglo.

De este giro en espiral incontrolable podemos sacar auspicios sobre la evolución política del siglo XXI.

 

 

 

 

Quiero vivir una historia // Julián Doberti

Empecé a escribir este texto bajo el efecto (como se dice bajo el efecto de una droga) de una proyección de Alphaville a la que asistíen el MALBA, en el marco del ciclo de películas de Godard que transcurre durante marzo y los primeros días de abril. No se trata de un análisis de la película, sino de algunas ideas y asociaciones que tuve después de verla y que me llevaron a escribir lo que sigue.

I

Alphaville: se me ocurre que toda la película puede pensarse como la búsqueda de una palabra, o de algunas palabras perdidas, o de la relación imposible entre el sentido y las palabras que nos sostienen. En la clínica se descubre -Freud lo advirtió muy tempranamente- que hay ciertas palabras (y ciertos silencios) que cumplen un papel fundamental en determinados momentos de una vida.

¿Qué significa que las palabras nos sostienen? Lo que sostienen son nuestros cuerpos porque, siempre, lo que se sostiene (o no, o con dificultad) es un cuerpo, incluso partes del cuerpo, de los cuerpos que nos habitan (Barthes: “¿Qué cuerpo? Tengo varios”).

¿Qué parte de mi cuerpo habla cuando digo “te amo”, qué cuerpo llora cuando lloro (¿alguien cree que sólo se llora con los ojos?), qué palabras me hacen gozar o sufrir, qué angustia no me deja hablar, me impide comer? ¿Qué palabras me llevan hacia ciertas escenas que no logro recordar, que quisiera olvidar, que vuelven inesperadamente algunas noches, que brillan como el día? ¿Qué cuerpo sueña cuando yo duermo? Se trata, cada vez, de las palabras y sus límites.

 

II

 

Por momentos la película de Godard bordea una amenaza, alucinada y distópica, aprovechando la forma del noir: la reducción de lo humano frente a la técnica, el arrasamiento del lenguaje y el erotismo por el imperio del cálculo y de la probabilidad. No resulta demasiado novedoso el tópico, pero el modo en que es abordado en el film tiene su mérito, al menos en lo que ese abordaje sigue teniendo de específico como apuesta: frente a las máquinas, la poesía. Seguimos necesitando la poesía. La poesía como aquel excedente de lenguaje y de goce que no puede ser reabsorbido por el código, por las fórmulas prefijadas, por los sentidos establecidos, por las instituciones de turno. Quizás por eso un día Lacan dijo que hacer el amor es poesía. Ninguna máquina puede hacer el amor, no hay ningún saber respecto a hacer el amor, nadie sabe exactamente qué es hacer el amor, y entonces, a veces, sin que ninguno de los participantes pueda decir yo, se hace.

En estos tiempos que corren, como se dice (¿habrá algún tiempo que descanse, que camine?), la fascinación por la llamada inteligencia artificial no es ajena a estas consideraciones políticas respecto al lugar del cuerpo, el lenguaje, el deseo, el amor, el tiempo. ¿Hasta dónde puede llegar la inteligencia artificial? La película de Godard no está por fuera de esa pregunta, que anuda cierto temor y cierta fascinación contemporáneos. Puede haber inteligencia artificial, pero no podrá haber nunca inconsciente artificial. Afirmarlo es también afirmar que el psicoanálisis es una praxis poética y política que implica la alteridad humana. Foucault decía que la “función psi” aparece ahí donde se hace funcionar a la realidad como un poder (la realidad del psiquiatra, del cura, del maestro, de la familia). En ese sentido, la función psi puede ser perfectamente solidaria de la estadística, las pasiones empiristas, las epistemologías que sueñan con la reducción de la subjetividad a estructuras cuantificables de datos que darían cuenta de un acceso objetivo a una realidad universal. El psicoanálisis no hace funcionar ninguna realidad como poder ni como ideal, no participa de ninguna totalidad y de ningún totalitarismo. Escribe Marcelo Percia: el psicoanálisis “como experiencia del yo destronado, como imagen de una mismidad lejana, ajena, exiliada, como creencia liberadora del sentido, como contemplación trágica del pasado, como pregunta por la crueldad humana, como denuncia del malestar moral de nuestro tiempo”. No se trata de un ejercicio intelectual. Ahí donde se sufre, la originalidad de Freud fue haber sido capaz de escuchar, con todas las ambigüedades del asunto, los embrollos del deseo, y la construcción de un posible punto de fuga de ese sufrimiento, siguiendo los caminos de las asociaciones que bordean eso otro que habla en el padecimiento. Y esa fuga, cuando ocurre, tiene la temporalidad de un momento, de una discontinuidad fuera de cualquier cálculo. Como enseña Claudia Masin: “la cura sólo es posible como accidente, como acontecimiento: no depende de la voluntad ni de la intención. Sucede. Como la escritura (…) No creo en un estado de poesía permanente, ni en una cura permanente. Creo en contados raptos de iluminación en los que podemos ser capaces de resonar con los otros, con lo otro, de sentir en el cuerpo propio lo que es aparentemente ajeno.”

III

Leo a Marguerite Duras: “escribir no es contar historias. Es lo contrario de contar historias. Es contar todo a la vez. Es contar una historia y la ausencia de esa historia. Es contar una historia que pasa por su ausencia”. Me queda dando vueltas esa frase, tan plena de matices, de giros. ¿Cómo escuchar, o mejor: cómo alojar un decir analizante? Escuchar no es escuchar historias. Es escuchar todo a la vez. Es escuchar una historia y la ausencia.

Estos días estuve leyendo un diario de la escritora francesa Annie Ernaux, titulado “Se perdre”, Perderse. Comienza con un epígrafe que reproduce una inscripción, hallada en una catedral de Florencia, que dice: “Quiero vivir una historia”. Hay ahí un mensaje que atraviesa los siglos y que transmite un deseo, un deseo de amor, como diría el poeta Osvaldo Bossi. Vivir una historia es agregar algo a la vida, es abrir otra escena en la continuidad de los días, es encontrarse con las ficciones del deseo, del amor, de las apuestas vitales. Lacan, en uno de sus últimos seminarios, pronunció estas palabras que siempre me conmovieron y que me acuden ahora, mientras escribo: “Yo quisiera…, no hay psicoanálisis sin algunos quisiera”.

Hay una ausencia de contenido prefijado en el epígrafe de Ernaux que les otorga una fuerza y un coraje especial a esas palabras, y que posibilita una invención; causa una escritura que va al encuentro de la pérdida. De ahí el hallazgo del título. Se trata de un diario sobre la pasión amorosa que se llama (y llama a) perderse. Eso, también, es poesía.

 

Buenos Aires, marzo de 2023

Cuerpos dibujados. El significado de garabatos y jeroglíficos en los cuadernos de Franz Kafka // Diego Sztulwark

Su mirada no es exacta por carente de emoción, es desesperadamente exacta: es el intento de llevar lo que ve a tal intensidad que se convierta en vivencia”.

Reiner Stach

“Siempre, querido señor, tengo deseos de ver las cosas tal como son antes de que se muestren”.

Franz Kafka, Conversación con el orante

 

Lo mágico en Kafka estaba del lado de las palabras. Sólo ellas podían traspasar las imágenes y esclarecer el universo. Las palabras revelan lo que las imágenes encubren. Y su poder consiste en llegar al fondo de las cosas, allí donde las contradicciones concuerdan. En la entrada de sus Diarios del 25 de septiembre de 1917 leemos: “Sólo puedo obtener felicidad si puedo elevar el mundo a lo puro, a lo verdadero, a lo inalterable”. Las palabras, en Kafka, preparan ese camino. Son las precursoras de actos venideros (chispas de las fogatas futuras). Su eficacia es la hulla: sus vestigios permanecen adheridos en los cerebros. De allí que los insultos y otras malversaciones del idioma oscurezcan el mundo.

Kafka higienizaba su mente garabateando las páginas en las que escribía sus relatos. Por medio del dibujo huía de sí mismo para reencontrarse en la escritura. El contrapunto entre dibujos y palabras formaba parte de la escritura. Sus garabatos estaban cerca de las palabras. Las preparaban. “Nosotros los judíos, en realidad, no somos pintores. No podemos representar las cosas de una forma estática. Siempre las vemos en acción, en movimiento, como transformándose. Somos narradores”. Interesante: la transformación de la cosas se pierde en el registro de la imagen. Para captarla es preciso acudir a la narración y los dibujos, desperdigados en sus cuadernos, formaban parte de la narración.

 

 

La mayor parte de las referencias de Kafka sobre sus propios dibujos provienen del registro de conversaciones que el escritor mantuvo con un joven poeta de nombre Gustav Janouch, durante comienzos de los años ‘20. Janouch era hijo de un compañero de oficina de Kafka en el Instituto del Seguro de Praga. Allí lo visitaba con frecuencia y luego transcribía sus diálogos. Décadas después, y bajo la supervisión de Marx Brod –amigo, biógrafo y desobediente albacea de Kafka–, Janouch publicó esas notas en un libro traducido al castellano como Conversaciones con Kafka. En una ocasión en que Kafka bosquejaba sus figuras de hombrecitos estilizados en diversas posiciones sobre papeles que luego arrojaba al cesto Gustav le preguntó: “¿Usted dibuja?” A lo que Kafka respondía: “Son solo unos jeroglíficos personales y por consiguiente ininteligibles”. Y sin embargo, Kafka había tomado clases de dibujo académico con una profesora, una pintora a quien él achacaba haber estropeado su talento. Gustav llegó a obtener de Kafka respuestas más amplias sobre el sentido de esos hombrecitos filiformes: “Intenté representar lo visto de una manera muy propia. Mis dibujos no son cuadros, sino un lenguaje de signos particular”. Y sonriendo agregó: “Sigo en la prisión egipcia. Todavía no he cruzado el Mar Rojo”. En Kafka el bosquejo es búsqueda de una salida interior al desierto. Sus hombrecitos, decía, “vienen de la oscuridad para desaparecer de nuevo en ella”. Los traía a la imagen y luego los desechaba. Repetía así lo que a su juicio era el destino de los objetos del mundo humano, ellos mismos imágenes despertadas a la vida. Un poco como los esquimales dibujan sobre la madera que quieren encender algunas líneas onduladas que evocan llamas: “Esta es la imagen típica del fuego, que luego despiertan mediante la fricción de la cuña. Lo mismo hago yo. Por medio de mis dibujos quiero dejar preparadas las imágenes que veo. Pero mis figuras no producen fuego”.

 

Hombrecitos estilizados. “Son sólo unos jeroglíficos personales y por consiguiente ininteligibles”, decía Kafka.

 

 

Judith Butler escribió un breve ensayo sobre la doble dirección en que se conectan los dibujos y los relatos de Kafka. A propósito de la publicación de la totalidad de los dibujos conservados por Max Brod, el texto de Butler –“Pero… ¿qué suelo? ¿Qué pared? Kafka dibuja el cuerpo” (incluido en Franz Kafka, Los dibujos, Galaxia Gutemberg)– presenta un primer movimiento que va del cuerpo a la línea, en el que el cuerpo es deshecho o vertido sobre la línea misma. Esta subsistencia de la línea al cuerpo coincide con cierta estructura presente en los finales de varios de sus relatos, en los que el cuerpo humano se libera de su propio peso, como La condenaEl artista del hambreJinete en el cuboEl buitre o el campesino mismo de Ante la Ley. (Sobre el temprano relato La condena, en el que un hijo obediente es empujado por su padre a saltar por la ventana y termina con la frase: “En ese momento pasaba por el puente un tránsito demasiado interminable”, Brod cuenta que Kafka le habría dicho lo siguiente: “¿Sabe qué significa la oración final? Cuando la escribía pensaba en una fuerte eyaculación”.) Butler sugiere que estos finales terminan allí donde comienza la línea dibujada, “ruina vibrante de la vida que sobrevive a la trayectoria de la separación del cuerpo”. De modo que “los dibujos de Kafka se inspiran en –y salen de– sus escritos”. En la otra dirección, el movimiento adquiere un sentido inverso, de la línea a las figuras. El cuerpo dibujado, sin embargo, no ilustra. Se trata más bien un cuerpo distinto al de los personajes de los relatos, de una presentación no literaria de cuerpos que “se han liberado de la escritura”. Los dibujos más bien salpican los textos. Butler observa, además, cómo la línea que traza cuerpos distingue la forma humana de los objetos “porque las líneas con que se representan una y otros son diferentes. Es como si solo existieran dos tipos de líneas posibles”. El surgimiento del dibujo nace en contrapunto con la escritura. Como un modo de apartarse de ella o bien un punto de apoyo desde el cual volverá a ella.

 

Portada del libro de Judith Butler.

 

 

Jorge Luis Borges se declaraba discípulo de Kafka. A su juicio, sus textos giraban entre dos grandes cuestiones: el laberinto, un edificio construido a fin de que los sujetos se pierdan en él, y la incapacidad de llevar a cabo en una vida humana aquello que se emprende, el imposible final feliz. Si Kafka captó nuestro tiempo, dice Borges, es por su capacidad de narrar sin servirse de las coordenadas circunstanciales. Conocemos a su personaje por su singular destino, nunca por las fechas, la geografía o la vestimenta. El cuerpo humano cuenta en la medida en que enfrenta una situación insistente ante la ley política o religiosa. Borges consideraba que el mundo de Kafka era una referencia al Dios de Spinoza. El Dios naturaleza, conjunto de todas las potencias, sería el plano perdido para escapar del laberinto, y una vida humana una medida improbable para despejar el estado de confusión y culpabilidad a que nos somete la ley. Otro admirador de Kafka, Walter Benjamin, podría agregar que la inmanencia absoluta, subyugada por el amargo atravesamiento de la historia humana, es arrasada por el llamado “progreso”, que selecciona sólo unos posibles, mientras destruye ese infinito inicial de potencias. La historia bajo el control de las clases dominantes convierte la riqueza del mundo en ruinas. Lo que a Borges le interesaba en Spinoza y Kafka era su disposición a amar a un dios indiferente: un amar sin esperar nada a cambio. Una búsqueda de la eternidad, capaz de sobrepasar las miserias del presente.

Los dibujos de Kafka parecen ensayos de comprensión de lo que pueden los cuerpos, esos “modos finitos” spinozianos. En sus relatos de transformación, es el cuerpo el que sufre mutaciones perdiendo o bien adquiriendo el lenguaje humano (el cuerpo que se transforma en insecto pierde el habla en La metamorfosis, o el animal que transformado en hombre solo puede dar cuenta de sus afectos simiescos mediante el uso académico de las palabras en Un discurso para una academia). En todos los casos se trata de una indagación naturalista sobre las posiciones y afectos del cuerpo con relación a una única situación: la imposición de una ley que solo espera del personaje ciega obediencia. Borges sostiene que en los textos de Kafka hay un único protagonista, siempre un hombre que no puede entender lo que la ley quiere de él, y a pesar de eso desea su inclusión en ella. El orden legal suscita dos tipos de acciones: el intento de comprender y el deseo de ser aceptado. Dos acciones igualmente imposibles de satisfacer en el orden laberíntico del poder religioso y estatal, pero que remiten, en última instancia, a una Ley-Naturaleza (Dios de Spinoza).

 

 

Como es sabido, también Spinoza dibujaba. El pintor a quien alquilaba la habitación de la última casa en la que había vivido, Hendrik van der Spyck, mostró los retratos del autor de Ética a Jean Colerus, autor de La vida de Baruch de Spinoza (1706): “Tengo en mis manos un libro entero de retratos”, escribe Colerus. Entre ellos “encuentro en la hoja 4 un pescador dibujado en una camisa, con una red sobre el hombro derecho, muy parecido en la actitud al famoso jefe de los rebeldes de Nápoles, Massaniello, tal como se lo representa en la historia y los grabados”. Tal y como van der Spyck le explica, Colerus observa que el rostro del rebelde “se parecía en un todo a Spinoza”.

También George Steiner captó esta proximidad: “Kafka pulía palabras como Spinoza pulía lentes; una luz exacta pasa por ellas sin distorsionarse”. Ambos hacen un culto de la búsqueda de la precisión. ¿Hasta dónde es posible aproximar a estos dibujantes obsesionados por lo que puede el cuerpo humano ante el poder constituido? El filósofo alemán Günther Anders ha escrito que en Kafka la prosa –“poesía lógica”– provoca un efecto de “petrificación del tiempo”, próximo a las “artes figurativas”. Y que ese efecto se pone a disposición de una nueva perspectiva sobre el ser: ya no el “ser ahí”, sino más bien el “ser-nunca-del-todo-ahí”. El ser del inmigrante o del extranjero, del ilegal o fuera de la ley, se corresponde con el retrato que nos ofrece la filósofa brasileña Marilena Chauí sobre el spinozismo como filosofía del excluido. En su monumental Nervadura de lo real Chauí afirma que cuando leemos a Spinoza “tenemos la impresión de encontrarnos frente a un discurso privilegiado, porque es el discurso del excluido que interroga el sentido de la exclusión en lugar de negarla, evidenciando cómo y por qué los poderes establecidos la requieren; y al hacerlo subvierten repentinamente nuestra suposición de que tales poderes serían inconmovibles, pues revela la fragilidad real que los determina, y la nuestra, si somos convivientes con ellos”.

La lucha kafkiana de las palabras contra las imágenes es un asunto de vida o muerte. Según Carlos Correas, el efecto totalizador de la imagen sometía a la escritura de Kafka a la máxima impotencia. Sin destotalizar la apariencia del mundo y de las relaciones humanas (la ley), el propio Kafka se deshacía. De ahí que no tuviera la opción de hallar seguridad en una improbable adecuación al transcurrir de las cosas. Su propósito de escritor fue, pues, el de afrontar su propio miedo al fracaso. Miedo a no saber extraer de sí mismo la fuerza suficiente para vencer a la institución; a no saber resistir la fragmentación que los críticos hacen de la obra y la dispersión que hacen del autor mismo en el mundo y a traicionarse anulando su propio miedo al fracaso (el miedo a perder el miedo que actúa como prólogo a un querer realmente fracasar). Esta lucha contra la pregnancia de la imagen se recoge en una anécdota. En ocasión de la primera publicación del relato, el editor propuso ilustrar el insecto en tapa. El 25 de octubre de 1915 Kafka escribe al editor Kurt Wolf: “No. Eso no. Por favor, eso no. El insecto de ningún modo debe ser dibujado. Se lo ruego encarecidamente. Por favor. Que no haya dibujo alguno del insecto”.

 

Justificado para no ir a un congreso de filosofía // León Rozitchner

 

De la filosofía se dice que es una pasionaria: ama a la sabiduría. Pero de ese amor perdido muchos sólo se acuerdan en los congresos. La filosofía, entre nosotros y aún más lejos, es la expresión de un pensamiento que se abre sólo en el espacio más abstracto de la palabra, donde la razón se mueve con conceptos, sin filamentos ni nervaduras sensibles. Los filósofos –digo: algunos de ellos– son cañitas pensantes que pescan ideas en los libros. Los que han hecho “profesión” de la filosofía declaran desde el vamos dónde se ubican: teniendo a nuestra disposición para expresarnos desde el canto hasta el verso, el cuento o la novela, los filósofos llegan a la filosofía pura exhaustos de pasiones. El extremo más abstracto fue alcanzado en el campo de la palabra, el más distanciado del canto y de la música, de la resonancia sonora y sinfónica del mundo. La filosofía se presenta como el pensar más refinado y distanciado de lo imaginario y del afecto; olvida de dónde viene al querer llegar tan alto. No porque no sienta sentimientos, sino simplemente porque no necesita avivarlos, cree, para escribir los conceptos. En la filosofía, por lo menos en la académica, no hay valientes. Jean Wahl decía que la poesía era fuente de filosofía: el problema es cómo hacer para que lo que tenemos de poético hable en la filosofía sin pedirles, como Heidegger a los poetas, que le abran el camino para que al final el filósofo les haga decir en nombre del Ser lo que a él se le canta. Porque cuando el filósofo habla, “el habla habla” con la certidumbre de la teología. Y cuando digo poesía o filosofía sólo pienso en esa experiencia personal de crear sentido, que une el llamado “espíritu” a la llamada “materia” y pone en juego al sujeto que piensa, sea con imágenes o con meros conceptos. Siento, imagino, pienso, y por lo tanto existo. Distintas maneras de implicar la totalidad del sujeto.

Confieso: hay que tener coraje para ser poeta o novelista en serio. Por eso quizás uno se dedicó a la filosofía. Hay que atreverse, y no es moco de pavo –¡quién pudiera!–, a abrir la trama ceñida de lo que el tiempo ha ido decantando en lo sensible de nuestro pasado y volver a animar lo que ya está quieto y hasta apelmazado: por eso se dice lo pasado pisado. Es más fácil pedir prestadas ideas y conceptos que experimentar sentimientos e imágenes para animarse a que las nuestras re-suenen. El tener conceptos, en cambio, no nos pide pruebas de que las ideas hayan resonado en algún espacio sensible y afectivo, donde lo finito y lo infinito dentro de uno mismo tropiezan. Reconocer en ellos la aureola imaginaria y alucinada que los acompañan. Pero para que lo más sensible de nuestra vida pase a la palabra, ésta necesita siempre de la melodía, la forma primera y arcaica de un cuerpo que se hizo sonido, que organizó el sentido, para que re-suene como un eco infinito en los recovecos del cuerpo tensado como la cuerda de un cuatro. Eso no se inventa. Toda creación es re-creación de algo anterior, un estado de gracia inocente que prolonga ese acontecer originario que abrió el camino para que podamos luego llegar más hondo en la aprehensión del mundo con el pensamiento. El coraje de la re-creación es la verdadera valentía que se abre en la palabra intensiva: animarnos a retomar como punto de partida lo que quizá más nos haya dolido o más hayamos gozado. ¿Quién se atreve a rememorar la intensidad de un amor perdido, el darse ilimitado del goce enamorado, sin sentir que su pérdida infinita, la única infinitud en acto que realmente exista, nos hizo “andar sin pensamiento”, para siempre heridos, convalecientes sin remedio, un poco muertos? ¿Y que eso vuelve a reanimarse con el pensamiento cuando pensamos algo? Sólo así, sin embargo, el ánima se anima. Los narradores y los poetas son admirables porque tienen ese coraje interior para meterse adentro que los que pensamos en filosofía, por definición, carecemos: son los que están más próximos a lo imaginario y al afecto: no tienen miedo. (San Juan de la Cruz estuvo castigado por la curia en una tumba de piedra durante nueve meses, y describe la pasión amorosa más alucinada, hermosa y dolorosa, entre el Amado y la Amada, incesto incluido. Y siguió sin embargo fiel a Cristo y a la Iglesia, pero había una fidelidad más profunda que se ocultaba y reverberaba en sus versos. Por eso su valentía es extrema: venció la angustia al darle vida en su canto al primer amor perdido, inalcanzable, para siempre ido, ese que le estaba prohibido bajo pena de muerte. Y lo gozó nuevamente ante ellos, expertos en ardides, sin que se dieran cuenta.)

¡Qué diferencia con los teólogos y los filósofos! A algunos filósofos no les creo mucho, aunque a veces me deslumbren tanto: toman distancia de lo que más amamos por medio del concepto y del pensamiento coherente y transparente. ¡Qué trabajo se dan! Mírenlo a Hegel que pensó él solito todo lo que podía pensarse desde que el mundo es mundo, aunque nos dejó un poquito. Otros filósofos, en cambio, dicen lo mismo que los poetas, pero han tenido que hacerlo abstractamente para evitar la hoguera: mírenlo a Spinoza, retorciendo los sarmientos secos de la teología para que ardan de nuevo. Entonces la filosofía es un subterfugio para distanciarse o acercarse a la poesía y a la novelería.

Y como ya sabemos, la imaginación también crea pensamiento. Lo imaginario no es sólo, como decía Sartre, “la presencia de una ausencia”. Hay ausencias y ausencias, unas que vuelven, otras que han partido para siempre. Hay ausencias que matan, más bien que nos matan, sobre todo si las hemos enterrado en nosotros mismos: no podemos darles vida, están como la princesa dormida en el bosque. Todo pensamiento que repite y no pasa de grado es melancolía reflexiva, sin el beso del amor que vuelva a despertarla. Una imagen lleva a la otra, y es todo el campo de la vida alucinada el que tenemos que revivir para actualizar no sólo la presencia pensada como pensamiento, sino la presencia actualizada con la coronita que le pone a cada cosa su aura: evitamos caer en la locura sin darnos cuenta de que la cultura es ya un alucinamiento colectivo compartido. ¿Acaso la imagen sartreana que define la imagen, “la presencia de una ausencia”, no define también a aquél que alucina? Miren el trabajo que se tomó Descartes para distanciarse de los tres sueños que lo perseguían.

Hay que hacer que la filosofía se haga palabra para que el seso nos avive y despierte, pero con una palabra pegada al sentimiento que el cuerpo memorioso modula, y confirme o niegue lo que el pensamiento dice. El pensamiento siempre dialoga en nosotros mismos con el afecto y la imagen, como planta seca echando raíces en el agua oscura.

Y eso duele mucho. Allí se originan nuestros pensamientos: cuando tocan fondo, cuando hemos quedado solos para enfrentar el terror y el misterio del mundo. Pasar el espejo quizá sólo quiera decir eso: romper la imagen de la unidad festiva, el espacio azogado y pulcro donde el “socius” nos devuelve con su brillo lo que hemos llegado a ser después de esmerarnos (¿esmerilarnos quise decir?) tanto durante tanto tiempo: la imagen que nos damos o recibimos de nosotros mismos para ser idénticos.

Porque las palabras, no hay vuelta de hoja, cuando son sólo conceptos son una coraza para mantener distancia con lo que sentimos y también tememos. Entonces uno piensa que filósofos en serio son sólo los que han actualizado las marcas de lo originario en su pensamiento: cuando son poetas o narradores que piensan conceptos. Aunque corran el riesgo de quedarse solos, sin que nadie los acompañe, como a los deudos, con el sentimiento.

Entonces uno escribe cualquier cosa, como en la escuela para justificar la falta: por ejemplo, me dolía la panza.

Pagina|12 24 de julio de 2007

Un nosotros sin identidad. Posibilidades en la incerteza [1] // Pablo Hupert

Presentadora: – Pablo le puso como título a este encuentro “Un nosotros sin identidad” Guau, qué título, Pablo. Vas a tener que dar cuenta de esto. Y además va a hablar de posibilidades en la incerteza. Pablo tiene pensamientos creativos originales que nos cuestionan. Pablo Hupert es licenciado, es historiador, ensayista y docente. Publicó varios libros. Yo voy a nombrar dos que me parecen que conozco y que me parecieron muy importantes: El estado posnacional y El bienestar en la cultura. Tiene otros libros. Pablo, es un gusto tenerte, te damos la palabra somos todo oído y bueno, escuchamos.

PH: -Gracias Juana. Quiero comentar que ahora está en prensa un libro nuevo que se llama “Esto no es una representación”  

-Ah… casi nada eh

-Si, me las veo con el tema de las imágenes contemporáneas, a las que no considero representacionales. Esta charla se llama “Un nosotros sin identidad, posibilidades en la incerteza”. La incerteza es la de nuestro tiempo fluido y precario, y las posibilidades en la incerteza las constituye el nosotros este del que voy a hablar. Hoy esta charla es un poquito distinta a las que vengo acostumbrando porque yo suelo hablar de la segunda fluidez, de la dinámica dominante en la segunda fluidez.

Hoy voy a hablar de algunos movimientos colectivos que conocí. En uno participé varios años. Son movimientos colectivos que me parecen potentes para nuestras circunstancias. Sí es la circunstancia de la segunda fluidez, pero no voy a hablar de la dinámica dominante sino de estos colectivos que presentan algo distinto a lo dominante de la época. Y voy a recurrir al relato. No voy a hacer una exposición conceptual como suelo hacer, pero sí voy a terminar preguntando qué tipo de relación se da en estos colectivos. En estos colectivos suelen llamarse “compa” entre sus integrantes. Compa, de compañero. Pero ahí hay un afecto y un tipo de relación que no se capta si se dice simplemente “compañero” o “grupo”. Entonces, la pregunta sería ¿Qué quiere decir compañero, si no es compartir un trabajo ni una militancia? ¿si no es compartir una afiliación y una identidad? Al mismo tiempo, ¿qué quiere decir “colectivo” si no quiere decir “grupo” ni “masa”? Voy a proponer la hipótesis que alguna vez le escuché al pasar a López Petit de que en un movimiento colectivo se da una intimidad pública. Pero primero paso al relato y después terminaré con algunas reflexiones conceptuales.

 

Huerta en Berazategui “Pampa y las vías”.

Les cuento primero de una huerta de Berazategui, en el conurbano, que se llama Pampa y Las Vías. Es una huerta que sostienen algunes vecines, que empezó hace unos años. Allí los vecinos, como en casi todos los lugares del mundo, podemos decir, vivían encerrados en sus casas. Ahí es un barrio de casas bajas con jardín. Tenían rejas y cercos. Pero había una casa que tenía una huerta y no tenía cerco. Los vecinos todo el tiempo le preguntaban a esta mujer, extrañados: ¿Cómo es que no le vandalizaban la huerta? Entonces a Claudia se le ocurrió proponerles a sus vecinos hacer una huerta enfrente (por enfrente pasan las vías del tren, lo que deja un espacio verde entre las mismas y la calle). Les estaba proponiendo aprovechar un poco de espacio verde que había entre las vías y la calle y empezaron a hacer una huerta vecinal. A la huerta la llamaron “Pampa y las vías”, jugando con la expresión coloquial porteña, “Pampa y la vía”. Ella, cuando me contaba esto, me decía “Hay mucho más que rúcula y zapallitos. Hay vínculos muy intensos que han hecho, por ejemplo, que una chica, una adolescente de la cuadra que tenía pensamientos suicidas ahora esté mucho mejor y bueno, ya no los tenga.”

También me contó que una señora mayor que vivía sola se la pasaba trabajando en la huerta y ahora que se enfermó va a la huerta a cebarles mate a los compañeros. No pueda ya trabajar la huerta, pero quiere estar todo el tiempo ahí. Bien, entonces esta huerta colectiva que tiene el objetivo explícito de hacer crecer rúcula y tomates tiene un efecto sobre les vecines que hacen crecer rúcula y tomates y otras yerbas, efecto sobre, digamos, los mismos horticultores. El efecto lo constituyen estos afectos que llegan a sacar a una piba de una depresión y le dan sentido vital a una anciana.

 

Colectivo “Paren de matar a nuestros pibes”.

-Les cuento de otro colectivo. Un colectivo de docentes que se llamó “Paren de matar a nuestros pibes”. En 2014, si ustedes recuerdan, hubo una ola de linchamientos que se transmitían por TV (y eso ahora incluye viralización por YouTube). Esto empezó con un linchamiento en Rosario, donde unos “vecinos” de un barrio, el barrio Azcuénaga, mataron a un pibe que se llamaba David Moreira. David y otro muchacho presuntamente habían robado a uno de estos vecinos de su mismo barrio. Y, cuando se escapaban en la moto, los agarraron, los tiraron de la moto, el compañero de David se escapó y a David lo mataron a patadas en la cabeza. La prensa por supuesto hablaba de David llamándolo “motochorro”. Eso fue muy cerca de la escuela primaria a donde fue David. Y David tenía 18 años –un dato importante. O sea, no había pasado tanto tiempo desde que había salido de la escuela. Y tenía dos hermanos que todavía iban a la primaria. Al ocurrir el linchamiento dejan de ir, pues la madre deja de mandarlos. Y los docentes estaban muy muy impresionados con este asesinato de un ex alumno suyo. Se acordaban bien de David, y contaba el vice director de esa escuela, Adrián Gómez, que se les ocurrió, a él y les docentes de la escuela, hacer una “biografía escolar” de David… porque en las charlas entre docentes empezaban a surgir escenas donde David había participado de la escuela. Una biografía escolar de David. Y empezó a aparecer un David que no era un motochorro o un pibe abandonado por la madre. Ustedes vieron que la prensa suele decir, como pontificando, “¿dónde estaba la madre cuando ese ladrón era niño?” Se acordaban, estos docentes, de que la madre estaba siempre a la salida de la escuela. También recordaron a David recitando una poesía, venciendo su timidez y recitando el poema para su grado. Lo recordaban también sonriendo tímido.

Se armó entonces una biografía que presentaron en la entrada de los tribunales cuando empezó el juicio a los linchadores. Y fue tan importante esto que siguieron haciéndolo con otros pibes. Porque es un barrio periférico, el barrio Azcuénaga, un barrio donde hay narcos y bandas, y mueren bastantes adolescentes de los que la prensa siempre dice “murió en un ajuste de cuentas”, “murió en una pelea entre bandas”, y así: frases-cliché para hablar como si se supiera de sujetos de los que no se sabe casi nada. Se los entierra en esas frases, desconociendo la complejidad de sus vidas. Así estos docentes  empezaron a hacer biografías escolares de estos pibes.

Bien, el objetivo explícito de estos docentes era devolverles su humanidad a los pibes. Una humanidad que perdían en las noticias de la prensa. Pero había un efecto sobre los docentes, leo yo, interpreto yo. Que era restablecer, digámoslo así, el rol docente, ¿no? Y no mostrarlo ausente como lo mostraba la prensa. Se me olvidó comentar que, cuando la mamá de David se enteró de esta biografía escolar, volvió a enviar a sus hijos menores a la primaria. Ella había dejado de enviarlos porque pensaba que los maestros pensaban igual que la prensa, es decir que condenaban a David tachándolo de “motochorro”. La prensa, al mencionar a los pibes tachándolos, también menciona tachándolos a sus educadores, sean madres y padres o docentes.

Por eso insisto, lo más importante me parece el efecto de validación sobre los mismos docentes que hacen las biografías escolares.

 

Madres de la Esperanza.

Voy a pasar a otro colectivo, que se llamó “Madres de la esperanza” que funcionó hasta que llegó la pandemia. Es un colectivo especial o singular, como todos estos colectivos, porque surge en un juzgado de menores que hay en la provincia de Buenos Aires, en el partido de Moreno. Allí, la jueza atendía o atiende casos de adolescentes en problemas con la ley. Menores de 18, se entiende. Y se encontraba la jueza con un par de problemas serios. Uno era que la sentencia de ella no alcanzaba para, digámoslo así, reinsertar en la sociedad a estos chicos. Otro era que no había una sociedad que los estuviera esperando para que se inserten. Y otro problema, se dio cuenta con el tiempo, era que las madres tampoco (los padres estaban bastante ausentes, raramente había un padre). Las madres no estaban en condiciones de hacerse cargo de estos pibes y le solían decir “No entiendo por qué actuó tan mal”. A veces ese “actuó mal” era un robo, pero muchas veces era un asesinato. “No entiendo por qué actuó tan mal si siempre le di todo, nunca le dije que no a nada,” solían decir estas madres. Entonces hay un problema en la sociedad, pero había también un problema en la familia. Y a la jueza lo único que se le ocurrió fue juntar a las madres de estos pibes a los que habían encerrado. Las madres empezaron a reunirse, a veces iban juntas a visitar a los hijos de alguna, pero empezaron a tomar fuerza en los relatos. Empezaron a tomar fuerza para empezar a decirles que no a sus hijos. Les doy un ejemplo de un “no”. Sabrán ustedes que, como son menores de edad, en la provincia de Buenos Aires no van a la cárcel, van a unos centros para menores. A veces, un no de las madres era decirles a sus hijos: “venir hasta acá significa perder un día de trabajo, significa gastar un dineral en viáticos…”

Así las madres empezaron a plantárseles a estos hijos, tanto cuando los visitaban como cuando, cumplida la condena, los recibían en su casa nuevamente, y también comenzaron a plantarse frente a les hermanes de los pibes, que les decían a las madres qué malas que se habían vuelto, que por qué les echaban en cara cosas a los hijos encerrados.

Entonces, de nuevo, acá hay un objetivo más o menos claro de este grupo de madres que tiene que ver con acompañar a los pibes y acompañarse entre ellas, y el efecto que tiene para ellas, el efecto de empoderamiento o de autorización de su lugar de madre, ¿no?, que pudieran empezar a maternar o incluso a paternar de otra manera.

 

CFP 24.

Voy a pasar a otro colectivo, que es el Centro Formación Profesional N°24, una escuela de oficios del barrio de Flores. Los centros de formación profesional empezaron a abrirse en la década de 1940; son escuelas para adultos donde se hacen cursos de albañilería, plomería, herrería… Cursos que en la década del 40, del 50, cuando había una industria argentina, estaban orientados justamente a formar mano de obra especializada para la industria argentina en desarrollo. En ese momento, un centro de formación profesional tenía un sentido claro que era la inserción de los estudiantes en el mundo del trabajo. Cuando llega el siglo XXI, ese mundo del trabajo se ha desdibujado. Argentina ha sufrido un proceso de descentralización desde la Dictadura. Ahí toman la dirección del CFP24 un nuevo director que se llama Sergio Lesbegueris y otres. Y dicen bueno, como no hay ya mundo del trabajo como lo conocimos en el siglo XX, tenemos que investigar qué es ser una escuela que forma trabajadores. Ya no podemos ser una escuela cuyo sentido está en insertar a sus alumnos en el mundo del trabajo fabril.

Aquí empieza una forma de ser escuela que es una investigación de cómo ser escuela. Entonces por ejemplo hacen una milonga en la que abren la escuela al barrio una vez por mes. También hacen una feria; al principio se hacía en el patio de la escuela y hace ya varios años se hace en la calle Morón donde está la escuela, en el barrio de Flores de la Ciudad de Buenos Aires. (Me doy cuenta que este relato de distintos colectivos también va por distintas geografías: Berazategui en el conurbano, Azcuénaga en Rosario, Flores en CABA; después viene uno de Villa Soldati…)

Volviendo a Flores, dicen que en la Feria –donde vienen emprendedores o artesanos del barrio, o de la misma escuela– investigan qué puede ser el mundo del trabajo hoy; entonces investigan dónde se inserta la escuela. Pero ya no se trata, este mundo del trabajo, de algo que está después de la escuela, sino que está durante la escuela. De esta forma, cambia también la escuela, pues si está durante el trabajo, deja de estar antes, y experimenta una imbricación compleja con el trabajo (que por lo tanto deja de ser un “mundo” aparte). Siguiendo el relato: aparece también una cooperativa de analistas de sistemas, de programadores informáticos, que le propone a la escuela hacer un portal de emprendedores, una bolsa de trabajo –diciéndolo mal y pronto– para alumnos y ex alumnos de la Escuela. Y nuevamente la relación con la cooperativa se convierte en una relación donde experimentar las relaciones que se dan en el mundo del trabajo. Aparece también en otro momento una biblioteca de viejos socialistas, biblioteca de principios del siglo XX, a la que ya no acudía nadie. Se acercan los viejos a ofrecerle a la escuela la biblioteca, para que la usen para aulas. La escuela, los profes, en vez de decir simplemente “pongamos más aulas,” dicen “hagamos que entren distintos colectivos así seguimos investigando, en las relaciones que se dan con estos colectivos, qué es el trabajo y qué es ser escuela”. Y aparece un grupo de tejedoras, aparece un grupo de documentalistas, aparece un grupo de teatro… Y también se dan cursos, los cursos del centro de formación profesional. Y hoy es un lugar donde se dan distintas actividades culturales que se llama La Casona de Flores. Y así, después en la Escuela se va escuchando (o mejor dicho, en el proceso, en la imbricación, se va escuchando) un relato, y es que las trayectorias individuales devienen trayectorias colectivas. Así, les docentes empiezan a trabajar más en relación con otres docentes de otros cursos o más en relación con los alumnos. Una docente que venía de enseñar en la Universidad de Arquitectura decía “me encuentro con un lugar donde enseño sin estar en la tarima, un lugar donde puedo decir ‘no sé’ y puedo no saber junto con los estudiantes”. Una estudiante también, que había entrado a la escuela para buscar trabajo, decidió que (no sé cuánto tiempo duró esta decisión, pero decidió que) no iba a buscar trabajo y que iba a mantener sus relaciones cooperativas con sus compañeros de taller. Todo esto tiene efectos digamos así, estadísticos: es una escuela que tiene 1500 alumnos, porque la gente hace cursos y quiere quedarse en la escuela. No es que hacen un curso y se van al “mundo del trabajo”; terminan su capacitación y vuelven a inscribirse en otra que desean o en otra donde haya lugar si la que deseaban estaba llena. Se inscriben en cualquier otra con tal de seguir en la escuela; así esta escuela genera trabajadores-estudiantes o estudiantes-trabajadores, que también son “habitués” y compañeros. Pero tenemos todo esto, que sería lo que ven los funcionarios municipales, que es que hay muches inscriptes, tiene un efecto sobre la escuela misma, sobre les docentes, sobre les estudiantes, que es que el colectivo escolar deviene un sostén donde experimentar en un mundo donde no hay un mundo del trabajo sino una dispersión de “laburitos”. Y todos estos proyectos diversos que les fui contando y muchos otros que no les llego a contar, no son dirigidos por este director que les mencioné, cada proyecto tiene su propia autogestión. Entonces la escuela deviene una forma de… perdón, un sostén, para experimentar un funcionamiento sin centro. Elles dicen que son “un centro ex-céntrico”.

 

BP Sol del Sur.

Bien, paso a otro colectivo que es el colectivo Sol del Sur, que es un bachillerato popular en el barrio de Soldati en CABA. En éste estuve cinco años como docente de historia porque mi título es el de historiador. Ahí hubo un diagnóstico, es un diagnóstico que pertenece a la educación popular de toda Argentina, que es que hay muchos adultos sin secundaria. En el censo de 2010, no sé en el del último año, en el censo de 2010 más de la mitad de los adultes no había hecho la secundaria. Entonces un grupo de docentes fuimos a Villa Soldati, donde tampoco había una oferta de escuelas secundarias para adultos, a abrir este bachillerato popular para jóvenes y adultos. Ahí, bueno, la escuela logró funcionar, para mí es muy interesante que a 15, 20 profes, se les ocurra abrir una escuela secundaria y que esa escuela no venga decretada por el Ministerio de Educación: es un caso de autogestión. Pero bueno, lo primero que tengo para decir es que la escuela funcionó, desde 2014; hace ocho años que está funcionando. Tuvo ya varias camadas de egresados, con un montón de dificultades; cursa gente que tiene un montón de dificultades para sostener la regularidad de ir al colegio o de estudiar en la casa. Bien, pero nuevamente lo importante no es el objetivo explícito. No para mí.

Si queremos pensar lo colectivo, lo importante es el efecto sobre los mismos profes que autogestionaban esta escuela o la autogestionan todavía –quizás digo “autogestionaban” porque yo ya no soy profe de esta escuela. Ahí la habitual soledad del profesor, que entra a un aula y se va y está solo frente al curso, es una soledad que se ve acompañada porque allí se enseña en parejas pedagógicas. Se intenta en estas escuelas de que haya dos profes frente a cada curso, en cada materia. Por esa misma pareja y por la imprevisibilidad que tenían el grupo de estudiantes el yo de cada uno se veía desbordado, había una desidentificación. Al mismo tiempo, uno se sentía parte de algo sin que hubiera un rol, digo un rol fijo. Uno o una era parte, pero el todo no le

asignaba una parte fija, porque en las asambleas mensuales donde se reunían todos los profes había muchas veces una reasignación de materias que se charlaba según si hace falta una pareja pedagógica en primer año, en que era más importante que en el último año (el bachillerato duraba tres años y no cinco). Entonces, para no dejar solo a un profe frente a primero, una profe iba hacia allí desde otro año o desde otra materia. Ahh, un paréntesis: ¿saben? Yo sobre casi todos estos colectivos escribí algo específico y separado que está en mi blog. Les dejo aquí la lista:

 

Texto sobre las Madres de la Esperanza: http://www.pablohupert.com.ar/index.php/las-madres-de-la-esperanza-y-la-autorizacion-ignorante/

Testimonio de un docente del colectivo “Paren de matar a nuestros pibes”: http://www.pablohupert.com.ar/wp-content/uploads/2016/10/3.mp3
Texto sobre los comunes consorciales: http://www.pablohupert.com.ar/index.php/un-comun-consorcio-nada-comun/

Texto de mi experiencia en el bachillerato popular: http://www.pablohupert.com.ar/index.php/balance-para-hacer-experiencia-de-una-experiencia-de-bachi/

Texto sobre el CFP 24: http://www.pablohupert.com.ar/index.php/una-escuela-que-fuga-de-sus-modos-de-el-modo-y-del-mercado-el-cfp-24/

 

Vuelvo. Estaba diciendo que en el bachillerato popular Sol del sur aparece también una afecto entre les compañeres que nos llamábamos entre nosotros “compa”. ¿Qué quiere decir en esta situación compa? Porque por ahí no éramos amigos, por ahí tampoco teníamos las mismas ideas políticas, por ahí tampoco teníamos las mismas ideas ni siquiera sobre qué debía hacer la educación popular en Villa Soldati, y sin embargo éramos compañeros: éramos compañeros de una tarea, de un hacer, de una actividad.

Acá lo común, como en todos estos colectivos, se sostiene en una actividad, y no en una institución. Bien, me quedaría hablar de un colectivo y hacer unas reflexiones.

 

Asociación civil Insitu.

Bueno, voy a hablar de una Organización No Gubernamental, una ONG, que se constituyó como Asociación civil y se define como socioambiental. Su nombre propio es Insitu. Pero les cuento lo que hace en un municipio del país (no puedo decir cuál es). El municipio entrega vivienda social para gente que vivía en villas. Y esta vivienda social es propiedad horizontal, o sea edificios. Cuando en Argentina uno vive en propiedad horizontal uno debe, por ley, formar un consorcio, pero, ¿cómo formar un consorcio cuando viviste toda tu vida en un barrio precario? Allí el estado contrata a esta ONG para que acompañe a las vecinas en la conformación de los consorcios. Nuevamente tenemos un objetivo explícito, que es la conformación del consorcio, que el consorcio pueda recaudar expensas, administrarlas y mantener los espacios comunes, pero Insitu en ese proceso busca que pase algo más que la simple observación de la normativa de los consorcios de propiedad horizontal, algo más que la simple administración de los dineros del consorcio. Y es que se forme un común, que se produzca un sentimiento colectivo. Entonces doy un ejemplo de una cosa que hacen. ¿Vieron que en los consorcios se convoca asamblea en primera convocatoria y en segunda convocatoria? La segunda convocatoria no tiene que tener quórum, la primera sí. Entonces Insitu lo que hace es siempre llamar en primera convocatoria: si no hay quórum se suspende la asamblea y se pone otra fecha, para que haya participación, para que el consorcio no sea una cosa de dos o tres vecines. Así, a unas administradoras (los administradores de consorcio suelen ser administradoras) les preocupaba que hubiera baja participación en las asambleas, y se les ocurrió embellecer los espacios comunes, embellecerlos poniéndoles “verde”, o sea plantas y césped.

Así lograron que participe gente que no participaba habitualmente de las asambleas regulares y participaron en la limpieza de los espacios comunes que en la vivienda social era un páramo desierto y quizás semicubierto de trastos viejos; hicieron una canchita, hicieron un jardín, pusieron enredaderas, sacaron y tiraron basura. Entonces el espacio común dejó de ser un espacio de tránsito o de depósito y pasó a ser un lugar habitable. Y empezó a haber ahí un “nosotros” que habitaba lo común. Entonces nuevamente se da esto, que se da en todos estos relatos, que es que hay un efecto explícito de armar algo, en este caso un consorcio, y un efecto sobre les vecines que es que aparece un común donde no lo había, donde cada vecina, cada vecino, vivía recluido en su departamento y con desconfianza hacia los otros vecinos. Empieza a haber la posibilidad de decir vecino en el sentido que mis viejos llamaban vecinos a los vecinos: alguien con el que se puede contar, alguien a quien le podés pedir una tasa de azúcar si te falta para el bizcochuelo. Pero también “vecino” en un sentido que no empleaban mis padres: alguien que te brinda algo que no pedías ni esperabas ­–vecino como exceso, quizás, sobre la acepción usual, desconfiada, de “vecino”.

 

Reflexiones

Quiero hacer entonces algunas reflexiones generales sobre lo colectivo en estos relatos.

Insisto con la afirmación más general. Que hay objetivos declarados del colectivo, como devolverle su humanidad a David en Rosario, o producir alimentos en Berazategui o armar un consorcio en este otro lugar donde trabaja Insitu. Esos son los objetivos declarados –y alcanzados–, pero están los efectos sobre el mismo colectivo, efectos sobre lo colectivo mismo; son efectos de la actividad, no son efectos de los objetivos declarados.

Otra afirmación general. Estos colectivos se dan entre iguales y no entre pares porque para hablar de pares hay que hablar de un tercero respecto del cual dos pares somos pares. Estos colectivos, estos nosotros, no tienen un tercero que sea referente o un tercero que sea el Estado que los mande a organizarse y hacer.

Vuelvo a decir otro concepto que dije antes, que un nosotros de estos no es una identidad sino una actividad. Miren lo que me decía una integrante de Pampa y las vías, la huerta de Berazategui: “es difícil buscar un denominador común entre un guardavidas, una profesora de profesores, un médico, jubilado de la vieja guardia comunista devenido en kirchnerista que pasó después a descreer de todo, una bailarina, un conspiranoico antivacuna, el auténtico niño que todo lo sabe, el viejo que cree saber que todo lo sabe, una cocinera, una costurera, etcétera”. Todos estos son miembros de del colectivo, y ella me decía: “no hay un denominador común, nos une el trabajo y las ganas de encontrar un sentido a algo. La tierra enseña mucho, comparte. Y nosotros también compartimos”.

Después otra cosa que hay que decir de estos nosotros es que son nosotros precarios; son colectivos precarios porque no son instituciones, no son una certeza, ni siquiera una vez que se dio y que comenzó a andar. Una vez que comenzó a andar el nosotros sigue siendo una posibilidad. Ariel Pennisi en su libro Nuevas instituciones (del común) habla de unas nuevas instituciones,  como unas instituciones que no se repiten, sino que están siempre comenzando de nuevo. Quizás estos colectivos son nuevas instituciones: una duración incierta, una incerteza promisoria.

Pero la tesis más fuerte sobre estos colectivos que quiero decirles es que crean una intimidad pública, François Jullien, el famoso sinólogo francés, en 2016 publicó en Argentina un libro que se llama Lo íntimo, donde no hace sinología, sino que desarrolla una singular –y utilizable para nosotrxs– idea de lo íntimo. Cuenta de una novela de Simenon donde una pareja se conoce el día de la invasión de los nazis a Francia, en 1940. Ese día empieza un éxodo de franceses hacia el norte, por un lado se suben los niños y mujeres, por otro, separados físicamente, los hombres. Así, el protagonista de la novela de Simenon queda separado de su esposa y sus hijos, pero, en un momento, en el vagón donde él va, se sube una mujer. Con esa mujer empieza una conversación y a la noche en el vagón atestado se acuestan, como pueden, y para dormir y terminan teniendo relaciones sexuales. Jullien dice más o menos: en ese momento se crea una intimidad entre ellos, en medio del anonimato de ese vagón, donde nadie se conoce y dónde van todos atestados. ¿Y qué quiere decir que se cree una intimidad? Él dice que es que se crea un interior. Donde hay puro exterior, crea la posibilidad de un retiro relacionado con un compartir. Es decir, estos dos se retiran de la pura exterioridad o de la pura intemperie que había en ese vagón y aparece un compartir. Ese íntimo crea la posibilidad de compartir, sin homogeneización previa. En lo íntimo, mi interioridad está en el otro y su otredad está en mí, dice Jullien.

Jullien propone lo íntimo para la relación entre dos, pero aquí propongo –haciéndome eco de un texto de Insitu que habla sobre consorcios[2] y yo extiendo a otros colectivos sin tercero y sin institución– que en estos colectivos hay una intimidad pública. Propongo forzar un poquito el concepto de lo íntimo para llevarlo a lo colectivo. Pensar que la interioridad de cada une está en les otres del nosotros. Les cuento que era muy habitual en los actos de fin de año del bachillerato popular que hiciéramos repasos, vídeos con repasos, con las fotos que habíamos ido tomando durante el año con las distintas actividades. En algunas fotos estaba yo y en muchas no estaba yo, y sin embargo sentía que en las fotos donde no estaba yo también estaba yo. Así que tuve un sentimiento muy patente de que mi interioridad estuviera en los otros, y también de esto de compartir sin que haya homogeneización previa.

Esta forma de concebir lo íntimo permite también pensar en un compartir que no es una complementación, sino una suplementación. Porque lo que tengo en mí del otro es un suplemento, no es algo que me completa y me hace uno autosuficiente. Ahora bien, es interesante como define el compartir lo íntimo Jullien, les voy a leer unas líneas de su libro: “Compartir es dividir partes, donde cada cual tendrá la suya solo para sí, como se reparte una torta. Pero compartir también es tomar parte en algo, ya no estar más solo y participar. Comparto un pastel o bien comparto sentimientos o ideas. De tal modo que ser íntimo es compartir un mismo espacio interior –espacio de intencionalidad, de pensamiento, de sueño, de sentimiento– sin que ya nos preguntemos a quiénes pertenecen estos últimos.” (Lo íntimo, p. 24)

Redondeo entonces. En una intimidad pública, lo que compartimos, digamos la huerta de Berazategui, compartía los frutos de la tierra y se compartían a sí mismos. Me decía esta mujer: “Eso compartido ya no es de cada uno, no se sabe de quién es.” Esa es la intimidad de la interioridad que generamos en el colectivo.

Bien, un desafío para estos colectivos, y con esto termino, es lograr representarse lo común que crean. Porque están muy pendientes de los objetivos explícitos y quizás pierden todo lo que producen de efecto implícito, presente en acto.

Bien…gracias por su tiempo.

 

Preguntas de les asistentes.

Juana: -Abrimos el intercambio.

Elvira: -Podrías, Pablo…  ¿podrías explicar un poco más estas últimas cosas que estabas desarrollando? Sobre la intimidad pública…

PH: -La verdad que no lo puedo desarrollar más. Voy a intentar decirlo con otras palabras. Es una linda experiencia para hacer, esto de sentir que la propia interioridad está en los otros, pero no solamente con mi pareja, donde después de todo se espera que haya intimidad… la pareja parece ser del mundo privado. Se da una intimidad también en lo público, un público que no es estatal, un público que es colectivo. Ese público donde compartimos problemas y, como decía Jullien, también compartimos sentimientos, ideas… Qué sé yo, cuando se recibieron en el bachillerato, cuando se recibieron los primeros egresados después de tres años de funcionamiento (pues es un formato de secundaria en tres años), todes llorábamos. Estábamos muy muy emocionados, y eso es un sentimiento compartido que le pertenecía a cada uno; sin embargo, era íntimo del bachillerato, íntimo del colectivo. Y sin embargo, esa intimidad pública no es una recinto retirado, porque la invitación del bachillerato es una invitación abierta, como la invitación de la huerta de Berazategui, es una invitación abierta a les vecines que quieran sumarse. De hecho, ahora se suman más vecinos y están extendiendo la huerta con árboles frutales.

Eduardo: -Cuando te referiste a los efectos sobre el mismo colectivo, hablaste en un momento de que era entre pares, o no entre pares, esta parte no me quedó clara, ¿podrías aclarar por favor? ¿Qué era esto de entre pares o no?

PH: -Claro, claro. Esto me di cuenta preparando el punteo para la misma charla, así que lo tengo como en borrador, pero a mí me parece que, digamos, si recordamos La psicología de las masas de Freud, los pares se definen como pares en relación al “caudillo” o líder de la masa, sea esta masa una masa “espontánea” o una “artificial”, que ya sería una institución como el ejército o la iglesia. Freud dice que es respecto del líder que los pares son pares y se reconocen entre sí como tales: Freud decía “se aman entre sí en la medida en que el caudillo o líder los ama a ellos”. En cambio, en estos colectivos que les conté no hay un líder, hay momentos en que uno u otro toma la iniciativa, pero no hay un referente al que todos estén siguiendo, no hay alguien que mande, para decirlo claramente. Por eso digo que no son pares, que son iguales, son… diría, diríamos, co-operarios de una tarea, cooperantes en una tarea. Y esa tarea es la que teje la igualdad y lo que le da cohesión al colectivo, un colectivo que no se define por una identidad sino por una actividad, por una tarea en común. Por supuesto esa tarea al desarrollarse puede generar un territorio, un territorio que no es el territorio objetivo geográfico, un territorio que es un haz de relaciones, una red de relaciones, como la que se genera, por ejemplo, al hacer embellecer el espacio común en un consorcio. Esos espacios comunes, cuando estaban llenos de basura arrumbada, no eran espacios comunes, no eran territorio. Sólo formalmente eran espacios comunes.

Juana: – Una preguntita… A mí me parece muy interesante el concepto que vos desarrollaste en todo tu planteo; hablabas de un colectivo no institucionalizado. Pensaba: es un colectivo que se sostiene en base a una situación. La huerta, la administración del consorcio… en este planteo que vos haces, si bien no hay una institución, me parece que el lazo que se crea en la libertad de participar ( porque a la huerta va al que quiere), no hay autoridad me parecía a mí. Es un colectivo que de alguna manera se sostiene igual que las madres de los chicos que tuvieron algún delito y crean, yo te diría, un vínculo muy importante de sostén en la diferencia. No sé cómo lo pensas vos, me parece que es un tema muy importante también para trabajar con los grupos, ¿no? Pensábamos muchos de los temas que vos tocabas con los grupos de adolescentes, ¿no? Que se forman, de alguna manera, espontáneamente, sin autoridad, y que tienen un funcionamiento que es creado por ellos mismos.  Muchas veces nos encontramos con que la dinámica de los grupos adolescentes tiene un formato original en cada caso, ¿no? Funciona en relación a los integrantes y a veces ni siquiera tiene un objetivo, es un encuentro diría yo… ¿cómo ves vos esto? Los ejemplos que vos traes son muy claros donde lo institucional no es lo importante, sino que lo que se crea a partir de un encuentro entre gente con una necesidad a la que se hace un lugar y no es la misma necesidad, no importa qué necesidad lleva a cada uno a juntarse…  a la granja, por ejemplo. Es interesante porque en Estados Unidos, la plaza de Washington está dividida en lotes para que cada uno cultive. Pero no sé si hay, no conozco la dinámica de ese grupo, si hay algún contacto o hay algo de lo que vos propones que favorece… ahí me parece que es un proyecto individual, dentro de una zona pública. Ni idea, no conozco mucho…

PH: -Interesante… no tenía idea de esos cultivos en Washington. En cuanto a los adolescentes, lo tomo; por supuesto que no soy especialista en adolescentes. Lo que me parece importante aclarar es que, si bien no son instituciones en el sentido clásico, formal, sí hay en algunos casos una relación con lo institucional, donde la institución se usa como plataforma para que aparezca una vitalidad, vitalidad que en las instituciones clásicas no hay, porque no estamos en tiempo de instituciones clásicas, estamos en tiempos fluidos. La escuela del CFP 24 sería el caso más claro donde la institución sostiene de alguna manera algo, pero donde la vitalidad colectiva va mucho más allá de lo meramente formal. Y creo que quizás en los adolescentes, que muchas veces se hacen amigos a partir de la escuela, también hay una relación con lo institucional que ellos superan con su propia vitalidad, en horarios fuera de clase.

Para mí lo interesante de lo colectivo es justamente las vitalidades que se desarrollan, las vitalidades colectivas y la posibilidad de experimentar esto que es no ser un yo, esto de tener la propia intimidad en el otro, o la ajenidad de los otros en mí. Así que sí, absolutamente, estos colectivos son un trabajo de la diferencia, o un trabajo en la diferencia.

Patricia: -Pablo, porque recién justamente decías esto de que no hay un yo, y pensaba si la idea del nosotros puede estar dentro de la lógica del yo. Es decir, ¿hay una diferencia entre el nosotros y el entre? Porque hay algo del nosotros que a mí me suena todavía dentro de la lógica del yo. Porque, entonces, ¿qué es la paridad de La psicología de las masas y análisis del yo? No sé, es un interrogante que tengo, no sé si es así…

PH: -Está muy bien, porque es un cuestionamiento que obliga a seguir pensando. Yo le digo “nosotros” porque Ignacio Lewkowicz habló de “nosotros” para la crisis de 2001… Yo me formé con Ignacio y me quedo llamar nosotros a estos colectivos… Pero estos nosotros, insisto, no tienen identidad. No son grupos en el sentido clásico… en el 2001 eran asambleas o empresas recuperadas. Lo que pasa, cambio importante que debemos anotar, es que las asambleas fueron fugaces y los nosotros que yo les conté eso son colectivos que duraron o vienen durando varios años. Pero es verdad, tenemos que tener cuidado porque si al nosotros lo entendemos como una identidad, como un grupo con representaciones establecidas sobre sí mismo, con una institución que le da un marco, digo, si entendemos a nosotros como un grupo clásico de la psicología social, como un grupo de la solidez, cada integrante va a ser un yo. En ese punto es muy importante el señalamiento de Patricia, de mostrar complementarios al nosotros clásico, sólido, y al yo. Pero si el nosotros es un nosotros más precario, más de nuestros tiempos, si es una invitación abierta, si la tarea no es única y fija sino que se multiplica en nuevas tareas, la intimidad es pública. Y la intimidad pública tiene algo de desborde del yo. Nuevamente, la relación es problemática. No es verdad que el yo se deshaga del todo, pero sí que se ve desbordado algo colectivo que le pertenece y lo abre a la vez, y se ve trabajado en su apertura por la relación con les otres. Y creo que eso es lo interesante de participar de estos colectivos, ¿no? ver un poquito cómo uno se despersonaliza, como uno se des-identifica, sin sentir que eso es una zozobra, pues hay un sostén colectivo.

Juana: -Exacto.

Patricia: -Son colectivos que destotalizan, desacomodan.

PH: -Sí, desacomodan. Los mismos colectivos no son un todo como era el grupo sólido. Cada colectivo de estos no es un todo y destotaliza al yo. Por supuesto, estos colectivos son difíciles de encontrar, no es lo que pasa en la mayoría de los casos.

Patricia: -En un momento dijiste que también hay como una necesidad de que el hacer, el hacer del colectivo sea llevado a una representación… ¿Puede ser que dijiste algo así? ¿Y por qué?

PH: -Es difícil esta cuestión. Es difícil porque si hablamos, qué sé yo, del club y decimos “yo pertenezco a River”, bueno River va a ser una representación instituida y ahí esa representación no me destotaliza; al contrario, me identifica claramente. En estos colectivos hay veces que los objetivos explícitos, supongamos, que se reciban muchos estudiantes en el bachillerato popular, o conseguir que les paguen salarios a los docentes, no son alcanzados. No son alcanzados muchos objetivos explícitos, o son alcanzados parcialmente. Y eso trae desazón. Y yo creo que está bueno tener registro de la intimidad pública que construimos al desempeñar la tarea. La vida es lo que te pasa cuando estás ocupado haciendo otros planes, cantaba John Lennon. Cuando dije “hay que representar lo común de alguna manera” me refiero a tener ese registro de lo que nos pasa mientras perseguimos los objetivos explícitos. Un registro que por ahí es pintar un mural… en Sol del Sur casi se hacía un mural por año con les estudiantes, en el mismo bachillerato. En la huerta de Berazategui, es la misma huerta digamos la representación clara de lo común y también es una representación de lo común cuando se juntan con otras huertas de otras partes del conurbano.

Lo que quería plantear cuando planteaba que lo común necesita expresiones es que, si no las tiene, suele perderse esa dimensión de exceso sobre el yo y sobre el grupo que lo común es. Y, en cambio, si logramos expresarlo, logramos darle una duración más (que siga comenzando), y hacerlo producir más efectos excedentarios, destotalizadores. Esta charla de hoy quiere ser uno de esos registros, una de esas expresiones. Se expresa lo común pero no se lo reifica como identidad grupal.

[1] Presentado en el ciclo 2022 del dpto. de Familia y Pareja de Apdeba, “Clínica Vincular. Incertezas y posibilidades” 24/11/22. Grabación disponible en https://www.youtube.com/watch?v=GP6xYsrHjuk.

[2] Brutto, Demoy y Jorge, “Variaciones sobre el afecto. Afectos y emociones en el proceso de organización consorcial en conjuntos habitacionales,” en Revista Territorios n° 6 (2022). Disponible en https://publicaciones.unpaz.edu.ar/OJS/index.php/ts/article/view/1340

Sangre fría // Agustín J. Valle

Para proponerse como superador de las divisiones, qué mejor que irse a la punta del llamado desierto patagónico, en soledad junto al helado mar del sur. Lejos de la ciudad, de la tensión de las relaciones sociales con deseos antagónicos. Allí, este liso rostro del capital se propone como ejecutor de la objetiva razón del hacer, como la obviedad del cálculo frío, del sentido común sin pasiones. Esta presunción de neutralidad comporta una crítica al conjunto del conflicto; esta elevación eficientista por sobre las pugnas sociales es una de las más peligrosas caras de la obviedad del capital como mando sobre la vida. Porque en su religiosa afirmación del craso “laburar y laburar y laburar” niega -diríase cancela- el carácter insoslayable de los criterios. No hay acto sin criterio, pero el realismo del capital niega esta inherencia de los criterios a los actos, como si no hubiera siempre, cada vez que alguien hace algo, decisión de valores (afirmación, creación, aceptación…). Tiene la fuerza, esta voluntarista cancelación del conflicto, de la teología que secularmente hereda. Porque ¿no es desde alguna divina verdad superior que puede sostenerse semejante imperio de una presunta obviedad, esta obviedad mercantil sobre la consistencia de la vida? La indiscutible verdad del boti y los gerentes.

Horacio Rodríguez Larreta aparece bien abrigado con buzo y campera (apenas se ve el botón del cuello cerrado de la camisa), no en traje oficinista porque está expuesto a los elementos, la cruda realidad bajo el manto plomizo de las nubes del vértice continental de la Argentina. Habla con pequeños conatos de sonrisa al principio (tipo de alegría) que ceden después a la firmeza de la autoridad, la seguridad henchida del jefe, la convicción privilegiada del patrón (algo de amenaza en su mirar). Al fondo y  quedando al lado del rostro hay un faro pétreo, enhiesto y solitario, se diría heroico o eterno. Y justo a la espalda del personaje, desembocan dos caminos de tierra que encuentran en él su unificación…

La obviedad anit-conflicto no solo niega la contradicción de intereses (“tirar todos juntos para el mismo lado”), el hecho capitalista nuclear de que la riqueza concentrada produce y requiere pobreza, explotación y quemazón de lxs comunes. Además, el discurso del hacer sin conflicto (y sin propiamente pensamiento: aplicación optimizada del “sentido común”), en tanto niega los criterios niega lo crítico, es decir, niega el vínculo de cada “hacer” con la crisis, porque un criterio es un modo performativo de leer la crisis medular de la sociedad. Niega el punto de vista de la crisis (Diego Sztulwark), reduciendo lo político a mera razón instrumental. Excluyendo al conflicto de la política (quedará cuestión de seguridad…).

Claro que mientras tanto manda hombres armados a hostigar los hogares de adolescentes que actúan políticamente (y crecen y se subjetivan políticamente) reclamando mejoras en sus escuelas, y colude con la corporaciones y los magnates de los centros de poder global, etcétera, por supuesto (esto es evidente, aunque excluido de la obviedad: su grado de realidad gravita menos…). El Negocio es el núcleo central de la obviedad (nada puede hacerse sin que sea o fomente Negocio); y la violencia, por lo demás, se deduce como protocolo técnico de gestión, porque además, si no tiene por qué haber conflicto, quien lo encarnan es por capricho de pecador). En lo porvenir ¿será posible lograr más daño en nombre del hacer obvio, o con el tornasolado paraguas del peronismo? 

De intuiciones y vocaciones // Fernando Stivala

Proust y Deleuze 

Intuición no es aprehensión mística que elude el concepto, sino aquello que puedo hacer de manera directa porque tengo exceso de conceptos.

No es por hábito, por memoria, por asociación, por manual. Lo haces porque lo aprehendiste. 

Por acumulación de ideas adecuadas es que surge una intuición.

No es magia, es síntesis de manera inmediata de saberes. Lo hacen los que tienen muchas experiencias, muchos conocimientos. De ahí sale lo intuitivo. 

En Proust y los signos Deleuze dice que la vocación tiene que ver con cuanto tiempo tarda una persona en descubrir los signos de la materia que mejor entiende. 

Llamamos carpintera a aquella que es más sensible a los signos de la madera. 

Bailarín aquel que es más sensible a la correlación entre los puntos de articulación de la música con los del cuerpo. 

Y así podríamos seguir. 

Talento es el hecho de que alguien descubrió a qué signos es más sensible, y en ese sentido es que vendría la facilidad y pudo desarrollarla. 

Eso solo les ocurre a las personas que no van a la escuela nos dice Deleuze. Porque los escolares tienen como función que vos no tengas vocación. Instituciones educativas: aniquiladores de talentos. No confrontan a las personas con su soledad sino que les dicen lo que tienen que hacer. 

Talento y trabajo. 

Afinidad y trabajo. 

Lógica de las sensaciones. La pintora llega a pintar después de hacer muchos retratos indignos, de copiar y copiar, de destruir miles de bocetos; hasta que el entrenamiento le permite tener su primer acercamiento con la pintura. 

¿Cuáles son los signos de la materia que más te hablan?

¿Cuál es la zona del universo que te habla? 

¿Cuáles son tus máquinas deseantes?

 

(Notas redactadas a partir de las discusiones en el grupo Mil Mesetas coordinado por Diego Sztulwark)

*Dibujo: @juanita.ttt

Chalensky y Valeriano: Lengua y variación. (Acerca de La no sufras o la ética del segundeo y Él está vivo y nosotras estamos muertos) // Sebastián Scolnik

Según cuentan, el lingüista ruso Georg Atalanov Chalensky conoció de cerca el horror y la dureza de la vida. Nació en la ciudad de San Petersburgo en 1905, el mismo año en que los fulgores de la Revolución estallaron luminosos en el aire de una ciudad que recogía los ecos de las masas insurrectas. De muy joven, se trasladó a Moscú, donde cursó sus estudios universitarios en filología en el Instituto de Nuevos Idiomas de Moscú y se integró al Círculo Lingüístico de esa ciudad, donde trabó una entrañable amistad intelectual con el gran lingüista Roman Jakobson, con quien compartieron los tópicos iniciales del formalismo ruso, de marcada impregnación poética y literaria. Por esos años, Jacobson y Chalensky mantuvieron fuertes vínculos y discusiones con el Círculo Lingüístico de Copenhague, donde sobresalía el brillante lingüista Louis Hjelmslev, y con la Escuela de Praga. Era un clima de efervescencia. La revolución y el estructuralismo, que luego copó la parada con las intervenciones de Saussure, Benveniste y Kristeva, flotaban en la atmósfera de las reflexiones semiológicas de estos grandísimos filósofos de la lengua. 

En los primeros tiempos de la formación de Chalensky, aún no había sido publicado el tremendo texto de Stalin Acerca del marxismo en la lingüística. Este escrito será fundamental para la historia de la lingüística rusa, y en particular para nuestro personaje en cuestión. En él, Stalin plantea que la lengua se diferencia de la superestructura por cuanto hay una continuidad de las estructuras gramaticales del idioma ruso que persisten y sobreviven a los cambios en la estructura económica experimentados a partir de la Revolución de Octubre. Este gran evento político, que conmovió todas las dimensiones de la vida colectiva, en cuanto al lenguaje, según Stalin, sólo produjo cambios al nivel de los contenidos y vocabularios. Los rusos, sostenía el dirigente giorgiano, se comunicaban después de la Revolución del mismo modo que en la época del zarismo. Había nuevas palabras, pero no afectaban la comunicación, sino que, en todo caso, la enriquecían con nuevos conceptos emanados de la experiencia política. El socialismo sería, en este sentido, un conjunto de palabras nuevas que se insertan en la vieja estructura comunicativa, dando una continuidad en el habla que no se correspondería con los modos de concebir las transiciones en curso, de carácter rupturista, que se experimentaban en el resto de las dimensiones de la vida social.  

Pero para Chalensky no fue así. Porque prontamente, en las grandes purgas con las que Stalin buscaba depurar el régimen para garantizar su “nitidez revolucionaria”, su amigo íntimo, el abnegado y honesto militante Boris Javoblev, fue brutalmente torturado y asesinado por el régimen. Este hecho inesperado, que le llegó a Chalensky como un signo brutal, una violencia inaudita que le vino del exterior de su cotidianeidad impregnada por los quehaceres de la academia, cambió totalmente su vida. Porque esa vida ya no podía seguir del mismo modo como si nada hubiera ocurrido. Ya había sido transformada por este acontecimiento. De repente, a Chalensky se le reveló una nueva verdad del mundo que no lo soltó más. Descubrió que, debajo de toda lengua de Estado, el crimen se prolonga en nombre de otras palabras. Cambian las razones, pero no la economía del terror. La verdadera continuidad era la de un modo de gestionar el miedo y la obediencia. De allí en más, nuestro lingüista heroico no soltó la causa de su amigo Javoblev, llevando al plano de las elaboraciones teóricas sus indagaciones y disidencias, deslizando su enunciación hacia zonas más radicales, como lo muestran ciertos escritos recuperados de la censura y algunas cartas de la época. 

Si Stalin tenía razón en un punto, el de considerar que la lengua no era mera superestructura sino expresividad de los modos de ser, para Chalensky había que huir de la lengua oficial, la retórica revolucionaria bordada con los oropeles morales del sacrificio y la exaltación del heroísmo, que solicitaba la pasividad del pueblo antes que la creación y la lucha. ¿Qué hacer cuando el mundo entero se desploma frente a los propios pies? El reclamo de esclarecimiento y justicia, llevó a Chalensky a descreer del mundo, a emprender una lucha cuyo destino final fue el ostracismo, el gulag y el despiadado frío del oriente siberiano hasta su muerte. Pero mientras trabajaba en las condiciones más rudas que puedan imaginarse, no dejó nunca de pensar en su amigo Boris Javoblev, en las enseñanzas de su maestro Hjelmslev acerca de la pragmática del lenguaje, la materialidad de los signos y la necesidad de inventar una lengua cuando ya no nos alcanzan las palabras para comprender lo que vivimos y expresar lo que sentimos.  

Ante el abismo

El veterano profesor Federico Oldemburg, conocedor profundo del pensamiento político argentino, suele recordar el episodio en el que Rodolfo Walsh, investigando los sucesos que rodearon el asesinato del dirigente sindical Rosendo García, soltó una frase concluyente: “No creo en la justicia”. Toda politización pasa, necesariamente, por un proceso de decepción, de despeje de todas las ideas e imágenes abstractas que son las que nos constituyen y con las que organizamos nuestra racionalidad. Siempre aparece algo que bloquea y entorpece nuestra relación con el mundo. Algo de lo que no podemos zafar: un signo extraviado que nos llega de afuera, una imagen que nos perturba, un enunciado que nos asalta, un afecto que nos atrapa y del que no sabemos ni podemos salir. Todo el mundo se derrumba, todo lo que sabíamos se nos viene abajo. Como cuando se descubren verdades que destruyen aquello en lo que creímos. La lengua revolucionaria en la que se entreteje y encubre el terror para Chalensky, la justicia burguesa y su correlación con las políticas imperialistas para Walsh, son ejemplos de esta catástrofe que nos enfrenta al despeñadero del saber y son el punto de arranque de una experiencia: la necesidad de crear un dispositivo literario propio capaz de enunciar aquello que surge en las entrañas del abismo. Allí, en ese punto concreto, se abre una investigación acerca de la materia misma de la constitución del mundo y del propio lugar en él, toda vez que ya hemos sido atrapados por los efectos de este descubrimiento. Las palabras, las representaciones y las imágenes se desfondaron. Ya nada genuino queda allí. Son la mentira que sostiene una escena hipócrita que no se hace cargo de asumir el reverso en el que, frágil, la vida lucha y persiste por fuera de las coordenadas de la vidriera pública, de las categorías del sistema y el régimen de la opinión.

Un viernes a la tardecita, el inquieto Diego Valeriano debía emprender su regreso a la Capital en tren desde el barrio de Moreno. Pero sintió una extraña incomodidad. Un cosquilleo que lo hizo tambalear. No podía seguir así la cosa. Se llenó de sensaciones y de preguntas que precipitaron su pulso. Decidió ir a la pizzería de la esquina y pidió dos porciones de muzzarella con una Coca. Mientras forcejeaba con los cubiertos para desprender el hilo de queso que unía el pedazo cortado del resto de la porción, le cayó la ficha. Masticó rápido, bebió un sorbo de gaseosa, deteniéndose un instante en esa pequeña capa oleaginosa que recubre la bebida cuando el labio engrasado entra en contacto con el fluido líquido, y de repente miró el ventanal sin poder soltarlo hasta avanzada la noche. La estación Moreno era un hormiguero. Las imágenes se precipitaban simultáneamente, caóticas, desafiando los movimientos perceptivos esenciales. Voluptuosas morenas sonrientes y entalladas en calzas desbordadas. Pibes de gorra y musculosa basquetbolista de Chicago Bulls. Biceps tatuados y chiquitos colgando de los brazos. Mochilas para adelante para no regalarse en el Sarmiento. Los laburantes precarizados del municipio no podían más con el silbato tratando de organizar un tránsito ingobernable, cuyo orden era arrasado por motitos, bondis desmadrados por el gentío atiborrado y transeúntes apresurados por llegar a sus casas. Valeriano se entretenía mirando las camisetas de futbol sublimadas y los cortes de pelo embadurnados con un toque de gel para acomodar el fleco debajo de la gorra. Los transas que pasaban y entregan algo en la mano a alguien. Todo a cielo abierto. En el conurbano el cuerpo no es teoría sino experiencia. Y de allí, de ese fondo indescifrable de imágenes sin palabras apareció una claridad; Valeriano tuvo una visión: el mercado es más vital que toda la ideología progresista que victimiza al pobre por “falta de oportunidades”, que toda la parafernalia técnica de trabajadores sociales y militantes con sus secretarías de “abordaje territorial”, sus cursos de capacitación y sus estructuras de planes, subsidios y talleres productivos. Militar es comprender, se dijo a sí mismo Valeriano, entre la perplejidad y la fascinación, sabiendo que había encontrado el hueso de una cuestión que no lo largaría más. Había algo para hacer que no era reformar al otro ni invitarlo a ingresar a un mundo putrefacto que se caía a pedazos. Un desafío, una tarea que requería de una total predisposición y de un afinamiento de la percepción y el pensamiento.     

Devenir guachín: filosofía del segundeo.

Los intelectuales explican un mundo que no comprenden. Los especialistas prescriben diagnósticos sin ponerse a prueba en lo que dicen. Los periodistas condenan la oscuridad sin comprender sus lógicas internas. El diario pondera como ejemplo al pobre aspiracional, adocenado personaje de un triunfalismo meritocrático (“se crio en la pobreza, sin padre ni madre, se puso a cocinar empanadas en Manhattan y hoy tiene una cadena que factura millones”). Pero entender es romper la barrera, salir del campo de exterioridad, suspender las imágenes sobre el otro, renunciando al lugar propio, e indeterminarse en la faena. Como dijo el viejo y aguerrido Indio Solari, cierta vez y allá a lo lejos, con la certeza de quien afirma una comprobación: “en los nervios de los pibes hay mucha más información del futuro que la que tipos de nuestra edad pueden tener para aconsejarlos”. Valeriano hizo suyo ese descubrimiento por vía propia. Por haberse propuesto andar con los pibes sin guiarlos o, mejor dicho, por disponerse a ser guiado por esa fuerza. Escucharlos no con la pretensión de fundar una nueva sociología popular ni una pedagogía emancipadora, sino con el ánimo de construir una amistad, de conquistar un umbral en la existencia propia a partir de esa experiencia anómala tramada por vínculos insólitos, inesperados. Ningún paternalismo. Solo andar, estar y pensar esos trayectos. Armar banda, fabular el presente y tallar complicidades. Abrir la propia vida a alojar aquello que no sabemos bien de qué se trata pero que es fuente de manija, de sobresalto, de agitación. No es una exaltación boba de la fiesta y el agite, sino un modo de concebir la vida desgarrada (“lo que pasa de verdad duele”), la que sin esperar nada del tiempo por venir lo apuesta todo a cada paso. Un sistema de cálculos diferente, otra manera de perseverar en el ser.   

Escuchar es seguir líneas. Porque lo que se encuentra en el habla de esos pibes y pibas es un extraño dialecto, un silencio que impide que su saber vivir sea extractivizado, explotado o banalizado en las retóricas analíticas o en unas poéticas románticas, medio babosas e idealizadas, de una clase media que busca traducir el mundo popular a la comprensión civilizada. Sonidos animales y exclamaciones guturales que no pueden ser abarcadas. Dice Valeriano que cuando los pibes y pibas en “situación de” dicen algo: 

“Reciben cosas que no pidieron: palos, amor, contención, una comida caliente en esas noches frías, ropa. Entonces ni gracias, ni perdón, ni hola. Ni tirar tiros con la boca, ni un argot especial, ni esa lengua descansera que tanto nos gusta. Ni berretines porque nunca estuvieron presos. Apenas un rumor imperceptible en contadas ocasiones, algo que se les escapa y de toque se arrepienten. No responden, no dicen, no agitan. El silencio es la mejor manera de seguir en la que están. El silencio, esquiva la psicologiada, la caridad, la gorra. Hablar como herramienta para sobrevivir ya no les sirve, crear mundos a partir del lenguaje no es lo de ellos, balbucear como tanteo de las ideas por venir es puro cartel”. 

De ahí surge una ética del segundeo, del descubrimiento de que hay una vida que empuja y que no cabe en ninguno de los moldes de la sociedad careta. El segundeo no es estrategia ni solidaridad. No es ayuda ni recurso para el otro. Tampoco acompañamiento, pues el que acompaña sabe demasiado de sí mismo y supone al otro protagonista (sea en la versión paternalista, sea en el endiosamiento fascinado). Es, tal vez, algo más indescifrable. Una manera de estar, un modo de vagar, una economía del tiempo no sometida al cálculo instrumental ni al productivismo que arrasa todas las posibilidades existenciales. Es una pregunta por lo genuino cuando esa perspectiva fue arrebatada por la financierización de todo horizonte. “La vida vale demasiado para cambiarla por guita”, nos dice Valeriano con la solvencia del que ya se siente atrapado en esa red de sentidos que permite ver algo más del mundo que todo lo evidente. Aún si eso no tiene palabras aún para ser narrado. En esas deserciones aparece una política de la lengua. Ya no como forma de contar el mundo existente (humanista, burocratizado, emprendedor, caritativo o militante), sino como invención de otra forma de vivir un territorio que late y reclama de una inteligencia extrema y sagaz para recorrer esos senderos. No hay modelo sino experiencia que se afirma entre la vida runfla, en la suciedad de un mundo que respira vida por los poros y siempre busca una salida. No hay docilidad ni cuerpo derrotado (como se percibe en el cuerpo laburante, el cuerpo de comedor y merendero, el cuerpo de movimiento social). Hay que zafar de las trampas del sistema, de los pastores, los educadores, los predicadores de una lucha que no existe. “Siempre pillo, nunca pollo”. Esa es la máxima de un conatus conurbano. Aprender las coordenadas para sobrevivir en la ambivalencia de un espacio en el que se deja la piel a cada paso. 

El tránsito

Si en La no sufras…, Valeriano detalla con sutileza la ética del segundeo, a partir de haber descubierto nuevos sentidos en los que se tramitan las vidas, no ya de los otros sino la propia vida, en Él está vivo…, avanza hacia reflexiones inesperadas, incómodas, profundas y sin retorno. Porque para este autor sin rostro, peregrino de los confines de la ciudad, los libros no son objetos en sí ni fetiches literarios. Son experiencias que señalan un tránsito, un movimiento existencial sin finalismo. Militar para comprender, segundear para percibir de otro modo y escribir para respirar. En ese latido, uno va siendo otro. De la fascinación por el descubrimiento de un modo de ser, la mímesis con una lengua que despunta desafiante, a la pregunta por uno mismo, por quién se es después de la tormenta. Por eso hay un refinamiento. No porque se pase de la lengua de los pibes a la lengua adulta del escritor. Sino porque en ese tránsito uno está obligado a preguntarse quién es. Ya no hay vuelta a la “vida civil”, al tiempo anterior o al reposo. Si la historia que se cuenta en ambos libros aparece de refilón es, precisamente, porque prometiendo contarla, Valeriano descubre que no es un libro sobre los otros sino sobre sí mismo. No hay literatura ni escritura alguna que sea digna si no amenaza y desestabiliza al narrador. Si lo que se cuenta es genuino es porque la escritura surge de una conmoción personal y no es simple relleno de una consagración individual o una marca singular en el mundo de las variedades culturales.

Devenir guachín es un gesto, una experiencia que surge, habiendo descubierto que uno es un gil, de no proponer nada, ningún modelo al otro, sino de dejarse llevar. Construir una intimidad, una confianza, una proximidad. El otro es un modo de descubrir el mundo o mejor dicho, de descubrirse a sí mismo. Y, si uno se descubre a través de esos guachines que abren el tiempo propio a otra vida, ellos también se descubren a través de uno. Eso pasa cuando hay amistad. Devenir guachín es preguntarse por uno en esa relación. Ni mímesis, ni habla de un acento ajeno, ni emulación o idolatría. Puro problema. Una relación problemática es aquella que nos saca de donde estamos y de lo que somos, nos desborda, y eso sucede cuando los pibes también se ven sacudidos por una palabra, una mirada, una risa cómplice o un ademán. Esas relaciones no se definen por lo que ya es cada término del vínculo sino por lo que está siendo, en ese “entre”, donde la amistad sustituye la existencia misma de los términos. Una fusión que no es confusión. No hace pasar un término por otro, sino que indefine las existencias de cada quien. Se descubre quien se es en el segundeo. Los párrafos donde Valeriano narra estas vicisitudes son de una belleza sin par. Como si estos hechos clamaran por una revolución en la escritura y una inocencia en la lectura para adentrarse en ciertas reflexiones que son de honda caladura. Toda una política de la lengua. En ella podemos vislumbrar que la deserción de la lengua no es una reclusión intimista. Si el peligro de la palabra pública es quedar abrochado, definido, catalogado en alguna de las ofertas de la vidriera contemporánea, el riesgo del silencio es quedar encapsulado, recluido en un saber que prescinde de su verificación colectiva. Los discursos no se definen por su rigor lógico y expositivo sino por la capacidad de narrar verdades, tocar fibras sensibles, de suscitar rebeldías y de despuntar horizontes de sentido.

Materialismo perceptivo

Uno se descubre en el segundeo, insiste Valeriano. De ahí lee el mundo. Ya no se es el que se deriva de la estructura social, ni de un punto de partida, ni de un modelo o de una coherencia estratégica. Uno aprehende la realidad cuando ha sido rehecho por la experiencia del segundeo. De ahí vemos todo, desde ese latido capaz de producir un haz de luz sobre una realidad que viene estereotipada. Valeriano se sitúa en la materialidad de la guerra social.  Despliega un perspectivismo que no es moral. Esboza un auténtico tratado de las pasiones en el conurbano, una analítica pragmática, maquínica: cómo funcionan los cuerpos, bajo qué afectos son compelidos a actuar. La traición es una falsa astucia porque está motivada por el miedo y condena a la soledad. “El traidor no merece nada, ni el olvido, ni el rencor”. Pero nadie es perfecto. Todos somos traidores y recibimos traiciones. Segundear o traicionar. En ese dilema se dirime la experiencia. Y no es una elección libre en la cual escoger una de las dos opciones. Porque nunca se sabe de antemano qué seremos. O si seremos traidores para unos y segundearemos a otros. Es el movimiento mismo de la vida, su cara y su reverso. Porque el segundeo es excepción y la traición la regla. Pero sin segundeo no hay vida. La traición es el cálculo individual del que no puede elaborar los efectos y actúa por urgencia, por desesperación. También se puede ser traidor por azar, por estar ahí y no saber cómo reaccionar. El segundeo es un modo de estar distinto, de respirar y producir. Vida y sobrevivencia. Dos modos de ser, nunca nítidos, siempre enmarañados en una realidad sucia, dura, que nunca aparece con imágenes claras y distintas. 

Hay todo un repertorio de posibilidades que Valeriano piensa y describe con precisión: la deserción (que a veces puede ser una forma de la elegancia y el cuidado para salvar la red y traicionar salvando lo previo); la huida (que es un modo del segundeo menos reconocido); volverse olvido dejando todo atrás (es la mejor forma de segundeo). Son todos movimientos involuntarios, urgentes y casi los únicos posibles de la vida runfla. El que habla no es un antropólogo sino el que lee los signos y los gestos. El que comprende lo que pasó. Hay una historia en el fondo de estas reflexiones. La historia de Marquitos y la Flaca Ale. La historia de una sonrisa y una mirada imparables, de un modo de arropar y producir banda. De un modo de luchar que clama justicia, pero no de tribunal (siempre narco, siempre burocrático, siempre cana), sino otra cosa. De una fuerza guerrera en la que madre e hijo dejan de ser roles para fundar otro plano de la percepción. El dolor y la muerte no producen heroísmo sino otro tiempo en el que la complicidad habilita una lucidez cartográfica, un sistema de alianzas para vivir.

Valeriano insinúa la historia que está en el fondo. La rodea. Muestra una puntita y la esconde. No quiere hacer un “western” del conurbano. Evita la obviedad literaria, el periodismo de investigación, la morbosidad cheta, el turismo militante o la especialización. “Lo que se cuenta como crónica es siempre una mentira”. Por eso Valeriano traiciona su compromiso de escribir sobre el crimen para adentrarse en algo más denso que lo compromete. ¿Hay palabras para ser fiel a esa intensidad? Sin haber sido atrapado por esa experiencia, tan real como inalcanzable, nuestro escritor no estaría exento del mundo de la opinión y la interpretación abstracta. Hay una amistad que habla. Una lucha en la que se cree por ser parte de una cofradía. “Una lucha sin amistad es una lucha sin aire”, trámite administrativo o reiteración burocrática de una mímica gastada. Sin ese gesto conspirativo esencial, no tendríamos la fuerza ni la imaginación para luchar. ¿Qué nos dice Valeriano? “Lo que aprendí no lo sé decir”. Pero esa fuerza sin nombre, sin dudas, tiene sus contornos en esta escritura que se disfruta y agradece en la misma medida en que nos incomoda. 

Coda

Tiendo a pensar el libro de Valeriano como un registro fiel de su propia transformación. El pasaje de la decepción al reencantamiento del mundo. De la desconfianza a haber sido tocado por una potencia que alteró su propia percepción y su sensibilidad. Toda lucidez pasa, necesariamente, por estas estaciones. Que son los momentos y transiciones de todo camino ético. Si Valeriano es el nombre de un autor, es sencillamente porque el mundo exige una firma. Pero Valeriano más bien es el nombre de esas transiciones que no pueden ser nombradas. No es literatura de autor sino expresión de una experiencia aberrante; de unas vidas que desdibujaron sus propios límites corporales prolongándose en alianzas insólitas, impensadas e inauditas.

Quienes han sido tocados por estas fuerzas extrañas deben lidiar con ese estremecimiento. Con haber participado de algo que ya no existe o, más bien, existe de otro modo. Como pura potencia e imaginación, como inactualidad. Porque lo genuino siempre está por venir. La verdad de lo experimentado tiene que ver más con el futuro que con alguna nostalgia por aquellos que fuimos. Siempre se vive bajo el riesgo de transformarse en autor y conquistar un estilo. De especializarse y ocupar alguno de los cajoncitos en los que la clasificación de los críticos literarios reparte categorías y reconocimientos. Pero ahora toca el tiempo de la individualización, de reinventar los vínculos con el mundo material partiendo de esto en lo que nos hemos ido transformando. Las pistas de aquello que vendrá se cifran en esa capacidad de percibir lo que nunca sabremos decir y siempre intentaremos insinuar. Para abrir conversaciones y ser fieles con esos ojos y esa sonrisa que ya no se sabemos donde está y nunca dejamos de ver.

 

    

  

La vida a la espera // Marina Chena

Pasar la vida a la espera, hacer de la espera un modo de vivir, sostener – como el aliento en la boca – la esperanza de que algo pase. Y cuando por fin sucede; y se está en presencia del acontecimiento; y el orden natural de las cosas se altera, la espera se torna una sombra, un anhelo expectante y apesadumbrado. Una búsqueda quieta, silenciosa. Una súplica.

Para Bifo, la sensibilidad es la capacidad de interpretar lo que no está codificado, lo que no es discurso. Interpretar las señales del río, percibir la densidad de una atmósfera a punto de estallar. Hablar el lenguaje del agua. Nuestra sensibilidad hecha de escasos momentos de elaboración común, la comunidad de lxs desahuciadxs, lxs desdichadxs, lxs enfermxs, lxs que no encajan. A quienes les falta o sobra algo, quienes no tienen el rasgo-código, el signo que es posible oir. Cuando el río habla somos la parte dañada de la historia.

 

El paisaje está vivo.

Las personas están muertas.

Todo puede ser, desgracia o posibilidad.

 

¿Hay alguna lengua para salirse de la lengua? pregunta Ocean Vuong. ¿Hay acaso un esfuerzo mayor que hablar de lo que fue arrasado y – al mismo tiempo – nace, lleno de belleza, como las flores que crecen en los pantanos?

 

Todo lo que no se dice tiene más poder que lo que se narra.

 

A la espera es un libro en el que no hay hipótesis. Hay una pequeña multitud de humanxs y sus tragedias. Hay un tiempo que se desarma con la crecida. Hay imágenes. Hay una relación con lxs muertxs que puebla de palabras las horas de lxs vivxs

Hay una boca que se abre y se cierra; traga y vomita. El río como labios, que no hablan, no besan, no prometen, no traicionan. Y ahí estamos, nosotrxs, que no sabemos que todavía esperamos.

La ley, cuando la K era de Kafka // Diego Sztulwark

¿A qué se debe esa extraña sensación que nos acompaña cuando percibimos como comentaristas a quienes hablan desde el lugar de la acción política? La acción política siempre es comentario, pero a veces el comentario se traiciona a sí mismo y dice lo contrario de lo que querría decir. Eso sucede cuando el comentario se vuelve obediencia a la ley. El atractivo de la lengua política es el hallazgo de la salida, justo ahí donde parecía no haberla. De allí la pérdida de eficacia de la buena voluntad de los dirigentes, cuando sólo pretenden posponer la decepción general frente al estado de cosas. Vuelto incapaz de articular las transformaciones en nombre de las cuales pide atención, el discurso de la política provoca el efecto involuntario de auspiciar su propia caída. Franz Kafka tomó muy en cuenta en sus relatos (y en sus notables dibujos) la brecha o la distancia por momentos imperceptible entre la ley y la palabra, así como el tiempo de la espera en la que los sujetos buscan los modos de eludir o posponer —indefinidamente— la condena que pesa sobre ellos.


En 1914 Kafka publica “Ante la ley”, un breve relato que hará historia: un campesino acude a la puerta de la ley y solicita autorización para ingresar. La puerta se encuentra abierta pero el guardián lo hace esperar. Captando la ansiedad del campesino, el centinela le dirige estas palabras:

—Si tu deseo es tan grande, haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición.

Pero el aspecto del guardián lo disuade. Y además parece haber guardianes aún más poderosos custodiando las puertas de los salones subsiguientes. El campesino se desalienta y reflexiona que la ley debería ser accesible a todos. Pero decide esperar. Así pasan días y años. En esas circunstancias, el campesino tiene tiempo de sobra para observar al guardián, ese “único obstáculo que lo separa de la Ley”. Y así envejece. Hasta que antes de morir “distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley” y advierte que hay una pregunta importante que aun no ha formulado al custodio: “Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?” A lo que el centinela le responde: “Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.

Unos años antes, en 1913, en “El pasajero”, Kafka describe el monologo mental de una persona que espera el tranvía y se siente insegura de su propia situación en el mundo, en su ciudad e incluso en su familia. Si se le solicitase una justificación para su existencia, sería incapaz de responder. En el tranvía observa con máximo detalle a una mujer joven, como si pudiera palparla con los ojos, y se pregunta: ¿cómo es que ella no se asombra de sí misma y por qué mantiene la boca cerrada?. La vacilación del pasajero lo sitúa ante la ley. O más bien, antes de la ley. La vida desprendida de la obediencia automática resulta violentamente arrebatada por el enigma de la existencia. ¿Por qué los demás parecen no hacerse preguntas?

En “Un informe para una Academia”, publicado en 1917, el expositor trata de su pasado simiesco. Antes mono libre, ahora sometido a «este yugo». Es la historia de una renuncia. De sus sensaciones simiescas sólo puede expresar aquello que la palabra humana logra captar y transmitir. Su periplo es tan fascinante como breve: herido y luego enjaulado en el vapor que lo traía, comprendió que no tenía ninguna salida. Pero tenía que encontrar alguna, porque sin ella no podía vivir. Lo curioso es que jamás tuvo la idea de la libertad: solo buscaba una salida. Descartada una fuga suicida, abandonó todo proceder desesperado. Descubrió que en sus circunstancias, la única salida posible era imitar a los humanos. No lo hizo por admiración, sino por pura necesidad. Se esforzó en encontrar su voz, y en adquirir habilidades que lo destinaran al varieté (pues el zoológico no es una salida, sino una nueva jaula). Su conclusión es que cuando se quiere encontrar una salida, se aprende y considera que su vida valió la pena. Indiferente a todo interés por el juicio humano, su mensaje a la academia es meramente informativo.

Los personajes de Kafka viven una espera sin fin. Formulan preguntas sin respuestas. Buscan una salida. Para ellos la ley resulta no indiferente sino desconocida, al igual que los jueces, que no contestan jamás de forma clara. Si el pueblo obedece se debe más bien a que sabe deducir reglas de conducta del comportamiento de los nobles. Y si no renuncia a preguntar, es porque cuenta con el idioma como su bien más preciado: su única oportunidad para tomar decisiones en el breve lapso que va entre la vida y la muerte. De allí el carácter paradojal que cargan sus relatos. Desde el momento en que se descubre que el lenguaje ha sido capturado por la ley (la narratividad es desde siempre esencial para la ley), queda instaurado el círculo en el cual la ley y la lengua no pueden sino comparecerse, perpetuamente, la una ante la otra.

Jacques Derrida ha apuntado su mirada a esta mutua captura entre la ley y el lenguaje. No habría salida alguna para los sujetos allí entrampados sino fueran capaces de convertir su espera ante la ley —su desesperación—, en actividad de tipo descriptiva. Sin una reflexión sobre el poder de las palabras, como sucede con el protagonista de “Un informe para una Academia”, no hay deserción posible. Derrida denominó «prejuicios» a los modos de existencia que alcanzan esta suerte de anterioridad —o desvío inicial— del lenguaje con respecto a la ley. Los habitantes de este limbo discurren en una existencia sin juicio previo. Un limbo que Derrida asocia a una “juridicidad subversiva”, que libera a los personajes de toda presuposición de culpabilidad. Con esta subversión nace la literatura, pero su liberación no se halla en sus contenidos ficcionales, sino más bien en la imposibilidad de asegurarle a este uso de las palabras su propia identidad. La inocencia no surge de un inconcebible proceso exculpador. Sólo se la alcanza en virtud de un equívoco referencial o un desvío inicial que permite a las palabras distraerse de todo cumplimiento de las leyes existentes.

En un artículo notable (“¿A quién le pertenece Kafka?”; 2011), Judith Butler relata los términos en los que se desarrolló una disputa legal entre la Biblioteca Nacional de Israel y el Archivo Alemán de Literatura en Marbach, por la posesión de kilos de textos hasta entonces inéditos que el escritor checo confió a su amigo Max Brod (muerto en 1968) y este dejó en manos de su secretaria y amante Esther Hoffe (fallecida en 2007), para pasar finalmente a las hijas de ella. El argumento de la parte israelí aludió a su pretensión de ejercer el derecho estatal a reclamar la custodia de las obras pertenecientes a la cultura judía. El fundamento de la contraparte fue su derecho sobre la lengua alemana en la escribía el autor de “La metamorfosis”. El argumento kafkiano de Butler interviene buscando una salida en el preciso instante en que el círculo de la ley y la lengua se cierne sobre la obra del checo. Enfatizando en la kafkiana “poética de la no-llegada”, en dispone el uso de las palabras a fin de posponer indefinidamente la sentencia, la filósofa desmonta las pretensiones de ambos litigantes. Es tan problemática la aspiración del Estado de Israel al monopolio de lo judío (niega tanto su condición de representante de población israelí no judía, como su imposibilidad de representar lo judío diaspórico); como la ambición germana de apropiarse en nombre de la pureza de una lengua de un autor cuyo alemán está impregnado del yiddish y del checo. La poética kafkiana de la no-llegada, por el contrario, posee un potencial político para un judaísmo del exilio, y para una experiencia del pluri-lingüístimo. La “no-llegada” y el perpetuo incumplimiento, concluye Butler, deberían proteger a Kafka del peso de la ley.

En el mismo sentido, Massimo Cacciari escribe que Kafka no debería ser tratado exactamente como un literato. Porque su escritura no indaga sobre el estilo, sino sobre el carácter enigmático de la ley. Su descubrimiento habría sido el de la pérdida de “alusividad” del texto legal. Las palabras que en la tradición —jurídica, teológica— remitían a una justicia por llegar, funcionarían ahora como signos sueltos, huellas que deben ser interrogadas en sí mismas. La lengua que antaño narraba el advenimiento de la justicia narra ahora su caída. La puerta de «Ante la ley» permanece abierta, todo está a la vista. La redención sólo sería posible en el reverso negativo de la historia.

En el relato póstumo “La construcción de la muralla china”, Kafka escribe sobre el método caótico adoptado por la Conducción para levantar una obra gigantesca, cuyo propósito aparente es la defensa respecto de los pueblos nómadas del norte. La muralla se construye por medio de segmentos arbitrariamente dispuestos (se la erige mediante enormes agujeros). Basta con echar un vistazo al recinto de la Conducción (“dónde quedaba y quiénes se sentaban allí, era un misterio”) para sentir que lo que allí se decide nunca puede resultar arbitrario: en él giraban “todos los pensamientos y deseos humanos, y en círculos contrarios todas las metas y realizaciones; pero por la ventana caían sobre las manos que dibujaban planos los destellos de los mundos divinos”. Por lo que un observador imparcial que estuviera al tanto de las técnicas de edificación, debería concluir dos cosas a la vez: la falta de coordinación en la construcción de la muralla (la Conducción eligió una “solución de emergencia e inadecuada”), y la existencia de razones que justifican a la Conducción. Esta doble conclusión queda registrada en la máxima que circulaba entre los trabajadores durante el largo y agotador período de la construcción: “Trata con todas tus fuerzas de comprender las disposiciones de la Conducción, pero solo hasta cierto punto, después cesa en las reflexiones”.

 

El cohete a la luna

El río Chubut en peligro // Moira Millán

El Río Chubut en peligro

Esta historia es verídica y está sucediendo mientras ustedes leen está crónica
El escenario de conflicto donde transcurre esta historia es Alto Río Chubut, Paraje Arroyo Las Minas, Departamento Ñorquinco, Provincia de Rio Negro, Puelmapu, patagonia argentina.
Esta historia podría ser una serie de televisión o una memorable película de cine. Sin embargo, para quienes la viven cotidianamente no es nada más ni nada menos que el riesgo de sus propias vidas.
En todas las historias hay héroes y villanos y yo la voy a contar desde ese tópico tradicional.
Elijo como héroes al Lof Cayunao y la heroína que inspira esta crónica se llama Soledad Cayunao.
Los villanos aparecen difusos, sin embargo lo que es categórico es que vienen de medio oriente y que son multimillonarios.
Soledad Cayunao encarna a la mujer mapuche, amante de la naturaleza, respetuosa del legado ancestral, protectora de las aguas, madre amorosa, humilde, empobrecida por el sistema, valiente y decidida.
El villano, encarna el patriarcado atroz, que en su lejana tierra humilla a las mujeres, las cosifica, las maltrata, cierne sobre ellas una tiranía. Así mismo allí en su lejano medio oriente, levanta fastuosas ciudades como apología del capitalismo arrogante, depredador y artificial. Ellos son dueños del mundo económico, poseedores del petróleo, se han encumbrado en la cima del mercado global. Tienen tanto dinero que ni si quiera podríamos imaginarlo y tantos contactos que los vuelve absolutamente impunes.
Sus territorios no cuentan con agua dulce, desconocen el misterio de la vida, esa vida que surge de vertientes y mallines que van formando lagunas, lagos, ríos.
Un día, durante el gobierno menemista, llegó a Puelmapu, Patagonia, un embaucador con apellido gringo. Apañado por el gobierno de entonces vendió montañas, lagos, bosques y cascadas. Este estafador cobijado en la corrupción del estado argentino vende las nacientes del Río chubut a un poderoso árabe. No sé sabe con certeza si es el príncipe de qatar o el príncipe de emiratos arabes. En estos días está circulando documentación de la compra venta del territorio en conflicto a nombre del emirato arabe, mientras se investiga la veracidad de está documentación, lo cierto es que en la cumbre de la cordillera donde nace el amado Rio Chubut, hay una mujer que junto a su familia está defendiendo estas nacientes. Ella, al igual que su compañero e hijos, caminan durante 7 horas desde su humilde ruka hasta la cima de la montaña. Sus calzados desgastados, hilachados por el uso, la han llevado a subir hasta la naciente descalza. Cuentan con una yegua a la que cada tanto deben dejar descansar. Han levantado con mucho sacrificio una humilde vivienda de barro en la que se nota que hay amor y esperanza. Allí las incansables manos de Soledad y Jardiel fueron dando forma a su ruka con el aporte de sus pichikeche (hijos). Incluso su hija más pequeñita cargó arena para construir las paredes de la casa.
El único objetivo que se proponen es evitar el alambrado de las nacientes del Río, porque saben que si los árabes toman el control de esas nacientes, tendrán el poder para manipular el flujo fluvial del leufu chubut. Es como tener el control para abrir y cerrar la canilla. Todos los beneficiados por el río chubut se verán afectados.
El Lof Cayunao lucha en una asimetría marcada por la desigualdad. Los árabes envían a sus obreros y el material para cercar las lagunas en modernos helicópteros. Han emplazado en la cima una cómoda vivienda para ellos. Cubren todas las necesidades de sus empleados sin inconvenientes mientras que el Lof Cayunao no cuenta con ninguna estructura para resguardeserce en la cima de la montaña, duerme a la intemperie soportando temperaturas muy bajas en la noche, no cuentan con bolsa de dormir, ni si quiera con camperas abrigadas ni mucho menos calzados aptos para treking y la comida es escasa. Mientras escribo me avisan que la guardia de seguridad privada está apostada en la cumbre de la cordillera, decidida a todo en obediencia ciega a sus patrones millonarios. Mis pu lamngen están subiendo la montaña, se anuncia nevizcas, lluvia, y el viento soplará con fuerza.
¿Quién creén ustedes que tienen todas las condiciones para ganar está lucha? ¿Quién será el vencedor?
¿Aquella mujer mapuche con su familia o estos príncipes árabes capaces de comprar jueces, gobernadores y todas las voluntades?
Las lagunas son el útero que alberga el constante nacimiento del Río.
Saben los millonarios árabes construir los edificios más grandes del mundo, pero nunca podrán hacer una cordillera. Podrán crear fuentes de agua danzarinas de múltiples colores, pero no podrán nunca crear el nacimiento de un río. Podrán comprar la voluntad de cuánto funcionario corrupto se interponga en el camino, pero no podrán doblegar la voluntad de un pueblo, el pueblo mapuche que se interpone cómo un muro de dignidad, para resguardar la vida de la mapu.
Caminé junto a ellos en el ascenso de la montaña, experimenté a través de mi cuerpo el cansancio extremo, el frío de la noche, la falta de descanso, el dolor de mis pies, la carencia de tanto, pero también recibí la fortaleza y la amorocidad de la mapu y pude entender a partir de allí la obstinada decisión de defender la vida que habita en el piuke (corazón) de este Lof.
He bajado transformada de aquella cima habitada por la certeza de que estamos a tiempo de salvar el Río chubut y que es posible lograrlo. Solo hace falta despertar nuestros sentidos, la unidad de nuestros pensamientos y accionar sin excusa alguna, moviendonos desde las pequeñas acciones hasta aquella que nos hagan subir la montaña. No basta ganar un mundial de fútbol en qatar. Hay que lograr que el príncipe de Qatar no gané la propiedad del Río Chubut. Wewayiñ!!

Resultado político // Diego Sztulwark

El análisis literario de las novelas de Kafka arroja un resultado político. Hannah Arendt afirma que ellas tienen como “tema principal” el conflicto entre “un mundo que el escritor presenta como una maquinaria que funciona sin dificultad alguna y un hombre que trata de destruirla”. La interpretación gana en agudeza leída sobre fondo de la luz que Reiner Stach arroja sobre los relatos de Kafka, sugiriendo que ellos funcionan a partir de un procedimiento recurrente: introducir una premisa ficcional en un contexto plenamente realista. Introduciendo este señalamiento de Stach en el razonamiento de Arendt, concluiríamos en que la lucha de Kafka es perfectamente real, a condición de reconocer que esa lucha sólo es posible una vez que se acepta la hipótesis fantástica de un mundo tomado por un funcionamiento sin fallas (es decir, por una maquinaria de aniquilación). En cuanto a los personajes kafkianos, Arendt los presenta como representantes de una humanidad sin atributos, meras ocasiones para enfrentar la más anormal de las normalidades: el horror cotidiano de las opiniones y actitudes que siguen dócilmente las reglas del mundo. La fascinación que ejerce Kafka sobre sus lectores -entre ellos, un sinnúmero de escritores-, no se debe, para Arendt, a inexistentes marcas de estilo, ni a sus vías de aproximación a la realidad. Muy por el contrario, la seducción de Kafka proviene de su propia atracción por las estructuras ocultas, y por su radical desentendimiento de lo superfluo. Kafka no apunta a la realidad, porque su interés se enfoca en la verdad. Y a la verdad solo accedemos por la vía de una sostenida substracción imaginativa, que nos salva de la arbitraria fuerza de la necesidad (¿qué otra cosa es la realidad?). El éxito de Kafka es, pues, hacer de la realidad una mera copia de un modelo humano verdadero. No un estilo, sino un humor.

Las llamas del Neoliberalismo. Fuego evangelizador en el Sur de Chile // Mauro Salazar

La Dictadura chilena (1973-1990) nos legó parecidos memorables, pero casi innombrables, cuando se renueva la cruzada pirómana de la limpieza ecológica cada verano en el Sur de Chile. Qué coincidencia más inaudita podemos establecer entre el registro visual que tuvo lugar en la punta del cerro Chacarillas (Santiago, julio de 1977) -la producción de simbolicidad restauradora de sus esvásticas- con sus antorchas hitlerianas. Chacarillas, cuna del neoliberalismo, abre una brecha entre la visualidad retenida (espectral) y el discurso funerario y hegemónico de Augusto Pinochet. Y al paso ¿Quién fue el mentor del video para trasladar la lengua del Dictador a imágenes grises donde todo duelo fracasa? Esas “llamas de la libertad”, cuyas imágenes escritas, anunciaban el “boom modernizador” (milagro chileno) y los sucesos naturales e inducidos para calcinar los bosques del sur y atestiguar la desolación del mundo natural. La presentación mística de los 77 jóvenes imbatibles –esencialmente Chicagos Boys- inmunes a las ideologías socialistas, encarnaban la simbolicidad de la “salvación patriótica”. De suyo, los cuatro puntos cardinales del país, provenientes de Arica, Punta Arenas, Isla de Pascua y Los Andes, nos hablan de una trama homogénea. La coreografía pinochetista -más allá del discurso redactado por Jaime Guzmán- daba muestras de la “unidad nacional”, perpetuando la “reconstrucción” mediante los hitos de una nueva cruzada oligárquica.  En la escena refundacional el mal antropológico migró como sujeto y predicado.                                    

El fuego evangelizador -en tanto limpieza de infecciones ideológicas- aludirá de aquí en más, a la libertad en nombre de la nación y a la necesidad de ubicar su beatitud trascendental, más allá de las “transgresiones” a los DDHH. Todo en la medida en que el fuego mitológico (horror y terror en la hegemonía visual) es un elemento restaurador de las estéticas integristas. Ello permitía ostentar la firma de su semejanza con los dioses. Aquí la antorcha reafirma la determinación superior del hombre frente a la naturaleza. En suma, bajo tal economía de los signos y el tráfico de imágenes, sucedió el festín de antorchas encendidas en la cima de un cerro. Todo con el afán de abrazar el mundo sagrado y exorcizar los pecados allendistas. Un ritual restaurador de 77 inmolados -los escogidos- comprendía pulverizar las diferencias (“lo político”). Tal religiosidad, fue la forma de avanzar en la producción del “milagro chileno” bajo el viraje institucional de la Dictadura y desregular el orden social (AFP, des-sindicalización, pauperización de los derechos). Una teología llevada a la potencia donde la divinidad fue el “Don de fe” de la Nación. De este modo, la Dictadura se sirvió de un fuego tanático-esperanzador, donde el extractivismo -las llamas del capital- no admite regulaciones ecológicas. La tropelía de la desregulación neoliberal fue invocada en nombre del “patriotismo globalizante” que rompe la territorialidad de las élites y mantiene el control rural desde las empresas forestales. Antes, el decreto dictatorial (701, 1974) instauraba el monocultivo que terminaría beneficiando al grupo Matte y los Angelini como los amos de la industria papelera (CMPC). 

En los últimos días hemos asistido a la mediatización del “horror” como símbolo purificante. Se trata de una novela política con un coro de sarcasmos, ironías, omisiones y obsecuencias que ponen al desnudo cómo se quema la “tipología cultural” de un “Reyno incinerado” que habita en la ley de la “reconstrucción nacional”. Un accidente geográfico, la ayuda a los caídos, la Teletón y la Unidad Nacional ante los damnificados fue el dictum anunciado en la liturgia cristiana del cerro Chacarillas. Y así, el fuego inclemente irrumpe como una inquisición que pone llamas a nuestra presuntuosa “modernización galáctica”. 

Mientras Fabiola Campillai (sin olfato, ni gusto luego de la revuelta del 19)  llamó a quemarlo todo, Andrónico Luksic -cristológico- dice salvar la “nación financiera” (abstracto-especulativa) en un acto patriótico que busca restituir la pax que las llamas han interrumpido. Hemos devenido en el “partido del fuego”. Para Luksic solo hay patria dónde hay fuego usurpador-restaurador administrado por oligarquías que cultivan “políticas de ruralidad”. Con todo, los grupos económicos persisten en un país hacendal sin proyecto, ni trascendencia, excluido de todo horizonte de derechos. Hoy irrumpe esa intrincada mezcla de filantropía y especulación financiera con las tierras siniestradas por el fuego. La llegada de un avión galáctico -milagroso y fallido- ha sido representado por nuestra industria mediática como la promesa tecnológica capaz de revertir hasta los estados del viento y liberar de afecciones al mundo popular. El avión A330 español sería el capitalismo industrial; el Ten Tanker es la inmobiliaria de los cielos. El “Chile de orfandades” aplaudió la épica del capital: conmovedor, impúdico, tristemente lamentable. El avión revela vulnerabilidad, hacinamiento, márgenes, esoterismo y un “capitalismo de las emociones”. Por su parte, los matinales emprenden una comunicación indolente que oscila entre la histeria, el sadismo y la acumulación, con el pretexto de la benevolencia. Es verdad, el laissez faire del fuego purgador es el símil de una economía desregulada. La ausencia de toda prevención estatal contra todo ecosistema. En suma, la filantropía nos devuelve a ese “Chile de palo y bizcochuelo”, dulcificado por el relato de la modernización (realismo, disciplina y consumo) en puntos de crecimiento. 

En alguna medida, más allá de la voraz adversidad climática, de las altas temperaturas y las terribles pérdidas humanas y materiales (viviendas, muert@s y albergad@s), la chilenidad de emprendedores que manejan recursos estacionarios –otra forma de vulnerabilidad e indigencia simbólica- y focos de empleabilidad, que lleva mucho tiempo quemándose. Estamos insertos en una “democracia pirómana” que, de un lado, hace de la melancolía la ausencia de futuro y elimina la nostalgia prudencial por el pasado (el lugar de la borradura neoliberal sucedió en Chacarillas) y, de otro, una invitación al emprendimiento universal bajo la anarquía de la acumulación. 

El punto es que se está quemando el 60% de la población chilena con infra-sueldos ($420 mil mensuales devaluados por la política programática del Banco Central en tasa de interés). Un endeudamiento existencial en la boutique de servicios bajo la infinita guerrilla de precios. Dicho al revés; cuando el 0,5% de la población retiene el 40% del producto nacional, convengamos que “algo” se está quemando desde el ritual impuesto en Chacarillas. 

Y hasta el momento ¿hay algún miembro de la clase política afectado por las llamas? Y si extremamos las cosas, este fuego asesino viene a justificar la recomposición de la ex Concertación y la saga que comprende el conformismo Frenteamplista. En medio de este “reality” (toque de queda) la derecha acusa un déficit de gestión y una ausencia de liderazgo –el tiro de gracia al buenismo del presidente Boric-Font y una generación de argumentos estadísticos. La conclusión sería la desgarbada cultura de la transformación y sus formas de capitulación auscultados en un nuevo realismo. A la sazón, políticos y especuladores coludidos con las pesqueras, las forestales apelando al control intestinal del Chile de bosques. La especulación de las tierras depreciadas, y Arauco-Malleco ensombrecido. Por fin, una cultura de emprendedores, tipo “Parisi” en Alianza con el PDG, donde nadie entiende nada y comienza un espiral de imputaciones. A ello se suma una “cadena solidaria” de llanto, y colectas de la racionalidad cínica gestionada por el sistema de medios. A decir verdad, hemos oídos todo tipo de teorías surrealistas sobre los orígenes del fuego. Desde acciones de inteligencia hasta los intereses que se pierden producto de la decisión de latifundistas enfurecidos con el gobierno hasta grupos originarios autonomistas. De paso, el honor de un empresario de Yumbel, que no aceptó sacar agua de sus piscinas para rellenar los estanques que permitían controlar las llamas. Tales actitudes, del Chile del Rechazo, ante un atónito piloto español que aún no puede entender el teatro portaliano.

Y nuestros “bomberos empobrecidos” –aquellos valientes soldados- son lanzados al horno de fuego todos los días. En medio de estas lenguas de fuego resulta agraviante insistir en la tesis del “milagro chileno”. No podemos seguir ocultando nuestra inerradicable condición pordiosera. Mueren bomberos, brigadistas, policías, pero en ningún caso empresarios, especuladores, políticos y guionistas del control visual. Se está quemando una “democracia indeseable”, que ni la elite tolera, porque en su fuero íntimo entiende que habitamos en un descampado que el mercado es incapaz de digitar. Muy pronto, y a no dudar, va a aparecer la comisión de los expertos (el “cántico de la angelología”) ofertando un plan de promesas reestructuradoras y sugiriendo la transferencia a privados –dado los riesgos de los terrenos siniestrados. ¡Quién sabe! ¿La responsabilidad recae en las napas secas de nuestro neoliberalismo criollo? Y es curioso, el fuego será la nueva forma en que el capitalismo financiero pondrá en práctica otras formas de lucro y acumulación de activos; se abre un nuevo nicho de ganancias y clúster de mercado. De otro modo, el fuego es el último recurso del neoliberalismo para detener nuestra desesperación, y una venerable bancarización de la vida cotidiana. Luego de ello, militarización del territorio siniestrado, toques de queda y cuerpos contables bajo el control elitario.


Y a no dudar; cuando se vaya el inclemente viento brotará un ejército de expertos que “condenaran” a la tierra y abogaran por los beneficios de otra oleada privatizadora. Esa será la hora de la técnica donde los consejeros de la especulación financiera -semiólogos de la economía neoliberal- se quejaran por no haber sido escuchados a tiempo sobre materias de cambio climático. En medio del llanto desolador, vendrán las “colectas y la cadena solidaria”. El fascismo es el fuego cultural y empírico fundado en Chacarillas, pero en ningún caso su extinción. 

 

 a Nelly Richard

¿Cómo juega el olvido? // Diego Valeriano

No es una cuestión de voluntad o suerte, el olvido está vinculado al orden de lo burocrático. No se olvida lo intenso, ni el amor, ni el asco. Nos olvidamos de los trámites: el impuesto municipal, las cosas que aprendimos en la escuela, algunos cumpleaños. Nos olvidamos del caso de una piba que hace banda que no vemos, nos olvidamos de los pibes cuando esto se vuelve trabajo. Los recuerdos son siempre selectivos. Para planificar es necesario el olvido, para poder hablar de los pibes también. ¿Cómo te sentás en una mesa de Flacso a hablar de nuevas realidades si te acordás de los pibes? ¿Cómo sos el loro de moda si Marquitos sigue ahí? ¿Cómo escribís si la risas de poxiram te persiguen? Este mundo lleno de derechos, posteos, ternura y reconocimientos necesita de capas de olvido. Cuerpos de pibas formando capas de olvido. Marchas, publicaciones, becas, palabras que se ponen de moda y después no dicen nada. Pibes muertos, perdidos, aburridos. Un montón de pibitos hechos estadística. Los juzgados, los ministerios, las universidades, las cárceles necesitan limpiarse de memoria. Olvidar, opinar, cobrar, sobreactuar. Las especialistas, las educadoras, los funcionarios olvidan. Los vigilantes también. Cuando andas todo es memoria: fragmentada, diluida, intensa, inventada. Los trenes, las risas, los miedos, las preguntas. Los recuerdos son pura vivencia, inmediatez, manija. Después el recuerdo nos atormenta. Denuncia, desvía el foco, nos avergüenza. Todo es una cuestión burocrática, incluso dejar de andar, dejar de recordar, dejar todo atrás. El olvido es la virtud de los profesionales, incluso de los que viven de la memoria. 

Deserción, inclusión y muerte (fragmento) Cordero Editor

Sábado de gloria en la capital (socialista) de América Latina // David Viñas

No; no los vamos a fusilar, no. Por lo menos, tenemos la pretensión de ser ecuánimes: organizaremos una lista con eso que se llama orden de prioridades y todos tendrán derecho a defenderse. Jurados populares, públicos, televisados, con representación de la prensa extranjera. No nos gusta matar porque estimamos a nuestro propio cuerpo, si no seríamos fascistas. No se alarmen: los almirantes tendrán 15 minutos para defenderse, los generales un tiempo parecido, los coroneles 14 y los mayores 12. No. Todos 15 minutos. No debe haber escalafón para defender la propia vida. Todos lo mismo, aunque los yugoslavos nos acusen de igualitarismo abstracto. Y los que no sepan hablar en público podrán presentar sus defensas por escrito. De ninguna manera: no va a ser necesario que las redacten ellos. El paredón va a funcionar. Lógico. Pero sobre todo como medida ejemplarizadora: que se hable del paredón y se lo comente hasta que se convierta en un cliché filoso que penetre la jerga del a cada rato, como se hacía con “a nivel”, pongamos por caso: para que se introduzca dura, brillante, taimadamente en la carnosidad de las frases estableciendo con precisión el grado de espíritu revolucionario de cada uno. Es necesario en esta etapa posterior a la toma del poder esa enérgica y distraída autoridad de las palabras mágicas. Se tiene que saber, susurrar, repetir que en el paredón que funciona en Arroyo y Suipacha, por ejemplo, las ejecuciones se llevaron a cabo sin mayores protestas. Es que la gente del Barrio Norte sabe morir como señores.
En el paredón de Quintana y Callao un ejecutivo se abrió la camisa antes de que sonara la descarga; tenía un aire de Liniers en Cabeza de Tigre y pudo gritar ¡Viva la contrarrevolución en América Latina! No. ¡Muero contento ya tendremos nuestra bahía de Samborombón! Va a ser necesario, pues, blanquear nuevamente el paredón de Santa Fe y Riobamba porque los maricas del barrio han empezado a diagramar propuestas. Recordar: hacer planteo ante el IASCRE (Instituto Argentino de Salud Comunitaria y Recreativa). Aunque quizá sea mejor un solo paredón. Que se aluda a él como se nombraba el Obelisco o alguna esquina clave en los meses de clandestinidad. El paredón: y que resulte categórico, edificante y sombrío (Laura me debe estar esperando en casa. Seguramente ya no habrá titubeado como antes entre quedarse con el uniforme de miliciana o ponerse ese camisón de náilon. Yo todavía vacilo entre lo que me entusiasma más: si sacarle el pantalón del uniforme o ese camisón transparente. Uno tironeando por los pies, el otro por sobre los hombros. No sé. Debe ser lo que nos pasa a todos los hombres de izquierda en este momento: todavía oscilamos entre el libertinaje y la militancia. Vacilar, oscilar: toda vacilación encarna nuestras contradicciones. Pero ella, en cambio, ya no tiene esos viejos problemas. Es una de mis viejas tesis: a mismo nivel, siempre la mujer resulta más revolucionaria. Y, en realidad, Laura no los tuvo jamás y muchas veces lo comentamos entre los dos: una revolucionaria actual no tiene por qué disfrazarse de sufragista o tener pudor -mala conciencia, es más exacto- por ponerse perfume entre los muslos o usar esa ropa interior que a uno lo enternece y lo exalta. Por favor, compañero, ya no vivimos en la época de la doctora Moreau de Justo, en que las mujeres que se decían revolucionarias eran una mezcla mal batida de directoras de Normal Cuatro, devotas del If de Rudyard Kipling o de los cuentos infantiles de Álvaro Yunque, activas militantes de Liga Antialcohólica y vegetarianas. Ya, no. Después de largas discusiones que hemos tenido con Laura, de lo oportuno que nos vino la difusión de Simone de Beauvoir en la etapa prerrevolucionaria -en este sentido la Editorial Siglo XX cumplió una labor desinteresada y precursora-, hemos llegado a un acuerdo: rescatar para nuestro lado todo lo que antes le dejábamos a los otros suponiendo que les era “innato” o signo de “decadencia”. Todo lo que sirva para desalienar debe ser rescatado por nuestra revolución: ¿Antonioni? ¡Venga Antonioni! ¿Pintura abstracta? ¡Venga la pintura abstracta! Todo lo que sea necesidad del hombre, debe ser reivindicado por nosotros ¿Laura? ¡Venga Laura con su camisón transparente!).
No; no los vamos a fusilar. Por lo menos a todos. Ni siquiera les vamos a dar ese placer póstumo y santificador de que en El Comercio de Lima o en Le Fígaro de París aparezcan sus nombres como mártires. No, no. Les aseguro que no. No les vamos a dar el gusto de que se sientan muriendo insolente, trágicamente. No. Morirán como culpables, opacos, sin ademanes, de una manera burocrática. Confeccionaremos una lista por orden alfabético, estatura o grupo sanguíneo y por méritos reaccionarios. Sí: lógico es que al comienzo vayan los almirantes, los primeros en abandonar el barco, como las ratas. La pena es que en este país ni siquiera ha habido tipos reaccionarios que realmente sean odiados por muchos. Ni siquiera un buen verdugo produjo la reacción en sus últimos tiempos. Indudable síntoma de su disolución como grupo.
Cada vez me convenzo más de que era algo fatal nuestra revolución. Y un buen verdugo fusilado nos haría falta para dar un golpe de efecto y que el pueblo, es decir, los taxistas, el diariero de la vuelta y esos dos o tres obreros que siempre aparecían en nuestras reuniones y que iban rotando a través de todos los grupos de izquierda para ser exhibidos, verificados y envidiados, empiecen a creer en nosotros. Sí; por cierto. Lo mismo cuando nuestras columnas tomaron Posadas durante cuatro días y largaron al aire una audición que fue muy discutida en las bases porque de vez en cuando intercalaba Perón, Perón, qué grande sos. Heterodoxias necesarias en la izquierda revolucionaria. Pero tomamos Posadas, nos quedamos más de una semana ahí, a los siete días cayó Corrientes y después la cosa estalló en Tucumán, que ya estaba caliente, y aquí empezaron a salir a la calle todos los locos sueltos de la izquierda independiente. Agitación, el secuestro de Alsogaray y Palito Ortega, bombas en Tribunales, en el Ministerio de Marina y en el Mercado del Plata, asalto a varias armerías, pintadas en el Barrio Norte, la estatua de Mitre decapitada. Un poco de anarquía, pero ejemplos inolvidables de abnegación revolucionaria. Era una etapa. Alguien me comentó que fue una pena que el Lorraine tuvo que cerrar justo cuando empezaba la Semana del Cine Argentino de Vanguardia Realmente lamentable haberse perdido las películas de Antín. Tiroteo en el frigorífico, sabotaje en la central de Segba, incendio de El Águila y Lázaro Costa. Yo siempre había tenido confianza en todos esos chicos, pese a que no hacían otra cosa que hablar de alguna vieja película de Bergman, de las novedades que siempre traía El Escarabajo de Oro y de que nuestra generación estaba irremisiblemente condenada. (Cuando llegue a casa aunque Laura se haya puesto el camisón o recién salga del baño y se le ocurra pasearse desnuda por el dormitorio buscando el disco con las canciones de Puebla para ponerlo a todo lo que dé el tocadiscos y abra la ventana hasta que los del mercadito de la esquina salgan a la vereda, le tengo que pedir que me escriba esas cartas a mis amigos de allá. No; de la Isla. No, no: de Cuba. ¿Por qué vamos ahora a seguir eludiendo la forma directa de decirlo? Y en las cartas: ¿Viste, Licia, cómo éramos capaces de hacer la revolución y tomar el poder; ustedes que se sonreían cuando yo se los decía en La Habana? ¿Viste, Yuly que no estábamos tan muertos y que de un país de donde había salido el Che podían salir cincuenta tipos más como él? ¿Viste, Bob, que desconfiabas de nosotros asegurando que la izquierda revolucionaria argentina tenía miedo de tomar el poder? ¿Vieron, vieron? No hay que decir sús hasta que no pase el último gato. ¿Vieron, viste? ¿Vos, Yuly, que decías que a los revolucionarios argentinos no se nos paraba? ¿Y que al que no se le para es al ñudo que rempuje? Pero va a ser mejor que yo mismo escriba esas cartas mientras Laura se frote los hombros con 555 y me espíe desde atrás tomándome de los hombros mientras me tironee ronroneando “Vamos, Pilo, vamos a la cama; dejá esas cartas para después; celebremos nuestra revolución como Dios manda”). Y no solamente seremos cautos con el rubro fusilamientos, sino que de inmediato tomaremos una serie de medidas progresistas -aunque ésa sea una palabra que nunca ha terminado de gustarme: tan tradicional, tan fofa, tan complaciente- y empezaremos ocupándonos de los problemas de la cultura, que son los que uno conoce más, porque para algo uno se aguantó en la vereda de enfrente durante años, firme, sin transar y riéndose de los sucesivos ministros de Educación. Los problemas de la cultura en un estado socialista. Pues bien, empezaremos publicando las obras completas de Codovila. Será un homenaje de agradecimiento popular. Y en ese orden de cosas: una serie de estampillas dedicadas a escritores que se inaugure con Arlt. Se lo merece pobre Roberto. Fue un escritor que sufrió mucho en vida y en un estado socialista se debe justipreciar los valores del espíritu. Después de Arlt irá… bueno, alguien que empiece el apellido con be. Y para que nadie se sienta menoscabado y la cosa se haga como en los grupos teatrales, donde no hay divos y todo se hace por riguroso orden alfabético o de aparición: Arlt… Bunge. No está mal. Carlos Octavio Bunge que en su época fue segregado de su grupo social de origen. Con escritores de raíz oligárquica debemos actuar como con los perfumes o con la ropa interior seductora: que no sea cosa que la contrarrevolución se crea que eso le pertenece por naturaleza dada. Una revolución como la nuestra se define como una forma de antifisis; frente a “lo dado” tenemos que operar con “lo puesto”; del imperio del “en-sí” a la instauración del “para-todos”; bien está que las estructuras condicionen al hombre, pero lo más importante es lo que hace el hombre con lo que de él han hecho las estructuras; al fin de cuentas una estructura se valida en su significación cuando se la inserta en la praxis. Por eso encuentro legítimo que a Carlos Octavio Bunge le dediquemos la estampilla de 25 pesos y los perfumes y la ropa interior conmovedora (que se debe estar poniendo -o sacando- Laura mientras me espera, sean rescatados y validados por una revolución socialista. Sobre todo si uno piensa que esa ropa se pega al cuerpo como la piel de los duraznos. Por lo menos en los muslos de Laura. Y si uno, es decir, yo, va sintiendo cuando se la saca que comete una deliciosa infracción y todo lo que aparece debajo es el resultado de un desgarramiento. Podría decir: cada vez que le quito la ropa a Laura siento que materializo una revolución. Todo el poder a los soviets; la religión es el opio del pueblo; abajo y de un tajo; toda esa carnecita para mí). Pues bien, una serie de estampillas dedicadas a los escritores nacionales inaugurada por Ascasubi.
Está, además, el problema fundamental de los teatros experimentales. Que en la última etapa del dominio burgués habían establecido vasos comunicantes con la profesionalizaron. Era otro síntoma del final de un proceso: crisis de los escritores -Stalin como Neruda y Amado, obispos y militares-ejecutivos como Podestá y Guglialmelli; Guevara y Cortázar como emergentes capitales de Argentina que necesitan realizarse fuera del país. Sí. Cien teatros funcionando en París; cincuenta apenas en la humillada Buenos Aires de la etapa capitalista. Y, la verdad, es que Buenos Aires perfectamente puede tener cien teatros puestos con todo. Hasta podríamos organizar un barrio bohemio para demostrar el sentido del nuevo swing socialista; chasquear los de dos, buen ritmo, agitar esas caderas rojas, ¡yeah, yeah, Marx! En fin, de las plazas ni hablar; esas carpas que se hacían entonces revelaban bien a las claras la precariedad del proyecto burgués. Nosotros vamos a construir edificios para siempre; sin lujos, eficaces y para todo el mundo. La cortada de Rauch puede ser un buen ejemplo: como el Salvador ya está expropiado, vamos a instalar los vestuarios aunque surjan problemas en un día como hoy: que canten todos los Gloria que se les dé la gana; se han ganado cierto derecho. Al fin y al cabo no cualquiera cambia la minisotana por el uniforme guerrillero y cuatro de ellos lo hicieron cerca de Posadas y después se sumaron a la columna que avanzó sobre el Paraná. Hay que dejarlos cantar, celebrar sus fiestas. Yeah, yeah, oh, mi Dios. Total, ahora, ¿quiénes van? Unas cuantas viejas de las que han aceptado la indemnización por la reforma urbana. Del brazo y por la calle con los curitas, por lo tanto. Y a ese que fusilaron los reaccionarios de La Rioja le vamos a levantar una estatua o le publicaremos los discursos como al Padre Camilo. O una serie de estampillas a los sacerdotes populares empezando por el Padre Castañeda. Pero decía del asunto del teatro en la calle Rauch: los vestuarios en el edificio del Salvador, entonces, serie de obras nacionales, Sánchez, digamos, conferencias a cargo de especialistas. Al doctor Canal Feijóo, por citar a alguien, que ha demostrado su radicalización y que está con nosotros y que nos conviene porque en razón de qué no vamos a contar con gente seria y de prestigio, aunque tengamos que pedirle que atenúe sus comentarios sobre la importancia de la sangre en Barranca abajo. Va a ser algo ameno y les dará la pauta a la reacción y al imperialismo de cuáles son nuestros objetivos revolucionarios. Series de autores argentinos, entonces, conferencias sobre los mismos, publicaciones de sus obras completas (y seguramente Laura se debe estar impacientando con mi demora, pero ella sabe muy bien que cuando camino lo largo de José Ingenieros -ex calle Corrientes- se me ocurren tantas innovaciones: por ejemplo, decirle a César que ese poema de don Baldomero que pusieron los burgueses del Municipio en el Obelisco va a ser necesario, no digo cambiarlo, pero por lo menos subirlo un par de lozas más arriba: es una tentación aun para los jóvenes pioneros completar esa rima terminada en “rulo”. Y si bien es cierto que estamos empeñados en que no piensen que nuestra revolución es puritana, por ahora no hay otra forma de superar esas expansiones pequeñoburguesas. Bien visto, la literatura rupestre se inaugura en Altamira. Ancestrales, rezagos, interacciones, la revolución socialista no termina con la toma del poder, sino que recién se abre. Laurita riquita. Es una de nuestras metas más inmediatas. Y ya se sabe que toda etapa inmediatamente posterior a la toma del poder es de las más arduas por todas las contradicciones que se acarrean).
Menos mal que los grupos, los infinitos grupos de izquierda se han puesto de acuerdo. No hay como el triunfo para que las diferencias se absorban. Así como uno tiene miedo cuando fracasa, y si durante años padecimos esa especie de cariocinesis permanente en toda la izquierda, ese despanzurramiento hacia adentro, recíproco, glacial y despiadado, el éxito pudo catalizarnos: hasta se va consiguiendo un nuevo lenguaje revolucionario y se tiraron por la borda ese asunto del “pulpo” imperialista, el reunionismo y las dichosas pintadas y las eternas volanteadas, que lo único que provocaron añares eran chicos llevados en la camioneta policial y las consabidas llamadas a los abogados de la izquierda. Nada, el fracaso y la repetición mecánica. Menos mal que superamos todo eso y logramos organizar un happening marxista, que fue presentado por el profesor Romero Brest. Estuvo impagable Romero esa tarde: dijo que los jóvenes revolucionarios eran sus hijos adoptivos, que para él era lo mismo el pop que la revolución marxista, que en realidad el compañero Fidel era el primer pop de América Latina y que desde ya lanzaba la idea de hacer una muestra pop en la cancha de River, donde la Minujín iba a repartir réplicas del sable del general San Martín confeccionadas con lapislázuli y financiadas con los fondos allegados en la venta de los panteones de la Recoleta de los oligarcas exiliados. Qué Romero Brest éste.
Y uno que creía que era un oportunista (y Laura que insiste en usar ese corpiño pop que descubrió como saldo en las Grandes Tiendas para Técnicos Extranjeros de la calle Maipú, al lado de la antigua veterinaria; seguramente se lo ha puesto y va a pretender demostrarme que el pop se valida si entra en relación dialéctica con las tendencias más tradicionales. Yo la miro, la voy a mirar, y le descubro la piel por debajo de esas dos cabecitas sacadas de alguna revista: del lado derecho un Marrone que siempre me sonríe y al que termino por acostumbrarme; pero del lado izquierdo va bordada una cabeza de Sartre. Yo a Sartre lo respeto, creo que es un modelo humano y prácticamente ha sido el maestro de mi generación; pero como tiene ese ojo torcido justo en el medio del corpiño, me siento mirado de una manera inquietante. Como Laura insiste y va a insistir en que el pop es un momento y que ese momento debe ser integrado con un sentido fluido de la praxis, he terminado por resignarme. Más adelante, cuando pase todo este ruido que ha provocado la entrada de las columnas revolucionarias en Buenos Aires, le voy a sugerir que por lo menos le cosa ahí un moñito). Aunque realmente la integración de los grupos de izquierda revolucionaria ha dado resultados inesperados: los de la First Methodist Church no pusieron mayores reparos a la instalación de ese enorme afiche con la cabeza de Trotsky, aunque dejaron constancia de que el asunto de agregarle una orla de lamparitas eléctricas sacadas al antiguo cartel de Ferro-Quina Bisleri no les parecía correcto. Y la gente que provenía del viejo socialismo aceptó eso a condición de que sobre el frente del Ópera colocaran un cartel igual con la cabeza del doctor Palacios. Problemas. Pero se van superando. Y a los compañeros que provenían de los viejos grupos comunistas les anunciamos que, en compensación, a Rodolfo Ghioldi lo íbamos a poner al frente de la Comisión Redactora de la Nueva Constitución Socialista. Ellos insistieron en que preferían la Comisión Pro Paz, pero ese lugar clave ya había sido copado por la gente de Coral.
Y como en esta etapa del proceso hay que hacer algunas concesiones, hubo que ceder. Si hasta Neustadt demostró su fervor revolucionario lanzando una edición de cien mil ejemplares de Extra íntegramente dedicada al avance de la victoriosa columna “Vicente Peñaloza” sobre Buenos Aires (yo sé que Laura me va a decir mientras le saque las cabecitas de Marrone y Sartre que con los revolucionarios de último momento hay que tener cautela. Es lo que ha pasado siempre. Pero no hay que preocuparse demasiado: son gente de la clase media que por definición oscila entre la oligarquía, las tentaciones y normas de vida que ésta le tiende, y con el además hacia abajo más o menos impregnado de cierta simpatía populista y el temor a la proletarización. Dos idiomas tienen; siempre lo han tenido. O dos caras. O las que les pidan. Hipocresía y burocracia. Habría que pensarlo. Y toda esa gente es carne de burócrata y ya se sabe que por definición un tipo así es la persona que no tiene la última palabra y que necesita mirar hacia atrás para verificar si hay algún superior con quien consultar, o a su derecha o a si izquierda, por si alguien les codicia el puesto o les quiere mover el piso, y necesita resucitar la última consigna para tranquilizarse y ponerse en acción. Pero Laura, Laurita, le voy a decir mientras tiro sobre el sillón que queda debajo de la ventana esa mirada torcida del autor del Ser y la nada ya se sabe de memoria que la burocratización es el defecto que siempre acecha a toda revolución como la que hemos realizado y estamos festejando, pero también ya hemos acumulado suficiente experiencia en ese sentido, Laurita: moverlos, cuestionarlos, cambiarlos de sitio. agitarlos permanentemente. Es el problema de siempre, superar esa tendencia que tiene la gente a dejarse estar, a amodorrarse sobre las cosas que ya ha conseguido, Laurita. Y me voy a poner a su lado y la voy a contemplar un rato antes de empezar a acariciarla, insistiéndole en que a los burócratas hay que crearles necesidades, sacarlos al campo, porque todos nosotros estamos llenos de las consabidas contradicciones de los intelectuales de origen pequeñoburgués. Y debemos salir al campo, Laurita, ya sea a levantar la cosecha o a la vendimia en Mendoza, que tan revolucionariamente reaccionó avanzando sobre Buenos Aires al compás de una cueca de Tejada Gómez. O a la zafra en Tucumán o al ordeñe de las vacas de esa granja colectiva que se está organizando en el antiguo parque de Los Derechos de la Ancianidad. Ordeñar; sobre todo eso, mi Laura querida, porque la leche es imprescindible y en menos de tres meses debemos demostrarle al mundo que no hay un niño argentino que no cuenta con su litro diario). Y no sólo eso, porque también tenemos que aprovechar varios lugares de la ciudad: en el viejo solar del Jockey Club, si mal no viene, hacer una exposición de libros al alcance de todos: la experiencia que, ay, se acumuló en Eudeba vamos a revivirla lanzando ediciones populares de los poemas de Rodolfo Alonso, de Córdoba Iturburu y de todos los poetas con sentido nacional de Argentina. Pero la exposición tiene que ser algo transitorio, mientras ahí mismo levantamos una torre de viviendas colectivas. De la misma manera con la universidad: volveremos traer Filosofía y Letras a su viejo barrio para demostrarle a la derecha continental y del mundo que sabemos mantener las tradiciones y la vieja aspiración de unión obrera-estudiantil que dejará de ser un sueño.
Claro, nuevamente se nos plantea el problema de la Iglesia: ahí están esas señoras que salen de Las Catalinas; y ya he dicho y lo repito: hay que dejarlas. Al fin de cuentas, que se paseen por la vereda con esas palmas no molesta a nadie. No se qué ocurrirá si suben a uno de los ómnibus nacionalizados que hemos largado a la calle. Pero mientras no se les dé por exigir que quieren hacer procesiones en la avenida no hay mayor problema. (También sé, claro, que Laura me va a repetir lo mismo de siempre cuando le pida que nos bañemos juntos: lo que en realidad vos necesitás, Pilo, no es una guerrillera sino una geisha. Mis contradicciones, Laura. Yo sé, yo lo sé muy bien. Pero es tan gratificante que a uno le jabonen la espalda y jabonar la espalda después. Y en seguida darse vuelta y jabonarse recíprocamente. Espuma, piel, bañadera, sal, saliva. Es una coartada, pero yo siempre le sostengo a Laura que ese cuerpo a cuerpo es una de las formas más concretas de la dialéctica. Y si ella protesta porque me cuido tanto la piel y me preocupo por la de ella, tengo que insistirle recordándole que un buen materialista necesita empezar por cuidarse lo más concreto con que cuenta, que es su propio cuerpo. Y al final nos sentamos y terminaremos los dos juntos en el piso de la bañadera quitándonos el jabón y echándonos un poco de agua como dos chicos. Porque no hay nada que hacerle: también las pautas infantiles de las que uno está impregnado no deben ser excluidas en una sociedad socialista. Para Freud el hombre siempre es un niño; para Marx siempre es un obrero. Pues bien, que nuestra Nueva Argentina Socialista sea un país de niños que trabajan, o de obreros que juegan. Así está mejor y nada más legítimo que hacerlo en la bañadera, Laurita. Fue uno de mis temas cuando avanzamos con la columna guerrillera “Almafuerte” y llegamos a la central ferroviaria de Villa Lynch: se lo dije a los obreros del riel, lo sostuve en la comisión de asuntos políticos y cultura y se lo repito cada vez que ella quiere salir de la bañadera para ir a buscar la toalla y el último ejemplar de Partísans que nos ha dedicado Maspero a la Revolución Socialista Argentina). Claro: en este barrio típicamente corrompido por el turismo la instauración del gobierno socialista se ha hecho sentir: ni los porteros tienen ese aire altivo y obsecuente que tenían antes. Y las casas que vendían objetos tan argentinos como mandolinas construidas con caparazones de peludo y la Historia de la literatura de Rojas en textos concentrados han entrado en crisis. Lógico: son los primeros afectados por un proceso así. Tampoco se consiguen buenas hojas de afeitar ni antisudoral importado, pero el O-do-ro-sí que estamos fabricando en el Concentrado de Villa Martelli, si bien resulta un poco áspero, realmente elimina esa emanación corporal. Así como las radios de transistores de origen checo que venimos distribuyendo a los obreros que marcan topes en la emulación no tienen nada que envidiar a esos antiguos Grundig muy estereofónicos y todo lo que usted quiera pero que en un departamento como el mío no había lugar donde ponerlo. Y cuando llego a mi departamento y salgo del ascensor y abro la puerta empiezo a llamarla ¡Laura! Seguramente está escondida en alguna parte y se me va a aparecer con ese corpiño negro con las cabecitas de Marrone y Sartre. ¡Laura… Laurita! Es el inconveniente de estos departamento con un pasillo tan largo y tan oscuro y donde uno jamás encuentra la llave de la luz sin rayarse las uñas tanteando las paredes. ¡Laura… Laurita! Sí; allí está: sentada delante de mi escritorio, desnuda y apoyan do la cabeza sobre mis papeles. No me ha oído. Yo me le acerco cautelosamente por atrás con la idea de taparle los ojos y preguntarle Cú-cú ¿a qué no sabés quién soy? y enternecerme porque me ha esperado desnuda y entre mis papeles y empezar a besarla en la nuca, en los hombros. Sí; también en la espalda. Y bajar. ¿Quién soy? Cú-cú, Laura. La tomo de los hombros. Pero ella no se mueve. La sacudo. Y tampoco. El pelo se le balancea pesadamente hacia los costados y tiene las manos flojas. Laura. Arriba de la máquina de escribir brilla ese frasco con pastillas. Laurita. La vuelvo a sacudir. Le oprimo las manos: Laura, mi querida Laura, ¿quién?… En mi agenda ha escrito: “Aposté a vos. Fracasé. Estoy harta. Yo necesitaba un hombre realista”. Y ha marcado la fecha: Sábado, 25 de marzo de 1967 con una cruz y una raya iguales a las que usaba para indicar los días en que le venía la menstruación.
 
En Buenos Aires: de la fundación a la angustia, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1968.

El agotado + Quad // Gilles Deleuze + Samuel Beckett

Quad, sin palabras, sin voces, es un cuadrilátero, un cuadrado. Sin embargo está perfectamente determinado, posee tales y cuales dimensiones; pero no tiene otras determinaciones que sus singularidades formales, vértices equidistantes y centro, sin otros contenidos u ocupantes que los cuatro personajes similares que lo recorren sin cesar. Es un espacio cualquiera cerrado, globalmente definido. Los personajes mismos, pequeños y flacos, asexuados, encapuchados, no tienen otras singularidades que el hecho de que cada uno parte de un vértice como de un punto cardinal, personajes cualquiera que recorren el cuadrado siguiendo cada uno un curso y en direcciones dadas. Se puede siempre asignarles una luz, un color, una percusión, un ruido de marcha que los distinga. Pero es un modo de reconocerlos; en ellos mismos no están determinados más que espacialmente, no son afectados ellos mismos por nada más que su orden y su posición. Son personajes inafectados en un espacio inafectable. Quad es un estribillo esencialmente motriz, que tiene por música el roce de los zapatos. Ratas, diríase. La forma del estribillo es la serie, que ya no tiene que ver aquí con los objetos a combinar, sino sólo con los recorridos sin objetos2. La serie tiene un orden según el cual crece y decrece, recrece y redecrece, según la aparición y la desaparición de los personajes en las cuatro esquinas del cuadrado: es un canon. Tiene un curso continuo según la sucesión de los segmentos recorridos, un lado, la diagonal, un lado… etc. Tiene un conjunto, que Beckett caracteriza de este modo: “cuatro solos posibles, todos así agotados; seis dúos posibles, todos así agotados (dos de los cuales dos veces); cuatro tríos posibles dos veces, todos así agotados”; un quatuor cuatro veces. El orden, el curso y el conjunto hacen el movimiento tanto más inexorable cuanto que es un movimiento sin objeto, como una cinta transportadora que hiciese aparecer y desaparecer los móviles.

El texto de Beckett es perfectamente claro: se trata de agotar el espacio. No hay duda de que los personajes se cansan, y sus pasos se harán cada vez  más arrastrados. Sin embargo el cansancio tiene que ver sobre todo con un aspecto menor de la empresa: la cantidad de veces en que una combinación posible es realizada (por ejemplo dos de los dúos son realizados dos veces, los cuatro tríos, dos veces, el quatuor cuatro veces). Los personajes se cansan de acuerdo a la cantidad de realizaciones. Pero independientemente de esa cantidad, lo posible es llevado a cabo por los personajes agotados y que lo agotan. El problema es: ¿en relación con qué se va a definir el agotamiento, que no se confunde con el cansancio? Los personajes realizan y se cansan en las cuatro esquinas del cuadrado, sobre los lados y las diagonales. Pero realizan y agotan en el centro del cuadrado, allí donde las diagonales se cruzan. Podría decirse que es esa la potencialidad del cuadrado. La potencialidad es un doble posible. Es la posibilidad de que un acontecimiento él mismo posible se realice en el espacio considerado. La posibilidad de que algo se realice, y la posibilidad de que algún lugar lo realice. La potencialidad del cuadrado es la posibilidad de que los cuatro cuerpos en movimiento que lo pueblan se encuentren, de a 2, de a 3 o de a 4, según el orden y el curso de la serie3. El centro es precisamente el lugar en el que pueden encontrarse; y su encuentro, su colisión, no es un acontecimiento entre otros, sino la única posibilidad de acontecimiento, es decir la potencialidad del espacio correspondiente. Agotar el espacio es extenuar su potencialidad haciendo todo encuentro imposible. La solución del problema está, a partir de entonces, en esa ligera ruptura central, esa dislocación, esa distancia, ese hiato, esa puntuación, esa síncopa, rápida finta o pequeño salto que prevé el encuentro y lo conjura. La repetición no quita nada al carácter decisivo, absoluto, de ese gesto. Los cuerpos se evitan respectivamente, pero evitan absolutamente el centro. Se dislocan en el centro para evitarse, pero cada uno se disloca en solo para evitar el centro. Lo que está despotenciado es el espacio, “Pista apenas lo suficientemente ancha como para que un solo cuerpo nunca dos se crucen”.4

Quad es semejante a un ballet. Las concordancias generales de la obra de Beckett con el ballet moderno son numerosas: el abandono de todo privilegio de la estatura vertical; el aglutinamiento de los cuerpos para mantenerse erguidos; la sustitución de extensiones calificadas por un espacio cualquiera; el reemplazo de toda historia o narración por un “gestus” como lógica de las posturas y posiciones; la búsqueda de un minimalismo; la investidura por la danza de la marcha y sus accidentes; la conquista de disonancias gestuales… es normal que Beckett pida a los marchantes de Quad “una cierta experiencia en la danza”. No sólo lo exigen las marchas, sino también el hiato, la puntuación, la disonancia.

Es semejante también a una obra musical. Una obra de Beethoven, “Trío fantasma”, aparece en otra pieza de televisión de Beckett y le da su título. Ahora bien, el segundo movimiento del Trío, el que Beckett utiliza en la obra, nos hace asistir a la composición, descomposición, recomposición de un tema con dos motivos, con dos estribillos. Es como el crecimiento y decrecimiento de un compuesto más o menos denso sobre dos líneas melódicas y harmónicas, superficie sonora recorrida por un movimiento continuo obsesionante, obsesivo. Pero también hay algo completamente distinto: una suerte de erosión central que se presenta primero como una amenaza en los bajos y se expresa en el trino o el flotamiento del piano, como si la tonalidad fuera a ser abandonada por otra o por nada, agujereando la superficie, hundiéndose en una dimensión fantasmal en la cual las disonancias vendrían sólo a puntuar el silencio. Y es precisamente eso lo que Beckett subraya cada vez que habla de Beethoven: un arte de las disonancias desconocido hasta entonces, una vacilación, un hiato, “una puntuación de dehiscencia”, un acento dado por lo que se abre, se sustrae y se abisma, una distancia que no puntúa más que el silencio de un final último5. ¿Pero por qué el Trío, si presenta efectivamente esos rasgos, no viene  a acompañar a Quad, con el que tanto cuadra? ¿Por qué va a puntuar otra pieza? Tal vez porque Quad no debe ilustrar una música que recibe un papel en otra parte, desarrollando de otro modo su dimensión fantasmal.

Trío Fantasma tiene voz y música. Concierne también al espacio, para agotar sus potencialidades, pero de un modo muy diferente que en Quad. En un principio se lo creería una extensión calificada por los elementos que la  ocupan: el suelo, las paredes, la puerta, la ventana, el camastro. Pero esos elementos están disfuncionalizados, y la voz los nombra sucesivamente mientras que la cámara los muestra en primer plano, partes grises rectangulares homogéneas homólogas a un mismo espacio, distinguidas solamente por las tonalidades de gris: en el orden de sucesión, una muestra del suelo, una muestra de la pared, una puerta sin picaporte, una ventana opaca, un camastro visto desde arriba. Esos objetos en el espacio son estrictamente idénticos a partes del espacio. Es por lo tanto un espacio cualquiera en el sentido en que ha sido antes definido, completamente determinado, pero está localmente determinado, no globalmente como en Quad: una sucesión de bandas grises iguales. Es un espacio cualquiera fragmentado por primeros planos, cuya vocación fílmica señalaba Robert Bresson: la fragmentación “es indispensable, si no se quiere caer en la representación… Aislar las partes. Hacerlas independientes a fin de darles una nueva dependencia”.6 Desconectarlas para una nueva conexión. La fragmentación es el primer paso de una despotenciación del espacio, por vía local.

Ciertamente el espacio global ha sido dado antes, en plano general. Pero incluso eso ya no es como en Quad, donde la cámara está fija y elevada, exterior al espacio plano cerrado, operando necesariamente de modo continuo. Ciertamente un espacio global puede ser dividido por el solo poder de una cámara fija, inmóvil y continua, que opera con un zoom. Un caso célebre es Wavelength de Michael Snow: el zoom de cuarenta y cinco minutos explora un espacio rectangular cualquiera, y descarta los acontecimientos a medida que progresa, dotándolos solamente de una existencia fantasmal, por ejemplo en sobreimpresión negativa, hasta tomar la pared del fondo, cubierta de una imagen de mar vacío en que todo el espacio se precipita. Es, se dice, “la historia de la disminución progresiva de una pura potencialidad”.7 Pero, más allá de que Beckett no ama los procedimientos especiales, las condiciones del problema desde el punto de vista de una reconstrucción local exigen que la cámara sea móvil, con travellings, y discontinua, con cortes netos: todo está apuntado y cuantificado. Es que el espacio del Trío sólo está determinado sobre tres lados, este, norte y oeste, mientras que el sur está constituido por la cámara como pared móvil. No es el espacio cerrado de Quad, con una sola potencialidad central, sino un espacio con tres potencialidades, la puerta al este, la ventana al norte, el camastro al oeste. Y, como son partes de espacio, los movimientos de cámara y los cortes constituyen el pasaje de uno a otro, y su sucesión, su sustitución, todas esas bandas grises que componen el  espacio según las exigencias del tratamiento local. Pero también (y es lo más profundo del Trío), todas esas partes se hunden en el vacío, cada una a su modo, cada una haciendo aumentar el vacío en que se hunden, la puerta entreabierta sobre un corredor oscuro, la ventana que da a una noche lluviosa, el camastro plano que muestra su propio vacío. Tanto, que el pasaje y la sucesión de una parte a otra no hacen más que conectar o hacer coincidir insondables vacíos. Esa es la nueva conexión, propiamente fantasmal, o el segundo paso de la despotenciación. Se corresponde con la música de Beethoven, cuando ésta llega a puntuar el silencio, y cuando una “paralela de sonidos” no conecta más que “abismos de silencio insondables”8. En particular el Trío, en el que el flotamiento, el trémolo, indican ya los huecos de silencio sobre los cuales pasa la conexión sonora, al precio de las disonancias.

La situación es ésta: una voz de mujer grabada, predeterminada, vaticinante, cuya fuente está fuera del campo, anuncia en murmullos que el personaje “va a creer que oye a la mujer acercarse”. Sentado sobre una banqueta cerca de la puerta y sosteniendo un grabador, el personaje se levanta, apoya el aparato y, como un sereno o un centinela fantasmal, se acerca a la puerta, luego a la ventana, luego al camastro. Hay recomienzos, vueltas a la posición de sentado, y la música sale del grabador sólo cuando el personaje está sentado, inclinado sobre el aparato. Esta situación general no deja de tener parecidos con Eh Joe, que es la primera pieza de Beckett para televisión. Pero las diferencias con el Trío son aún mayores. Sucede que la voz femenina no presentaba los objetos, y que éstos no se confundían con partes del espacio planas y equivalentes: además de la puerta y la ventana, había un placard que introducía una profundidad interior a la habitación, y la cama tenía espacio debajo, en lugar de ser un camastro apoyado en el suelo. El personaje estaba acorralado, y la voz no tenía como función nombrar y anunciar, sino recordar, amenazar, perseguir. Era aún la lengua II. La voz tenía intenciones, entonaciones, evocaba al personaje recuerdos personales insoportables, y se hundía en esa dimensión memorial, sin poder elevarse a la dimensión fantasmal de un impersonal indefinido. Sólo el Trío alcanza eso: una mujer, un hombre y un niño, sin ningún dato personal. De Eh Joe al Trío se produce una suerte de depuración vocal y espacial que hace que la primera pieza tenga más bien un valor preparatorio e introduzca a la obra de televisión, de la cual no forma parte plenamente (no es reproducida aquí)9. En el Trío, la voz murmurante devino neutra, blanca, sin intención, sin resonancia, y el espacio devino un espacio cualquiera, sin parte de abajo ni profundidad, sin otros objetos que sus propias partes. Es el último paso de la despotenciación, un doble paso, ya que la voz agota lo posible al mismo tiempo que el espacio extenúa sus potencialidades. Todo indica que la mujer que habla desde afuera y la que podría surgir en ese espacio es la misma. Sin embargo entre los dos –la voz fuera del campo y el puro campo de espacio– hay escisión, línea de separación, como en el teatro griego, el Nô japonés o el cine de Straub y de Marguerite Duras10. Es como si se representara simultáneamente una pieza radiofónica y un film mudo: nueva forma de disyunción incluida. O más bien es como un plano de separación, en el que se inscriben de un lado los silencios de la voz y del otro lado los vacíos del espacio (cortes netos). Es sobre ese plano del fantasma que se arroja la música, siguiendo una línea de cresta como un límite al infinito.

Los tríos son numerosos: la voz, el espacio, la música; la mujer, el hombre, el niño; las tres posiciones principales de la cámara; la puerta al este, la ventana al norte, el camastro al oeste, tres potencialidades del espacio… La voz dice: “ahora va a creer que oye a la mujer acercarse”. Pero no debemos pensar que tiene miedo y que se siente amenazado; eso era verdad en Eh Joe, pero ya no aquí. Tampoco desea ni espera a la mujer, por el contrario. Sólo espera el final, el final último. Todo el Trío está organizado para terminar, el tan deseado final está próximo: la música (ausente en Eh Joe), la música de Beethoven, es inseparable de una conversión al silencio, de una tendencia a la abolición en los vacíos que ella conecta. En verdad el personaje ha extenuado todas las potencialidades del espacio, en tanto que ha tratado las tres fuentes como simples partes asimilables y ciegas que flotan en el vacío: ha hecho imposible la llegada de la mujer. Incluso el camastro es tan plano que da testimonio de su vacío. ¿Por qué, sin embargo, el personaje recomienza, mucho después de que la voz haya callado, por qué vuelve a la puerta, a la ventana, a la cabecera del camastro? Lo hemos visto, es que el final habrá sido, mucho antes de que él pueda saberlo: “todo continuará completamente solo, hasta que llegue la orden de detener todo”11. Y cuando aparece el pequeño mensajero mudo, no es para anunciar que la mujer no vendrá, como si fuese una mala noticia, sino para dar la tan esperada orden de detener todo, que ya estaba terminado. A menos el personaje tenía un medio para presentir que el final estaba próximo. La lengua III no comporta solamente espacio sino también imagen. Ahora bien, la pieza tiene un espejo, que cumple un gran papel, y se distingue de la serie puerta-ventana-camastro, ya que no es visible desde la “posición cámara plano general” y no interviene en las presentaciones del comienzo; por otra parte será asociado con el grabador (“pequeño rectángulo gris, mismas dimensiones que el grabador”), no con las tres cosas. Más aún, cuando el personaje se inclina hacia él por primera vez, sin que se lo pueda ver aún, es la única vez en que la voz que preside se ve sorprendida, tomada de improviso: “Ah!”; y cuando se ve por fin el espejo, en la posición más cercana a la cámara, surge la Imagen, es decir el rostro del personaje abominable. La imagen dejará su soporte y se hará flotante en primer plano, mientras que el segundo movimiento del Trío logra sus últimas medidas amplificadas. El rostro se pone a sonreír, sorprendente sonrisa falsa y astuta de quien alcanza la meta de su “retorcido delirio”: ha hecho la imagen12.

El Trío va del espacio a la imagen. El espacio cualquiera pertenece ya a la categoría de la posibilidad, porque sus potencialidades hacen posible la realización de un acontecimiento él mismo posible. Pero la imagen es más profunda, porque descuella de su objeto para ser ella misma un proceso, es decir un acontecimiento como tal posible, que incluso no tiene que realizarse  en un cuerpo o un objeto: algo como la sonrisa sin gato de Lewis Carroll. De donde viene el cuidado con que Beckett hace la imagen: ya en Eh Joe el rostro sonriente que aparecía en imagen pero sin que pueda verse la boca, quedando la pura posibilidad de la sonrisa en los ojos, y en las dos comisuras que van hacia arriba, mientras que el resto no es tomado en el plano. Una horrible sonrisa sin boca. En …sólo nubes…, el rostro femenino “casi no tiene cabeza, un rostro sin cabeza suspendido en el vacío”; y en Nacht und Träume el rostro soñado está como tomado por el trapo que le seca el sudor, cual un rostro de Cristo, y flota en el espacio13. Pero si es verdad que el espacio cualquiera no se separa de un habitante que extenúa sus potencialidades, con más razón la imagen permanece inseparable del movimiento por el cual se disipa de sí misma: el rostro se inclina, se desvía, se borra o se deshace como una nube, como humo. La imagen visual es conducida por la música, imagen sonora que corre hacia su propia abolición. Estando todo posible agotado, ambas van  hacia el fin.

El Trío nos llevaba del espacio a las puertas de la imagen. Pero …sólo nubes… penetra en el “santuario”: el santuario es el lugar en el que el personaje va a hacer la imagen. O más bien, en una vuelta a las teorías postcartesianas de Murphy, hay ahora dos mundos, uno físico y uno mental, uno corporal y uno espiritual, uno real y uno posible14. Lo físico parece hecho de una extensión calificada, con una puerta a la izquierda que da sobre “caminos de suburbio”, por la cual el personaje sale y entra, a derecha un cuartito en que se cambia de ropa, y arriba el santuario en que desaparece. Pero todo eso sólo existe en la voz del propio personaje. Lo que vemos, por el contrario, es solamente un espacio cualquiera, determinado como un círculo rodeado de negro, cada vez más oscuro a medida que nos acercamos a la periferia, cada vez más claro a medida que nos acercamos al centro: la puerta, el cuartito, el santuario, no son más que direcciones en el círculo, oeste, este, norte, y lejos al sur, fuera del círculo, la cámara inmóvil. Cuando va en una dirección, el personaje sólo se hunde en la sombra; cuando está en el santuario, sólo aparece en un plano cercano, de espaldas, “sentado en una banqueta invisible, inclinado sobre una mesa invisible”. Por lo tanto el santuario sólo tiene una existencia mental; es un “reducto mental”, como decía Murphy, y que responde a la ley de los inversos, tal como la expone Murphy: “todo movimiento en ese mundo del espíritu exigía un estado de reposo en el mundo del cuerpo”. La imagen es precisamente eso: no una representación de objeto, sino un movimiento en el mundo del espíritu. La imagen es la vida espiritual, la “vida allí arriba” de Cómo es. Sólo se puede agotar las alegrías, los movimientos y las acrobacias de la vida del espíritu si el cuerpo se queda inmóvil, replegado, sentado, oscuro, agotado él mismo: es lo que Murphy llamaba “la connivencia”, la concordancia perfecta entre la necesidad del cuerpo y la necesidad del espíritu, el doble agotamiento. El tema de …sólo nubes… es esa necesidad del espíritu, esa vida allí arriba. Lo que cuenta ya no es el espacio cualquiera, sino la imagen mental a la cual éste conduce.

Ciertamente no es fácil hacer una imagen. No alcanza con pensar en algo o en alguien. La voz dice: “Cuando pienso en ella…, No… No, no es exacto…”. Es necesaria una oscura tensión espiritual, una intensio segunda o tercera como decían los autores de la Edad Media, una evocación silenciosa que sea también una invocación e incluso una convocación, y una revocación, ya que eleva a la persona o la cosa al estado de indefinido: una mujer… “Apelo al ojo del espíritu”, exclamaba Willie15. Novecientas noventa y ocho veces de cada mil fallamos y nada aparece. Y cuando se logra, la imagen sublime invade la pantalla, rostro femenino sin contorno, y ora desaparece enseguida, “en un mismo aliento”, ora se demora antes de desaparecer, ora murmura algunas palabras del poema de Yeats. De todos modos, la imagen responde a las exigencias de Mal visto Mal dicho, Mal visto Mal oído, que reinan en el reino del espíritu. Y, en tanto que movimiento espiritual, no se separa del proceso de su propia desaparición, de su disipación, prematura o no. La imagen es un soplo, un aliento, pero expirante, en vías de extinción. La imagen es lo que se apaga, se consume –una caída. Es una intensidad pura, que se define por su altura, es decir su nivel por encima de cero, que solo describe cayendo16. Lo que se retiene del poema de Yeats es la imagen visual de nubes pasando por el cielo y que se deshacen en el horizonte, y la imagen sonora del grito de un pájaro que se extingue en la noche. Es en ese sentido que la imagen concentra una energía potencial que tiene en su proceso de autodisipación. Anuncia que el fin de lo posible está próximo, tanto para el personaje de …sólo nubes… como para Winnie, que se sentía un “céfiro”, un “cálido agujero”, justo antes de la negrura eterna, la noche negra sin salida. Ya no hay imagen ni espacio: más allá de lo posible no hay más que lo negro, como en el tercer y último estado de Murphy, donde el personaje ya no se mueve en espíritu sino que se ha vuelto un átomo indiscernible, abúlico, “en el negro de la libertad absoluta”17. Es la palabra del fin, “ya no hay posible”.

Toda la última estrofa del poema de Yeats se corresponde con …sólo nubes… : los dos agotamientos para producir el fin que arrastra al Sentado. Pero el encuentro de Beckett con Yeats desborda esta obra; no porque Beckett retome el proyecto de introducir el Nô como realización en el teatro. Sino que las convergencias de Beckett con el Nô, aun involuntarias, suponen acaso el teatro de Yeats, y se manifiestan por su cuenta en la obra de televisión18. Lo que ha sido llamado un “poema visual”, un teatro que no se propone desarrollar una historia sino crear una imagen; las palabras que forman el decorado para una red de recorridos en un espacio cualquiera; la extrema minuciosidad de esos recorridos, medidos y recapitulados en el espacio y el tiempo, en relación con  lo que debe quedar indefinido en la imagen espiritual; los personajes como “sobre-marionetas”, y la cámara como personaje que tiene un movimiento autónomo, furtivo o fulgurante, en antagonismo con el movimiento de los otros personajes; el rechazo de los medios artificiales (cámara lenta, sobreimpresión, etc.) como algo que no concuerda con los movimientos del espíritu…19 Según Beckett sólo la televisión satisface esas exigencias.

Hacer la imagen es también la operación de Nacht und Träume, pero esta vez el personaje no tiene voz para hablar y no oye, así como tampoco puede moverse, sentado, con la cabeza vacía sobre manos atrofiadas, “ojos cerrados bien abiertos”. Es una nueva depuración, “Sin más cuerda, menos. Sin más cuerda, peor. Sin más cuerda, nada. Sin más cuerda, aún”20. Es de noche y va a soñar. ¿Hay que creer que se duerme? Más bien hay que creerle a Blanchot, cuando declara que el sueño traiciona a la noche, porque crea una interrupción entre dos días, permitiendo al siguiente suceder al precedente21. Frecuentemente nos contentamos con distinguir la ensoñación diurna, o sueño despierto, del sueño dormido. Pero eso es un asunto de cansancio y reposo. Así se pierde el tercer estado, acaso el más importante: el insomnio, único adecuado a la noche, y el sueño de insomnio, que es un asunto de agotamiento. El agotado es el que tiene los ojos bien abiertos. Al dormir se soñaba, pero se sueña también con el insomnio. Los dos agotamientos, el lógico y el psicológico, “cabeza y pulmones”, como dice Kafka, se dan cita a nuestras espaldas. Kafka y Beckett apenas se parecen, pero tienen en común el sueño insomne22. En el sueño de insomnio no se trata de realizar lo imposible sino de agotar lo posible, ya sea dándole un máximo de extensión que permita tratarlo como un real diurno despierto, a la manera de Kafka, ya sea como Beckett, reduciéndolo a un mínimo que lo someta a la nada de una noche sin sueño. El sueño es guardián del insomnio, para impedirle dormir. El insomnio es la fiera agazapada que se extiende tanto como los días y se restringe tanto como la noche. Aterradora postura del insomnio.

El insomne de Nacht und Träume se prepara para lo que tiene que hacer. Está sentado, las manos apoyadas sobre la mesa, la cabeza apoyada sobre las manos: un simple movimiento de manos que se colocasen sobre la cabeza, o  al menos se soltasen, es una posibilidad que sólo puede aparecer en un sueño, como una banqueta voladora… Pero ese sueño hay que hacerlo. El sueño del agotado, del insomne, del abúlico, no es como el sueño que se da al dormir, que se hace solo, en la profundidad del cuerpo y del deseo; es un sueño del espíritu, que debe ser hecho, fabricado. Lo “soñado”, la imagen, será el mismo personaje en la misma posición de sentado, invertido, perfil izquierdo en vez  del perfil derecho, y sobre el soñador; pero para que las manos soñadas surjan como imagen, será necesario que otras manos, de mujer, revoloteen y levanten la cabeza, le den de beber de un cáliz, la limpien con un trapo, de modo que, con la cabeza ahora levantada, el personaje soñado pueda tender sus manos hacia una de las que condensan y dispensan la energía en la imagen. Esta imagen parece alcanzar una intensidad desgarradora, hasta que la cabeza vuelve a caer sobre tres manos, mientras que la cuarta se posa sobre el cráneo. Y cuando la imagen se disipa, se creería oír una voz: lo posible está realizado: “está hecho, he hecho la imagen”. Pero ninguna voz habla, como en Quad. No hay más que la voz de hombre que tararea y canturrea las últimas cadencias del humilde estribillo conducido por la música de Schubert, “Vuelvan dulces sueños”, una vez antes de la desaparición de la imagen, una vez luego de su desaparición. La imagen sonora, música, remplaza a la imagen visual, y abre el vacío o el silencio del final último. Esta vez es Schubert, tan querido por Beckett, el que opera un hiato o salto, una suerte de ruptura, de un modo muy diferente al de Beethoven. Es la voz melódica monódica que salta fuera de la estructura harmónica reducida al mínimo, para llevar a cabo una exploración de las intensidades puras que se aprecia en el modo en que el sonido se extingue. Un vector de abolición cabalgado por la música.

En su obra para televisión, Beckett agota dos veces el espacio y dos veces la imagen. Beckett soportó cada vez menos las palabras. Y conocía desde el principio la razón por la cual las soportaría cada vez menos: la particular dificultad que hay para “hacer agujeros” en la superficie del lenguaje, para que al fin aparezca “lo que se esconde detrás”. Se los puede hacer en la superficie del lienzo pitado, como Rembrandt, Cézanne o Van Velde, sobre la superficie del sonido, como Beethoven o Schubert, a fin de que surja lo vacío o lo visible en sí, el silencio o lo audible en sí; pero “¿hay una sola razón para que la superficie de la palabra, terriblemente tangible, no pueda ser disuelta?”23. No es sólo que las palabras mientan; están tan cargadas de cálculos y  significaciones, y también de intenciones y recuerdos personales, de viejos hábitos que los cimientan, que su superficie se vuelve a cerrar apenas abierta. Se pega. Nos aprisiona y nos asfixia. La música llega a transformar la muerte de una jovencita en una jovencita muerta, opera esa extrema determinación de lo indefinido como intensidad pura que perfora la superficie, como en el “Concerto a la memoria de un ángel”. Pero las palabras no pueden hacerlo, con

“Locura visto eso – eso –

cómo decir – esto –

eso esto – esto de aquí –

todo ese esto de aquí – locura dado todo eso – visto –

locura visto todo ese esto de aquí sólo – sólo –

cómo decir – ver – entrever –

creer entrever  – querer creer entrever –

locura sólo querer entrever qué

……………………………………………………”24

Y ora son proyectiles que agujerean la frase para reducir sin cesar la superficie de las palabras, como en el poema Rumbo a lo peor: “Lo mejor menor. No. La nada lo mejor. Lo mejor peor. No. No lo mejor peor. La nada no lo mejor peor. Menos mejor peor. No. Lo menos. Lo menos mejor peor. Lo menor nunca puede ser nada. Nunca a la nada puede ser reconducido. Nunca por la nada anulado. Inanulable menor. Decir ese mejor peor. Con palabras que reducen decir el menor mejor peor

…………………………………………………….

Hiato para cuando palabras desaparecidas”.25

1 Este ensayo fue escrito por Deleuze a propósito de una de las cuatro obras de Beckett escritas para televisión, titulada «Quad».

2 En las novelas como Watt la serie podía poner en juego movimientos, pero en relación con objetos o comportamientos.

3 Molloy y El Innombrable contienen desde sus primeras páginas una meditación acerca del encuentro de dos cuerpos.

4 Pour finir encore et autres foirades, p. 53.

5  « Dream of Fair to Middling Women », 1932, y la carta de 1937 a Axel Kaun (Disjecta).

Beckett subraya en Beethoven “una puntuación de dehiscencia, vacilaciones, la coherencia deshecha…”. André Bernold comentó estos textos de Beckett sobre Beethoven en un muy bello artículo: “Cupio dissolvi, nota sobre Beckett músico”, Détail, Atelier de la Fondation Royaumont, n° 3/4,  1991. Los  musicólogos  que  analizan el segundo  movimiento  del  trío  de  Beethoven marcan las figuraciones en trémolo del piano, a las cuales sucede un final “que se precipita derecho hacia la mala tonalidad y allí se queda…” (Anthony Burton).

6 Robert Bresson, Notes sur le cinématographe [Notas sobre el cine], Gallimard, p. 95-96.

7 P.A. Sitney, “Le film structurel” [El filme estructural], in Cinéma, théorie, lectures, Ed. Klincksieck, p. 342 : sobre el film de Snow. Antes que Snow Beckett había hecho una  operación análoga, pero en condiciones puramente radiofónicas: Cendres. El personaje, que escuchamos caminar sobre los guijarros cerca del mar, evoca ruidos-recuerdos que responden a su llamado. Pero, habiéndose agotado la potencialidad sonora del espacio, pronto dejan de responder, y el ruido del mar se traga todo.

8 Cf. Disjecta. Y, sobre la puntuación, la conexión musical de los silencios y la conversión de la música en silencio, cf. André Bernold., p. 26, 28.

9 Eh Joe apareció en Comédie et actes divers [Comedia y actos diversos].

12 “Retorcido delirio” aparece en el poema de Yeats de …sólo nubes…

13 Jim Lewis, el operador de Beckett para todas las piezas de televisión realizadas en Stuttgart, habla de los problemas técnicos correspondientes a esos tres casos (Revue d’esthétique, p. 371 sq.). Especialmente para Eh Joe beckett quería que las comisuras de los labios aparezcan

en la imagen un cuarto de centímetro, y no medio.

14 Es el gran capítulo VI de Murphy, “Amor intellectualis quo Murphy se ipsum amat”, p. 81-85.

15 Oh les beaux jours, p. 80. Es una fórmula tomada de Yeats (« Au puits de l’épervier » [En los pozos del gavilán], Empreintes, juin 1978, p. 2). Se encuentran fórmulas similares en Klossowski : “en lugar de nombrar el espíritu a Roberta, lo que se produce es lo contrario…De golpe Roberta deviene el objeto de un puro espíritu…” (Roberte ce soir [Roberta esta noche], Ed. de Minuit, p. 31). Por su parte Klossowski liga invocación y revocación, en relación con las voces, los alientos.

16 El problema de la disipación de la imagen, o de la Figura, aparece en términos muy similares en la pintura de Bacon.

17 Murphy, p. 84-85.

18 Sobre “Yeats y el Nô”, ver el artículo de Jacqueline Genet, quien establece acercamientos con Beckett: W. B. Yeats, L’Herne. Acerca de las relaciones eventuales de Beckett con el Nô, cf. Cahiers Renaud-Barrault, n° 102, 1981.

19 Es en Film (Comedia y actos diversos) que la cámara adquiere al máximo un movimiento antagonista; pero el cine necesita los “trucos” más que la televisión (cf. el problema técnico de

Film, p. 130), y el control de la imagen es mucho más difícil.

20 Cap au pire [Rumbo a lo peor], p. 27, 62.

21 Blanchot, L’espace littéraire [El espacio literario], Gallimard, p. 281 : “la noche, la esencia de la noche no nos deja dormir”.

22 Cf. Kafka, Préparatifs de noce à la campagne [Preparativos de una boda en el campo], Gallimard. p. 12 : “Ni siquiera tengo necesidad de ir yo mismo al campo, no es necesario. Mando mi cuerpo vestido… Durante ese tiempo, yo estoy acostado en mi cama bajo una colcha marrón tirada simplemente sobre mí, expuesta al aire que sopla por la puerta entreabierta”. Y en el número de Obliques sobre Kafka, cf. el texto de Groethuysen: “Se quedaron despiertos mientras dormían; mantuvieron los ojos abiertos mientras dormían… Es un mundo sin sueño. El mundo del durmiente despierto. Todo está muy claro”.

23 Cf. los dos textos retomados en Disjecta.

24 « Comment dire » [Cómo decir], (Poèmes).

25 Cap au pire [Rumbo a lo peor], p.41, 53.

De la última transformación: devenir niñe // Fernando Stivala

 (Notas redactadas a partir de las discusiones en el grupo Mil Mesetas coordinado por Diego Sztulwark)

 

Deleuze y  Artaud 

El cuerpo sin órganos es un  huevo. Es deseo.

El huevo está un paso antes de que la materia se forme y la función se formalice. Un paso antes no es un paso antes del nacimiento. El cuerpo sin órganos es simultáneo al cuerpo. Es un cuerpo doble, próximo, adyacente ese huevo. Con el cual se pueden mantener relaciones diversas. No es anterior. 

Es un bloque de infancia también. Viene a recusar la anterioridad. Así como el huevo no es anterior al cuerpo sin órganos, los bloques de infancia no son los recuerdos de niñez que están al principio. Los bloques de infancia están en cualquier devenir. Un conjunto de afectos que experimentados intensamente en la infancia nos acompañan a lo largo de la vida en cualquiera de sus devenires. Acompañan al sujeto en su existencia, y no es el pasado. Es lo adyacente y contemporáneo al adulto. Al mismo tiempo que madura la adultez, el devenir apela a bloques de infancia. No es regresión a cuando éramos niños. Habla de la infancia propia de la adultez. Ciertas velocidades o posibilidades que tiene el adulto en tanto que deviene. 

En tanto que involuciona. 

La evolución realiza la forma, la involución busca las lateralidades, está dispuesta a conexiones, combinaciones. No se regresa al huevo o a la panza. Es habilitar movimientos, ahí donde la forma no se consuma, y ahí puede haber creatividad. Es una involución creadora respecto a la forma formalizada. No en tanto línea de la vida. Es una especie de involución con respecto a las políticas de finalización del ser. 

Nietzsche y Spinoza 

Camello es todo sujeto cuyo cuerpo se vuelve jorobado porque va al desierto cargando con todos los valores dominantes de la sociedad. Es la figura plena del nihilismo, va a la nada que es el desierto pero con la carga de todos los valores dominantes. 

El león es el nihilismo activo, no el mero nihilismo. El rugido es una especie de gran sacudimiento de esos valores dominantes, un gran corte. Un gran trueno. 

Muchas veces no nos satisface nada. Y tenemos un modo de vida que ya renunció a producir valores propios. Consumimos lo que el mundo nos ofrece y no nos satisface. Nada es cierto. Tenemos una cierta voluntad de nada. Somos pobres gentes, una manera pobre de morir. Si en cambio pasásemos a afirmar activamente la nada en lugar de consumirla nada, la declaramos, aparece una fuerza destructiva y aniquilaríamos todo. Morir viendo retweets. Indignarse posteando. No hay decadencia mayor. Si se pasase a destruir los valores que nos indignas tendríamos un nihilismo destructivo. Hagamos una demostración efectiva, porque ahí sí puede haber una transmutación. 

Y la ultima la del niñe. 

La figura del jugador, se toma el mundo como un juego. No como ficción, sino alguien que no tiene adherido los objetos del mundo a un valor de la cultura. Y por lo tanto es inocente con  respecto a las cosas. Poder estar frente a las cosas según las posibilidades de las cosas. 

Los niños son spinozistas. Conquista de la inocencia. Figura amplia del devenir. 



*Dibujo: @juanita.ttt

“No hay una continuidad automática entre revuelta y proceso constituyente, entre revuelta y gobierno de izquierda en Chile” // Entrevista a Pierina Ferreti

Por Amador Fernández- Savater en CTXT

La experiencia política chilena de los últimos años ha sido un verdadero laboratorio de las posibilidades de revuelta y emancipación en este siglo XXI. Primero una insurrección de nuevo tipo, que desbordó ampliamente a la izquierda organizada en términos de demandas y lenguajes. Después, las tentativas de “traducir políticamente” la sublevación a través de la presidencia de Boric y del proceso constituyente, cuya primera propuesta de nueva Constitución progresista fue rechazada rotundamente en referéndum.

Los claroscuros de la experiencia chilena son, por tanto, un espejo en el que puede mirarse e interrogarse toda voluntad política de ir más allá del neoliberalismo. En conversación con Pierina Ferreti, directora ejecutiva de la Fundación Nodo XXI, centro de pensamiento de la izquierda chilena, recorremos cada uno de estos momentos, sus potencias de liberación, sus límites y sus paradojas.

Octubre insurrecto

¿Contra qué se levantó la revuelta de octubre de 2019?

Es una pregunta clave hasta el día de hoy y me parece que tenemos que volver una y otra vez a ella porque allí se cifran claves fundamentales para leer la sociedad chilena actual. Con la perspectiva siempre parcial pero algo más decantada que dan estos tres años que han pasado desde el 2019, diría que la revuelta se levanta contra la experiencia de la desigualdad en el Chile neoliberal. Una desigualdad que se siente en la vida diaria. En el trabajo, en el trato, en la salud, en la justicia. Fue una revuelta del malestar acumulado con esa experiencia cotidiana.

Diría que la revuelta se levanta contra la experiencia de la desigualdad en el Chile neoliberal

La educación es un buen ejemplo. “Estudiar para salir adelante” ha sido un elemento central en el Chile contemporáneo. La matrícula universitaria se ha multiplicado desde los años 90, pero no ha crecido bajo un concepto de educación pública, masiva, integrada a una estrategia de desarrollo, sino siguiendo lógicas de mercado. Por eso, en este aumento del ingreso a la educación superior ha habido un enorme esfuerzo personal y familiar, en un país donde el valor de una carrera universitaria es tremendamente elevado, y para muchos jóvenes el endeudamiento es la única vía para poder pagar la educación superior. Entonces hay un Chile mayoritario, que se ha forjado por la experiencia neoliberal, y que se levanta contra sus promesas incumplidas. A este Chile, que aún nos falta caracterizar mejor, algunos le hemos llamado “nuevo pueblo” para distinguir su actual composición de las figuras clásicas del campo popular del siglo XX: el obrero industrial, las capas medias creadas al calor del Estado desarrollista.

Por otra parte, hay un componente de rechazo a las condiciones de “inseguridad vital” que se generan en una sociedad donde todas las áreas de la vida social han sido mercantilizadas, donde no existen derechos sociales universales ni servicios sociales públicos de calidad, que generen confianza y experiencias virtuosas de protección social ante enfermedades o la vejez. En Chile todo el mundo sabe que una enfermedad puede desmantelar económicamente a una familia. Todo el mundo sabe también que su jubilación será insuficiente. A esto se suman las condiciones precarias de trabajo, los bajos salarios, los elevados niveles de endeudamiento para financiar costos básicos (pagar la compra del supermercado o un procedimiento médico con tarjeta de crédito, por ejemplo).

La revuelta se levanta igualmente, y esta es otra hebra, contra las élites políticas y económicas, su desconexión con el Chile mayoritario y su ninguneo clasista. Como se sabe, la revuelta comenzó con el aumento de la tarifa del metro en Santiago, la capital del país, con un movimiento de acción directa de estudiantes secundarios de evasión del pago del pasaje y saltos a los torniquetes que rápidamente se tornó masivo. Pocos días antes de que todo reventara un ministro del gobierno de Piñera le recomendó a la población “levantarse más temprano”, porque antes de las 7 de la mañana la tarifa es un poco más barata. El consejo del ministro era clara muestra de la desconexión de las elites, que no tienen idea de lo deprimente que puede ser viajar diariamente durante horas en transporte público para ir a trabajar y volver a la casa. Experiencia de millones de habitantes que viven en las periferias y que todos los días destinan horas de su vida a trasladarse de ida y vuelta de sus trabajos.

¿Cuáles fueron las expresiones y los gestos, los lenguajes y los afectos principales de la revuelta?

Los lenguajes de la revuelta fueron una mezcla de repertorios clásicos como barricadas, cacerolazos y canciones de “la nueva canción chilena”, como “El derecho de vivir en paz” de Víctor Jara (que se transformó en un himno), con elementos completamente nuevos como personajes de animé y consignas poco “izquierdistas” como “Chile despertó” o “No son treinta pesos, son treinta años”. Sobre todo al comienzo de la revuelta, no había banderas de partidos ni sindicatos. Flameaban más bien las banderas de los principales equipos de fútbol, la bandera mapuche y la bandera chilena. El paisaje era muy distinto al de las movilizaciones de las décadas anteriores por la educación, por las jubilaciones o por temas medioambientales. El tipo de personas que tomó las calles excedía con creces el activo de izquierdas y su cultura, iconos, banderas y lenguajes, si bien al poco tiempo todo se mezcló. Víctor Jara con el “perro matapacos”, la “tía Pikachu” con “El baile de los que sobran”. Lo que me interesa remarcar es que en los momentos de mayor masividad el paisaje era más parecido a una celebración popular que a un mitin de izquierda.

En los momentos de mayor masividad el paisaje era más parecido a una celebración popular que a un mitin de izquierda

La sensación en este tiempo era de fiesta y de guerra. Por cuadras y cuadras había música, bastante cerveza, bailes, performance, comercio popular con variado merchandising de la revuelta (banderines, imanes para el refrigerador con imágenes o ilustraciones, chapitas, etc). En los bordes, y en los barrios populares, un duro enfrentamiento con la policía, una represión brutal. Guerra y fiesta al mismo tiempo.

¿Cómo la viviste tú?

La revuelta ha sido la experiencia política más intensa que me ha tocado atravesar. Luminosa y al mismo tiempo abrumadora, aturdidora. En todos los procesos anteriores de movilización social de los que fui parte, bastante masivos algunos, la izquierda, en un sentido amplio, estaba en la conducción y convocaba. Yo provengo de las luchas estudiantiles, siempre lideradas por organizaciones y con cabezas visibles. Sin ir más lejos, en el Gobierno actual están todas las cabezas del movimiento estudiantil de hace diez años. En la revuelta nada de eso fue así. Fue un estallido completamente espontáneo, sin líderes, sin conducción, sin oradores, sin representantes. El movimiento de masas más impresionante de las últimas décadas ocurría sin la izquierda a la cabeza. Mi sensación era de asombro, nunca había estado en medio de una multitud de esa envergadura, y esa fuerza y esa energía se sentía, te sacudía, pero también me agarraba una sensación de desconcierto y de estar “sin lugar”. Sobre todo los primeros días, sentía que nosotrxs, “la izquierda”, no teníamos lugar.

Es verdad que rápidamente toda la izquierda existente, la social y la política, se activó y se puso a trabajar. Los abogados a defender a las víctimas de violaciones de los derechos humanos, muchas organizaciones sociales (sindicales, feministas, ambientalistas) se juntaron en un conglomerado que intentó traducir la revuelta en demandas concretas, las organizaciones territoriales se volcaron a organizar los barrios, los partidos a buscar un cauce político e institucional a la revuelta. Pero incluso todos esos esfuerzos ocurrían de manera paralela a la dinámica callejera que tenía su propia lógica

Boric y el proceso constituyente

Los “rebeldes” intentan prolongar siempre los ecos de la revuelta, inscribir sus huellas en la realidad efectiva, persistir en sus afectos y efectos. ¿Cómo se prolongó aquí el acontecimiento? Una de las vías fue el proceso constituyente.

La revuelta mostró ser muy tenaz y persistente. Comenzó en octubre de 2019 y todavía en marzo estaba activa. El 8 de marzo de 2020 fue el acto más masivo de los últimos 30 años. Cerca de dos millones de mujeres se reunieron solo en la capital del país. La pandemia hizo un corte bastante fuerte. El encierro fue muy estricto y acatado con bastante obediencia.

Efectivamente, una parte de la energía de la revuelta se prolongó en el proceso constituyente. Hay algo que es muy claro: sin revuelta no habría sido posible abrir un cerrojo que se mantuvo cerrado treinta años, acabar con la Constitución de la dictadura. Si la derecha cedió es porque la situación no daba para más. Pero también son ciertas dos cosas. Una es que la revuelta no se produce para cambiar la Constitución. No era una demanda inmediata. Las demandas eran materiales. El tema de la Constitución, en cambio, era un viejo tema para la izquierda, el centroizquierda y las minorías politizadas. Es cierto también que hoy, a pesar de todo, las encuestas siguen marcando una opinión favorable a una nueva Constitución. Pero lo que quiero poner de relieve es que no hay una continuidad automática entre revuelta y proceso constituyente, o, después, entre revuelta y gobierno de izquierda, aunque ni lo uno ni lo otro hubiera ocurrido sin revuelta. Lo segundo es que a la Convención Constituyente llega la izquierda organizada. Los representantes populares que surgen de la revuelta misma son muy pocos. Eso también marca una discontinuidad entre el “sujeto de la revuelta” con todas las comillas del mundo, y los representantes que llegan a la Convención.

Sin revuelta no habría sido posible abrir un cerrojo que se mantuvo cerrado treinta años

¿Cómo interpretas la victoria de Boric en relación al estallido de octubre? ¿Cómo valoras sus primeros meses de mandato?

El triunfo de Boric fue una mezcla de cosas y, probablemente, la más importante fue la movilización anti-Kast (el candidato de la ultraderecha), que llevó a las urnas en segunda vuelta a más de un millón de personas que no habían votado en la primera vuelta. Y en esto fueron clave las mujeres y los jóvenes populares de las grandes ciudades. Ahí estuvo la clave de la victoria de Boric. Buena parte de esa juventud popular estuvo de una u otra manera en el estallido, ya sea activamente en las manifestaciones, las barricadas o la primera línea, o de una forma más oblicua, quizás sin salir a la calle pero adhiriendo a las demandas y apoyando la movilización. Sin embargo, no hay una línea de continuidad completa entre revuelta y triunfo de Boric.

Este primer año, porque ya se va a cumplir un año en marzo, ha sido difícil. Hay cuestiones de contexto que son adversas: la crisis arrastrada por la pandemia y la generada por la guerra de Rusia contra Ucrania. A lo que se añade en Chile la crisis política abierta en octubre y no resuelta. Esto como elementos de contexto.

En el campo político, el Gobierno no tiene mayoría en el Congreso y además hay una alta fragmentación que dificulta la tramitación parlamentaria de los proyectos. Se prevén muchas trabas para las reformas estructurales que son parte del programa de gobierno, como la reforma de pensiones, la reforma tributaria, la reforma al sistema de salud, todas reformas que avanzan hacia una mayor redistribución de la riqueza y a mayores niveles de seguridad social, con elementos de solidaridad y universalidad. Será muy difícil el avance de estas iniciativas en el Congreso. Y si el Gobierno no cumple, la decepción será alta y el peso de ese fracaso lo cargará la izquierda.

Y por otro lado, ¿cómo interpretas el resultado del plebiscito constituyente? ¿Cómo se está pensando esta derrota del Apruebo?

Todavía estamos procesando la derrota intelectual y afectivamente, pero algunas cosas hemos ido sacando en limpio. Lo primero es que a pesar del resultado, que para las izquierdas fue una derrota dura, no puede soslayarse que la enorme participación electoral –votaron cinco millones de personas más que para la segunda vuelta Boric-Kast, eso es un incremento de 30%– nos muestra una foto, borrosa pero foto al fin y al cabo, de la sociedad chilena, sobre todo de esa mitad de Chile que hasta esta elección se había restado de los procesos electorales.

Lo segundo es que los números son inapelables. El 62% votó ‘rechazo’, lo que equivale a casi 8 millones de personas (pensemos que Boric obtuvo 4,5). Es una mayoría indesmentible. El rechazo ganó en todas regiones del país, entre hombres y mujeres, en la población indígena, hasta en la cárcel. Entonces la pregunta es qué pasó. ¿Por qué una Constitución plurinacional es rechazada por las naciones indígenas, por qué una Constitución que consagra derechos sexuales y reproductivos es rechazada por las mujeres, por qué una Constitución ecológica es rechazada en los pueblos que han sufrido más intensamente las consecuencias del extractivismo? Y así. Estamos todavía haciéndonos esas preguntas.

Me parece que hubo un desfase entre el corazón de la revuelta y lo que trascendió del texto

Habría que descartar que todo sea culpa de las fake news que instaló la derecha. Hubo guerra sucia, pero es imposible pensar que ocho millones de personas votaron manipuladas. Entonces me parece que hubo un desfase entre el corazón de la revuelta, las demandas de fondo, materiales, por derechos y seguridades, y lo que trascendió del texto. No digo que la propuesta no consagrara derechos y protección social, porque sí que lo hacía, lo que digo es que eso nunca se impuso en la disputa ideológica, no se constituyó como relato. A ese 62% que votó ‘rechazo’, descartando la porción de derecha que allí hay, la propuesta no le hizo sentido, no le pareció que abriera mejores perspectivas de vida, de bienestar, seguridad, mejoras materiales.

Y, en muchos casos, se sintió como amenaza. Amenaza a la propiedad individual de los fondos previsionales para dar paso a un sistema público y solidario; desaparición de la provisión privada de salud y de educación para crear un único sistema público y estatal. La propuesta no eliminaba ni la educación ni la salud privada, pero esas ideas se instalaron y minaron un aspecto relevante para muchas personas: la posibilidad de elegir, pagando, mejores servicios. Las nociones borrosas de lo que significa un Estado Social de Derecho se sintieron como amenazas. Hay que considerar que en Chile no hay memoria de derechos sociales universales. Salvo las vacunas, incluyendo la del covid, y algunas políticas públicas muy puntuales, todos los servicios sociales están atravesados por lógicas de mercado y lo público-estatal es para los que no pueden pagar y se asocia a malos servicios.

Entonces, en síntesis, de las muchas conclusiones que se pueden sacar, me parece que es posible plantear que hubo un desfase entre los anhelos populares que se expresaron en la revuelta y la propuesta de nueva Constitución y que en esto la izquierda tiene una buena cuota de responsabilidad. Que este desajuste se debe a un desconocimiento por parte de las izquierdas de una fracción importante de la sociedad chilena, de franjas populares, que al mismo tiempo que demandan protección social demandan libertad y propiedad. Ahí hay bastante que elaborar, cómo combinar y orientar esos elementos.

La fragilidad de la fuerza

¿Qué queda a día de hoy de octubre? ¿En qué podemos decir que la revuelta marcó un antes y un después?

La revuelta sí marca un antes y un después. Es el hito de aparición masiva del pueblo chileno contemporáneo, con la fisonomía social forjada en las décadas neoliberales. Un pueblo que no tiene mayores niveles de organización social y política, pero que tuvo la capacidad de sacudir al país completo y abrir un proceso político inédito que, es verdad, posteriormente no protagonizó ni condujo, precisamente por sus bajos niveles de organización. Es allí donde la izquierda debiera trabajar, si quiere enraizarse en la clase trabajadora del siglo XXI.

Para las élites queda, creo, el temor a un nuevo levantamiento social. Digo creo, porque me parece que esa conciencia de la crisis social, que era dominante en el 2019-20, se ha ido diluyendo para el campo político. No me atrevo a hablar de efectos irreversibles. Estamos en un momento en que las fuerzas de restauración están empujando con todo y con poca resistencia dado el estado de derrota del que aún la izquierda no sale. Entonces, lo que parecía irreversible no lo es y vemos reaparecer a los sectores más rancios de la derecha, que habían sido derrotados, y vemos cómo son capaces de imponer condiciones. Ahora bien, a pesar de la derrota en el plebiscito y de este despliegue de fuerzas restauradoras, queda esa experiencia colectiva de fuerza, de haber experimentado concretamente lo que es una revuelta social, las posibilidades que abre. Esa experiencia me parece que deja una memoria.

Queda también la experiencia de lo frágil que es todo, de que así como piensas que estás a un paso de consolidar una dirección transformadora y de salida del neoliberalismo, eso puede irse al carajo y puedes retroceder varios pasos. La experiencia de que la fuerza es también frágil.

El desánimo. La izquierda chilena en clave de capitulación // Mauro Salazar

La derrota de la izquierda reformista en 1973 y la sobreabundancia de mitos, leyendas y disputas hermenéuticas (11 de septiembre). La vía italiana y las lecciones extraídas desde la Unidad Popular. Enrico Berlinguer y su célebre Lecciones de Chile, advirtiendo que la «vía pacífica» carecía del «momento hegemónico». El ineludible tributo a la obra de Antonio Gramsci allende los andes. Los años del plomo en Italia y la caída del «compromesso Storico» tras el secuestro de Aldo Moro (DC) a manos de las “brigadas rojas”. La experimentación del Eurocomunismo y la irrupción de los teóricos del éxodo bajo el (post)operaismo -Negri y un largo exilio- para contrarrestar la crisis del obrero masa, y la debacle insalvable del marxismo vulgar. Todo en medio del Mayo Francés. El tercio Allendista y las luchas estratégicas, atrocidades en Praga, disputas hegemónicas y movimientos infraestructurales bajo el tercer Peronismo. Luego un tropel de Dictaduras en América Latina (Stroessner, Videla y Pinochet). Más tarde el periodo especial en Cuba tras las cenizas de la «guerra fría» y la caída del muro. 

Por aquellos años, la cadena de suicidas y la deriva de la razón metafísica. En 1979, Nicos Poulantzas (43), tras una serie de desplazamientos hacia un «socialismo democrático» y un «poder relacional» que derivó en un “marxismo de la indeterminación”, se lanzó desde el piso 22º de la Torre de Montparnasse de París abrazado a sus libros. Dentro del «martirologio de izquierdas», Poulantzas no habría podido superar su condición de «escombro ideológico». Cuando el marxismo abjuro de «lo cómico», la tragicidad capturó toda su potencia imaginal y devino un objeto escatológico. Roberto Bolaño solía decir que hay hombres que se sienten acompañados entre libros y requieren de bibliotecas. Cuando la “filosofía de la historia” colgaba de las cornisas y la «totalidad marxista» agonizaba, se precipitó el «reventón» historicista en las manos estructuralistas de Louis Althusser. Y así, estranguló a Hélene y fue encerrado junto al “materialismo aleatorio” en un hospital psiquiátrico de París. Luego de su muerte en 1990, vino el desbande de los viejos revolucionarios hacia un mundo de conversos. En otro registro tanático del pensamiento crítico, de “rizoma” y “multiplicidad”, en noviembre de 1995, acorralado por una insuficiencia pulmonar, el “filósofo de la fuga”, Gilles Deleuze (70) ponía fin a su vida. Poco antes que terminara el siglo XX, Michel Foucault, había calificado a Deleuze, como el “espíritu filosófico de Francia”. Antes, el propio Foucault, fue advertido del virus que circulaba por San Francisco a fines de los años 70’. Pese a estar bajo alerta -según reza la leyenda- hizo caso omiso y murió de sida en 1984.

Luego el eclipse de las grandes causas populares en América Latina. El debilitamiento de la estructura de clases, y la notoria apostasía neoliberal de la actual “Izquierda Parlamentaria” en menos de 40 años. Una sorprendente desarticulación cultural y política afectó a los actores históricos que habían emplazado el periodo de acumulación de mercancías en su fase desarrollista-fordista. El gran proyecto histórico de las militancias dirigido a transformar la arquitectura capitalista, luego del cese dictatorial (1964-1989), naufragó en todas sus experimentaciones. Tal desarticulación, como quiera que hayan sido los factores históricos, generó un flagelo de credibilidad respecto a la posibilidad de remover la arquitectura capitalista y los contratos modernizantes. Todo fue consumado en la célebre «década perdida» -años 80’- bajo las políticas devastadoras de los ajustes fiscales en la región.

Más tarde se precipitó la «renovación socialista» como respuesta al vacío de teoricidad de la Unidad Popular. El exilio fecundo y cruel se plasmó en un gramscismo elital de la demografía MAPU. De un lado, el boom de Von Hayek en tierras poscomunistas y, de otro, la penetrante traducción politológica de la deconstrucción en el campo de la hegemonía laclausiana. Todos estos aspectos, cuál más, cuál menos, afloraron para repensar la relación entre democracia y socialismo, sin sopesar los desbandes de la relación entre «democracia y mercado». 

Décadas más tarde fueron aplastadas las fuerzas de la marea rosa, Rafael Correa, Dilma Rousseff, Evo Morales, y Cristina Fernández penden del lawfare conservador. Hoy vuelve la Uribe noche -Colombia- y en horas furiosas el paramilitarismo asedió a Petro en las últimas semanas. Hace casi un mes el fascismo Bolsonarista rompió el acuerdo institucional en Brasil. Tres décadas antes la «transición pactada» en Chile cultivó un infinito ethos de liberalización y “lumpen consumismo”, exportado para toda la región como un «milagro de crecimiento» centrado en abrazar la «austeridad fiscal» (1990). De un lado, el inevitable y fatídico apego a la institucionalidad Pinochetista mediante el paradigma de la gobernabilidad (realismo y modernización) y, de otro, el ritual populista de élites sin «retrato de futuro’ que masificaron un mundo de accesos, consuelos simbólicos y consumos culturales. Tal diagrama fue implementado por un «progresismo anfibio» que tenía como misión expulsar las subjetividades indóciles -cogniciones rebeldes- y borrar toda huella de «inadaptación ontológica» u obstinación dialéctica. En la fervorosa racionalidad chilena, la tenacidad por liberalizar los gravámenes regulacionistas de cualquier prevención estatal, precipitó un «consenso managerial» donde todos los agentes de la postdictadura abrazaron el contrato de las mercancías (estética de accesos). Esto era un proceso de época que se podía mitigar o exacerbar; la segunda opción fue la elegida. Años más tarde vino la irrupción de una generación (2011) que entremezclaban discursos napoleónicos, «memorias fugitivas» y “mesocracia reformista”. En su liturgia proponía un horizonte crítico que pondría fin a los vicios modernistas, jacobinos y testimoniales heredados del pequeño siglo XX. Tal convivencia, inicialmente transformadora, se dió en llamar Frente Amplio. Finalmente, y apremiados por los semiólogos de la economía (focalización, mercado de capitales, acuerdos de libre comercio) y el peso de Estados post-soberanos, se impuso un tiempo de afasias, que abandonó para siempre los pecados de la «dialéctica», abrazando el hedonismo estetizante de los 30 años de Concertación -espectro Alwynista- bajo un nuevo contrato de realismo. El frenteamplismo representa la última coalición del XX chileno -en sus formas institucionales y culturales- aunque no goza de tropos, relatos, ni ideologías. La abdicación mediante El Acuerdo para un “nuevo texto constitucional” -ralea de expertos- habría puesto la lápida a la insurrección imaginal de 2019. Ante la facticidad de los «concertacionismos múltiples», y luego de la devastadora gestión de Sebastián Piñera, la tecnificación de la experiencia, la ausencia de metáforas ciudadanas (públicas) y la erradicación de “lo político”, parecen ser el testamento realista de la nueva generación. 

En plena noche, el movimiento octubrista-derogante (2019) se debate entre los indultos y las incertezas de sus desbandes fetichistas, entre la rabia erotizada y el mito de un campo popular que nos empapó de una irrefrenable “cultura del rechazo” que nadie se explica. Aún no sabemos si fuimos aprendices de brujas bajo el establismentt de la revuelta. En suma, persiste en vilo una duda, a saber, si el «coro destituyente» abonó puntos para la restauración higienizante del reciente «acuerdo constitucional» (diciembre de 2022) entre guardianes de la modernización y transitologos resurrectos (socialistas y mundo conservador en una nueva axiomatización del portalianismo). En horas álgidas, donde la insurrección imaginal expresaba masivamente sus anhelos por un texto constitucional de vocación popular, la clase política se blindó tras un movimiento restaurador reflejado en El Acuerdo por La Paz (2019) «timoneado» por el círculo del presidente Boric-Font y los escoltas del «buenismo neoliberal». Al final del proceso, la movilización popular (2019) fue desterrada -reducida a crimen e inteligencias delirantes- a nombre de una comunión de expertos que se han revelado como cadáveres cognitivos. Ante la hostilidad de la época, y nuestra permanente expulsión del presente por derechas golpistas y progresismos laxos, solo nos queda un gesto mordaz. Un rictus o una mueca que en este caso sería la risa como “espasmos del diafragma” que son -vaya teología- “espasmos del alma”.

Luego de las “sucias manos materialistas”, ningún lenguaje es literalmente literal. La idea hilarante es responder al exilio fomentado por el culto californiano hacia el nuevo cuerpo político, con un gesto de infinita ambigüedad. Por fin, el Frente Amplio, soltó los pecados trascendentales de la dialéctica -risa socialista- y abrazó el tiempo lúdico de las porcelanas. Hoy la risa carnavalesca y el consuelo de una socialdemocracia -blanda- sin poemas políticos, es la comodidad del presente para una semiótica de los 50 años de la Unidad Popular. Finalmente, los borregos del esteticismo, y los personajes de la comedia, que abjuraron velozmente de lo trágico-dialéctico, no responden a ningún obrerismo de la esperanza. Todo se agudizó en Palacio -incluido el sublime histérico- con la caída de la Convención Constitucional el 04 de septiembre (2022).

Más tarde, una tormenta cultural llamada “body positive”, ha perpetrado sus códigos y lenguajes, en un presente sin narrativas.



Saberes de pasillo* // Horacio González

Alguna vez empleé la expresión “saberes de pasillo”. No recuerdo bien. Creo que fue en los pasillos de la Carrera de Sociología, si mal no recuerdo, cuando estábamos en Ciudad Universitaria. Eran pasillos muchos más aireados, mucho más grandes, y uno podía suponer que los saberes de esos pasillos se homologaban al tamaño de los mismos.  No sé si era así. Los pasillos de Ciudad Universitaria de Núñez estaban pensados por un arquitecto que efectivamente había supuesto el placer ampulosos de transitar por ellos. Estaban concebidos como amplias sendas de comunicación interna de la gran caja. De modo que esos pasillos, de alta resonancia espacial, impedían fijar bien los afiches, creo que no se prestaban para el milenario arte del graffiti. 

Recuerdo antes otra Facultad, en la memoria edilicia de las facultades que contuvieron el nombre retintineante de “sociología”. Si yo tuviera que decir hoy qué es la sociología, diría que son tres o cuatro edificios. No son muchas más cosas. Hay un placer en recordar edificios como libros, sobre todo cuando tenemos una memoria habitacional que podemos hojear o leer como si cada estancia arquitectónica fuese un capítulo diferente. Recuerdo Viamonte 430, que es el primer edificio de mi memoria universitaria. ¡Esos sí que eran pasillos! Efectivamente, eran los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras, construidos a principios de siglo. Allí, hace más de treinta años, comenzó esta carrera de Sociología. Había una vieja escalera de madera; había un patio andaluz; había azulejos que sin ninguna dificultad imagino también de neto cuño hispánico; flores ya marchitas, alguna vez habrá habido algún jardinero…

La Facultad de Filosofía y Letras se había fundado en 1896. El mismo año en que fue creada la de Agronomía, tal como lo recuerda un sarcástico escritor argentino, Ezequiel Martínez Estrada, que pensaba con el malhumor. En realidad, una persona así es impagable; uno quisiera tener algún pariente, un tío, cuyo pensamiento surja de una especie de órgano interno que fuera algo así como el malhumor pero no convertido en una sensación sino en un órgano tan consistente como el hígado o el corazón. Sólo un malhumorado podía recordar que el destino de la filosofía en este país iba a ser un destino irreal, paralelo a una vieja ocupación que la iba a derrotar y que se iba a convertir, por más proyectos que se hicieran, en la ocupación efectiva para la cual el país estaba destinado: las artes agropecuarias. La filosofía, esa otra cultura, nunca iba a superar a la Facultad de Agronomía. Martínez Estrada pensó que esta Facultad era inútil, y que la Facultad de Agronomía -que tampoco servía para nada- era útil pero en un país que no servía para nada. ¡Estos pensamientos son terribles! Eso sí es ser un malhumorado, pero no serlo ocasionalmente, serlo siempre y hacer del malhumor un órgano pensante. ¡Formidables personas! Uno quisiera conocerlas, quisiera que nunca se hubieran ido de la Argentina. En realidad, son aquellos que están destinados a cargar con toda la incomodidad de que al escucharlos pensemos que son profetas. ¡Por suerte fracasados!

Los pasillos de la vieja Facultad de Filosofía y Letras tenían dos o tres canales rápidos de circulación cuando apareció Sociología; uno iba directo al bar Moderno, que estaba en la calle Viamonte, otro iba directo al bar llamado El Coto. El nombre de “El Coto” era una abreviatura de su afanoso nombre en francés: “Côte d’Azur”. El otro canal nos llevaba a dar vuelta a la esquina para introducirnos en el edificio que se llamaba -y se sigue llamando- “Cadellada”, que estaba en Florida y Viamonte, donde funcionaba el anexo de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras. Porque la sociología siempre fue el incómodo anexo de Filosofía y Letras. Había que construir más pasillos, había que anexar más oficinas, había que construir boxes, pero sobre todo había que aguantar profesores que hablaban un idioma insoportable para los filósofos. El pasillo de sociología era algo que no podían tolerar los viejos filósofos y los viejos historiadores de la facultad que se tuvieron que acostumbrar a un hecho que ocurrió apenas dos veces en el país, en momentos de afloramiento de la crisis social. Cuando eso ocurrió en la Argentina, hubo sociólogos que fueron rectores. La sociología, por más mediocre que fuera, traía rumores urbanos, justamente por haber construido pasillos invisibles en la Facultad, que iban a bares, que iban a otros edificios que debían anexarse, que contribuían a arruinar un poco más aquel patio andaluz donde se había sentado Borges. Borges odiaba que hubiera sociólogos en su Facultad, donde quería enseñar Shakespeare y el inglés antiguo, pero al mismo tiempo tan revolucionariamente, digámoslo así, que se negaba a tomar exámenes, se negaba a considerarse un profesor y se negaba a crear cualquier vínculo entre profesor y alumno. No sé si eso es la cúspide del pensamiento conservador aliada a la cúspide del pensamiento revolucionario. Pero lo cierto es que la sociología sólo en dos oportunidades, en ciertas brechas, la de 1973 y la de 1983, dio rectores. No sé si esto puede ser el último elogio que se puede hacer de una ciencia que no sabe justificarse a sí misma. De una ciencia que ha perdido la capacidad de extrañamiento y de autoconciencia como para poder pensar en lo que hace.

Había otros pasillos que eran las organizaciones armadas argentinas. Era el otro pasillo con el que se comunicaba sociología. Era un pasillo invisible donde se rendía un examen muy riguroso. El examen era el examen de las armas. El examen era el examen de la disciplina. Eran todos los exámenes que conocemos reconcentrados en poderes que son quizás, a pesar de que los terminamos justificando y nos vemos envueltos en ellos, muy terribles, porque son poderes que nosotros creamos. Creo que hay cosquillas incómodas en el poder que creamos cuando fundamos algo; es muy difícil tolerar las situaciones que se producen por nuestro arbitrio, o por lo menos mucho más difícil que si lo encontramos hecho. Cuando el poder lo encontramos hecho y somos convidados ya está naturalizado, y más en lo que era la vieja Argentina de aquella Facultad de Filosofía y Letras, una vieja democracia muy rutinaria y que por lo tanto aceptaba en su mecanismo muchos alumnos nuevos. Aceptaba algo absurdo: que los infusos aspirantes a sociólogos nos hiciéramos alumnos de esa Facultad, quizás con la secreta confianza de que también leyéramos una revista como Cuestiones de Filosofía, que dirigía un joven llamado Eliseo Verón, o que alcanzáramos a leer una revista que había circulado alguna vez pero que algunos aún tenían en sus manos y revisaban, la revista Contorno, que hacían los hermanos Viñas. De este modo, los sociólogos cumplían a la vez un papel revulsivo, democratizador, plebeyo y con muchos más pasillos invisibles, con algunos saberes que desdeñaban o no sabía que existían aquellos filósofos. Y sin embargo la sociología estaba destinada a ser ese saber, cuya mediocridad había merecido el dictamen desaprobatorio de Martínez Estrada y que con justeza la consideraba también un saber menor.

León Rozitchner y Horacio González, publicadA por Oscar Ariel Cabezas 

Por alguna razón estamos circulando permanentemente alrededor de un saber menor cuya propia enunciación, “sociología”, es una enunciación que recuerda todas las farmacopeas, los encasillamientos y anaqueles de las trastiendas de pequeños gabinetes de insidiosas investigaciones clasificatorias. Muchos años después, ciertas grillas clasificatorias se siguen llamando “boxes”, muchos años después profesores siguen repitiendo ciertos esquemas de clasificación. ¿Por qué razón seguimos alrededor de un saber cuya enunciación misma nos recuerda su pasado vinculado a la historia del hospital, a la historia de la clasificación de las personas, a la historia del mando y de la orden en el ejército? Por alguna razón que tiene que ver con la cantidad de pasillos que ha sabido recorrer una ciencia, que se decía ciencia y que al mismo tiempo tenía esa vertiginosidad. Ernesto Villanueva, muy joven y en esa brecha del año 1973, sociólogo, fue rector y en la brecha que se correspondió con el año 1983 otro sociólogo, Francisco Delich, fue rector, esta vez quizás menos ilusionado respecto a la capacidad compulsiva que tenía ese conocimiento terminado en “ía”. En “logía”. No es lo mismo que Medicina, que no termina en “logía”. No es lo mismo que farmacia. Sí es lo mismo que Odontología, un saber que termina en logía, cercano a los que terminan en nomos, como Agronomía. Hay algunos que se conforman con su “logía”, su “nomía” y sin embargo es notable la diferencia, y me da la impresión que es Medicina la que contiene la mayor cantidad de posibilidades de que disponemos para pensar al mismo tiempo un edificio, una profesión, un conjunto de saberes y las incisiones sobre el cuerpo humano. Y su nombre, sin embargo, no alude ni al “nomos” ni al “logos”.

Ninguna Facultad logra en todos sus planos reconocer su propia aventura de conocimiento. Para esa Facultad, con tener graduados, basta. Porque los graduados están en laboratorios, hospitales, y al mismo tiempo, originan ciertos saberes muy perdurables. Son de algún modo los que resumen una cierta novelística preservativa de una sociedad que tiene que ver con Medicina, con la forma en que se abren cadáveres, con la forma en que se considera el cuerpo, contiene esa parte más ancestral del saber que es curar a alguien a través de ciertas manipulaciones y conjuros. Lo más odioso y lo más esperado por muchas personas que sólo tienen esa última esperanza: que se les manipule el cuerpo como curación. Volviendo a los pasillos: Viamonte 430 tenía todos sus pasillos invisibles en una Facultad de una arquitectura antigua, neoclásica afrancesada. Hoy lo podemos ver claramente. No era un edificio hospitalario, no era como éste de Marcelo T. de Alvear, que era una vieja maternidad, no era un edificio de departamentos, de oficinas de la calle Florida, que en la expansión de las Facultades la gente va ocupando en la ilusión de pertenecer a la misma facultad; esa fue una ilusión que gobernó la vida de Sociología durante bastante tiempo: pertenecer a una Facultad. Esa fue la ilusión del sociólogo. ¿A qué Facultad?: a una que se llamaba Filosofía y Letras, que es un nombre genial. En realidad tiene una “y”, junta todo y no junta nada. Están las letras que es como decir literatura, el habla, la escritura y está la filosofía, que es decir todo y al mismo tiempo decir muy poco, si escuchamos a los profesores de Filosofía y Letras. Toda esa añoranza, de tener una Facultad a la cual pertenecía sin gustarle, convivía al mismo tiempo con el hecho de Sociología como una segunda alma, la conciencia política de esas facultades, solicitada en los momentos en que aparecían las brechas en el terreno histórico. El sociólogo era aquel que estaba escribiendo la historia, a veces invisible, de las organizaciones políticas, de las organizaciones sociales y de las formas de dominio en la sociología argentina. Esta fue la primera gran ocupación de la sociología; no es verdad que la sociología surge en la Argentina pensada en los términos científicos que prometió Germani. Surge como la oscura crónica de una revolución que escurría cualquier definición.

La obra de Gino Germani se hace inevitable e inesperadamente interesante hacia el final: es la obra de un gran pesimista, muy parecido a Martinez Estrada, al cual había combatido pero junto con el cual, irónicamente podemos afirmarlo ahora, había fundado la sociología en Argentina. Germani sufrió un gran disgusto, y por eso termina siendo tan pesimista como aquellos textos contra los cuales quiso fundar una carrera. Terminó igual, porque la sociología era la vasta y persistente ansiedad irrealizada por el poder de las personas. Esto no lo podemos ocultar de ningún modo. Por eso me da la impresión de que hay una cierta reluctancia a examinar el examen, a pensar el parcial, a pensar la fotocopia, a pensar las fotocopiadoras, a pensar de qué modo leemos. Es una incomprensible incomodidad relacionada con la imposibilidad de aceptar el oscuro y frustrado origen de la sociología. Una incomodidad que nos obliga a preguntarnos si está bien que construyamos tanto metalenguajes, tantos presuntos conocimientos sobre aquellos conocimientos que queremos encarar, porque nos coloca en la difícil situación de las personas que continuamente piensan sobre lo que hacen. No es éste el caso de quien prefiere no actuar, del que no quiere la acción directa, del que no quiere comprometerse con lo que el saber tiene de rústico, de irreflexivo y por lo tanto de inmediato y productivo. La sociología que se hizo contra Germani, que a su vez la había hecho contra Martínez Estrada, es una sociología que se hizo muy rústica: habló los idiomas del poder, los reprodujo, los sigue reproduciendo. Escuchar a los profesores de sociología hoy resulta realmente interesantísimo, porque la mayoría de ellos produce un espectáculo conmovedor. Me incluiría. Producimos el espectáculo de que mereceríamos ser más leídos, más atentamente estudiados. En realidad, somos el testimonio museístico de los lenguajes que se usan para ocupar el poder. Sólo que a muchos de nosotros eso nos obliga a poner en práctica técnicas que no conocemos, fracasos seguramente escritos a los que no nos queremos arriesgar, a impedimentos que obturarían esa otra vocación que seguramente tenemos: la vocación de que no hay que impedir ninguna acción. Es la vocación de examinar lo que hacemos, examinar el examen, pensar que la crítica no tiene fin, fatigar a los alumnos con una larga cadena de observaciones sobre las observaciones, y preguntarnos permanentemente por el presente, de modo tal de desnaturalizarlo o desarmarlo. Un profesor así, que puede cuestionar una fotocopia, o un conjunto de fotocopias, nos está quitando las rutinas más obstusas que tiene la universidad, pero al mismo tiempo produce cierta libertad del saber que no corta nuestra vida, no nos imposibilita ser libre, no nos impide establecer todo tipo de vínculos y no nos imposibilita acceder a los pasillos invisibles que recorren la Facultad hacia otro destino.

Horacio González y Christian Ferrer, publicada por Ferrer en redes sociales.

Entonces, los pasillos de esta Facultad que siguieron recorriendo aquellos que no preguntaban qué fotocopias usaban, qué saberes citaban, de qué autores se consideraban el emisario virreinal en un país como Argentina, que es un país sin filosofía y con ciencias sociales, un país de lectores agudos y creativos. Pero seguramente desde José Ingenieros y el propio Martínez Estrada -quizás Germani, no sé si agregar a José Aricó- muy poco es lo que se ha desarrollado en términos de un pensamiento que podríamos decir respira de algún modo la historia de los edificios por los que atravesamos. Lo que estamos haciendo hoy no respira, no sólo porque los edificios se tornan cada vez más arquitectónicamente irrespirables sino porque los pasillos invisibles están demasiado obturados, no sabemos qué otros pasillo construir con la historia, con la política y los compromisos autoexaminadores de la universidad.

Después de la Facultad de Viamonte 430 me tocó ir en el año 1964 a la calle Independencia, donde hoy está Psicología. Ese fue el segundo paso que yo di, y es el segundo paso de toda la Facultad de Filosofía y Letras, porque siempre había estado en Viamonte 430. Por eso Ernesto Laclau le dedica su último libro a un edificio, donde dice que “todo empezó”. Dedicar un libro a un edificio también significa dedicárselo a ciertos libros, a ciertas revistas, a ciertas personas, a ciertas discusiones y ciertos bares, y a ciertas librerías. Quiero mencionar una de ellas: la librería Verbum, que estaba justo enfrente de la Facultad. Era una de esas librerías antiguas de Buenos Aires que tenía en la pared las fotos dedicadas al dueño de todos los poetas y escritores de aquel momento. Decir Viamonte al 400, donde hoy está la universidad, era decir la historia de ciertas revistas, de ciertas resistencias, era pronunciar ciertos nombres malditos, era decir Oscar Masotta, era decir -sin duda- los hermanos Viñas, y era decir -de algún modo- lo que podría haber sido el terreno de experimentación de lo que fue el futuro de la Facultad de Ciencias Sociales en la Argentina hasta hoy. En esa Facultad hicimos una primera huelga en contra de todas las metodologías “empiristas” en ciencias sociales. Hay una conocida ironía de las personas, por la cual no hacen más que combatirse a sí mismas. En esa huelga tuvo un papel preponderante, según recuerdo, Heriberto Muraro, que hoy emplea justamente todas esas metodologías.

Entrega del pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo a Horacio González, noviembre 2019

Ahora bien: ¿Esta Facultad estudia la política, estudia la sociedad? No, me parece que no. Hace algo que es interesante también: hablar del mismo modo con que habla la política en esta sociedad. Eso es interesante. ¿A eso puede llamárselo, exclusivamente, construcción del conocimiento, ese concepto pomposo que a veces se usa? No, no creo que se lo pueda llamar exactamente construcción del conocimiento. Parece un conocimiento muy especular, muy atado, reproducción empírica del habla real de la política, una pequeña garantía respecto a los poderes circulante en la Argentina, porque al final aquí se habla en ese idioma homólogo al del poder real. Entonces, ofrece garantías. Hay canales, hay pasillos que son ya invisibles, porque son pasillos de homologación de redes sociales reales. Puede surgir en esta clase, puede dar la vuelta y entrar en el Instituto de la Facultad. Puede salir del Instituto e ir a otro instituto de investigación; puede pasar menor por los bares, quizás, donde se tejen las ya escasas utopías de la política argentina. Finalmente, puede construir aquello que Argentina nunca tuvo: un destino de sociólogo profesional. En Argentina nunca hubo sociólogos profesionales. Por eso creo que es crucial esta discusión sobre si esta Facultad da definitivamente el paso hacia la construcción del sociólogo profesional en la Argentina. Es cierto que hay colegios de graduados, que efectivamente el tema preocupa a muchas personas, que forma parte de la angustia vocacional y política de muchos, es una inquietud que no se puede disfrazar de ningún modo. Efectivamente, esta es una Facultad muy lacerada por diferenciar irreversibles en el cuerpo profesional, que si bien no impiden armar una lista electoral única si impedirían pensar que habría un monolítico cuerpo profesoral, una ciencia unificada, homogénea, con una historia enteramente asumida y con realizaciones comprobables. No sucede así, lo cual -en mi opinión- hace las cosas mucho más interesantes. Porque recuerdo el sabor de los viejos pasillos, de los viejos saberes de pasillo que conducen en Argentina a las formas del conocimiento. Un conocimiento que, sin dejar de autointerrogarse, representa la forma más terrible del conocimiento (aristotélicamente, diríamos “más ereccionante”). Se confunde mucho con la pasividad, por eso es muy sútil, y al mismo tiempo no sólo no impide sino que los paneles corredizos que deja ese saber hacia la real política argentina son muchísimos.

Bueno, ya pasé a Independencia, Independencia al 3000, 3065, las direcciones se pueden recordar como uno recuerda las de su casa y de los lugares donde estuvo más tiempo: Viamonte 430, Independencia 3065… Era un viejo convento, no había sido construido como una Facultad. La Facultad de Filosofía y Letras, y Sociología, que se entromete en ella en los años ‘60, estaba en un edificio que había sido construido en 1903. Y ahora – estamos en los fines de la década de 1960- la carrera de Sociología estaba en un convento. Cuando entrábamos nos reíamos, porque todavía estaba en la puerta el nombre de las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús. Y estuvo mucho tiempo, hasta que al final alguien lo sacó. No sé qué celador, qué bedel prudente limó el nombre grabado en cemento de relieve, que por mucho tiempo siguió declarando la presencia del orden monástico en ese reducto de los revolucionarios. Ese edificio había perdido su destino. En los años ‘60 tenía la carga de ser la Facultad de Filosofía y Letras, donde todos fuimos, con Borges. Borges fue con su Swedenborg o su Shakespeare, e insistió en no tomar examen a sus alumnos, y nosotros -que éramos los que tomábamos examen- inventábamos formas de tomar examen en las que se notaba inmediatamente el afán político que nos movía. No sé si hoy lo deberíamos hacer así; creo que ya no lo hacemos así. Y tampoco sé si hoy, pensándolo retrospectivamente, habría que suponer que eso estuvo bien. Pero nos llevaba a convertir el examen tomado en una Facultad en un acto político, y a la ciencia en un lugar en el que se daban cita todas las contradicciones de una sociedad. ¿Teníamos derecho a hacer tal cosa? Yo, que lo recuerdo con nostalgia pero también con angustia, recuerdo los exámenes que tomábamos. Eran actos panfletarios, de deliberación y compromiso político. Eran actos por los que rondaban las estampas de Mao Tse Tung, de Perón, del Che Guevara, de Lenin, de las organizaciones guerrilleras. ¿Teníamos derecho a hacerlo? Ignoro si lo teníamos… yo lo hice; otras personas no lo hicieron. Los que no lo hacían percibían con mucha claridad; una claridad que no les debo envidiar, porque esa claridad de alguna manera los privaba del arrebatamiento de la época. Habría que diferenciar los motivos epistemológicos de los motivos políticos, los compromisos académicos de los compromisos políticos. Extendida hasta las últimas consecuencias, esa diferenciación da como resultado esta ambigua Facultad de Ciencias Sociales. 

Creo que resulta muy difícil recordarnos allá por los años ‘60. Los que pasamos esos años y que en aquel momento pensamos la alegría de escribir artículos en revistas políticas, creo que hoy los consideraríamos órdenes de captura contra nuestro propio presente. En realidad, uno no sabe realmente si el pasado de los que tuvimos alguna actividad en los años ‘60 nos impediría este presente tan distinto, o si este presente es tan balsámico que nos impide preocuparnos por aquel pasado que ya todos nos disculparon. Yo no sé bien cuál es el pasado biográfico que podría adjudicarme, pero tampoco sé si colectivamente se lo puede adjudicar a la Facultad y a sus pasillos. La Facultad, en Independencia 3065, era un gran hall, muchos de ustedes lo conocen, en el barrio de Boedo. En los años ‘20 había habido una gran polémica: Boedo y Florida. Bueno, la Facultad no la recordó, porque la Facultad tenía otros pasillos, ya había mucha guerrilla. Ya los exámenes estaban muy politizados. Había una escalera muy angosta que provocaba aglomeraciones. Esa escalera todavía no se ha modificado, es una escalera que servía para las monjitas; pero bien usaban esa escalera. Y lo hacían de una manera espectacularmente “hablativa”, digamos. Muy narrativa, como sucede en las escaleras de esta misma Facultad: hay mucha narración política. Del primero al quinto piso se pueden leer, aquí, historias alucinantes. Historias de este país y de otros países verdaderamente remotos.

Aquella Facultad tenía dos entradas, una por la calle Urquiza y otra por Independencia. Esto era muy útil en momentos de ocupación de la Facultad, cuando la cercaba la policía. Había también muchos bares antiguos, la vieja Unión Ferroviaria, el cine Unión, el bar Unión. El barrio se mantenía tal cual como en los años ‘30, cuando la Unión Ferroviaria había construido un magnífico edificio, un artdecó, revolucionario para el movimiento sindical de aquel entonces. Ese viejo edificio de la Unión Ferroviaria, que aún se conserva, alojó a la primera gran CGT que hubo en la Argentina antes de que el peronismo construyera la actual, con el edificio de líneas racionalistas de la calle Azopardo en esquina con Independencia. El gran edificio sindical de la Unión Ferroviaria marcaba el ritmo del barrio: el gran cine del barrio se llamaba Unión, y estaba en el mismo edificio que la Unión Ferroviaria, y el único bar importante del barrio también se llamaba Unión. En el otro bar, que se llamaba Buenos Aires, recuerdo que una de sus mesitas era una máquina de coser que la dueña del bar modificó y puso ahí. Los 5000 alumnos de Sociología y Psicología, hordas fanáticas y famélicas, que buscaban a sus padres primitivos, Freud y Durkheim, arrasaron con todo eso. Arrasaron con la memoria ferroviaria del barrio y con el bar Buenos Aires, y crearon los bares Sócrates, Platón, Prospectiva, Perspectiva, Proyección, Introyección, Retroversión. Apreció un bar Boliche y otro Bowling. Los nombres se iban mezclando; el bar Buenos Aires se siguió llamando así, pero inmediatamente todas sus mesas se modificaron. Bueno, no tan inmediatamente; me ‘parece que sus dueños conservadores querían aprovechar la oportunidad pero sin embargo la máquina de coser seguía allí. Ahora quien vea el bar Buenos Aires puede  percibir el impacto que causó la Facultad. Fue un impacto con pasillos aeroespaciales. La Facultad estaba comunicada con el pasado y con el presente del país: los pasillos eran muchos más que aquellos grandes cartelones que se colgaban en el hall de la Facultad. Los carteles eran enormes porque así lo permitían las grandes dimensiones del patio central. Se hacían carteles tan pero tan grandes que tapaban la visión. Hasta tal punto que, si me disculpan, puedo contar una anécdota.

José Luis Romero (1909-1977)

El decano de aquel momento era José Luis Romero, que para mí fue el último gran decano que tuvo esta universidad, es decir, el último gran profesor que se animó a cunplir tareas administrativas. Así que yo lo recuerdo con mucho cariño. Un buen día Romero amenazó con renunciar si no se sacaban los cartelones que impedían caminar por los pasillos de la Facultad.  Aquellos eran años en los que no se podía hacer otra cosa más que pegar grandes cartelones. Y efectivamente renunció. Nadie creyó que fuera a renunciar de verdad, pero renunció. Recuerdo una noche terrible, en que hicimos un viaje arltiano a Adrogué, él vivía en Adrogué, para pedirle a José Luis Romero que por favor no renunciara, que no íbamos a pegar más carteles hasta determinada altura, que íbamos a dejar veinte centímetros para la comunicación de Bedelía, en fin… La cuestión es que José Luis Romero dijo que no, “no vuelvo más a esa facultad”, y efectivamente no volvió más. Cuando volvíamos en el viejo tren, a las dos de la mañana, después que nos endilgó una filípica moralista-laica y una especie de historia social de la Argentina que terminaba en el peronismo, pero que comenzaba muy lejos (por eso salimos a las dos de la mañana), Daniel Hopen, que era el delegado estudiantil de la Facultad, y que había sucedido a Marcos Schlaster en esa entidad que se llamaba Delegación Estudiantil, comentó algo, con esa especie de desesperación que tenía él: “que le vamos a hacer, es un viejo socialista”. Porque Daniel Hopen fue un gran dirigente político, un gran orador, quizás el último gran orador de la vida universitaria argentina, uno de los grandes oradores trotskistas, uno de los cadáveres argentinos sin memoria, porque no veo que salga nunca en los recordatorios de Página/12, en fin, por eso esta noche lo quiero recordar acá, por lo menos como un gran orador, era también un gran trotskista, aunque hoy no sabría definir muy bien qué es un gran trotskista. Pero algo cierto es que un gran trotskista es un gran orador: siempre que hablaba lo hacía por veinte minutos, media hora, y ponía el mundo en sus manos. Efectivamente, antes de la televisión había una escuela de la oratoria, que también pasó por esta Facultad y se perdió con estos nombres, con estos grandes nombres, que hacían política -creo- para poder hablar, para poder subirse a una escalera y endilgar un gran discurso. Me parece que allí se hacía notorio el gran placer de la oratoria, donde se unía cierta vocación universalista y cósmica del trotskismo. Pero había algo que Daniel Hopen no entendió de Romero en esa noche terrible, cuando Romero -el viejo socialista laico- dijo que no. Hopen, el gran orador trotskista, que le fue a pedir “tácticamente” que no renunciara, salió diciendo aquello de que era un viejo socialista. Muchas veces tuvimos que decir eso de nuestros viejos profesores: “viejos socialistas”. Si hoy José Luis Romero dirigiera esta Facultad, sería un ultraizquierdista. 

Daniel Saúl Hopen (1939-1976). La foto pertenece al archivo disponible online de Roberto Baschetti

Bueno, los pasillos obligaron nuevamente. Voy a recorrer más rápidamente los pasillos que faltan, del convento al hospital, al Hospital de Clínica demolido. Otra vez un edificio que no nos pertenecía. En el Hospital de Clínicas hubo tiroteos, esa parte de la historia se me pierde, porque yo ya no estaba, pero escuchaba los tiroteos. Yo estaba en la Facultad de enfrente, la de Ciencias Económicas, en esos momentos. Para mí era mi vieja Facultad, la facultad donde me había recibido, donde había desarrollado mis compromisos políticos, esa facultad donde entonces escuchaba tiroteos. Los tiroteos sonaban en el lugar donde estaba el viejo Hospital de Clínicas,  que no podemos considerar que no fuera fruto de un gran momento edilicio y político de la Argentina. Ahí están los viejos bustos que hoy podemos ver en esa plaza. Los bustos no los tiraron abajo, son de los prohombres de la medicina, que ponían audaces inyecciones o descubrían el veneno de las víboras. La iglesia también quedó. Y al mismo tiempo, es una parte de la memoria de la sociología argentina la que transcurría ahí sin saber que secretamente enlazaba con los verdaderos fundadores médicos de esta disciplina, sin duda, un Ramos Mejía. Luego hubo que ir a Derecho, y luego al edificio que se compartía con Arquitectura. Visitantes, trashumantes, expulsados, marginales, errantes… Es una historia de edificios, de viajes, de trenes nocturnos, de grandes figuras de la política,  de la oratoria, de grandes dramas políticos, de grandes guerrilleros argentinos. Una gran historia en un lugar donde no hay un gran saber. Eso, de algún modo, no deja de ser interesante. El saber es pobre, pero las historias calcan como esos instrumentos que se venden en las calles, con un espejito, que sirven para calcar de un lado a otro, el dibujo de la historia política argentina. Me parece que eso no debe desdeñarse en el momento de contar la historia política, pedagógica y académica de la Facultad, o de la carrera.

Porque además no se sabe bien qué es. Es un producto inoportuno, que nace maldito, que no tiene clara conciencia de sus potencialidades,  que no sabe estrictamente cuáles son sus dimensiones científicas, que origina un profesionalismo que no está en condiciones de atender todos los compromisos de vida que esta facultad originó. Entonces, cuando en este edificio que recorremos los pasillos de la Facultad, efectivamente podemos festejar los saberes de pasillo que son rebeldes, ese lugar donde se pegan carteles, aunque las agrupaciones estudiantiles ahora pegan muchos carteles en las aulas. Ese es un indicio de debilidad. Es un indicio de debilidad porque creo que es en los pasillos donde se construyen las verdaderas alternativas. Las agrupaciones estudiantiles que antes entraban raudas y podían sentirse disputando el poder al profesor, que intimidado concedía que hablaran, hoy son mucho más cautelosas para pedirle la palabra cuando entran con sus volantes. Y de algún modo suponen que el pasillo es de nadie, es un lugar inhóspito, neutro, donde se camina rápidamente por las escaleras. Incluso ahora no prohíben tomar el ascensor, de modo que puede perderse la fabulosa narración política que cuentan los pasillos, este mercado de propaganda electoral,  pero también estos pasillos donde cualquier mercachifle hace su publicidad porque hay un público y hay un mercado, hay publicidad de revistas, de viajes a Miami con descuento, no hay ninguna publicidad microscópica ni microscópica que se deje hacer en los pasillos de esta Facultad. Cuando la publicidad política entra en el aula señala una debilidad del movimiento estudiantil. He ahí el lugar donde el movimiento estudiantil dice: ¡pero no leen los carteles! Este estudiante que pasa sin leerlos es el que tenemos que descubrir, interceptar, en el lugar donde está recogido, o en el lugar donde finalmente encuentra su realización: en el misterio del aula. Porque el aula es misteriosa. Me parece que es el lugar donde se reproduce la más vieja escena del drama del conocimiento: el hablar, el refutar, el neutralizar, el salir puteando en silencio. Son todas figuras del conocimiento que dudosamente vayan a desaparecer nunca, por más grabadores que haya en las aulas. Aún cuando las aulas terminen siendo como los bancos, con cámaras filmadoras que comuniquen con su terminal en el despacho del decano, quien -como en los aeropuertos- vea simultáneamente todo lo que se está diciendo en cincuenta clases al mismo tiempo. Un método muy recomendable para volver loco a cualquiera, no solamente a los decanos. Aunque se hiciera ese panóptico de la facultad, creo que la vieja de un escritorio, de una clase y de los profesores que hablan es casi indestructible. Digamos que tienen el mismo valor que las de la Crítica de la razón pura, de Kant, del 18 de Brumario de Marx o de Operación Masacre de Walsh. Aún seguimos pensando en esos términos. No sé si decir que mientras haya profesores dispuestos a invocar esos nombres, aunque sea mal, la vieja comedia del conocimiento se va a seguir realizando. En ese lugar es, entonces, donde la relación de la clase con el pasillo es no sólo indispensable sino que es una guerra permanente. El estudiante que entra… lo imagino así porque yo entré así a interrumpir clases de profesores. Alguna vez me atreví a interrumpirsela a Borges, y salí mal parado, porque Borges -el cuchillero- salió a enfrentan lo que en aquel momento tímidamente representabamos: el movimiento estudiantil. Hoy los profesores no enfrentan un movimiento estudiantil, porque no lo ven hostil. El movimiento estudiantil debe tener hostilidades, diría, conceptuales. Sería preciso un movimiento estudiantil que reflexionara sobre sí mismo, que se cuidara de renovar el lenguaje, porque así se convertiría en el lugar efectivo de la reflexión política en la universidad. Pero finalmente esta como todos, a la espera de que ocurra lo peor y sin azuzar su autorreflexión. Es el movimiento estudiantil que ve sólo territorial y tácticamente, que la percibe como lugar de acumulación de poder, como ocupación de espacios, de territorios, etc. Ahora el movimiento estudiantil habla como los profesores que habla como los políticos, que hablan en términos de un silenciamiento de los estudiantes que ellos fueron en los años ‘60, obligados a rechazarlos como aquel secreto que de algún modo podían contener o rememorar. O incluso lo digo mal: muchos recuerdan aquel tesoro porque al final es una forma de destacar muy galanamente que no está mal que las épocas cambien a las personas; yo pienso lo mismo. Y finalmente, con mayor o menor elegancia podemos recordar a los estudiantes que fuimos en aquellos años, que a su vez reproducen como reflejo de un espejo muy fiel, a los del movimiento estudiantil de hoy, que están anunciando a los futuros diputados y senadores, a los futuros ocupadores de espacios, a futuros acumuladores de poder. 

Fotografía de Santiago Chichero. Fuente: Anfibia

Bueno, pero es deber del movimiento estudiantil, es deber de los profesores y de una facultad neutralizar esa historia por lo menos en un punto: en el punto donde de vez en cuando -no sé si siempre- debe declarar como lugar absolutamente indispensable el lugar de la autoreflexión, el del autorreconocimiento, de la gratuidad del conocimiento y del hecho de que debe cesar el intercambio para que haya saber. Pero ese nada es por algo también, como decía Marcel Mauss. Ese algo viene con la historia, viene con otro tipo de recompensas, con ciertas fórmulas de la amistad, con ciertos huecos que se recrean en lo social cuando hacemos ésto, que se retribuyen, ya sea cuando los de arriba nos dicen que somos unos boludos, ya sea suponiendo que ésto puede ser un recuerdo interesantísimo en la memoria de quienes hayamos participado en un encuentro como éste, por ejemplo, el de hoy. Entonces, la posibilidad de suponer que el pasillo, que nos molesta, puesto que el aula está sonoramente encapsulada a las nueve de la noche entre los que pasan con su murmullo inacabable -son los que vienen de reírse del profesor de la hora anterior- y los colectivos de las líneas 39, 152, 12… Tendríamos que enorgullecernos, son las líneas de colectivos más importantes del país las que pasan por acá, cargando miles y miles de pasajeros a los que no les interesan para nada nuestras historias y que por supuesto tampoco querrían ser responsables -ni aún involuntarios- del ruido vital que causan superponiéndose con nuestros conceptos fundamentales.

Bien, también yo veo esto como parte de una lucha que por supuesto me molesta, pero no sería un ecologista más de nuestra Facultad. De todos estos itinerarios, de esta historia edilicia, de la vieja facultad de Filosofía y Letras, con su patio andaluz, conventos, hospitales, de esos inenarrables edificios del desarrollismo de los años 50’ y 60’ como la Ciudad Universaria, de esta Carrera a la que nadie quiere, quizás nosotros seamos los únicos enamorados equívocos de esta Facultad. Porque la maltratamos, decimos que la sociología así como está es un saber que tiene muy poco que ofrecer y que ofrecernos, y a pesar de todo, la persistencia con la cual seguimos viniendo acaso se debe a que querríamos leer una historia en los cinco pisos que atravesamos, una gran narración política en el pasillo. Creo que es por eso que seguimos viniendo, aún los más jóvenes, y por eso quisiera evitar hablar como un viejo conocedor de pasillos y festejador de las inscripciones y graffitis en los baños, que son como verdades ocultas pero secreto a voces. Venimos porque alguien creó esos vacíos, esos apellidos de la extraña inmigración argentina que pasaron por esta Facultad y que formaron parte de un largo encadenamiento de pensamientos irrealizados, como éstos que estamos haciendo ahora. Quizás lo que nos convoque, lo que nos mueve a seguir en esta facultad y en esta carrera que tanto criticamos es que -impropia como es, incapacitada de pensarse a sí misma- de algún modo nos recuerda todo aquello que involuntariamente pasó por ella, como si fuera un papel vegetal, algo que imprime involuntariamente todo lo que se le pega. Y eso sí lo hizo bien. Esta Facultad coleccionó grandes vidas y grandes pensamientos y lo sigue haciendo. Es un lugar que cuando clasifica lo hace mal, pero cuando colecciona lo hace con partes muy vitales de la historia política y de la historia del conocimiento en la Argentina. Sigue siendo un compromiso que nos gusta, a pesar de que para decir que nos gusta tengamos que hacer todos estos malabares de pasillo y creer todas estas alternativas tan fatigosas, que suponen decir que no nos gusta. Así, si se entiende esta paradoja, creo que puede entenderse el secreto fundamental de lo que hacemos. 

*”Saberes de pasillo” son las palabras de inauguración de la Facultas de Ciencias Afines, dichas en un pasillo de la Facultad de Ciencias Sociales de la calle Marceto T. de Alvear 2230 el 16 de noviembre de 1993. Fue publicado en la revista  Artefacto n°7 en el año 2012.

Para su publicación en Lobo Suelto fue transcrito de Saberes de pasillo. Universidad y conocimiento libre, de Horacio González, compilado y prologado por Juan Laxagueborde. Editado por Paradiso Ediciones en 2018.

Spinozismo // Diego Sztulwark

Se escribió de él que era algo así como el Cristo de la filosofía porque encarnó una vez lo impensable: la inmanencia “absoluta”. Lxs demás filósofxs, como apóstoles, se acercan más o menos a él, irreverentes o fieles, dóciles, escépticos o descreídos: jamás indiferentes. Con variantes diversas, este tipo de cosas se han escrito sobre Spinoza. Sus mas enconados detractores emplearon fórmulas inversas, presentándolo como una suerte pestilente anticristo, por haber redactado textos que ningún sistema de obediencias puede aceptar, ni refutar. Spinozistas son por tanto quienes descubriéndose a sí mismos en el vértigo de esa corriente irresistible -inmanencia-, procuran recorrer con libertad y rigor ese espacio en que lo absoluto es por fin abierto a la praxis, aún si en ese recorrido se constata una distancia infinita entre Spinoza y nosotrxs. Pero Spinoza no creyó que Jesús fuera un Cristo, ni que un Dios pudiera “encarnar” en un ser finito. La ironía (deleuziana-guattariana) de proponerlo como mesías de la filosofía tiene algo del humor inconformista que acompaña a quienes, sabiéndose íntima e irremediablemente ligados al autor de ese libro llamado “Etica” (nombre que rechaza la separación entre pensamiento y existencia), no desean asumir esa ligazón al modo de una religión, y por eso hacen del spinozismo un pensamiento exigente que si por un lado no llega nunca a deslindarse -se lo invoque o no- del nombre propio de Spinoza, no puede, por otro, admitir que nombre alguno -ni siquiera ese, vinculado a la inmanencia absoluta- sea ocasión para que se filtre la trascendencia, emanada del hábito de concebir lo absoluto como envuelto en una distancia imposible de recorrer, al modo teológico, secreto origen de los mecanismos que había que descubrir para comprender por fin las razones por las que los humanos fabricamos nuestras prisiones como si fueran libertades. Esa exigencia es la de lxs maestrxs de nuestro tiempo, quienes mejor han sabido desplazarse hacia esa idea extrema de la inmanencia -solo una vez pensada a fondo-, redescubriéndola como nervadura de lo real (expresión de Marilena Chauí) en que se entreteje cada pensamiento -y experiencia- que tenemos o podemos tener, y luchando a brazo partido por delinear los contornos de un pensamiento que sea capaz de inscribir esas experiencias comunes (lo que Louis Althusser llamaba “materialismo”), luz que permite volver a descifrar cada vez las claves de la producción de potencia que en los modos finitos “comunicantes” (al decir de Etienne Balibar) admite ser leía como series de aperturas, o “anomalías”, en que las que lo metafísico es descubierto como política y constitución (como piensa Toni Negri), objeto de una praxis que supone una fuerte reflexión sobre los modos de conocer (Alexander Matheron) y sobre las vías de la institución colectiva, como base de una problematización crítica de la persistente respuesta hobbeseana -como estatización de la obediencia en condiciones de mercado- al problema de las reglas que organizan la potencia de los muchos (Paolo Virno) por medio de una investigación a fondo sobre el papel de la filosofía como denuncia del terror sobre los cuerpos y las almas (como hizo entre nosotrxs León Rozitchner), herencia última -incluso y sobre todo en lo neoliberal- de lo teológico-político.

La muerte nunca explica nada // Diego Valeriano

En un momento, no se bien cuando, la muerte se volvió algo cotidiano. Tele, feed, calle, chat. Nos entristece, nos asombra, hasta hay veces que da risa, pero no es algo que nos interrumpe de manera brutal la vida. Pasa seguido y nos va curtiendo. Pasa seguido y siempre opinamos. Muerte de pibas, de gauchines, de amigos. Muertes absurdas, políticas, cotidianas. Velorios donde las lágrimas raspan la piel, las motos tiran cortes, las madres saben que no es el último. El dolor y la fiesta se hacen uno en esos velorios llenos de  calor, flores y escabio. Un pibe de 20 ya vio perder a varios amigos. Hay veces que ni alcanzan los paredones en el barrio para recordarlos. 

¿Sabes quien murió? ¿Viste cómo lo mataron? A veces la pregunta ni es urgente, es solo algo más de una charla, a veces es un posteo, un wasap. Casi siempre es una noticia. A veces somos comentaristas y seguimos scroleando. La muerte puede pasar, por eso es algo que casi no se exagera. Determinadas vidas a la muerte no la exageran. Se asume, se pierde algo para siempre, se busca venganza, por ahí se olvida. Se sigue sabiendo que la cosa no terminó. 

Lo único seguro desde que nacemos es que nos vamos a morir, pero en algunos lugares es más seguro todavía. No es que estemos anestesiados de muertes, solo es que nos volvimos espectadores. Posteo, like, hater. Si de algo hay que morir, mejor que sea de varias cosas y no de una. Si algo hay que morir mejor no morir como nosotros. Morir pollo, gato, paquete. Sin dar nada a cambio. No hay par contradictorio vida-muerte. Es la misma cara de la misma moneda. Las pares de contradicciones son otras, son de verdad, son interiores y no nos animamos a decirlas. Siento la tristeza y esta pequeña muerte cotidiana que ahora se hace inmensa.

¿Hay muertes evitables? Ninguna lo es. La muerte simplemente es. Cada quien muere como le toca, puede, a veces como elige. Bien quisiéramos que las muertes de pibas que no dejan de repetirse, cumplan la función al menos de revelar algo respecto de este mundo, de su mediocridad, de su crueldad. Pero justamente la muerte nunca explica nada.

 

Ética militante // Barrilete Cósmico

 

Rechazamos desde un primer momento todos los términos técnicos que hablaban de los pibes: niños en situación de calle, en conflicto con la ley penal, abordaje, intervención, adicto; también rechazamos la peregrinación por los juzgados y los equipos técnicos con sus legajos. No buscamos crear un centro de día, el intercambio interdisciplinario nunca se dio. No hay casos. No discutimos casos. No queríamos armar una organización que albergue pibes y les permita refugio subjetivo. No queremos a los pibes mas educables, los que seguro (mal que mal) siguen lo esperado, no hay protocolo. No hay inclusión, no es posible y ademas le dijimos no de entrada a la inclusión como excluidos. A decir verdad, parece que no tenemos objetivo. No terciaríamos las políticas de otros. No somos técnicos ni profesionales pero tampoco somos militantes, no hacemos política, no somos educadores populares, no creemos en la igualdad futura, no nos importa. No tenemos expectativas, no sabemos. Ya no aspiramos a resolver la compleja problemática. No transformamos la realidad, es mas no creemos que la educación sea herramienta de cambio. No se trata de transmitir, ni de incluir, ni de aconsejar, ni de salvar, ni de emancipar a los pibes y pibas. Carecemos de ética militante, de moral. No juzgamos, no ofrecemos redención. No hay talleres sobre sexualidad, HIV o sobre la dictadura, sentimos que no hay nada para transmitir. No hay sujeto a emancipar. No planificamos (y cuando lo hicimos no salio), no proyectamos, no hay proceso. No construimos un rol adulto, no asignamos roles. No forzamos modos de víncularnos. No creemos ser una organización. Tampoco un quiosquito. Ni guetho, ni microempresa. No tenemos sede, no necesitamos. No tenemos un deber, ni una misión, ni nada. No nos quedamos quietos. Los pibes y pibas no dependen de nosotros, no lo aceptamos. No somos responsables, no nos hacemos cargo; no somos recurso. No queremos el patronato, ninguno; ni el antiguo ni el nuevo progre, medico psico social. No le hacemos mal a nadie. No rescatamos a nadie, no manejamos el destino final de las cosas, no es rock and roll? es pura suerte.

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Los destructores de maquinas // Christian Ferrer

El código sangriento
Desde muy antiguo la horca ha sido un castigo ignominioso. Si se medita sobre su familiaridad estructural con la picota comprendemos porqué está ubicada en el escalón mas alto reservado a la denigración de una persona. A ella solo accedían los bajos estratos sociales delincuentes o refractarios: a quien no plegaba las rodillas se le doblaba la cerviz por la fuerza.
Algunos ajusticiados famosos de la época moderna fueron mártires: a Parsons, Spies y a sus compañeros de patíbulo los recordamos tenuemente cada 1 de mayo. Pero pocos recuerdan el nombre de James Towle, quien en 1816 fue el último “destructor de máquinas” a quien se le quebró la nuca. Cayó por el pozo de la horca gritando un himno luddita hasta que sus cuerdas vocales se cerraron en un solo nudo. Un cortejo fúnebre de tres mil personas entonó el final del himno en su lugar, a capella. Tres años antes, en catorce cadalsos alineados se habían balanceado otros tantos acusados de practicar el “luddismo”, apodo de un nuevo crimen recientemente legalizado.
Por aquel tiempo existían decenas de delitos tipificados cuyos autores entraban al reino de los cielos pasando por el ojo de una soga. Por asesinato, por adulterio, por robo, por blasfemia, por disidencia política, muchos eran los actos por los cuales podía perderse el hilo de la vida. En 1830 a un niño de solo nueve años se le ahorcó por haber robado unas tizas de colores, y así hasta 1870 cuando un decreto humanitario acomodó todos los delitos en solo cuatro categorías. A las duras leyes que a todos contemplaban se la conoció como “The Bloody Code”.
Pero el luddismo se constituyó en un insólito delito capital: desde 1812, maltratar una máquina en Inglaterra costaría el pellejo. En verdad pocos recuerdan a los “ludds”, título con el que se reconocían entre ellos. De vez en cuando, estampas de aquella sublevación popular que se hiciera famosa a causa de la destrucción de máquinas han sido retomadas por tecnócratas neoliberales o por historiadores progresistas y exhibidas como muestra ejemplar del absurdo político: “reivindicaciones reaccionarias”, “etapa artesanal de la conciencia laboralista”, “revuelta obrera textil empañada por tintes campesinos”. En fin, nada que se acerque a la verdad. Unos y otros se han repartido en partes alícuotas la condena del movimiento luddita, rechazo que en el primer caso es interesado y en el segundo fruto de la ignorancia y el prejuicio. La imagen que a diestra y siniestra se cuenta de los ludditas es la de una tumultuosa horda simiesca de seudocampesinos iracundos que golpean y aplastan las flores de hierro donde liban las abejas del progreso. En suma: el cartel rutero que señala el linde de la última rebelión medieval. Allá, una paleontología; aquí un bestiario.
Ned Ludd, fantasma
Todo comenzó un 12 de abril de 1811. Durante la noche, trescientos cincuenta hombres, mujeres y niños arremetieron contra una fábrica de hilados de Nottinghamshire destruyendo los grandes telares a golpes de maza y prendiendo fuego a las instalaciones. Lo que allí ocurrió pronto sería folclore popular. La fábrica pertenecía William Cartwright, fabricante de hilados de mala calidad pero pertrechado de nueva maquinaria.
La fábrica, en sí misma, era por aquellos años un hongo nuevo en el paisaje: lo habitual era el trabajo cumplido en pequeños talleres. Otros setenta telares fueron destrozados esa misma noche en otros pueblos de las cercanías. El incendio y el haz de mazas se desplazó luego hacia los condados vecinos de Derby, Lancashire y York, corazón de la Inglaterra de principios del siglo XIX y centro de gravead de la Revolución Industrial.
El reguero que había partido del pueblo de Arnold se expandió sin control por el centro de Inglaterra durante dos años perseguido por un ejército de diez mil soldados al mando del General Thomas Maitland.
¿Diez mil soldados? Wellington mandaba sobre bastantes menos cuando inició sus movimientos contra Napoleón desde Portugal. ¿Más que contra Francia? Tiene sentido: Francia estaba en el aire de la inmediaciones y de las intimidaciones; pero no era la Francia Napoleónica el fantasma que recorría la corte inglesa, sino la Asamblearia. Sólo un cuarto de siglo había corrido desde el Año I de la Revolución. Diez mil. El número es índice de lo muy difícil que fue acabar con los ludditas. Quizás porque los miembros del movimiento se confundían con la comunidad. En un doble sentido: contaban con el apoyo de la población, eran la población. Maitland y sus soldados buscaron desesperadamente a Ned Ludd, su líder. Pero no lo encontraron. Jamás podrían haberlo encontrado, porque Ned Ludd nunca existió: fue un nombre propio pergeñado por los pobladores para despistar a Maitland. Otros líderes que firmaron cartas burlona, amenazantes o peticiones se apellidaban “Mr. Pistol”, “Lady Ludd”, “Peter Plush” (felpa), “General Justice”, “No King”, “King Ludd” y “Joe Firebrand” (el incendiario). Algún remitente aclaraba que el sello de correos había sido estampado en los cercanos “Bosques de Sherwood”. Una mitología incipiente se superponía a otra más antigua. Los hombres de Maitland se vieron obligados a recurrir a espías, agentes provocadores e infiltrados, que hasta entonces constituían un recurso poco esencial de la logística utilizada en casos de guerra exterior. He aquí una reorganización temprana de la fuerza policial, a la cual ahora llamamos “inteligencia”.
Si a los acontecimientos que lograron tener en vilo al país y al Parlamento los devoró el incinerador de la historia, es justamente porque el objetivo de los ludditas no era político sino social y moral: no querían el poder sino poder desviar la dinámica de la industrialización acelerada. Una ambición imposible.
Apenas quedaron testimonios: algunas canciones, actas de juicios, informes de autoridades militares o de espías, noticias periodísticas, 100.000 libras de pérdidas, una sesión del Parlamento dedicada a ellos, poco más. Y los hechos: dos años de lucha social violenta, mil cien máquinas destruidas, un ejército enviado a “pacificar” las regiones sublevadas, cinco o seis fábricas quemadas, quince ludditas muertos, trece confinados en Australia, otros catorce ahorcados ante las murallas del Castillo de York, y algunos coletazos finales.
¿Por qué sabemos tan poco sobre las intenciones ludditas y sobre su organización? La propia fantasmagoría de Ned Ludd lo explica: aquella fue una sublevación sin líderes, sin organización centralizada, sin libros capitales y con un objetivo quimérico: discutir de igual a igual con los nuevos industriales. Pero ninguna sublevación “espontánea”, ninguna huelga “salvaje”, ningún “estallido” de violencia popular salta de una chistera. Lleva años de incubación, generaciones transmitiéndose una herencia de maltrato, poblaciones enteras macerando conocimientos de resistencia: a veces, siglos enteros se vierten en un solo día. La espoleta, generalmente, la activa el adversario. Hacia 1810, el alza de precios, la pérdida de mercados a causa de la guerra y un complot de los nuevos industriales y de los distribuidores de productos textiles de Londres para no adquirir mercadería a los talleres de la pequeñas aldeas textiles, encendió la mecha. Por otra parte, las reuniones políticas y la libertad de letra impresa habían sido prohibidas con la excusa de la guerra contra Napoleón y la ley prohibía emigrar a los tejedores, aunque se estuvieran muriendo de hambre: Inglaterra no debía entregar su expertise al mundo.
Los ludditas inventaron una logística de urgencia que abarcaba un sistema de delegados y correos humanos recorriendo los cuatro condados; juramentos secretos de lealtad, técnicas de camuflaje, centinelas, organizadores de robo de armas en el campamento enemigo, pintadas en las paredes… Además descollaron en el viejo arte de componer canciones de guerra, a los cuales llamaban himnos. En uno de los pocos que han sido recopilados puede escucharse: “Ella tiene un brazo/ y aunque solo tiene uno/ hay magia en ese brazo único/ que crucifica a millones/ Destruyamos al Rey Vapor, el Salvaje Moloch”, y en otra: “Noche tras noche, cuando todo está quieto/ y la luna ya ha cruzado la colina/ marchamos a hacer nuestra voluntad/¡Con hacha, pica y fusil!”. Las mazas que utilizaban los ludditas provenían de la fábrica Enoch. Por eso cantaban “La gran Enoch irá al frente/ Deténgala quien se atreva, deténgala quien pueda/ Adelante los hombre gallardos/ ¡Con hacha, pica y fusil!
La imagen de la maza trascenderá la breve epopeya luddita. En la iconología anarquista de principios de siglo, hércules sindicalizados suelen estar a punto de aplastar con una gran maza, no ya máquinas, sino el sistema fabril entero. Todos estos blues de la técnica no deben hacer perder de vista que las autoridades no solo querían aplastar la sublevación popular, también buscaban impedir la organización de sectas obreras, en una época en la cual solamente los industriales estaban unidos. Carbonarios, conjurados, la Mano Negra de Cádiz, sindicalistas revolucionarios: en el siglo pasado la horca fue la horma para muchas intentonas sediciosas.
“Juego Limpio”
Ya nadie recuerda lo que significaron en otro tiempo las palabras “precio justo” o “renta decorosa”. Entonces, como ahora, una estrategia de recambio y aceleración tecnológicas y de realineamiento forzado de las poblaciones retorcía los paisajes. Roma se construyó en siete siglos, Manchester y Liverpool en solo veinte años. Más adelante, en Asia y África se implantarían enclaves en solo dos semanas. Nadie estaba preparado para semejante cambio de escala.
La mano invisible del mercado es tactilidad distinta del trato pactado en mercados populares. El ingreso inconsulto de nueva maquinaria, la evicción semiobligada de las aldeas y su concentración en nuevas ciudades fabriles, la extensión del principio del lucro indiscriminado y el violento descentramiento de las costumbres fueron caldo de cultivo de la rebelión. Pero el lugar común no existió: los ludditas no renegaban de toda la tecnología, sino de aquella que representaba un daño moral al común; y su violencia estuvo dirigida no contra las máquinas en sí mismas (obvio: no rompían sus propias y bastante complejas máquinas) sino contra los símbolos de la nueva economía política triunfante (concentración en fábricas urbana, maquinaria imposible de adquirir y administrar por las comunidades). Y de todos modos, ni siquiera inventaron la técnica que los hizo famosos: destruir máquinas y atacar la casa del patrón eran tácticas habituales para forzar un aumento de salarios desde hacía cien años al menos. Muy pronto se sabrá que los nuevos engranajes podían ser aferrados por trabajadores cuyas manos eran inexpertas y sus bolsillos estaban vacíos. La violencia fue contra las máquinas, pero la sangre corrió primero por cuenta de los fabricantes. En verdad, lo que alarmó de la actividad luddita fue su nueva modalidad simbólica de la violencia. De modo que una consecuencia inevitable de la rebelión fue un mayor ensamblaje entre grandes industriales y administración estatal: es un pacto que ya no se quebrantará.
Los ludditas aun nos hacen pregutnas: ¿Hay límites? ¿Es posible oponerse a la introducción de maquinaria o de procesos laborales cuando estos son dañinos para la comunidad? ¿Importan las consecuencias sociales de la violencia técnica? ¿Existe un espacio de audición para las opiniones comunitarias? ¿Se pueden discutir las nuevas tecnologías de la “globalización” sobre supuestos morales y no solamente sobre consideraciones estadísticas y planificadoras? ¿La novedad y la velocidad operacional son valores? A nadie escapará la actualidad de los temas. Están entre nosotros.
El luddismo percibió agudamente el inicio de la era de la técnica, por eso plantearon el “tema de la maquinaria”, que es menos una cuestión técnica que política y moral. Entonces, los fabricantes y los squires terratenientes acusaban a los ludditas del crimen de Jacobinismo, hoy los tecnócratas acusan a los críticos del sistema fabril de nostálgicos. Pero los Ludds sabían que no se estaban enfrentando solamente a codiciosos fabricantes de tejidos sino a la vigencia técnica de la fábrica. Futuro anterior: pensaron la modernidad tecnológica por adelantado.
Epílogos
El 27 de febrero de 1812 fue un día memorable para la historia del capitalismo. También para la crónica de las batallas perdidas.
Los pobres violentos son tema parlamentario: habitualmente el temario los contempla únicamente cuando se refrendan y limitan conquistas ya conseguidas de hecho, o cuando se liman algunas aristas excesivas de duros paquetes presupuestarios, pero aun más rutinariamente cuando se debaten medidas ejemplares. Ese día Lord Byron ingresa al Parlamento por primera y última vez.
Desde Guy Fawkes, quien se empeñó en volar por los aires la Cámara de los Lores, nadie se había atrevido a presentarse con la intención de contradecirles. Durante la sesión, presidida por el Primer Ministro Perceval, se discute la pertinencia del agregado de un inciso faltante de la pena capital, a la cual se conocerá como “Framebreaking bill”: la pena de muerte por romper una máquina. Es Lords vs Ludds: cien contra uno.
Por aquel entonces Byron trabajaba intensamente en su poema Childe Harold, pero se hizo de un tiempo para visitar las zonas sediciosas a fin de tener una idea propia de la situación. El proyecto de ley ya había sido aprobado en la Cámara de los Comunes. El futuro primer ministro William Lamb (Guillermo Oveja) votó a favor no sin aconsejar al resto de sus pares hacer los mismo pues “el miedo a la muerte tiene una influencia poderosa sobre la mente humana”. Lord Byron intenta una defensa admirable pero inútil. En un pasaje de sus discurso, al tiempo que trata a los soldados como un ejército de ocupación, expone el rechazo que había generado entre la población.
“¡Marchas y contramarchas! ¡De Nottingham a Bulwell, de Bulwell a Banford, de Banford a Mansfield! Y cuando al fin los destacamentos llegaban a destino, con todo el orgullo, la pompa y la intendencia propia de una guerra gloriosa, era tan solo para contemplar los hechos consumados, para dar fe de la fuga de los responsables, para recoger fragmentos de máquinas rotas y para volver a sus campamentos entre la mofa de las viejas y el abucheo de los niños”.
Y agrega una súplica. “¿Es que no hay ya suficiente sangre en vuestro código legal de modo que sea preciso derramar aún más para que ascienda al cielo y testifique contra ustedes? ¿Y cómo se hará cumplir esta ley? ¿Se colocará una horca en cada pueblo y de cada hombre se hará un espantapájaros?”. Pero nadie lo apoya. Byron se decide a publicar en un periódico un peligroso poema en cuyos últimos versos se leía:
“Algunos vecinos pensaron, sin duda, que era chocante,
Cuando el hambre clama y la pobreza gime,
Que la vida se valore menos aún que una mercancía
Y la rotura de un aparato (frame) conduzca a quebrar los huesos.
Si así demostrara ser, espero, por esa señal
(Y quien rehusaría participar de esta esperanza)
Que los esqueletos (frames) de los tontos sean los primeros en ser rotos.
Quienes, cuando se les pregunta por un remedio, recomiendan una soga.
Quizás Lord Byron sintió simpatía por los ludditas o quizás –dandy a fin y al cabo- detestaban la codicia de los comerciantes, pero seguramente no llegó a darse cuenta de que la nueva ley representaba, en verdad, el parto simbólico del capitalismo. El resto de su vida la pasará en el Continente. Un poco antes de abandonar Inglaterra publica un verso ocasional en cuyo colofón se leía “Down with all the kings but King Ludd”.
En enero de 1813 se cuelga a George Mellor, uno de los pocos capitanes ludditas que fueron agarrados y, unos pocos meses después, es el turno de otros catorce que habían atacado la propiedad de Joseph Ratcliffe, un poderoso industrial. No había antecedentes en Inglaterra de que tantos hubieran sido hospedados por la horca en un solo día. También este número es un índice. El gobierno había ofrecido recompensas suculentas en sus pueblos de origen a cambio de información incriminatoria, pero todos los aldeanos que se presentaron a por la retribución dieron información falsa y usaron el dinero para pagar la defensa de los acusados. No obstante, la posibilidad de un juicio justo estaba fuera de cuestión, a pesar de las endebles pruebas en su contra. Los catorce ajusticiados frente a los muros de York se encaminaron hacia su hora suprema entonando un himno religiosos (Behold the Savior of Mankind). La mayoría eran metodistas.
En cuanto la rebelión se extendió por los cuatro costados de la regióntextil también se complicó el mosaico de implicados: demócratas seguidores de Tom Paine (llamados “painistas”), religiosos radicales, algunos de los cuales heredaban el espíritu de las sectas exaltadas del siglo anterior –levellers, ranters, southscottians, etc-, incipientes organizadores de Trade Unions (entre los ludditas apresados no solo había tejedores sino también todo tipo de oficios), emigrantes irlandeses jacobinos. Siempre ocurre: el internacionalismo es viejo y en épocas antiguas se lo conoció bajo el alias de espartaquismo.
Todos los días las ciudades dan de baja miles y miles de nombres, todos los días se descoyuntan en la memoria las sílabas de incontables apellidos del pasado humano. Sus historias son sacrificadas en oscuros cenotes. Ned Ludd, Lord Byron, Cartwright, Perceval, Mellor, Maitland, Ogden, Hoyle, ningún nombre debe perderse. El general Maitland fue bien recompensado por sus servicios: se le concedió el título nobiliario de Baronet, fue nombrado Gobernador de Malta y después Comandante en Jefe del Mar Mediterráneo, más tarde Alto Comisionado para las Islas Jónicas; antes de irse del todo, aún tuvo tiempo de aplastar una revolución en Cefalonia. Perceval, el Primer Ministro, fue asesinado por un alienado incluso antes de que colgaran al último luddita. William Cartwright continuó con su lucrativa industria y prosperó y el modelo fabril hizo metástasis. Uno de sus hijos se suicidó nada menos que en medio del Palacio de Cristal durante la Exposición Mundial de productos industriales de 1851, pero el tronar de la sala de máquinas en movimiento amortiguó el ruido del disparo. Cuando algunos años después de los acontecimientos murió un espía local –un judas- que se había quedado en las inmediaciones, su tumba fue profanada y el cuerpo exhumado vendido a estudiantes de medicina.
Algunos ludditas fueron vistos veinte años más tarde cuando se fundaron en Londres las primeras organizaciones de la clase obrera. Otros que habían sido confinados en tierras raras dejaron alguna huella en Australia y la Polinesia. Itinerarios semejantes pueden ser rastreados después de la Comuna de Paría y de la Revolución Española. Pero la mayoría de los pobladores de aquellos cuatro condados parecen haber hecho un pacto de anonimato, refrendo de aquella omertá* anterior llamada “Ned Ludd”: en los valles nadie volvió a hablar de su participación en la rebelión. La lección había sido dura y la ley de la tecnología lo era aunmás. Quizás de vez en cuando, en alguna taberna, alguna palabra, alguna canción; hilachas que nadie registró. Fueron un aborto de la historia. Nadie aprecia ese tipo de despojos.
Voces

¿Por qué demorarse en la historia de Ned Ludd y de los destructores de máquinas? Sus actos furiosos sobreviven tenuemente en brevísimas notas al pie de página del gran libro autobiográfico de la humanidad. La consistencia de su historia es anónima, muy frágil y casi absurda, lo que a veces promueve la curiosidad pero las más de la veces el desinterés por lo que no merece crear dinastía.
No es éste un siglo para detenerse: el burgués del siglo pasado podía darse el lujo de recrearse lentamente con un folletín, pero las audiencias de este siglo apenas disponen de un par de horas para hojear la programación televisiva. Vivimos en la época de la taquicardia, como sarcásticamente la definió Martínez Estrada. Remontar el curso de la historia a contracorriente a fin de reposar en el ojo de sus huracanes es tarea que solo un Orfeo puede arrostrar. Él se abrió paso al mundo de los muertos con melodías que destrabaron cerrojos perfectos. Nosotros solamente podemos guiarnos por los fogonazos espectrales que estallan en viejos libros: soplos agónicos entre harapos lingüísticos. Cualquier otro rastro ya se ha disuelto en los elementos. Pero si los elementos fueran capaces de articular un lenguaje, entonces podrían devolvernos la memoria guardada de todo aquello que ha circulado por su “cuerpo” (por ejemplo, todos los remos que hendieron el agua en todos los tiempos, o todas las herradura que pisaron la tierra, y así). A su turno, el aire devolvería la totalidad de las voces que han sido lanzadas por las bocas de todos los humanos que han existido desde el comienzo de los tiempo. Es cierto que cada minuto se dicen millones de palabras. Y ninguna se habría perdido, ni siquiera las de los mudos. Todas ellas habrían quedado registradas en la transparencia atmosférica, cuya relación con la audibilidad humana aún está por investigarse: sería algo así como cuando los dedos de los niños garabatean nerviosos corazones en vidrios empañados por el propio aliento. Si se pudiera traducir ese archivo oral a nuestro lenguaje, entonces todas las cosas dichas volvería en un solo instante componiendo la voz de una runa mayor o la memoria total de la historia.
En el viento se han sembrado voces que son conducidas de época en época; y cualquier oído puede cosechar lo que en otro tiempo fue tempestad. El viento es tan buen conductor de las memorias porque lo dicho fue tan necesario como involuntario, o bien porque a veces nos sentimos más cerca de los muertos que de los vivos.
De tantas cosas dichas, yo no puedo ni quiero dejar de escuchar lo que Ben, un viejo luddita, les dijo a unos historiadores locales del Condado de Derby cincuenta años después de los sucesos: “Lo que más me amarga es que nuestros propios vecinos más jóvenes malinterpreten lo que hicimos los ludditas”.
¿Pero cómo podía alguien, en aquel entonces, en plena euforia del progreso, prestar oídos a las verdades ludditas? No había, y sigue sin haberla, audición posible para las profecías de los derrotados. La queja de Ben constituyó la última palabra del movimiento luddita, a su vez eco apagado del quejido de quienes fueron ahorcados en 1813. Y quizá yo haya escrito todo esto con el único fin de escuchar mejor a Ben. Me aferro y tiro de su hilillo de voz como lo haría cualquier semejante que recorriera este laberinto.
* omertá: término italiano propio del ambiente mafioso, “la ley del silencio”.
Fuente: http://soldadosdeludd.blogspot.com.ar/

Autogestión y narcisismo // Félix Guattari

La autogestión como consigna puede servir para cualquier cosa. De Lapassade a De Gaulle, de la CFDT a los anarquistas. ¿Autogestión de qué? Referirse a la autogestión en sí, independientemente del contexto, es una mistificación. Se convierte en algo así como un principio moral, el solemne compromiso de que será en sí mismo, por sí mismo, que se administrará lo que es de tal o cual grupo o empresa. La eficacia de tal consigna depende sin duda de su efecto de autoseducción. La determinación en cada situación del objeto institucional correspondiente es un criterio que debería permitir clarificar el asunto.

La autogestión de la escuela o la universidad está limitada por su dependencia objetiva del estado, por el modo de financiación, por el compromiso político de los usuarios, etc. No puede ser sino una consigna de agitación transitoria y que en definitiva corre el riesgo de crear bastante confusión si no está articulada en una perspectiva revolucionaria coherente. La autogestión de una fábrica o de un taller está expuesta también a ser dominada por la ideología reformista psicosociológica, que considera que el dominio “interrelacional” tiene que ser tratado con técnicas de grupo, por ejemplo el training group entre los técnicos, cuadros, patrones (para los obreros, tales técnicas son demasiado “caras”).

Se “impugna”, en lo imaginario, la jerarquía. De hecho, no solamente no se toca nada, sino que se le encuentra un fundamento modernista, se la disfraza con un estilo y una moral rogeriana o con cualquier otra. La aplicación de la autogestión en una empresa implica el control efectivo de la producción y de los programas: de inversiones, de organización del trabajo, de relaciones comerciales, etc. En consecuencia, una comunidad de trabajadores que “optara por una autogestión” en una fábrica tendría que resolver numerosos problemas con el exterior. Lo que sería perdurable y viable sólo si este exterior estuviera también organizado como autogestión. Una sucursal de correos aislada no viviría mucho tiempo con la autogestión y, de hecho, el conjunto de los engranajes productivos se interpenetran a la manera de centrales telefónicas. Las experiencias de autogestión durante las huelgas, el funcionamiento de sectores productivos de una fábrica para responder a las necesidades de los huelguistas, la organización del aprovisionamiento, de la autodefensa, son experiencias indicativas muy importantes. Demuestran las posibilidades de superar los niveles reivindicativos de las luchas. Indican una vía de organización de una sociedad revolucionaria durante un período transitorio. Pero es evidente que no podrían aportar respuestas claras y satisfactorias a los tipos de relaciones de producción, a los tipos de estructuras adaptadas a una sociedad que haya expropiado los poderes económicos y políticos de la burguesía en una economía desarrollada.

El control obrero plantea de hecho problemas políticos fundamentales, puesto que afecta a objetos institucionales que cuestionan la infraestructura económica. Un aula universitaria autogestionada en una solución pedagógica excelente, sin duda alguna. Una rama industrial directamente controlada por los trabajadores plantea inmediatamente todo un conjunto de problemas económicos, políticos y sociales a escala nacional e internacional. Si los trabajadores no se hacen cargo de estos problemas de una forma que supere los marcos burocráticos de los partidos y sindicatos actuales, la autogestión económica pura corre el riesgo de transformarse en un mito y concluir en estancamientos desmovilizadores.

Hablar de autogestión política es igualmente una fórmula que sirve para todo y que además es tramposa. La política es fundamentalmente ajustamiento de un grupo en relación a otros grupos en una perspectiva global, explicitada o no. La autogestión tomada como consigna política no es un fin en sí mismo. El problema consiste en definir, en cada nivel de organización, el tipo de relaciones, de formas que deben alentarse, y el tipo de poder a instituir. La consigna de la autogestión puede convertirse en una pantalla si sustituye masivamente las respuestas diferenciadas por los niveles y los sectores diferentes en función de su complejidad real.

La transformación del poder del estado, la transformación de la administración de una rama industrial, la organización de un aula, la impugnación del sindicalismo burocrático, son cosas totalmente diferentes que tienen que ser consideradas de un modo separado. No sería nada raro que a la consigna de la autogestión, que se reveló justa en las luchas de impugnación de las estructuras burocráticas en el plano universitario, se la apropien los ideólogos y políticos reformistas. No hay una “filosofía general” de la autogestión que la haga aplicable en todas partes y en toda situación, en particular en las que se refieren al establecimiento de un doble poder, de la instauración de un control democrático revolucionario, de una perspectiva de poder obrero, de la aplicación de sistemas de coordinación y regulación entre los diversos sectores de lucha.

Si no se efectúa a tiempo un esclarecimiento del alcance y los límites de la autogestión, esta “consigna” viciará su contenido con concepciones reformistas y será rechazada por los trabajadores en provecho tal vez de otras formulaciones de tipo “centralista democrático”, que rápidamente serán tomadas por la dogmática del movimiento comunista.

8 de junio de 1968

Anorexia: una experiencia filosófica // Emiliano Exposto

“Este texto es personal. Lo personal es teórico” (Sara Ahmed)

 

“Sí lo personal es político es porque lo personal es impersonal” (Mark Fisher)



¿Cuánto puede una imagen? Entre los archivos de mi computadora encontré una foto del 2016. Tenía 27 años y estaba atravesando la crisis anoréxica más profunda y prolongada de la que tengo memoria. Hoy miro la foto y me sorprendo. No me reconozco. Cambié tanto que ya no sé quién soy. En mi adolescencia la anorexia había sido una fuga. Un refugio ante la estupidez que me rodeaba. La habitaba con un aire de rebeldía solitaria. Pero en la época de la foto no sabía qué hacer con mi cuerpo. No podía vivir mi vida. Gilles Deleuze decía que toda fuga es ambivalente: las fuerzas vitales y fatales del deseo pueden liberar una vida aprisionada, pero también pueden provocar la propia muerte. La anorexia es una enfermedad del deseo, ya que la desesperación de querer vivir puede impedirnos una vida vivible. Y a estos síntomas podemos vivirlos como inhibición o convertirlos en anomalías. En territorios de (auto) investigación y resistencia. El desafío, como diría Suely Rolnik, es reapropiarnos de los saberes del síntoma, de sus potencias frágiles y ambiguas. Las anomalías son aquellas que saben usar las fuerzas del síntoma en virtud de la producción de mundos vitales. De este modo la anorexia ya no designa un problema psicológico o una identidad. No alude a un diagnóstico clínico. Nombra una categoría política que condensa en mí las fuerzas del mundo. La anorexia, por lo tanto, es una fuerza ambivalente: la fuerza de los débiles, como la llama Amador Fernández-Savater. Nuestras anomalías y fragilidades pueden ser entonces las premisas para crear una contra-salud.

¿De qué cosas está hecho mi cuerpo? Laxantes, balanzas, maní, crema hemorroidal, cigarrillos, manzanas, alcohol, pastillas, libros, The Cure, espejos. La experiencia anoréxica tiene una historia de objetos emocionales. Una intimidad anímica de las cosas. Sin embargo, no hay nada excepcional en estos objetos; su sentido no es solo ni principalmente individual. Las cosas trabajan en el laboratorio público de los sentimientos. Sara Ahmed dice que en el contacto con ciertos objetos producimos determinadas pasiones y fantasías. Las cosas intervienen en la dimensión material del cerebro y los estados de ánimo. (Des)orientan nuestros tiempos y espacios. En la anorexia la triste alegría matutina de verificar la pérdida de peso en una balanza se compensa con las noches melancólicas de aislamiento y autodisciplina. Pero estos afectos no son privados, se gestan en la polvareda del mundo. En los sentimientos se encarnan las estructuras en la piel. Se trata de sentimientos estructurales y estructuras de sentimientos. En un contexto en el que la depresión, la ansiedad, el insomnio o el estrés se han vuelto un problema político, la anorexia puede decirnos algo de todos nosotros. En este síntoma ubico un indicador de la crisis anímica en nuestra cultura del malestar. La anorexia es mi palabra clave para investigar las prácticas afectivas de la vida cotidiana.

¿Qué puede un cuerpo en el lenguaje? Descubrí la escritura en los años de mi primer crisis anoréxica: trabajaba vendiendo inodoros en las calles de Solano y escribía breves reflexiones con pretensiones filosóficas. Sentado en el cordón de alguna vereda, interrumpía mis visitas a los comercios de la zona para esbozar ideas en una pequeña libreta. Imitaba a Sartre y Dostoievski. Quería reescribir “El extranjero” de Camus, pero ambientado en el conurbano bonaerense. Hoy me asumo como un lector quijotesco, para quien escribir fue siempre un acto terapéutico. En este sentido, la filosofía en primera persona es la estrategia que encontré para sumergirme en lo más íntimo e impersonal de mi vida. No se trata del testimonio de un yo o un regodeo en dramas individuales. Todo lo contrario. Se trata de una teoría-ficción en la que se disuelve la distinción entre la vida y el concepto, entre lo imaginario y lo real, entre lo propio y lo común, entre lo individual y lo colectivo. Si toda teoría es también una autobiografía es porque toda biografía es una ficción real. Deleuze afirmaba que se escribe a partir de la propia vida con la condición de convertir lo personal en el magma de un pueblo que falta. Una clandestinidad entre desertores. Una alianza entre sintomáticos

¿Qué ven ustedes en esa imagen? Las imágenes tienen vida afectiva, son un archivo de emociones. “Estabas muy finito, pero sonriente”, me dijo mi amigo T cuando le mostré la foto. Y es cierto, quizás en esa risa se juega toda la ambivalencia sensible de mi experiencia. Porque una risa es un paquete de preguntas, impresiones y desvíos posibles. ¿Qué veía mi primo cuando me miraba? ¿Qué veía yo a través de sus ojos? ¿Una complicidad? ¿Un ruido en el silencio familiar? Yo era una enfermedad del vacío y el exceso: ascetismo y ejercicio, ayunos, atracones y purgas, vómitos y cálculos calóricos, oscilación bulímica y euforia, frustración y nido viboreo. Jane Bennett argumenta que la comida y la alimentación son afectos impersonales que moldean la sensibilidad anoréxica. Ya no soy ese cuerpo. Débil, amarillento y esquelético. Sin embargo, el interrogante no es qué es la anorexia, sino qué hace, cómo funciona. La pregunta que le hago, siguiendo las ideas de Ann Cvetkovich, es cómo se siente el capitalismo; cómo se hacen cuerpo nuestras formas de vida y relaciones sociales. No se trata de un valle de lágrimas individual. La anorexia produce una micropolítica del malestar y del disfrute. 

¿Cómo hacerse un cuerpo? La fenomenología anoréxica es una historia del tacto. Una genealogía de la piel, en la cual se destacan ciertas huellas y sensaciones: el temor a ser tocado, el abdomen contraído, el placer de los huesos, los ojos anémicos, la caída del pelo, la piel seca. “La anorexia es lo más conocido que tenés, sabes qué hacer y qué no hacer, qué comer y cómo no comer”, me dijo S hace unos días. Estábamos desnudos en la cama, y por primera vez en mi vida, disfrutaba ser este cuerpo. No me sentía amenazado por la mirada del otro. Y por sobre todas las cosas, no sentía mi cuerpo tan avergonzado ante mi propia mirada. Hacerse un cuerpo es muy difícil: los días en los que mi reflejo en el espejo es un infierno, intentó recordar el asombro de esa noche. Vinciane Despret dice que habitar un cuerpo es aprender a afectar y ser afectados. Desearse a través del deseo de los otros. Existe un circuito interno entre querer vivir, saber pensar y aprender a disfrutar. El disfrute es la potencia del cuerpo de apropiarse de sus fuerzas para crear posibilidades de pensamiento y vida. La producción de placer es el reverso sensible de la producción de sentido.

¿Qué hacer con las imágenes hechas cuerpo? Una foto es una fuerza con agencia sensorial sobre nosotros mismos. En lugar de una representación de la realidad, es una tecnología que produce en lo real. Este tipo de imágenes transmutan las formas de existencia en modos de la percepción y los modos de la percepción en formas de existencia. Y de esta forma el anoréxico se transforma en un personaje mimético. Las identificaciones comandan su vida y el cuerpo se sacrifica a la imagen. Yo fui muchas imágenes del otro en mí mismo para esconderme de mi propia mirada. Existe toda una performatividad anoréxica, donde se mezclan imágenes y cosas, emociones y prácticas, discursos y tecnologías. Lauren Berlant diría que hay un optimismo cruel en estos repertorios anímicos, donde el apego libidinal a ciertas imágenes puede disminuir nuestra potencia vital. De cualquier modo, la anorexia no puede reducirse a una patología victimizante o un trastorno de la alimentación. Es un modo de estar en el mundo. Una forma de vivir y morir

¿Cómo escuchar el saber del síntoma? La anorexia es un sentimiento público. A través de ella, no hablo de mí. Hablo de un síntoma que contiene en mí todo el cosmos. Diego Sztulwark sostiene que nuestros malestares revelan una inconformidad con modos de existencia que nos enferman. Hacen visible que no cabemos en ciertos guiones de vida. Son un límite frente a relaciones sociales y configuraciones afectivas que se pueden tornar invivibles. “Ella me recuerda que tengo un cuerpo”, le dije a mi analista. Y este me preguntó “¿no será que te hace olvidar que tenés un cuerpo?”. El anoréxico afirma y niega el cuerpo en el mismo gesto. La búsqueda exasperada de una mirada es el reverso del miedo a la propia mirada. Para el rigor de la razón anoréxica las superficies de la carne son lo más presente y lo más ausente. Estas ambigüedades muestran que un síntoma es un campo de fuerzas activas y reactivas. La anorexia es una experiencia plástica y ambivalente: oscila entre la inadecuación y la sobreadaptación. Adaptación a los imperativos de la delgadez, a los ideales de belleza, a los esquemas gordofóbicos, a los mandatos de rivalidad y competencia. Inadecuación a las figuras viriles de la masculinidad, a los hábitos de la comida, al consumo, a los límites biofísicos del cuerpo. En estas ambivalencias radica su potencial cognitivo, dado que en los síntomas se debate una verdad del mundo y de nosotros mismos.

¿Cuál es la potencia de una verdad? Aprendí algo leyendo la biblia de los sintomáticos: Hijos de la noche de Santiago López Petit. El desplazamiento del malestar personal a la desobediencia colectiva consiste en asumir la enfermedad como anomalía. Escuchar el síntoma y aliarse con los saberes del cuerpo. Porque en nuestros síntomas germina la fuerza de insumisión de aquello que no sabe, no puede ni quiere encajar. Nuestros malestares y placeres excesivos son un índice de verdad histórica. No compartimos una identidad, tenemos en común que no cuajamos en esta vida. Es en este sentido que la anorexia puede devenir anomalía. Esa es su potencia, frágil y ambigua. Y ese también es su peligro. “Experimentación”, digo yo, “prudencia”, me recuerda mi amigo E. Reivindicar la anorexia como anomalía es una estrategia teórica y política, puesto que en ella radica tanto mi inadecuación como también mi agujero negro. Sin embargo, no se trata de reclamar un “orgullo anoréxico” o hacer alarde de autosuperación individual. Pensar desde el síntoma supone restituir sus condiciones políticas. Convertirse en anomalía es un desafío al mundo y un riesgo para nuestras vidas. 

¿La filosofía es una anomalía? La filosofía me salvó. Desde entonces es mi forma de aferrarme al mundo. Es una plataforma para convertir los síntomas en territorios de experimentación teórica. Porque la filosofía, afirmaba Louis Althusser, es la relación del filósofo consigo mismo. En los años de la foto escribí un ensayo titulado “Mi cuerpo anoréxico”. Fue mi primer intento de esbozar una reivindicación política de la anorexia. Estaba fascinado con Testo Yonqui de Paul B. Preciado. Me entusiasmaba su hipótesis de la teoría crítica como investigación corporal. Su idea es que los cambios que tienen lugar en una vida son las mutaciones de una época. Nuestras vivencias no solo importan por lo que tienen de personal, sino por estar atravesadas por lo que no es propio. Por flujos económicos y tecnológicos, por energías cósmicas y naturales, por historias políticas y sexuales. Como diría Catherine Malabou, la filosofía esculpe una erótica que abre nuevas conexiones entre síntoma y pensamiento. Puede ser una inteligencia clínica capaz de potenciar esas fuerzas comunes que se debaten en la intimidad. “Vos lees como bulímico y escribís como anoréxico”, es el chiste que suele hacerme mi amigo J. De hecho, mi intuición básica es que la anorexia es una (dis)posición filosófica. Un punto de vista sobre las formas de vivir y morir. La composición anoréxica de las fuerzas dispone a la producción de ciertas ideas sobre el mundo. Por este motivo, ejercer la filosofía y hacerme un cuerpo terminaron por confundirse en una misma experiencia. La práctica filosófica es una estrategia para reapropiarme de las fuerzas de los síntomas, en lugar de seguir siendo cafisheado por la enfermedad. Hoy la filosofía es mi principal aliada para encontrar una salida donde el pibe de la foto no la encontró.

Brasil: desafíos frente a lo siniestro // Suely Rolnik

La bestial invasión de la sede de los Tres Poderes de la República Brasileña fue un paso más en la escalada de un movimiento de extrema derecha que empezó a mostrar su cara en 2005, durante el primer gobierno de Lula. Un movimiento resultante de la instalación en el país de la nueva modalidad de golpe, propia del capitalismo en su versión financiera, en el que confluyen el neoliberalismo y un conservadurismo de los más arcaicos y feroces. Como describo en mi libro Esferas de la insurrección, la nueva modalidad de golpe se da en varias etapas (la elección de Bolsonaro en 2018 fue sólo una de ellas) y está lejos de llegar a su fin. Desde que este escenario comenzó a establecerse, hemos estado tratando de hacer equilibrio sobre una cuerda floja, corriendo el riesgo de, en algún momento, patinarnos y caer en el abismo. 

Primero, vivimos una tensión terrible durante esos ocho años, empeorando día a día. Luego, el alivio que vino con la reciente victoria de Lula en la elección presidencial y que permaneció en el aire por algunos días. Pero la alegría duró poco y fue prontamente interrumpida por la intensificación de las manifestaciones masivas de los bolsonaristas en todo el país, y sus campamentos en las inmediaciones de los cuarteles del Ejército y otras instituciones públicas (no solo militares), que adquirieron un tono más belicoso a partir del intento fallido de explosión de una bomba en las afueras del aeropuerto de Brasilia. Después vino el júbilo de la fiesta de asunción de Lula el 1º de enero y el traspaso de la banda presidencial por representantes de sectores sociales que siempre habían sido excluidos del banquete republicano. Esta fue la respuesta del nuevo gobierno al silencio de Bolsonaro, desde los resultados electorales, y a su negativa a asumir la responsabilidad de traspasar la banda presidencial, huyendo cobardemente a Florida (paraíso favorito de los nuevos ricos de América Latina), dos días antes. La escena, inédita en la historia de la República (no sólo en Brasil), da un poderoso cuerpo de imagen al hecho innegable y muy negado de que el Presidente de la República es el mandatario de la sociedad, abarcando a todos los sectores que la componen. Una semana después, una nueva interrupción con la invasión truculenta de la Praça dos Três Poderes, interrupción que tuvo una rápida reacción por parte del gobierno que logró desarmarla con firmeza. Y la cosa sigue en esta cuerda floja cada vez más peligrosa.

Enfrentar esta situación no involucra sólo al escenario nacional, ya que este escenario resulta de estrategias de un nuevo tipo (muy bien orquestadas y con cuantioso financiamiento), introducidas por el poder globalitario alcanzado por el capitalismo contemporáneo. Como comento en aquel libro, Brasil ha sido un laboratorio importante para estas estrategias, lo que fue facilitado por una característica específica de nuestra historia. Compartimos con los demás países de América la marca estructural de la fundación de nuestra existencia como nación por la empresa colonial y la violencia que le es intrínseca: el despojo de las tierras de los pueblos originarios, su genocidio, el secuestro de miles de personas secuestradas en el continente africano, vendidas como esclavos a los dueños de las tierras usurpadas (Brasil, por cierto, fue el país que recibió el mayor contingente del mundo de africanos esclavizados y traficados, sumando 4,86 ​​millones). Sin embargo, es singular la forma en que esta violencia estructural se actualiza en nuestro territorio a lo largo de su historia, además del hecho de que somos el único país del continente que jamás reconoció la existencia de esta violencia, ni tampoco dio respuestas a su altura.

Un breve resumen de momentos claves de actualización de esta violencia en la historia de Brasil podría comenzar con el hecho de que somos el único país de América en donde la Independencia fue porclamada por la propia familia real de la Metrópoli. La corte portuguesa se había trasladado a Brasil quince años antes de ese suceso para salvaguardarse de la invasión de Portugal por las tropas napoleónicas. Durante ese período, para proteger su reinado, D. João (quien se había convertido en Príncipe-Regente de Portugal y Algarve cuando la reina, su madre, fue considerada enferma mental), alteró el estatus jurídico de la colonia para conformar un Reino Unido con Portugal y Algarve, hasta ese entonces su Metrópoli soberana). En el año 1821, cuando D. João (ya entonces D. João VI, Rey de Portugal) tuvo que regresar a la Metrópoli con toda la familia real, su hijo Pedro de Alcântara se convirtió en Príncipe-Regente del Reino de Brasil. Bajo su regencia, entre 1821 y 1822, el Consejo de Ministros estuvo conformado por grandes terratenientes y comerciantes. La Declaración de la Independencia se concretó en 1822, como respuesta a las amenazas de la Metrópoli a la autonomía política de Brasil, lo que contrariaba los intereses de la élite “brasileña”, que no deseaba perder dicha autonomía, conquistada con la llegada de la familia real al país. Al mismo tiempo, dicha élite no quería poner en riesgo el orden social, basado en la producción agrícola con mano de obra cautiva, ni tampoco la unidad nacional. Por eso se valió de la figura del príncipe regente –que imprimiría un sentido de continuidad dinástica-, quien entonces fue proclamado Pedro I, emperador de Brasil. Un detalle que resulta insoslayable es que Brasil tuvo que pagarle a Portugal por su independencia, lo que no sucedió en ningún otro país. 

En resumen, no solamente la independencia nacional se produjo por decisión del propio hijo de la familia real de la Metrópoli, sino que también tuvimos que pagarle una “indemnización” por habernos emancipado, lo que se suma al hecho que se tuvieron en cuenta únicamente los intereses de las élites locales con las cuales el Príncipe-Regente se alió, ignorando totalmente a los restantes actores del movimiento independentista. En contraste, cabe recordar en este momento que, aparte de que la primera Declaración de Independencia de las colonias en el continente ocurrió en Haití en 1804 (dieciocho años antes que en Brasil), la misma fue producto de un levantamiento de las personas esclavizadas contra el dominio colonial francés. 

Luego fuimos el último país del continente en abolir la esclavitud, hacia fines del siglo XIX, sin que se les haya suministrado ningún tipo de apoyo a los negros entonces libertos, quienes quedaron así abandonados a su propia suerte. En realidad, en este país, la absoluta precariedad de las condiciones de existencia de los africanos esclavizados nunca fue abolida, y así sigue hasta los días actuales, generación tras generación. Cabe recordar que la condena de la trata de africanos esclavizados en el Atlántico había sido pactada setenta y tres años antes, en 1815, en el Congreso de Viena, realizado tras el fin de la Era Napoleónica. A partir de ese congreso, comienzan a promulgarse las primeras leyes que restringían la (mal)dita trata. Es importante señalar que el referido pacto se selló bajo la presión del Reino Unido, cuyo interés ni por asomo era el de abolir la esclavitud, sino el de hacerse con la ruta comercial del Atlántico Sur que se encontraba en manos de los tratantes de personas esclavizadas. Los comerciantes portugueses y “brasileños” eran los que ostentaban el mayor poder de la trata, lo que llevó a que la ley que la prohibía en Brasil recién haya sido promulgada apenas en el año 1831; y, aun así, los tratantes siguieron practicándola ilegalmente (dicho sea de paso, fue en parte con esa plata que se pagó la mentada “deuda” con la ex-Metrópoli). En dicho período, una de las cuestiones más debatidas residía en cómo compensar económicamente a los hacendados que, debido a la interrupción de la trata, no lograban reponer su mano de obra. Dicha discusión se extendió durante décadas y, cuando se concretó la abolición, pasó a incluir la reivindicación de una compensación por la pérdida de sus esclavos. Mientras se debatía esta “indemnización” para los hacendados, nunca se llegó a pensar en indemnizar a los negros libertos (con las rarísimas excepciones de unos pocos abolicionistas).

En 1889, un año después de que se decretara el fin de la esclavitud, se produjo la Proclamación de la República, fruto de un golpe militar respaldado por las mismas élites agrarias. Tras unos cinco años de gobiernos militares, el mando pasó a manos de esos grandes hacendados, principalmente caficultores de São Paulo. Resulta digno de nota acotar que, mientras que los negros libertos seguían siendo ignorados, sin ningún tipo de apoyo del gobierno, este financió la inmigración de cinco millones de europeos (sobre todo campesinos pobres), a los cuales les ofrecía tierras, equipos, semillas para cultivar y todas las facilidades, como parte del proyecto de la élite en el poder que aspiraba al “blanqueamiento” de la sociedad brasileña. 

Más adelante, ya en el siglo XX, hubo una serie de dictaduras, al final de las cuales los responsables de las atrocidades cometidas por estos regímenes fueron siempre amnistiados (un pacto perverso disfrazado bajo la máscara de la cordialidad que supuestamente caracterizaba a los brasileños), al contrario de lo que pasó por ejemplo en la Argentina. En este sentido, vale la pena ver la película Argentina, 1985 (dirigida por Santiago Mitre), que muestra cómo los fiscales lograron juzgar y detener a los responsables de las violencias espantosamente perversas cometidas por la dictadura militar en ese país durante las mismas décadas. Vemos en esa película cómo ese enjuiciamiento fue ampliamente acompañado por la sociedad, pero al hacerse foco en las figuras de los fiscales (a los que el film presenta como héroes), queda velado el vigoroso movimiento social que precedió al Juicio y que exigía ese castigo, sin el cual los fiscales probablemente no habrían logrado condenar a los militares.  Esta condena implicó someter a las Fuerzas Armadas al poder civil, un hecho sin precedentes en la historia no solamente de dicho país, sino también de todo el continente. Aquí en Brasil, nada.

Haber dejado impune esta serie de violencias significa que los traumas que provocaron (y siguen provocando) nunca fueron elaborados colectivamente. La consecuencia de esto es que esas infinitas heridas siguen abiertas, encapsuladas en la memoria corporal de los brasileños, junto con sus respuestas inadecuadas a ellas (respuestas reactivas resultantes de la imposibilidad de acceder a ellas). Esas heridas se vuelven a infectar en situaciones de crisis, como la que está ocurriendo ahora, produciendo estallidos de reactividad en masa. Por eso, somos mucho más vulnerables a la nueva modalidad de poder del sistema capitalista, que ha mejorado su maquinaria de producción de subjetividad, cuya manifestación extrema podemos llamar fascista por el tipo de dinámica que la caracteriza, aunque sea distinta de lo que fue el fascismo histórico, debido a las diferencias en los respectivos contextos. Una de estas diferencias más evidentes es el avance de las tecnologías de comunicación, y por tanto de manipulación, que se han vuelto altamente sofisticadas y mucho más eficaces. Tales tecnologías crean igualmente las condiciones para la gestión globalitaria de esta máquina algorítmica infernal, adaptada a las especificidades no sólo de cada país bajo su dominio, sino también de los diferentes grupos que componen sus respectivas sociedades. 

En cuanto a nuestra especial vulnerabilidad frente a las estrategias de poder del capitalismo contemporáneo, vale la pena señalar que, por primera vez en la historia, hay indicios de que esto comienza a ser abordado. Me refiero al lema “Sin amnistía” (#SemAnistia), bandera de una campaña masiva que se desató en las redes sociales, poco después de la toma de posesión de Lula, intensificándose tras la truculenta invasión a los edificios de los poderes de la República. Parece surgir, finalmente, una respuesta de la sociedad al pacto de impunidad que impregna la historia del país; el comienzo de un movimiento para sanar las heridas supurantes que nos hacen tan vulnerables a la violencia. En sintonía con este grito popular, el recién inaugurado gobierno tomó varias iniciativas para investigar y detener a los responsables de los hechos. 

Cuando se produjo el vandalismo que tomó por asalto los edificios de los Tres Poderes de la República, ya estábamos en esta situación compleja y de alta tensión y sabíamos que sería muy difícil para el gobierno de Lula manejarla. En el plano nacional, deberá esquivar maniobras de opositores muy hostiles a sus proyectos (instalados en el Congreso, en las Fuerzas Armadas, en la Policía Federal y en el Poder Judicial, entre otros ámbitos, con la complicidad activa de una parte importante del empresariado nacional, especialmente los empresarios del agronegocio que han estado en el poder desde la Proclamación de la Independencia). Esta es la razón por la cual Lula tuvo que establecer una política de amplias alianzas. En el plano internacional, aunque por ahora Lula cuenta con el apoyo de gobiernos que no están alineados con la nueva extrema derecha, las fuerzas internas que están en su contra cuentan con el apoyo de esa derecha organizada globalmente (que incluso puede salir victoriosa en las próximas elecciones en países que hoy apoyan al actual gobierno brasileño).

Y el desafío no termina ahí: además de enfrentar a estas fuerzas en la esfera macropolítica, Lula tendrá que lidiar con el ascenso del fascismo en la sociedad brasileña, lo cual no se limita a idear estrategias de acción en la esfera macropolítica, sino que también comprende a la esfera micropolítica. Me refiero a la esfera del régimen inconsciente colonial-racial-patriarcal-capitalista, la fábrica de mundos cuya maquinaria (abordada en el libro mencionado y reelaborada en un ensayo publicado más recientemente) es responsable de la producción y reproducción de un cierto modo de subjetivación y sus formaciones en el campo social, que tienen en el fascismo la manifestación más grave de sus efectos patológicos (en el sentido de la violación de la vida producida por ese régimen). No es algo obvio deshacerse de la subjetividad fascista, que ya afecta a casi la mitad de la sociedad brasileña, proporción claramente expresada en los resultados de las urnas. Es cierto que no todos los que votaron por Bolsonaro en 2022 se identifican con los actos terroristas que se han repetido y que culminaron en la reciente invasión en Brasilia. Sin embargo, se identifiquen o no con este extremismo, la mente de muchos de ellos se ve invadida por una especie de colapso cognitivo que, con mayor o menor gravedad, los mantiene alejados de la realidad, atrapados en relatos paranoides que rayan en el delirio. Entre los más fanáticos, llegando a la convicción de que la Tierra es plana, y que el hecho de que nos hicieran creer que es redonda sería parte de “la conspiración” (que insisten en llamar comunista, nombre genérico que le dan a sus otros, en los cuales proyectan la figura del enemigo).

La estrategia de enfrentamiento en esta esfera consiste en ocupar la fábrica de mundos y tomar el control de su gestión de manos del régimen inconsciente dominante. Cumplir con esta tarea no resulta ni un poco evidente, ya que requiere un trabajo complejo y sutil que implica, en primer lugar, liberar nuestra propia subjetividad del poder de ese régimen que la produce, teniendo entre sus rasgos característicos, un blindaje narcisista respecto del otro. Convertimos al otro en una pantalla de proyección de representaciones supuestamente universales, extraídas del imaginario producido por uno de los engranajes de la maquinaria de este régimen inconsciente. Son estas representaciones las que tomamos como guía para nuestras acciones, en lugar de guiarnos por los efectos de la presencia viva del otro en nuestros cuerpos, una presencia que comienza a componernos y que, si se la toma en cuenta, nos llevaría a un proceso de creación que nos transformaría, así como transformaría al ecosistema ambiental, social y mental del que somos parte. Ya sean las representaciones “malas” de los sujetos de derecha, que demonizan al otro, o las “buenas” de los izquierdistas, que lo idealizan, ambas están igualmente marcadas por la falacia de que existiría una supuesta jerarquía entre distintos grupos humanos. La diferencia entre estos dos tipos de representación del otro se limita a una mera inversión de signos en esta supuesta jerarquía, que fue establecida a finales del siglo XV, cuando se empieza a aplicar la noción de raza a la especie humana. Tal noción se basa en marcadores no sólo del color de la piel y del origen étnico, sino también del llamado género (otra noción tóxica inventada en este mismo contexto), a los que se suman marcadores de clase, a partir de la revolución industrial a fines del siglo XVIII. La invención de la jerarquía racial vino acompañada de esta otra idea perversa de que nuestra especie seguiría una línea evolutiva única y universal (de ahí la idea de progreso), en cuya cúspide estaría el modo de existencia del europeo blanco, macho de las élites coloniales, hoy élites del mercado financiero que, no por casualidad, llamamos mundo desarrollado. La fake news de esta jerarquía racial naturaliza y justifica (micropolíticamente) la cartografía dominante en la esfera macropolítica: la explotación de todos aquellos que supuestamente estarían ubicados en sus escalafones inferiores, así como la inequidad en la distribución de los derechos de acceso a bienes materiales e inmateriales, en el límite del mismo derecho a existir.

A esta dificultad se suma el hecho de que, contrariamente a la experiencia acumulada de resistencia en la esfera macropolítica el activismo micropolítico es relativamente reciente en la historia del Occidente moderno, lo que hace que esta tarea sea aún más desafiante. La buena noticia es que ahora ciertos movimientos sociales están actuando en esta esfera, aparte de levantar sus voces en la esfera pública de la indispensable lucha contra la inequidad de derechos (su militancia macropolítica). Me refiero a una de las tendencias presentes en los movimientos de negros, indígenas, ambientalistas y feministas, como así también a los disidentes de la noción de género y de las prácticas heterocisnormativas (movimientos que, en las últimas décadas, se han fortalecido mucho en todo el continente). En los movimientos negros e indígenas, específicamente, el trabajo micropolítico se ha alimentado del perspectivismo, política que rige un modo de producción de mundos en constante variación y que es común a sus distintas ancestralidades. Dicha variación resulta de aquello que la vida pide crear para materializar el efecto que la presencia viva del otro (no solamente humano) produce en nuestros cuerpos. En tal sentido, sus diversos modos de ser comparten una política ontológica similar. Nada que ver con un esencialismo identitario (una forma cultural que caracterizaría cada pueblo en su supuesta esencia), ni mucho menos con un multicuturalismo (la sumataria de las supuestas identidades culturales esencializadas de los diferentes pueblos). Se trata en cambio del encuentro con el otro: de allí derivan las formas de existencia en un proceso continuo de creación orientada por una micropolítica activa. Los movimientos en cuestión empezaron a activar el perspectivismo en la actualidad; ellos lo ejercen en sus vidas, especialmente en lo que respecta a su presencia en la escena pública. Esto tiende a destituir de autoridad a la política ontológica que ordena la gestión de la producción de mundos bajo el régimen inconsciente dominante, destitución que tiene un fuerte poder de contagio. Cosa que se fortalece aún más con el activismo micropolítico de aquellos otros movimientos sociales.

Lo que está en juego aquí es un tratamiento clínico-político del modo de subjetivación dominante. Se trata de abrir el acceso a las sensaciones de los mencionados efectos de las fuerzas del ecosistema con las cuales interactuamos (sensaciones que en el mencionado ensayo designo como afecciones, convocando a Spinoza). La posibilidad de una construcción colectiva de mundos a la altura de las exigencias de la vida (nuestra responsabilidad ética) depende de la evaluación de estos efectos, desde el punto de vista de lo que la vida nos exige para mantener el ritmo en su fluir (evaluación que en dicho ensayo denomino afecto, convocando nuevamente a Spinoza). Depende también de nuestro empeño para traer a la existencia lo que esta demanda nos indica, sin lo cual el proceso no se completa. El blindaje al otro nos hace sordos a tales exigencias, lo que genera las condiciones para que la vida sea desviada de su destino ético, con el fin de cafishearla al servicio de la acumulación de capital (no sólo económico y político, sino también e inseparablemente social y narcisista). Por ahí hay una posibilidad de cambio que llevará décadas, tal vez siglos, ya que curarla es nada menos que curar el trauma de la violencia colonial que nos constituye, condición para una transfiguración efectiva de nuestra realidad socio cultural y política.

El 11 de enero de 2023, hubo un nuevo momento de alegría en la cuerda floja que venimos caminando en marchas y contramarchas: se inauguraron dos nuevos ministerios en el gobierno de Lula, que representan un hito muy importante en nuestra historia: el Ministerio de la Igualdad Racial y el Ministerio de los Pueblos Indígenas, que estará bajo el mando de dos mujeres, respetadas pensadoras y activistas. Ellas son, respectivamente, Anielle Franco (negra, hermana de la activista Marielle Franco, concejala carioca asesinada en 2018) y Sônia Bone de Sousa Silva Santos (conocida como Sônia Guajajara por ser originaria del pueblo indígena con ese nombre). No por casualidad, el vandalismo del domingo 8 de enero de 2023 se produjo en vísperas del acto previsto para la asunción de las dos nuevas ministras en el Palacio del Planalto, lo que obligó a aplazarlo dos días, cuando los espacios en el edificio ya estaban recompuestos (lo que, por cierto, sucedió en un tiempo record). Esto hizo que la ceremonia fuera aún más emocionante. Si se trata de un avance innegable en la lucha contra el racismo en la esfera macropolítica (resultante de los movimientos indígenas y negros, especialmente de las mujeres involucradas en esos movimientos que añaden la perspectiva feminista a su activismo en ese ámbito), es necesario que esto sea acompañado de avances en el ámbito micropolítico. Como dice Sandra Benites, activista y curadora de origen guaraní, “son dos los muros que hay que derribar”.

 

Como muchos latinoamericanos, hoy mi deseo está totalmente investido en el diálogo con los activistas de los movimientos antes mencionados y su pensamiento. En este diálogo, a partir de diferentes experiencias y lenguajes, compartimos nuestras diferentes formas de ejercer el combate micropolítico que, no sin fricciones y gracias a su confrontación, va generando transmutaciones en nuestras respectivas subjetividades, especialmente en las formas de relacionarnos con el otro, más precisamente, con la vida del ecosistema y sus oscilaciones. Esto es lo que ha permitido que muchos de nosotros no sucumbamos ante el desastre que estamos viviendo y logremos mantenernos activos. Mi intuición es que este giro micropolítico en proceso logrará, a largo plazo o, mejor dicho, en el larguísimo plazo, establecer una nueva política de formaciones del inconsciente en el campo social (en otras palabras, una nueva política ontológica), que incluye nuevas formas de gobernabilidad, que han de sostenerse en un proceso continuo de creación colectiva, en sustitución del llamado “pacto social” que nos fundó. Un pacto basado en un consenso entre los intereses de las élites, que además de ignorar los intereses de otros segmentos sociales, en la esfera macropolítica, bloquea los procesos de creación en el ámbito micropolítico, asfixiando todo lo que se le escapa.

En definitiva, mi intuición es que, paralelamente al paisaje que estamos viviendo, está en marcha la reforestación de los campos subjetivo y social. En esta operación, de a poco se va sustituyendo el monocultivo que les ha sido impuesto desde la fundación colonial de Brasil, sometiendo la vida para ponerla al servicio del capital. Si bien es cierto que esta tarea ha enfrentado muchas barreras (y, sin duda, las seguirá enfrentando por mucho tiempo, con distintos grados de violencia, cuyo límite es el exterminio), lo que nos ha mantenido con aliento es que, según todo indica, parece haber algo irreversible en el aire.



(1)  Publicado en el blog de Tinta Limón ediciones (accesible e https://tintalimon.com.ar/post/brasil-desafios-frente-a-lo-siniestro/ ), con traducción de Cecilia Palmero. Esta es una versión revisada y ampliada del texto publicado originalmente en la revista CTXT Contexto y acción (número 292, Madrid: enero de 2023). La presente versión fue publicada en portugués en el blog de Outras Palavras, Jornalismo de Profundidade e Pós-Capitalismo, el 20/01/2023 (accesible en https://outraspalavras.net/descolonizacoes/suelyrolnik-para-o-brasil-esconjurar- o- fascismo/  ) y en el blog  Laboratorio de Sensibilidades (accesible en https://laboratoriodesensibilidades.wordpress.com/2023/01/22/brasil-desafios-frente-ao-sinistro-por-suely-rolnik-versao-revisada-e-ampliada/ ). Pronto estará igualmente disponible en francés (en el sitio web Chimères – Révue des schizoanalyses).

Recuerdos del presente // Diego Sztulwark

Cuando se llega a una situación de apolitizada politización, que es la nuestra, y la ciudad se desvanece como espacio vivo de fuerzas y conflictos en favor una teología de lo virtual -en la que vida se vive a través de imágenes ya programadas-, prolifera por doquier el cretinismo -término de curiosa historia, que parece provenir de cierta tendencia al aislamiento detectada el antiguos pueblos cristianos de montaña-, y la articulación sistemática de los diversos cretinismos. Lo cretino no es exactamente lo falto de astucia o de cálculo, ni de bondad y transparencia, sino el confinamiento de la vivacidad espiritual a un ámbito institucional específico. Lenin, por ejemplo, denunciaba a la fracción adversaria de la socialdemocracia rusa de “cretinismo parlamentario” (la reducción de la comprensión del juego político al parlamento). Hoy en día, sin embargo, aunque abunde (basta con mirar un portal de noticias para advertir cómo todo se ha vuelto cretinismo: empresarial, mediático, judicial), ya no es la marca característica de nuestra actualidad. La expresión “apolítica politización” -presente en Kafka-, define con mayor justeza un tipo de funcionamiento social-comunicacional que difunde una relación acrítica con lo político. Más que falsa pasión, la pasión política se torna ella misma incapaz de revisar su disociación fundamental entre creencia y consecuencia. Lo vemos, incluso, en las prácticas de denuncia de las fake news y del lawfare -términos que, ya de por sí, exhiben una especie de “cretinismo lingüístico”- al que se ha reducido lo progresista. La crispación hiperpolítica, que promete cada día un vértigo mayor, se da en simultáneo con un retiro abrumador de lo político mismo. Un aburrimiento mayor, un apagamiento enigmático, un repliegue permanente en lugar lejano y oscuro. Y no sabemos bien si esa ausencia de lo político se debe simplemente a que hemos olvidado cómo convocarlo o si en cambio asistimos a una suerte de largo eclipse cuya lógica se nos escapa. En todo caso, en la nostalgia de lo político -más que en la pasión con que se lo declama y se lo practica- habría claves para un diagnóstico del presente. Pero el trabajo con la nostalgia no es fácil. En contacto con ella, se transforma con facilidad en un afecto personal, perdiendo agudeza clínica. Se convierte en penosa despedida de la vida. Lo difícil seria lograr una nostalgia del propio presente, más poética que personal, capaz de sostener aquello que se vive como perdido menos como un recuerdo preciso de un tiempo ido y más como un desplazamiento y un contraste en búsqueda de una perspectiva nueva. Hacer jugar como termino actual aquello que sólo sabe aparecer como perteneciendo a un pasado pedido, reconocer la actualidad de lo eclipsado como instancia crítica del presente.

Del Gran Rechazo a la Gran Dimisión // Amador Fernadez-Savater

En los años 60, el extraño fenómeno se denominó “Gran Rechazo”: una revuelta contra la sociedad represiva a todos los niveles, desde la familia a la política, pasando por el trabajo y la cultura. Es decir, no ya sólo la demanda de mayor y mejor integración en lo existente, sino el rechazo mismo del principio de realidad.

A la vez una ruptura con la sociedad establecida y un éxodo hacia otros mundos posibles: comunas, barrios alternativos y zonas liberadas, experimentación psicodélica, sexual, física, etc. La política convencional, incluida a la izquierda, no tuvo durante años ningún marco para interpretar lo que estaba sucediendo ante sus narices, lo percibía como simple “barbarie”.

En 2021, medio siglo más tarde, el extraño fenómeno se denomina “Gran Dimisión” (o Gran Renuncia): un abandono masivo de los puestos de trabajo en primer lugar, prolongado luego por un masivo “dar la espalda” a la política convencional y los medios de comunicación.

No votar, no encender la tele, no seguir las noticias de actualidad, desviar la atención y el deseo de todos los focos que buscan atraparlos cotidianamente. La política, incluida la izquierda, vuelve a quedarse perpleja, desprovista de nuevo de marcos de interpretación ante lo que sucede.

¿Cómo resuenan entre sí el Gran Rechazo y la Gran Renuncia? ¿En qué difieren? ¿Qué semejanzas y diferencias podemos encontrar entre estos dos objetos volantes no identificados?

El Gran Rechazo

El pensador por excelencia del Gran Rechazo fue el profesor alemán Herbert Marcuse, miembro de la famosa Escuela de Frankfurt y autor de célebres ensayos como Eros y civilización (1955) y El hombre unidimensional (1964).

¿Cómo concebía Marcuse ese Gran Rechazo, que no sólo buscaba teorizar, sino intensificar y prolongar también con sus libros, sus charlas, sus intervenciones públicas?

El Gran Rechazo es un espíritu que dice no a la sociedad existente, en nombre de una liberación que es posible

Lo que Marcuse describe principalmente es un fenómeno de carácter utópico: los actores del Gran Rechazo –fundamentalmente movimiento estudiantil, población negra, luchas anticoloniales– expresan potencialidades inherentes al estado de las fuerzas productivas y tecnológicas del momento, bloqueadas sin embargo por el sistema capitalista represivo y autoritario.

El Gran Rechazo es una energía de contradicción, un espíritu que dice no a la sociedad existente, en nombre de una liberación no abstracta sino posible, autorizada y permitida por el progreso de la abundancia material. La negación de la represión y la explotación, de la pobreza y la miseria, de la diversión estandarizada y la belleza comercializada, se acompaña de la afirmación de la creatividad y el disfrute, del juego y la emancipación de los sentidos, de la cooperación y la riqueza de facultades del cuerpo humano.

Se trata de un gesto político profundamente estético: lo que ya no soporta más el estado de cosas y se rebela, lo que busca reapropiarse de sus potencias y prerrogativas, es la sensibilidad. El arte, en su autonomía con respecto a los principios de productividad, eficiencia y rendimiento, prefigura la emancipación posible; y la Nueva Izquierda y la contracultura buscan aterrizarla en la realidad concreta y vivida de todos los seres humanos.

La vieja izquierda no entiende nada de la revuelta de los años 60-70 y queda desbordada por todos lados

La vieja izquierda no entiende nada de la revuelta de los años 60-70 y queda desbordada por todos lados: impugnación de sus jerarquías, de sus formas de organización disciplinadas, de sus modos de expresión regimentados. Incapaz de leer políticamente los fenómenos de sensibilidad, considerados como algo “burgués”, entiende el cambio como una cuestión meramente cuantitativa: una mejor distribución de la misma productividad, un mejor reparto de los mismos bienes.

Pero la sensibilidad no es un asunto privado, afirma Marcuse, sino político. La transformación debe alcanzar las capas profundas del ser humano, en sus dimensiones biológicas y orgánicas incluso. Supone la creación de una “segunda naturaleza”, de una segunda capa de hábitos y deseos. Los movimientos y luchas de los años 60-70 expresan “diferencias cualitativas”: aspiraciones a otro tipo de cuerpo y de ciudad, de trabajo y de ocio, de vida y de muerte.

 

Se trata ni más ni menos, dice Marcuse conversando con Freud, de la liberación de Eros. No de la mera liberación sexual, como creen tantos reaccionarios ignorantes críticos de la contracultura, sino de la capacidad humana de establecer vínculos sensibles con todo: el mundo, los demás y uno mismo. Los apuntes de Marcuse sobre los movimientos feministas y ecologistas de la época son, en este sentido, de una sorprendente actualidad.

Sólo la fuerza de Eros puede sujetar a la pulsión de muerte, dice Freud al final de El malestar de la cultura. “Hoy la gente está locamente enamorada de la muerte, incluida de la suya propia”, prosigue Marcuse. Sólo la liberación de Eros puede contener la instrumentalización capitalista de las pulsiones destructivas –competitividad y agresividad, dominación y conquista– que amenaza ayer y hoy con llevarse el mundo por delante.

La Gran Renuncia

Quizá una de las cosas más interesantes de la Gran Renuncia es lo poco que sabemos de ella a ciencia cierta. En esta sociedad que neutraliza cualquier acontecimiento a fuerza de sobre-interpretación, la Gran Renuncia mantiene su misterio y, por tanto, su provocación al pensamiento. Eso sí, lo que sabemos seguro es que el fenómeno inquieta por igual a los empresarios, los departamentos de recursos humanos, los sindicatos y Yolanda Díaz.

Tal vez el pensador que ha reflexionado más sobre la Gran Renuncia es el italiano Franco Berardi, Bifo. Todo comienza para él con el abandono masivo de los puestos de trabajo en EE.UU. (también China y Europa) tras la normalización de la pandemia. Es decir, el tiempo de pandemia, un tiempo aparentemente suspendido donde no pasaba nada, fue en realidad el momento de una re-priorización general de las necesidades y los deseos, al término del cual mucha gente decidió dejar de sacrificar su vida al trabajo (y no sólo a los trabajos de mierda).

La Gran Renuncia es un fenómeno de deserción de la política, la economía y los medios de comunicación

Pero esa renuncia se ha seguido luego de otras. No acaba con la pandemia, sino que prosigue en tiempos de crisis permanente, guerra y sensación de fin del mundo. Como un fenómeno general de deserción de la política, la economía y los medios de comunicación, el trípode actual del statu quo.

–deserción de la visión política del mundo: lo real entendido como poder y cálculo de poder, manipulación del público, intrigas palaciegas, lógica de bandos sin preocupación ninguna por el bien común, militancia militarizada. Salida por hastío.

–deserción de la visión económica del mundo: lo real entendido como mercado, trabajo precario y ultraexplotado, presión al rendimiento, cada uno convertido en empresario de sí mismo, gestionando su capital simbólico de proyectos, visibilidad y contactos. Salida por agotamiento.

–deserción de la visión mediática del mundo: lo real como objeto de propaganda, captura de la atención en espectáculos prefabricados, alejados de la vida común, evanescentes. Personajes-marca, polémicas-trampa, noticias sesgadas de asuntos sobre los que no tenemos ningún poder de decisión. Salida por saturación.

Hastío, agotamiento y saturación: la Gran Renuncia aparece, a diferencia del Gran Rechazo, como un fenómeno sin utopía, post-utópico. No apunta a otro mundo posible. A ningún afuera.

Escapar de las ciudades que los confinamientos mostraron como grandes ratoneras, turistear menos y llevar una vida más local y localizada, bajar las expectativas de consumo, no seguir las noticias y centrarse en los vínculos cercanos, complicarse menos la vida: más que a una lucha social, la Gran Renuncia recuerda al gesto de Bartleby, el personaje de Melville: “Preferiría no hacerlo”.

Bifo lo interpreta como una retirada del deseo: un apagón libidinal, una caída de las ganas, una cierta apatía, pero también la fuga de los lugares donde la energía deseante estaba capturada hasta ahora: competitividad, consumo, éxito, auto-realización. Antes, contra la represión, liberación. Ahora, contra la presión, deserción.

Antes, contra la represión, liberación. Ahora, contra la presión, deserción

El cansancio aparece como síntoma y límite de la expansión, la tendencia privilegiada siempre por Occidente, en sus guerras, conquistas, aceleración progresiva y deseo de siempre-más. El eros se sustrae nuevamente al poder de la pulsión destructiva, pero ahora por un movimiento de defección: “Desaparición, falta o carencia, deserción, sublevación”. La caída del deseo persigue, paradójicamente, la felicidad.

Esta deserción desconcierta a la izquierda convencional, al menos la que registra el fenómeno, porque hay otra que vive permanentemente en la burbuja autorreferente de sus intrigas cotidianas y trending topics. En general se interpreta como hizo el presidente Joe Biden con su famoso “pay them more”. Es decir, como un asunto puramente cuantitativo y que puede resolverse con más medidas progresistas.

No se puede ni se quiere ver en el fenómeno una “diferencia cualitativa”, es decir, algo imposible de entender y resolver en el interior del marco de pensamiento establecido. El fenómeno no se deja traducir políticamente, la Nueva Política decepciona, baja la expectativa de voto a la izquierda, incluso la más “social”. La Gran Dimisión renuncia también a la inclusividad que propone la izquierda paliativa.

Los movimientos sociales, más allá de la política convencional de los partidos, también están desconcertados. La Gran Renuncia no expresa un nuevo activismo, sino más bien un des-activismo: una relajación y una ralentización de la vida, que busca su reconciliación con otros tiempos y otros ritmos, otros espacios y lugares, otras necesidades y deseos.

Es cuanto menos chocante: ante la peor guerra europea desde hace décadas, con implicaciones sociales muy serias y amenaza nuclear a las puertas, no se organiza ningún movimiento pacifista transnacional. El “no a la guerra” no se expresa hoy saliendo a las calles, sino apagando la tele.

Más allá de la política

Según Bifo lo que está muriendo poco a poco es la misma política moderna; y también, claro está, sus manifestaciones de izquierda, un mero fantasma de lo que fueron.

La promesa de la política moderna era el control racional de la realidad a través del Estado y la Ley. Pero el mundo de hoy, gobernado por automatismos hiper-complejos e hiper-acelerados, desborda completamente el marco político clásico. El Estado y la Ley son impotentes ante estos automatismos, cuando no sus secuaces.

¿El fin de la política moderna implica el fin de la idea de transformación social? No necesariamente, pero sí el abandono necesario de su facultad principal: la voluntad. La voluntad que fuerza los acontecimientos y los somete a los dictados de la razón.

¿Qué puede sustituir a la voluntad como principal facultad política? Tanto Marcuse como Bifo apuestan por lo mismo: la sensibilidad. Una cualidad esencialmente receptiva, que no busca dominar, forzar y conquistar el mundo, sino acoger, escuchar, y dejarse afectar por él. Receptividad no pasiva, sino activa y creadora. Una cualidad históricamente asociada a las mujeres.

Marcuse decía que el desafío del Gran Rechazo era pasar de fuerza política a fuerza revolucionaria. El desafío de la Gran Renuncia podría ser pasar de la deserción individual a una fuerza política sin horizonte revolucionario. No sin deseo de transformación social, sino sin idea clásica de revolución: toma del poder y control racional de la realidad. En todo caso, una revolución involuntaria.

CTXT

Referencias: 

La Nueva Izquierda y la década de 1960, Herbert Marcuse (Materia Oscura, 2022).  

Filosofía, psicoanálisis y emancipación, Herbert Marcuse (Materia Oscura, 2022). 

El tercer inconsciente, Franco “Bifo” Berardi (Caja Negra, 2022). 

Lectores de Kafka // Diego Sztulwark

No alcanzan 646 páginas para conocer a alguien. Aunque una buena biografía como “Kafka, los años de decisiones”, de Reiner Stach, aporta claves preciosas. Un retrato de la desigual y apasionada lucha por medio de la escritura, contra la ley. 

Para sus allegados más sensibles, sin embargo, la personalidad del artista, su recuerdo vivo, es más valiosa que cualquier interpretación de sus textos póstumos. El amigx que conserva el gesto vivo resiste el modo en que lxs investigadorxs y eruditxs reconstruyen el sentido de una vida por medio de la lectura. 

Pero al lector no le queda otra que construir un personaje. Por lo que el conflicto queda planteado. Porque el testigo directo siente la fuerte ambigüedad de la situación. Aportar con su memoria una verdad en disolución, evitar que esa verdad se disgregue o se falsee, y sostener su fidelidad con el afecto directo. 

Es el caso de Gustav Janouch, joven poeta que mantuvo varios encuentros con quien considera el último de los “profetas” y publicó las memorias de ese vínculo en sus “Conversaciones con Kafka”. A diferencia de Stach, Janouch se esforzaba por no leer a Kafka. Ofrecía testimonio de sus vivencias personales para no tener que estudiarlo.

En su monumental estudio sobre la vida de Kafka (la biografía se concentra entre los años 1910 y 1915), Stach afirma que Kafka pagó un alto precio por la “estilización de su existencia”. Al no conformarse con los ideales pequeño burgueses de sus padres -dice el biografo-, quedó desprovisto de “reconocimiento y libertad de movimientos”. Kafka quería otra cosa: “una vida pura”. Un proyecto ascético. Soñaba un tiempo absolutamente liberado (de la oficina, de sus padres ¿de Felice?) para la escritura: un aislamiento subterráneo. Puso en conexión su idea de una literatura pura y unas condiciones igualmente puras. La fórmula kafkiana sería: “mi prisión, mi fortaleza”. 

Ricardo Piglia veía en este sueño la ineludible obsesión del escritor. 

Por su parte Janouch cuenta su primer paseo con Kafka. Había sido presentado hace unas pocas semanas por su padre, que compartía oficina con el ya conocido escritor de La metamorfosis. Al pasar por el Palacio Kinsky, Kafka le señaló la tienda de sus padres. Janouch le dijo: “pero entonces usted es rico”. La afirmación dio pie al autor de El proceso para reflexionar sobre la riqueza (en este caso, la de sus padres), calificándola como una forma de dependencia de bienes a los que hay que defender y renovar: una “inseguridad materializada”.

¿Sería entonces la escritura -los diarios, las cartas, los miles de borradores echados al fuego- un sucedáneo de la riqueza: una inseguridad espiritualizada? Michel Löwi sugiere leer a Janouch por una razón específica: es la fuente más confiable para conocer los vínculos entre Kafka y los anarquistas. 

Tesoros para los lectores de Kafka

 

El racismo mata, la cárcel no repara // Colectivo Yo No Fui

El crimen de Fernando nos duele, nos atraviesa el cuerpo. Creemos que las estelas de su asesinato y los conflictos a los que nos enfrenta, nos abren posibilidades. A partir de nuestras experiencias y prácticas aprendimos a encontrar vitalidad en lo más doloroso. En medio del dolor y el desconcierto es imprescindible crear espacios para elaborar colectiva y socialmente lo acontecido y lo que está sucediendo.

Todxs hablamos, todxs creamos una opinión sobre lo que está pasando, algunos repetimos, otres intentamos deslizar las capas que este caso condensa. Insistimos en que no alcanza, no nos alcanzan ni las palabras, ni los imaginarios para narrar este hecho.

No queremos que la discusión sea la que intentan imponer los medios masivos de comunicación, con la espectacularidad del relato que aviva el morbo, reafirma el punitivismo que nos corre en la sangre, recrea una y otra vez la violencia y naturaliza la muerte como parte del paisaje al que algunas coporalidades están “destinadas”, casi, de modo inexorable. Nos revelamos ante esta maquinaria de producción de sensibilidades y afectaciones.

A Fernando lo mataron y sí, fue un crimen racista porque lo mataron al grito de “negro de mierda”. Ocho pibes blancos y de familias ricas están siendo enjuiciados, un hecho pocas veces visto. Porque el color que habita el banco de los acusados pocas veces es el blanco. Este crimen racista no fue producto sólo de estos pibes, ellos son parte de un orden simbólico que los excede y los contiene, una cadena de complicidades implícitas que funcionan legitimando la eliminación del otre. Vivimos en una sociedad racista, digámoslo de una vez, y hagámonos cargo. 

Nosotrxs no tenemos dudas sobre el carácter racista, clasista y patriarcal del sistema judicial, penal y carcelario, tenemos afirmaciones y es que son los cuerpos racializados y empobrecidos los que mayoritariamente habitan nuestras cárceles. 

La familia delega la última palabra al juez, muchos periodistas ya prevén que no hay posibilidad de perpetua para los 8 jóvenes agresores, los testigos siguen pasando, alrededor de 140 personas, el detalle menor del que nadie se hace cargo es que todos vieron cómo pateaban a Fernando y nadie intervino para evitarlo. Nadie dijo nada, ahora son todos testigos de lo que no quisieron ni se comprometieron a evitar.

Crímenes suceden todos los días en todos lados, nos interesa pensar sobre las responsabilidades colectivas que tenemos frente a cada situación, ¿de qué modo nos implicamos?

Del mismo modo que consideramos que es necesario separar la justicia del castigo, creemos que debemos separar la idea de justicia de la de reparación. Son muchas las formas de reparación, tantas como sus acepciones: el verbo reparar viene del latín reparare, (preparar de nuevo, restaurar, devolver a su estado anterior a algo, restablecer y tardíamente dar algo a cambio de un daño). A lo largo de nuestro caminar como colectivo fuimos aprendiendo que las reparaciones no las provee este sistema de justicia, que mandar a alguien años en cana no repara. Que las reparaciones pueden ser tantas y tan diferentes como las personas que habitamos esta tierra. Para algunos reparar no es volver al mismo lugar previo al daño, reparar tendría más que ver con cómo reelaborar el daño, relanzarlo. Las cárceles son provocadoras de daño. Entonces, nos preguntamos ¿Es posible la reparación al intercambiar un daño por otro daño? 

Si la impunidad es el hecho por el cual, alguien que cometió algún tipo de “acto criminal”, no recibe un castigo, entonces creemos que es hora de modificar las palabras y herramientas con las que narramos las sensaciones que nos provocan estas circunstancias. Sabemos que la cárcel no sirve para nada, no van a dejar de existir estas situaciones si se encierra a mas personas en cárceles, o como preferimos decirles, Centros de Tortura Contemporáneos Legalizados.

Nuestra propuesta es insistir en la discusión sobre la justicia, ¿Qué sería pensar en distintas justicias para distintos tipos de situaciones y conflictos? Una discusión que sea abierta a todxs quienes se sientan interpeladxs a pensar y reflexionar sobre cómo nos vinculamos, sobre cómo nos relacionamos entre nosotrxs. Una discusión en una lengua común y heterogénea, no en una lengua hermética, en una lengua solo para “entendidos”.

Creemos que para que esto no vuelva a suceder, debemos revisar en profundidad los modos de justicia que tenemos y las violencias estructurales, de las que somos parte por acción u omisión, que permiten que esto sea moneda corriente. Pensar en la responsabilidad como sociedad es pensar en qué hacemos con nuestras prácticas y cómo intervenimos en los conflictos. 

El asesinato de Fernando nos fuerza a encontrar otras palabras y otros modos de convivir.  Su muerte nos duele porque nos refleja como sociedad.

Maquiavelo, Spinoza y nosotros // Diego Sztulwark

 
Invitación a taller de lectura bajo la hipótesis de que aún es posible disponerse al contacto no especializado con los grandes libros inconformistas del pasado. Aquellos que reclamaron para la política una relación abierta con el conocimiento, la fundación de una praxis. 
El príncipe de Maquiavelo, libro de la fascinación política moderna. Su ambigüedad es su grandeza. Porque el florentino no descubre el enigma de la dominación, sin convocar para ello a los contrapoderes populares que le subyacen. La acción del poder tiránico, que inhibe mediante el terror la relación entre saber y potencia de la multitud, ha dado lugar a una interpretación del poder como astucia y técnica, del temor y del escepticismo. Pero en Maquiavelo tales referencias no son sino la llave de bóveda que permite trazar nítidos esbozos de los saberes capaces de reagrupar al pueblo. El Príncipe es la publicidad misma de esos saberes.
Quizás se pueda agregar: Spinoza lleva al rango de filosofía sistemática aquellos conocimientos involucrados en la formulación de la democracia como política. Su obra despliega, paso a paso, el proceso de constitución de la potencia común, con sus obstáculos inherentes. Su punto de partida, cada cuerpo singular, supone el redescubrimiento del mundo individual, no como recinto privado, sino más bien como sitio en -y desde- el cual se elabora un saber primero sobre la concordancia con un movimiento extenso siempre más amplio. De allí que Ética sea un tratado de insurgencia contra el terror y la superstición que cierran al individuo sobre sí mismo y bloquean la experiencia política.
Si Spinoza es la democracia como proceso, también es la creación de la crítica de la política convencional. Mediante el procedimiento de la inversión de todas las premisas Ética permite acceder al yo individual, no como termino acabado, sino como premisa de nuevas composiciones; a la multitud no como masa pasiva, sino como ensayo continuo de instancias de utilidad común; al cuerpo y sus afectos no como superficie de aplicación de imperativos, sino campo de todas las batallas; a la ley (la institución) no como exterior impositivo, sino como efecto elaborado y reformable de aquello que surge de (y en) las relaciones entre los cuerpos.

Guy Debord: Esa mala reputación… // Hugo Savino

Para Amador Fernández-Savater

«El nuevo lenguaje es un arma del no-pensamiento, como la nueva cocina, la nueva arquitectura; lo nuevo en general en nuestro siglo significa regresión.» (Guy Debord)

En 1985 Guy Debord publica Consideraciones sobre el asesinato de Gérard Lebovici. Y su reedición lo lleva a repasar, en otro libro, “Esa mala reputación…”, los comentarios que «la modernidad crítica» le dedicó. Reputación es una palabra que se convirtió en un producto de alta gama, ya en los años en que Guy Debord tira de ese hilo. Es una palabra que desata frases, retórica, entrada en círculos notables, discursos enfáticos, sirve para carreras académicas, políticas, y, sobre todo, para la carrera de los escritores que circulan en los medios es clave cuidarla y sobarla, y construirla, la bendita reputación. Y finalmente, para recontr-asegurarla, la relatan y reescriben en modo hagiográfico. Hasta hay una reputación oficial de la mala reputación. Es un bien codiciado. Una palabra ligada a la denuncia. Una buena reputación conlleva denunciar todas las supuestas malas reputaciones. Sobre todo a aquellos que como Debord no buscan complacer a la sociedad. Cuando salió, una caterva de críticos lo intentaron demoler, hasta clasificarlo, de manera condescendiente, como un libro más bien flojo. La estrategia de lectura consistió en discontinuarlo de la obra. Cómico de la lengua sería el libro más  flojo de Néstor Sánchez. La vulgata crítica enloquece ante el continuo. No encontró «herramientas» para leer este libro. Porque obviamente nunca recorrió la historicidad de lectura de Guy Debord. Tampoco la de su obra. Había que leer, era sencillo, y muy difícil a la vez.

«De ahora en más, para fabricarme una mala reputación, la crítica va a acumular, sobre cada tema, las denuncias perentorias. Especialistas homologados por autoridades desconocidas, o simples supletorios, los expertos revelan y comentan desde la cima todos mis tontos errores, detestables talentos, grandes infamias, malas intenciones».

Debord invierte el juego, se pone leer a esa crítica que se ocupó de él entre los años 1988-1992. Los dueños del relato no soportan ser leídos.

Guy Debord escribió libros no autorizados que siguen resistiendo al resentimiento, a la pavlovización, al reduccionismo a una sociología o a la filosofía. 

Esta frase puede desencadenar envidias feroces: «Decir que estuve a punto de triunfar me parece chocante. El éxito social, bajo la forma que sea, nunca figuró entre mis proyectos.» Sobre todo cuando la bestia social descubre a ese que «piensa casi todo lo contrario de lo que casi todo el mundo piensa.» 

Otro paso: «Nunca fui el rival de nadie.»

O: «Aquellos que han creído todo piensan que todo es creíble.»  Queda claro: imposible una relación crítica con alguien que está permanentemente en estado de creencia.

La idiotez de creerse «la flor y nata˝ de algo. Sobre todo de una influencia basada en una ausencia. Pensamiento típicamente neo-universitario, ese que forma cuadros dirigentes y en el camino destruye la lectura. Son los que «saben de manera muy pertinente, pero no deben decirlo, que la cultura de masas miente o se equivoca sobre todo lo que puede acercarse a un inicio de interés.»

Estrategia de la biografía (o el viejo clisé Sainte-Beuve) para convertir a Guy Debord en personaje. Una de las mil maneras del viejo intento de borrar una obra. Hay imposturas persistentes en la crítica literaria o social.

Los celos tenaces duran años y se transmiten de especialistas en especialistas en la comedia de lo cultural hasta llegar a  adjudicar a una obra la responsabilidad de conducir a una generación «a empresas aberrantes».

Leónidas Lamborghini habría arruinado en la concepción de algunos populistas preciosos la poesía argentina. Lo dijo el mismo  métrico que calificó de poco relevante Contra toda esperanza. Que a su vez fue acusado de libro injusto. Solo porque mostró que hubo un marxismo de estado. Sin lectura, solo hay cotorreo de mentiras, reformulaciones que son papers.

Los arribistas no pueden creer que haya gente que escriba, que no tenga por único fin publicar libros. Que no tenga un proyecto de sentido. Y que, además, no haga política. Y que tampoco disimule sus vicios: «Mi rechazo al «trabajo» pudo ser mal interpretado y reprochable. Por cierto no pretendí embellecer esta actitud por medio de justificaciones éticas. Simplemente quería hacer lo que más me gustaba. De hecho, busqué conocer, durante mi vida, buen número de situaciones poéticas, y también la satisfacción de algunos de mis vicios, anexos pero importantes. El poder no figuraba entre ellos. Me gusta la libertad, pero seguramente no el dinero. Como decía alguien: “El dinero no es un deseo de la infancia”.»

La tecnología, y su ayudante de cátedra, la filosofía, ya no necesitan a Pinard, pueden intentar comerse una voz declarándola seudónimo o voz que se mueve en la sombra. Basta no acudir a los idiotas lugares de la red para ser ubicado en el lugar del sospechoso.        

Un fragmento del libro muestra que «Kafka anunciaba una gran parte siniestra del espíritu de este siglo. Así como desde hace mucho tiempo hay un rechazo en admitir que Jarry anunciaba una parte mucho más grande.» Estas pocas líneas provocaron la reacción de esa crítica literaria que tiene como estrategia en el lenguaje ignorar a «aquellos que saben lo que pasa en el mundo, que gustan de aquellos que saben hablar de eso.» – El escándalo no es difícil de localizar: «André Breton, en la Antología del humor negro, había mostrado de inmediato en Jarry la prefiguración de los discursos de los “procesos de Moscú”.» ¿O el escándalo mayor es que Guy Debord «se consagró en primer lugar y casi únicamente a vivir como le convenía más.»?

Georges Laffly es un lector de Debord: «Un detalle. Debord hace notar que la expresión «Estado de derecho» se popularizó alrededor de 1970, en el momento en que justamente los Estados dejaron de tener alguna relación con el derecho. Este cuadro aterrador, lleno de talento y de lucidez, se impuso. Debord constata: «Nunca una censura fue tan perfecta». Sin embargo, para él no corre. Su nombre puede circular libremente, en los medios más oficiales. La explicación, a mi modo de ver, es que  Debord comparte al menos una parte de la nueva ortodoxia, e incluso su núcleo duro: el hombre progresa, se libera, y la liberación perfecta verá la igualdad perfecta. Debord habla como si nada fuera de «la destrucción de Dios». Por el contrario, estoy seguro de que todo lo que destruye el viejo mundo fundado sobre el padre, y sobre Dios, hace posible «la sociedad del espectáculo» y nos acostumbra a la servidumbre. Es probable que Debord espere del espectáculo que termine de una vez con el viejo mundo; entonces sonará la hora de la revolución. El mejor de los mundos posibles parece tener un resultado más que asegurado.» (Mes livres politiques [Mis libros políticos] Publications F:B.).»

Murena hizo lo mismo y se convirtió en una leyenda negra. Y esa crítica literaria tenaz logró, hasta ahora, excluirlo de los estudios literarios. Para su honor. Como diría Louis Chevalier.

Guy Debord: «Leí con mucho placer el libro de su amigo Georges Laffly. Los católicos extremistas son los únicos que me parecen simpáticos. León Bloy especialmente. Es un libro como pocas veces uno encuentra: tiene un aire de perfecta sinceridad. Por otra parte pienso que me trata muy bien. Desde el punto de vista del autor, considero como coherente que atribuya tantas desdichas a la desaparición de Dios; y por cierto no diré improbable que  todo termine por algún abominable «mejor de los mundos posibles». Pero en fin ya estamos embarcados. ¿Acaso no estaba en nuestra esencia ser imprudentes?

Que mi nombre pueda «circular libremente, en los medios más oficiales», me parece que es una ventaja bastante dudosa. No creo que el hombre progrese, en todo caso ahora. Pienso que se liberó de diversas cosas, pero seguramente no de las más temibles. No me parece que participe mucho de esta complicidad objetiva de los sin-Dios que me haría casi pasar por encima de la censura.  Es posible que habiendo limitado considerablemente, en las nuevas condiciones artificiales existentes, la difusión de mis escritos, se considere que soy en suma una prueba más que suficiente del hecho de que la censura ya no exista en absoluto. Además, desconcerté al pensamiento un poco simplista del adversario, porque yo no tenía realmente ninguna ambición». (De una carta a Ricardo Paseyro del 12 de marzo de 1993).

El diario La Croix lo estigmatiza profeta.

Guy Debord: «Los cristianos reciclados sobre ese módulo, se lo entiende, no van a ser Bloy o Bernanos. Lo conciliar fue el nombre de su propio «espectacular integrado». Se sumaron  orgullosamente a la democracia espectacular. Los ojos de la fe les contaron maravillas de esa democracia.

La crítica frente a los libros de Guy Debord está más del lado de la biografía que de lo que Debord escribe. Uno de los mayores reproches en su contra es su «desprecio a la prensa». Que no busque allí menesterosos elogios solo puede contrarrestarse leyéndolo biográficamente, y seguir por la línea de esa lectura es consentir esa crítica organizada y argumentista. Será inevitablemente psicologizado, moralizado, desautorizado en su lectura y sobre todo la censura mayor, se le reprochará la historicidad de su lectura. Y, finalmente, el Cardenal de Retz será posiblemente más culpable que él. 

«Además, estilo puede aplicarse a caracteres comunes a un grupo, a una época; maniera se dice de aquello que es personal.» (Étienne Souriau).

La revista Globe: «De todas maneras, nadie conoce su dirección. O casi, Guy Debord no se esconde: rechaza.» 

Pruebas biográficas en contra: «Hoy, Guy Debord no posee teléfono y declara como residencia principal su finca de Bellevue-la-Montagne, donde pasa algunos meses de verano.» (La revista Globe de febrero de 1990).

Rechazar. «No había llegado a imaginar que mis excesos podrían  provocar  la simpatía  de esa gente. Es de megalómanos rechazar. Rechazar es ofensivo. ¡Ah! la malsana pretensión de rechazar. ¡Rechazar! Las racionalizaciones paranoicas no pueden estar lejos».

El rechazo no es un cálculo, es una estrategia en el lenguaje. Estrategia es escribir con todo el cuerpo. Y rechazar forma parte de una poética.

Es más que obvio, si uno lee, que un escritor que no se deja convencer por el argumentismo generalizado, tenga una teoría del lenguaje: «El lenguaje no existe, no se conserva y no se desarrolla, más que en los libros y la conversación. Y son las dos cosas que han sido proscritas por la sociedad del espectáculo desarrollado (lo espectacular integrado). Sin lenguaje, no hay pensamiento. Quedará entonces un sub-pensamiento para cierta clase dominante, aquella que se apropia e informa las máquinas que se convierten en prótesis del pensamiento». (Guy Debord, fichas inédita en Lire Debord, L´echapée, 2016).

«La modernización de la crítica destinada a contradecirlo» ya había instalado en la época de este libro su autoridad incontestable, se purgaban entre ellos, y de esas purgas salía el especialista de turno: «Cuando no hay más lenguaje común, solo habla el especialista; y es siempre el especialista de la cuestión –  del empleador, de la dirección, del Estado.» (Guy Debord, fichas inéditas en Lire Debord, L ´echapée, 2016). Hay una cuestión literaria y hay especialistas. Ya es casi un imperativo de los neo-universitarios que un lector no puede usar un libro sin pasar por ellos, sin pedir autorización en esa casa.

Hay algo definitivo de la lectura biográfica de los enemigos: «Todo lo hace pensar en mí. Y cada vez que piensa en mí, estoy  equivocado». Lo imperdonable: Debord tiene el toque ojo de rapiña y sabe leer un poema. Lo biográfico es la maquina del estilo como aplanadora. Como censura del capricho. Y un caprichoso lee en desorden y no hace bibliografía. Y todos lo mandan a la cola, me explico mejor, a hacer cola.

Siempre será culpable de abandonar algo: el marxismo, la filosofía contemporánea que es la ganga de los becados, o la familia, o la institución, o la buena sintaxis. Acumulará todos los abandonos posibles. Hasta la temida acusación de reaccionario. 

A la acusación de reaccionario Patrick Marcolini opone otro punto de vista: «Querríamos defender aquí la tesis exactamente contraria. En primer lugar recordando que, contrariamente a los reaccionarios clásicos, el último Debord nunca consideró que la democracia fuese un principio corruptor de las costumbres. En  la  medida que ella sea directa, es decir que se ejerza sin la mediación de un cuerpo de políticos especializados, el hecho de que ella disuelva toda forma de autoridad y de jerarquía en la igualación de las condiciones representaba para él un bien envidiable, y no un peligro para las sociedades humanas.» (Patrick Marcolini, La critique sociale du dernier Debord à la lumière de ses notes inédites [La critica social del último Debord a la luz de sus notas inéditas], en Lire Debord, L ´echapée, 2016).

Guy Debord: «Las aventuras de los hombres deben desarrollarse partiendo de lo que está allí. La estrategia misma, cada uno lo sabe, se vuelve mucho más fácil cuando la hora de elegir ha pasado.» La aventura como “regla de sí” será puesta en el index. Todos los desinformadores enloquecerán porque esa travesía misma solo se consulta a sí misma. Y eso será hasta «desagradar» constantemente. No «dejarse convencer» exige un máximo de hiper-subjetividad (Meschonnic).

Lectura: «Detrás del reproche más bien delirante de escribir como los clásicos, sé que lo que más se me envidió a menudo fue  haberlos leído y haber tenido a veces la libertad de razonar como ellos («nada me toca salvo lo que está en mí; se muere igualmente por todas partes»).»

“Esa mala reputación…” estableció en su presente que hay aparato crítico, le respondió y le sigue respondiendo. Este aparato, que habla ex-cátedra, todavía no encontró las armas para recuperarlo a su favor, tal fue la gran ofensa que Guy Debord le causó. Se reciclan en la crítica de la crítica, con la esperanza de encontrar una solución a lo insoluble. Hay felicidades de la escritura que ningún mar se tragará. 

Los profesionales de la lectura, integrados, alineados, saben qué libros leer y, en un segundo movimiento, ocultarlos a su público, qué libros leer a escondidas  y luego difamarlos en público: «Una de las múltiples utilidades del espectáculo mismo justamente, es la de dirigir al gran público hacia debates con repercusión e incluso prefabricados ad hoc.» Un profesional de la lectura, aquí, en este libro, queda demostrado, es contratado para cuidar los efectos supuestamente perversos de algunos libros.

La idea que hacen flotar es la de que hay que hacer ciertas concesiones para no desaparecer de eso que llaman el medio. Tienen algunos autores como ejemplo. Destinos que asustarían. Hasta hay algunos fracasados notables. Hay una lista. El mismo Debord ya figura ahí. Sus razonamientos, (yo diría sus visiones) así dicen, estarían vencidos, desactualizados, como los de Orwell, o los de Héctor Murena. O, es una trinidad, estarían del lado de la arrogancia, o del delirio, nada de lo ellos critican ya existe.

Los reproches: a Nadezhda Mandelstam, que fue un poco injusta, que leía novelas policiales, y que estaba arrinconada en una pieza. A Lorenzo García Vega, que no sintonizó con el medio y no supo ganar dinero. En suma, insisto, lo biográfico reemplaza la lectura en la crítica actual. Extensivo a los lectores que se dejan orientar.

Diógenes Céspedes : «¿Por qué la gente está tan apegada a leer los textos literarios a partir de la vida del autor?»

Todas las biografías existentes de Guy Debord están por debajo de la obra. Rescato, para mi gusto, los testimonios directos. Todos más o menos dicen que pensó algo que nunca fue pensado. Y para parafrasear a alguien que también estaba en la orilla del poema: «No hay por un lado el pensamiento y por el otro la vida, como esos escritores que creen que hay vida por un lado y luego la escritura al costado. No, eso es verdaderamente un mal signo a la vez para la vida de ellos y luego para su escritura.»

Guy Debord y la radicalidad de su teoría del valor: imposible  leerlo sin escucharla: «Le Carré  no es más que un literato sobrevalorado, sin el menor interés histórico,  que solo se ocupó de ilustrar los clisés más trillado del seudo-eje de partición ético-cosmológico de la llamada Guerra Fría. Había mucho más talento, y verdades reconocibles en Francis Ryck, en El Compañero indeseable

Francis Ryck: «mis héroes huyen del éxito social como del fuego. Son los últimos hombres libres».

Un periodista cultural, inflado de optimismo, creyó, aliviado, que ya no sería necesario leer, así que Guy Debord y sus lecturas podían ser archivadas: «Del show, no quedará más que la dura realidad, y Debord ya solo será el profeta  de tiempos pasados.»

«No soy «un escritor», no respeté nada de los valores de este arte.» (Guy Debord)

El establishment crítico, una vez que reconoció que Guy Debord tenía sus lectores, y sin intermediarios, decidió hacer como el padre Ubú: «Trataré de caminarle sobre los pies, dará un respingo, entonces le diré mierdra, y ante esa señal ustedes se arrojarán sobre él». Si un poeta sale de la orientación, no acude, y encima lo siguen editando, entonces el blanco pasa a ser el lector. Es verdad que el mejor modelo es no editarlo, y el mayor placer. Pero cada tanto hay editor.  

Giorgio Agamben cuenta que siempre que interpelaba a su amigo Guy Debord en tanto filósofo, este le decía: «Yo no soy un filósofo, soy un estratega».

Una reputación, mala o buena, es que algo que se gana en el terreno. Guy Debord se la ganó contra propios y ajenos. Héctor Murena se la ganó, una mala reputación, contra su generación. No quiso pertenecer.

Otro reproche, quizá el mayor: que Guy Debord no se sentía contemporáneo de su época. No franeleaba con cronistas, críticos y universitarios. François Villon era uno de sus secuaces, o el Cardenal de Retz. No buscó la aprobación de «la nueva generación que subió al poder», y sigue en «una campaña electoral que va a durar perpetuamente». Néstor Sánchez tampoco buscó la aprobación de la nueva generación de críticos  desabonados de la lectura que pueden recomendar en filigrana que no se lea el Finnegans Wake o Cómico de la lengua“Esa mala reputación…” también está entre los libros que naufragan. Es bueno recordarles a  estos expertos en naufragios, angustiados virtuosos del comentario semanal en la prensa, que son siempre reemplazables.

Lo contrario de alguien que se sostuvo no haciendo «ninguna actividad que pueda pasar por socialmente honesta».

El mismo reproche a los autores que supuestamente naufragan: no son claros, no dan ninguna definición, no hay línea argumental. Los profesionales de la lectura asistida se desesperan con los autores y los lectores que no se dejan comer la voz. Los payasos tienen «una imperiosa exigencia de integración inmediata y total», y lo que no pueden leer es considerado un obstáculo para esa armonía de una estructura definitiva que nos permitiría leer siempre el mismo libro. Seguimos ahí.  

«Tampoco soy un periodista de izquierda: nunca denuncio a nadie.»

«Siempre tuve críticos que eran asombrosos bufones.»

El odio se redobla cuando la crítica comprueba que hay muchos lectores de Guy Debord, que lo leen, simplemente lo leen y usan sus libros, no para comunicarse, sino para vivir. Guardan sus citas en el bolsillo para atravesar el bosque de la lengua, de los sermones y de los relatos del poder. Guy Debord nunca se propuso convencer, tampoco moralizar. Busquen la cita.  

El «que sabe leer» escuchara la diferencia y el continuo de un libro a otro. Se dará cuenta de que Guy Debord no es «un escritor» puesto que «no respetó [ninguno] de los valores de ese arte».

Guy Debord: «La lectura como cualquier arte del que uno hace uso, exige non solum conocimientos (y también los aporta); sed etiam una adhesión verdadera, una comprensión, una cierta dosis de espíritu crítico (incluso semi-consciente): no es nada fácil incorporarse a un libro – «seguirlo», aún cuando uno tenga una gran práctica de lectura.» (De las fichas inéditas en Lire Debord, L´echapée).

Y «siendo como era» solo pudo escribir algunos libros irrefutables. 

Hugo Savino

Ph / Guy Debord, Life continues to be free and easy, 1959

FUENTE: CUARTA PROSA

Identidad de género y diferencia // Chiara Zamboni (Università di Verona)

Entre noviembre de 2021 y enero de 2022, en la ciudad de Verona, el Circolo della Rosa, un centro cultural feminista abierto a todas las tendencias, organizó un encuentro de discusión alrededor de dos posiciones en conflicto: “Género y diferencia sexual”. 

En su convocatoria, el Circolo della Rosa plantea “la necesidad de una discusión que haga posible abandonar la lógica de formación militar o trinchera, y que en cambio invite a escucharse, a compartir a les otres los puntos de vista, a abrirse a las razones de les otres.” 

Para esto, se invitó a participar a representantes destacades de las posiciones transgénero, por un lado, y de la comunidad filosófica Diotima (fundada por Luisa Muraro, entre otras, a comienzos de los ‘80), un referente clave del feminismo de la diferencia sexual en Europa.

A continuación se transcribe la intervención de Chiara Zamboni, una de las fundadoras de Diotima.



En este trabajo desarrollo dos argumentos. En primer lugar, reconstruyo la génesis histórica del concepto de identidad de género. En segundo lugar, describo el pensamiento político de la diferencia sexual, que sostiene una posición crítica sobre la identidad de género.

 

1.

Partamos de la expresión “identidad de género”. El uso habitual que hoy se hace de este término redireccionó el concepto hacia la representación binaria de los géneros masculino y femenino. A través de esta imagen binaria, el hombre y la mujer se definen por la diferencia entre ellos. La imagen está reforzada por los lugares comunes más instalados acerca de qué significa ser una mujer o ser un hombre en el imaginario colectivo. Ese es el modo más habitual que tienen las personas para razonar. Los géneros masculino y femenino son construcciones culturales y sociales que heredamos de un pasado arcaico (y de los mitos) y se renuevan constantemente a través del orden simbólico circulante y los medios masivos. Indican directa o indirectamente qué  es lo que debe significar ser hombre o ser mujer y así se vuelven normativos. Prescriben comportamientos o sugieren los comportamientos socialmente aceptables. Sin embargo, no los determinan. No estamos determinados, y eso es tan así, que muchas de nosotras hicimos otra cosa de nuestra vida.

 

La situación se complica por el hecho de que nuestra propria lengua italiana está estructurada alrededor de los géneros masculino y femenino. La gramática nos los impone cuando hablamos. Y esto ocurre, obviamente, por la historia particular de nuestra lengua, que se formó a lo largo de siglos y que remite a las transformaciones de las lenguas romances. Estas dejaron caer el género neutro, que sí estaba presente en el latín y, en general, en las lenguas indoeuropeas. Observada a largo plazo, la historia de una lengua, sobre todo en lo que refiere a sus aspectos gramaticales, no está construida por elecciones intencionales de quienes la hablan. Es así que, en italiano, los sustantivos y los adjetivos solamente pueden tener género femenino o masculino. La lengua, que es una mediación imposible de sortear, provee categorías que organizan nuestro pensamiento. En esta mediación, es muy lábil el límite entre los mitos que la lengua trae consigo y la gramática y las construcciones culturales con que están entrelazados. Solo un ejemplo: la luna es femenina en italiano. En alemán, es masculina: der Mond. Desconcierto: la luna, para nosotres el máximo de la femineidad, ¿cómo puede ser de género masculino?

El uso común, más allá de las discusiones que podamos hacer acerca de él y de las críticas que podamos traer a cuento, continúa sosteniendo esta visión de lo femenino y de lo masculino, porque concierne a planos profundos del imaginario colectivo, de la gramática de la lengua y de la relación histórica entre los sexos.

El feminismo de la segunda ola, en el cual yo me formé, pronto puso en crisis la visión de las mujeres como femeninas. ¿Mujeres? Mujeres sí, pero sin coincidir con lo femenino. Que cada una se comporte según su proprio deseo, teniendo sin embargo clara consciencia de que los estereotipos de lo femenino y de lo masculino no son solamente jaulas constrictivas, sino que obedecen a una visión jerárquica de la relación entre los sexos. Desde el comienzo este fue un paso político ligado a la libertad de las mujeres. No por casualidad nos gustó a todas la novela Orlando, de Virginia Woolf, que ironizaba sobre una transformación en la que el personaje iba de un estereotipo al otro. No obstante, fue claro que la libertad de las mujeres no pasa solo por este pasaje divertido de un Orlando masculino a un Orlando femenino, sino que necesita prácticas políticas.

 

El mundo anglosajón se acercó a la cuestión de la normativa de los géneros de un modo muy diferente.  Durante los años setentas y ochentas, llegó del mundo anglosajón la propuesta teórica que, sobre la base de la distinción sex y gender (sexo biológico y género como construcción cultural identitaria), indicaba que era una tarea feminista luchar políticamente para transformar el plano del lenguaje estereotipado; es decir, traer cambios a nivel discursivo sobre lo que significa ser una mujer, rompiendo con la normativa del orden simbólico dominante, patriarcal. De hecho, la alianza política que atravesaba a los feminismos, en este caso al europeo continental y al estadounidense, hizo que no nos detuviéramos tanto en la diferencia filosófica de fondo que emergía, una diferencia notable que llevó luego a la cultura anglosajona a las paradojas que ahora está viviendo. 

De ningún modo pertenece a nuestro camino de pensamiento que la dimensión de la sexualidad sea reducible al sexo biológico, anatómico, al sexo objetivo, “natural”, “visible” empíricamente, calculable en cromosomas. Ni que el género, en oposición a él, sea solo una construcción lingüística cultural, histórica, completamente impermeable a la experiencia subjetiva de nuestro cuerpo sexuado. 

En cambio, la propuesta teórica de la mayor parte del feminismo anglosajón fue precisamente esta: desligar el sexo natural de la construcción cultural identitaria, estereotipada. Por una parte el sex, por la otra el gender. Natura contrapuesta a cultura, donde la lucha política consiste en transformar las construcciones históricas, que se entienden exclusivamente como lingüístico-culturales.

Por cierto que desde el comienzo nos juntó la lucha política contra los estereotipos, pero la posición teórica de la que parto, desde el pensamiento de la diferencia, es que el cuerpo sexuado está inscripto por palabras y por lo tanto no es objetivo. En efecto, es un cuerpo viviente, no un cuerpo objeto, afuera de mí. Y por el otro lado, la experiencia del cuerpo tiene efectos sobre el lenguaje. Entre cuerpo sexuado y lenguaje hay porosidad; es decir, se influencian recíprocamente. Lo que es fundamental es cómo se dispone este lazo que parte de una experiencia subjetiva del cuerpo viviente, un cuerpo no reificable en forma objetiva.

¿Por qué separar tan netamente el sexo biológico de los estereotipos lingüísticos? Nadie en el feminismo continental europeo había sentido esa necesidad. ¿Por qué? Pienso que en el fondo puede haber, otra vez, una cuestión de lengua madre. La lengua anglosajona no posee femenino o masculino en los sustantivos y en los adjetivos. La luna, como sustantivo, no es ni femenina ni masculina. La ventana no tiene sexo. El sexo pertenece solo a los animales y a algunos vegetales. Es decir, el sexo en inglés es biológico. Luna y ventana no son vegetales o animales, entonces no tienen nada que ver con el sexo.

Sabemos que la lengua inglesa, al no tener como posibilidad la declinación femenina o masculina, se encuentra entonces con la necesidad de significar elementos femeninos y masculinos a través de signos lingüísticos no gramaticales, que deben salpicar a los sustantivos. Así, sucede que la palabra “mujer”, en inglés, es -como todas las demás- un término neutro, ni masculino ni femenino. Y por lo tanto lingüísticamente la mujer no tiene sexo. El sexo es algo agregado, extrínseco al nombre sustantivo. Por esto es que, culturalmente, la mujer se puede desenganchar fácilmente del sexo biológico. En nuestras lenguas romances, en cambio, es al revés: todo está sexuado, desde el frasco de la mermelada hasta la madera de la mesa. Hay un lazo interno en nuestra lengua materna entre un nombre y su sexuación. Como digo a menudo -obviamente, no lo digo solo yo-: la gramática trae consigo una metafísica.

Sabemos que la alianza entre el feminismo norteamericano y el europeo era y es muy fuerte. El compromiso político que tenemos en común es mayor que las diferencias. Y por eso, en ese entonces no se le dio demasiada importancia a esta diferencia teórica respecto a sex y gender. Pero esa diferencia tuvo mucho desarrollo en el tiempo que siguió y hoy sentimos las consecuencias. Por todo esto, por ejemplo, en el mundo de lengua anglosajona, una mujer a veces siente que debe agregar, para decir que es una mujer: “soy una mujer de sexo femenino”. Eso, en nuestra lengua, es un absurdo.

 

El debate sobre la palabra gender siguió avanzando y tuvo sus articulaciones, al punto en que hoy hay algunas interpretaciones del término gender que se contraponen con otras. Nos encontramos frente a diversos significados que se contradicen o se deslizan semánticamente de uno al otro. Todo esto creó no pocas confusiones, que crecen por el hecho de que la palabra gender está cargada de elementos teóricos distintos de los que contiene la palabra italiana genere [o la española género], incluso si genere [o género] son las traducciones de gender. Sabiendo que no podré ovillar completamente esta madeja, aporto algún elemento más: examinemos otros usos de la palabra gender en el debate anglosajón que heredó la cultura italiana, a partir de la distinción sex y gender de la que ya hablamos.

Algunas estudiosas introdujeron el término gender como una concepción eurística, donde gender se utiliza para visibilizar la presencia de un pensamiento de mujeres en áreas de investigación que, hasta cierto momento histórico, se consideraron neutras, como por ejemplo la historia. Me refiero acá al famoso ensayo de Joan Scott, “Género, una categoría útil de análisis histórico”. Incluso en la ciencia se usó la misma palabra, gender, para mostrar, en clave feminista, la diferencia de las investigaciones realizadas por las mujeres en los laboratorios. En este sentido es importante el trabajo de Evelyn Fox Keller “Sobre el género y la ciencia”. Estas pensadoras quisieron mostrar cómo era posible relatar de nuevo la historia y el modo de hacer ciencia, buscar otros documentos, otras fuentes diferentes de las masculinas falsamente neutras, y mostraron que las mujeres estuvieron presentes y aportaron un saber en sintonía con su propia experiencia. De parte de las historiadoras, de las filósofas de la ciencia, de las teólogas, etc., el género (gender, para estas estudiosas) se usa como una categoría eurística que compromete la subjetividad de quien la emplea. Los dos trabajos que cité son, en este sentido, emblemáticos.

Quienes introdujeron esta categoría para visibilizar la presencia de las mujeres y su fértil modo de estar en disciplinas como la historia, la ciencia, la teología, etc., la propusieron y lo hicieron, en el plano teórico, en relación con un compromiso subjetivo que consideraron indispensable. En otras palabras: hay que entrar en la disciplina en tanto mujer que realiza esta precisa y específica investigación, mostrando cómo todo eso la toca y la transforma. Precisamente esta dimensión eurística subjetiva muestra la diferencia respecto al uso de la categoría gender (o género), que hoy se emplea descriptivamente, en particular en las ciencias sociales, adonde se la considera como un instrumento conceptual objetivo.

En cierto sentido, la investigación en las ciencias sociales y, más en general, en las ciencias humanas, que utiliza gender (o género) de modo objetivo, recae en los estereotipos más inmediatos y acríticos acerca de las palabras “mujer” y “hombre”, porque no problematiza la categoría lingüística que usa. “Mujer” y “hombre” se emplean, en efecto, simplemente para categorizar datos que tienen que ver con la diferencia entre mujeres y hombres en diversos campos de investigación disciplinaria: sobre todo en las investigaciones de sociología empírica, pero también pienso en las de la medicina. En particular, en la medicina “de género”, que justamente en estos días siempre está más presente; por ejemplo, género se utiliza en la pandemia para diferenciar objetivamente la respuesta inmunitaria de las mujeres en comparación con la de los hombres. 

En esta última acepción, el término género (gender) se usa para calificar investigaciones académicas que requieren la objetividad de la investigación empírica, y que pueden ser realizadas indiferentemente por mujeres y o por varones, pues se trata de recoger datos sobre comportamientos o especificidades de hombres o mujeres, sin que esto implique un compromiso subjetivo sexuado. Esto indica que, en estos estudios, “género” se volvió una categoría completamente neutra.

Las disciplinas humanísticas como la sociología, la psicología, etc., tienen un acopio de investigaciones de este tipo. Esto ocurre además porque los financiamientos europeos a las investigaciones universitarias privilegian las cuestiones de género, pero el término se tomó de la cultura anglosajona y trae consigo las distorsiones objetivantes que acabo de describir. No hay nada malo en estas investigaciones, salvo que son neutras; desaparece completamente el valor eurístico sexuado que implica un compromiso subjetivo personal, ese que sí está presente en la propuesta teórica de Joan Scott o de Evelyn Fox Keller.

 

Hoy el concepto gender tiene otra acepción, esa que más apropiadamente aparece en la expresión 

-siempre inglesa- transgender (transgénero) como puesta en crisis de los géneros, es decir, del binarismo estereotipado. Me interesa políticamente, porque el uso que se hace de esta acepción es deconstruir -en el mundo anglosajón- el dispositivo del género cultural –gender-, es decir, el de la identidad. Esta empresa se emparenta con la deconstrucción que operó el feminismo de la segunda ola. Pero es menos claro hacia dónde se orienta el transgender. Hay mucho que pensar en ese terreno pero es una investigación en proceso de formación, que nace de raíces culturales distintas de la mía, aunque la observo con atención por el aspecto existencial de experimentación subjetiva que tiene y propone, en algunos casos.



2.

Presentaré ahora algunas líneas fundamentales del pensamiento de la diferencia, para explicar desde dónde hablo y cuál es mi postura, que se posiciona de modo crítico frente a la teoría que se funda sobre la distinción sexo/género, sex/gender, así como es crítica en relación con el concepto identidad de género. Sin embargo, antes quisiera decir por qué me interesan este encuentro y este ciclo que propuso el Circolo della rosa. El pensamiento de la diferencia comparte con otros movimientos políticos el hecho de haber puesto en el centro de la cuestión la propuesta de un pensamiento y un actuar que se relacione en una ronda constante con el significante abierto de la sexualidad. Tenemos diferencias precisas, ya conceptuales, ya de experiencias propias, con el movimiento LGBTQI, pero también tenemos en común una apuesta: desarrollar un pensamiento a partir de la sexuación. Esto permite abrir la posibilidad de alianzas políticas que partan de la base de aclarar tanto las categorías conceptuales que adoptemos, como las prácticas que asumamos en el campo de acción.

La comunidad filosófica femenina Diotima nació exactamente con la intención de hacer interactuar pensamiento y sexualidad. Este fue su inicio y desde ahí se desarrolló. Por eso me interesan los movimientos que actúan desde ese mismo impulso, incluso si lo hacen por caminos diferentes y que a lo mejor entran en conflicto con los nuestros. Por cierto, siento con esos movimientos una afinidad mucho mayor que la que siento con quienes practican el pensamiento neutro o quienes, como mucho, visten sus discursos con la declinación del masculino y el femenino (escriben “la estudianta y el estudiante”, “la ministra y el ministro” [o les médiques]) pero no presentan en sus planteos ningún desequilibrio real ligado a la sexualidad. 

En la Comunidad Diotima, trabajando desde el pensamiento de la diferencia sexual, nosotras también hemos partido de una crítica contra el binarismo estereotipado del ser mujer como algo contrapuesto al varón, y afirmamos la posición de que nosotras podemos encontrarnos en el hecho de que compartimos el sufrimiento de la diferencia sexual, en términos subjetivos. Este es un sufrimiento de las mujeres, y por eso es asimétrico. Un sufrir en el sentido pasivo, por el cual soportamos el estereotipo de eso que el sentido común y los medios masivos dicen que somos las mujeres. Eso que afirman nos pesa de un modo increíble. 

Recuerdo a una mujer, en Padua, que discutió conmigo en una conferencia pública; me decía que ella se había vuelto mujer cuando un hombre la había vuelto mujer. En sus palabras había un cariz tan profundamente sexuado, pero al mismo tiempo tan carente de libertad, que no supe qué decirle. Porque yo cargaba sobre mí el peso de lo que ella decía. Incluso si lo que decía no tenía nada que ver con mi propia experiencia, me tocaba profundamente. Y por esto siempre sentí que orientarse hacia la libertad femenina es un eje que solamente puede encontrar su génesis y su mediación a partir de otras mujeres, y no de otros hombres. Y que luchar por la libertad femenina es algo que le concierne también a esa mujer que conocí en Padua, o a otras mujeres entre las cuales también me incluyo, desde mi parte no libre, la que llevo adentro y que está aquí toda para ser interpelada.

Ahora bien, el sufrir la diferencia sexual, como escribimos en el primer libro de Diotima, El pensamiento de la diferencia sexual, tiene, además del lado pasivo de soportar los estereotipos, también el lado activo de una pasión a través de la diferencia: la diferencia entendida como interpretante libre de la realidad, donde el ser mujer no es un contenido ya significado sino un significante vacío, que se concibe como primer paso para una experimentación viviente de lo que significa ser mujer, algo que no conozco de antemano y que me guía, algo frente a mí cuyo contenido ignoro y que compromete toda mi vida.

Voy a partir de lo que considero el primer paso del pensamiento de la diferencia: Carla Lonzi escribía, en Escupamos sobre Hegel: “La mujer no se halla en una relación dialéctica con el mundo masculino. Las exigencias que viene clarificando no implican una antítesis, sino un moverse en otro plano. Este es el punto en el que más costará que seamos comprendidas, pero es esencial no dejar de insistir en él.” 

Concretamente, ¿qué aporta esto a nuestra vida como mujeres? Que no encontramos el sentido de nosotras mismas en la diferencia (o en la complementariedad) con los hombres. Y tampoco en las definiciones de género que prescriben “la mujer es así, en cambio el hombre es asá”. Por lo tanto, siguiendo a Carla Lonzi, no hay relación dialéctica con el mundo masculino, nos movemos sobre un plano a-dialéctico, asimétrico, y por ende autónomo.

Frente a esto propone Lonzi: “Hagamos todas las operaciones subjetivas que nos procuren espacio a nuestro alrededor. Con esto no queremos aludir a la identificación: esta tiene un carácter obligatorio masculino que destroza el florecimiento de una existencia y la tiene bajo el imperativo de una racionalidad con la que se controla dramáticamente, día a día, el sentido del fracaso o del éxito.” Lonzi no habla de identidad ni de identificación como mujeres, sino de la acción práctica de construirnos un espacio a nuestro alrededor. ¿Pero cómo? ¿Cómo moverse en una dimensión autónoma, no dialéctica, asimétrica, en cierto sentido autorreferencial, y sin otros significados sobre lo que es ser mujer que estén a nuestra disposición?

Para esto es fundamental la relación política con otras. Con algunas, no con todas. Con las que sentimos que tienen una intención política en la experimentación de la diferencia. Una relación que se dé en contextos históricos que se van creando de a poco, y de contexto en contexto; sin organizaciones instituyentes y movidas por el deseo de encontrar elementos que conduzcan a comprender el mundo y a comprendernos a nosotras mismas en relación con el mundo. En general, entonces, prácticas de relación política a través de pequeños grupos, en relación con otras mujeres, para leer la vida y el sentido de la subjetividad en devenir. En este sentido las prácticas políticas entre mujeres constituyen la condición de posibilidad para “hacer todas las operaciones subjetivas que nos procuren espacio a nuestro alrededor”. Las prácticas políticas abren un espacio para que nosotras seamos allí en relación, sin que se deba producir definiciones en modo identitario, o con un significado fijo. Son las prácticas políticas (las relaciones, la disparidad, el partir de la experiencia y ponerla en palabras) las que permiten abrir el espacio de descubrimiento del significarse subjetivamente, en un proceso de experimentación de nosotras mismas y de la relación con las otras y con el mundo, que dura, en los hechos, toda una vida. 

Insisto en que las prácticas políticas son las condiciones de posibilidad para poder emprender un viaje experimental, no identitario, en ciernes, sustrayéndonos de definiciones y de significados. En otras palabras: prácticas relacionales para oponernos al hecho de que ninguna o ninguno puede decirnos qué cosa deba ser o no deba ser una mujer, y para poder caminar libremente por un camino que no sabemos a dónde nos llevará.

 

Nosotras estamos acá, somos sujetos encarnadas. Tenemos una posición precisa, desde la que hablamos. Una posición asimétrica, por ende desequilibrada, no binaria. El binarismo presupone que nosotras miramos la situación desde el exterior, desde afuera, con una mirada que sobrevuela, como si nos fuera posible observar nuestra singularidad de ser mujer desde un afuera, y poner eso en confrontación con otras posiciones. Pero esto no es posible. Estar encarnadas significa que no existe ninguna mirada objetivante desde un “afuera”. Nadie está en la posición de un Dios que todo lo mira, que -por des-encarnado- es omnividente. Nosotras estamos en relación y somos en/de esas relaciones, de ellas participamos desde nuestro interior y con nuestro cuerpo. La encarnación significa que no podemos salir de estas relaciones que nos constituyen y que, por ende, el binarismo es algo abstracto en su simetría objetiva. Yo hablo, entonces, a partir de esta posición encarnada. A partir de la experiencia. 

Ser mujer es la posición simbólica desde la cual yo hablo; es una posición que no elegí. Es una posición relacional desde su inicio, porque tiene que ver con la relación con mi madre. Nací, en efecto, como todes, ya dentro de algo que yo llamo una cuna de palabras y está entretejida con mi cuerpo. Desde el comienzo nuestra madre nos pensó, incluso antes de que naciéramos, y nos pensó con fantasías e imágenes de la criatura por venir, que éramos nosotres. Y luego siguió pensándonos, interactuando con esa singularidad nuestra que aparece en el momento de venir al mundo. 

Por ende tengo, como todes, una historia y una genealogía. Mi madre deseaba una niña y al nacer, sin quererlo, fui al encuentro de su deseo. 

Mi madre solía decirme: “fuiste una nena buena hasta los diez años; después, ya no.” Me pregunté muchas veces qué quería decir que después no fui más buena. Es evidente que, sin saberlo, yo no correspondí más al deseo de mi madre. Este es el momento en el cual la vida de aquella hija que fui, envuelta por las palabras de la madre, se desvió de ese deseo.

Pero esto que cuento sucedió exactamente así para la mayor parte de ustedes. Cada une, a un cierto punto de la vida, siguió su propia vida deseante, y de modos diferentes nos sustrajimos a los deseos de nuestras madres y padres, frecuentamos caminos imprevistos. Seguimos una senda de libertad que nos puso en conflicto con ellos, en desacuerdo, pero para experimentar algo nuevo y diverso que sentíamos propio. Por eso entiendo bien a les adolescentes que entran en conflicto con la primera cuna de palabras en la que nacieron -y fueron pensades, deseades, imaginades por una madre y también por un padre-: eligen caminos diferentes de los sueños y de las palabras de sus ma-padres. Esos caminos les otorgan el sentido de la libertad.

 

Entonces, digo y subrayo esto que estoy por decir: fue una fortuna que aquella cuna de palabras haya existido, incluso si después nos sustrajimos a ella. Es una cuna de palabras que nos dio raíces de las que luego nos desatamos, para ir a otra parte. Agradecemos haber tenido aquellas palabras, porque esto nos permitió luchar por un camino de libertad y de experimentación subjetiva. En cambio, sin palabras afectivas que nos dieron raíces, sin la imaginación de una madre sobre su hijo o hija por venir, luego no hubiéramos tenido la base para descubrir cuál era nuestro deseo singular, que si pusimos en foco, fue a través del proceso de diferenciarnos del deseo de nuestros ma-padres sobre nosotres, y buscando otro. Es una suerte que tengamos una historia a las espaldas, que tengamos raíces y no nos construyamos en el vacío. Es precisamente esta condición enraizada la que nos dio la posibilidad de seguir el deseo. 

Para el psicoanálisis, una de las causas de la psicosis de un hijo o hija es una madre incapaz de pensar la criatura que va a nacer, de imaginarla. Menos dramáticamente, diría que la pretensión de cancelar estas raíces, hacer como si no hubieran existido, significa impedirse elaborar los aspectos de sufrimiento que implicaron (además de habernos dado seguridad y confianza). Significa no comprender que nuestro cuerpo es un cuerpo hecho de signos de palabras afectivas, antes que nada de una madre. 

 

Avanzando ya hacia el final de mi intervención, quiero polemizar con dos posiciones que están presentes en el feminismo, y después con una tercera, que le atañe al movimiento LGBTQI. 

La primera es la siguiente: estoy completamente en contra de considerar el cuerpo como algo reductible solamente al sexo biológico, natural, Precisamente por el hecho de que nacemos al mundo y a la palabra al mismo tiempo, encuentro equivocado reducir ser mujer al sexo biológico. El cuerpo no es algo objetivo que está afuera de nosotres y posee un sexo determinado, como si nosotres estuviéramos en otra parte diferente y lo observáramos. Somos cuerpo viviente, abierto y en relación con las otras personas. Nacemos en relación. No somos un cuerpo desnudo, objetivo, con un sexo, cerrado sobre sí mismo. A partir del cuerpo viviente relacional, la sexualidad no se puede reducir a un órgano, la sexualidad no se puede reducir al sexo, sino que es placer de todo el cuerpo en una relación constitutiva. La sensualidad excede al cuerpo sexuado.

Paso a la segunda crítica: el feminismo que lleva la política al nivel de la normativa lingüística, y reduce el sexo a las definiciones discursivas, es tan reductor como el que acabo de criticar. Es un feminismo que considera que el conflicto más importante está en el plano de las definiciones y que se trata de ampliarlas y multiplicar así las posibilidades de inclusión. Yo hablo -y no solo yo-, en cambio, de porosidad entre naturaleza y cultura, a partir de un cuerpo viviente que es relacional desde su nacimiento, está inscripto con palabras afectivas ya antes de que tengamos consciencia de eso. La sexualidad es solamente uno de los aspectos de la sensualidad y del placer, que es mucho más y que vuelve porosos los límites entre los cuerpos. El modelo heterosexual tradicional sacrifica, precisamente, este infinito gozar sensual del cuerpo viviente en toda su complejidad, porque se concentra solo sobre una parte del cuerpo, a la que además objetiva.

No critico solamente estas dos posiciones feministas, radicalmente diferentes pero en los hechos complementarias, sino que critico también una posición teórico-política de fondo en el movimiento LGBTQI: la que parte de la crítica a la heterosexualidad normativa, encarnada por el hombre blanco adulto occidental. El hecho es que incluso si critica ese modelo -crítica que comparto-, el error de esta visión LGTBQI es tomarlo como centro para definir, a partir de él, las diferencias. En otras palabras: a partir del hombre blanco adulto heterosexual se definen, por diferencia: la mujer blanca heterosexual, la lesbiana, el hombre gay, la/el trans en transformación de hombre a mujer o de mujer a hombre, la persona queer, intersexual, etc. Estas serían todas diferencias respecto del hombre heterosexual blanco occidental, estarían todas en el mismo plano. Y no solo esto, además todas estas diferencias se presentan como minorías respecto de este hombre blanco, adulto, heterosexual. Y sobre la base del hecho de que son minorías, se juntaron en una práctica política centrada en el reclamo de una protección, un reclamo dirigido a las instituciones públicas y que se expresa en una serie de derechos: los derechos que exigen estas minorías para poder protegerse a sí mismas en su “minoridad”.

El feminismo de la diferencia, pero también otra gran parte del feminismo, rechaza el hecho de que las mujeres sean una minoría, y rechaza el concepto de protección o tutela. Un slogan feminista muy conocido fue: “De las mujeres, la fuerza de las mujeres”. Y por cierto, nuestra fuerza no proviene de la institución pública.

Es justamente el concepto de minoría y la autopercepción de sí como minoría lo que se vuelve invalidante, lo que está equivocado. Más bien se trata, creo, de llevar la riqueza de las propias experiencias a la visibilidad y al intercambio en el mundo de todes, y confrontarla con las experiencias de las otras personas. Es decir, realizar la apuesta política de crear una forma de vivir desde el compartir las experiencias diferentes. Y desde esta postura, sí, claro, hacer pedidos a las instituciones, pero sobre la base de esta riqueza simbólica que sabemos que estamos llevando como novedad al mundo general que compartimos. Un mundo que se vuelve más rico, precisamente, por la presencia y la cultura que expresan las mujeres en sus relaciones entre sí. 

Del mismo modo, pienso en un mundo posible más rico por la presencia de sujetos LGBTQI. Pero es a estos sujetos LGBTQI a quienes les toca mostrar su riqueza, indicando ese plus para el bien común que pueden traernos. Este es un consejo que siento que puedo darles.

Es lo que aprendí del pensamiento de la diferencia, me parece que el movimiento LGBTQI lo podría retomar. Se trata de crear un estilo de habitar el mundo, de transformarlo con fuerza creadora. Este paso político, puesto en acto por las mujeres del feminismo de la diferencia y de la mayor parte del feminismo, puede ser retomado incluso con ventaja por otros movimientos. 

En cambio, me parece una forma de mutilación definirse como minoría y pedir protección, en lugar de aportar su propria y rica experiencia, hacerla circular y desde allí sacar la fuerza que luego sea reconocida en forma de derecho.

 

Traducción: Elsa Drucaroff

 

 

 

1 Los corchetes son agregados míos (N.d.T). 

2 Scott, Joan. “El género, una categoría útil para el análisis histórico” (1986). Revista Del Centro De Investigaciones  Históricas, (14), 9–45. Recuperado a partir de https://revistas.upr.edu/index.php/opcit/article/view/16994 

3 Pueden leerse fragmentos de este famoso trabajo acá: Fox Keller, E. (1). Reflexiones sobre género y ciencia  (fragmento). Asparkía. Investigació Feminista, (12), 149-153. Recuperado a partir de  

https://www.e-revistes.uji.es/index.php/asparkia/article/view/891

4 Copié la traducción de este fragmento de Lonzi de la edición de Escupamos sobre Hegel publicada por Tinta Limón Ediciones (Bs. As., 2017.  p.60), con prólogo de Verónica Gago y Raquel Gutiérrez Aguilar. Pero esta cita que transcribe Zamboni no se comprende sin reponer su  contexto, aunque sea en un resumen necesariamente breve e imperfecto: Carla Lonzi la escribe luego de mostrar, con diferentes ejemplos, cómo  el pensamiento masculino desprecia que las mujeres estén en una posición diferente de lo que se considera “lógica”, “realismo”, “objetividad”;  es decir, diferente de los valores que son esenciales en una sociedad masculina que ensalza el dominio sobre la naturaleza, celebra la posesión y  la guerra. Las mujeres, por estar mayoritariamente excluidas del protagonismo público, tienen potencialmente la capacidad de inventar, poner en  juego, perspectivas alternativas. Esta capacidad, en el caso de que se exprese, sufre la desacreditación masculina porque es molesta, ya que  clarificar cuáles son las exigencias viriles. Por esto Lonzi -leyendo cuidadosamente el lugar que da Hegel a las mujeres- sostiene que nosotras no tenemos una posición simétrica respecto del hombre, no somos la antítesis de esa tesis que serían ellos, nos movemos en otro plano. (N.d.T.) 

5 Vale la pena completar el párrafo de Lonzi, acá interrumpido: “El hombre se halla vuelto sobre sí mismo, sobre su pasado, sobre su finalidad,  sobre su cultura. La realidad le parece agotada, buena prueba de ello son los viajes espaciales. Pero la mujer afirma que la vida, para ella, sobre  este planeta, aun está por iniciarse. Ella es capaz de ver allí donde el hombre ya no ve nada.” (Ibidem, p. 63)

6 Delle donne la forza delle donne fue un slogan feminista muy conocido en Italia durante la segunda ola.

Notas Sobre La Extrema Derecha Insurgente En Brasil // Agnes de Oliveira. Colectivo Quilombo Invisible

Hoy, 9 de enero, se cumplen 72 días de movilización de la extrema derecha. Una posible interpretación, es en la que insiste la izquierda institucional: desde que comenzaron las movilizaciones, estas y el propio bolsonarismo se están debilitando. Todo indica lo contrario, ya que la extrema derecha se fortalece y gana más consistencia y radicalidad en su accionar. El movimiento bolsonarista no solo ha cambiado de táctica, sino que ha ido adoptando varias simultáneamente: bloqueos de carreteras, campamentos en cuarteles, y acciones como saqueos, quema de camiones, autobuses y automóviles, destrucción de infraestructura, además de ataques armados, incluidas acciones de secuestro. Aquí hay una lista, insuficiente:


El 18 de noviembre , en Ariquemes, cerca de Porto Velho, Rondônia, hubo destrucción del depósito de agua de la ciudad. El acto se enmarcó en la Ley Antiterrorista de Dilma de 2016. En la misma ciudad hubo conflicto con la policía, ataques a camiones de una cadena de supermercados, incendio, vandalismo y saqueo de carga.


El 19 de noviembre, en la carretera entre Sorriso y Lucas do Rio Verde (Mato Grosso), un grupo armado de diez hombres invadió, disparó e incendió camiones en la base de la concesionaria Rota do Oeste. En la acción, los bolsonaristas también destruyeron peajes e incendiaron, dejando la autopista sin cobrar. La región es la misma que concentra a los empresarios agroindustriales que financiaron los bloqueos.


El 20 de noviembre, en Sinop, camiones son alcanzados por disparos en una gasolinera [1].  También hubo robo de camiones para interceptar carreteras. En Mato Grosso, dos camiones cisterna fueron colocados en la carretera e incendiados [2].


El 23 de noviembre , dos tramos de la Carretera Anhanguera, en Campinas, fueron bloqueados por bolsonaristas que dañaron camiones. Además, un empleado del Instituto Brasilero de Geografía y Estadística fue golpeado por bolsonaristas en Amparo, cuando intentaba huir de una protesta.

El 24 de noviembre, en Pará, la Policía Federal arrestó a seis presuntos golpistas y atacantes de la Policía Federal de Carreteras.

El 27 de noviembre, también en Pará, en una acción de bloqueo de carreteras, una caravana de camiones fue alcanzado por disparos en la región de Novo Progresso [3].

El 12 de diciembre, en Brasilia, 5 buses y 3 automóviles fueron quemados por bolsonaristas. También intentaron invadir la sede de la Policía Federal y rompieron vidrios en una comisaría.

El 8 de enero, los bolsonaristas invadieron el Congreso Nacional, el Palacio del Planalto y la sede del Supremo Tribunal Federal, en Brasilia. En São Paulo, bloquearon la Avenida 23 de Maio y la carretera Anhanguera [4]. En Mato Grosso, la carretera BR-163 fue bloqueada [5]. En Itajaí, Santa Catarina, la BR-101 también fue bloqueada [6].

El 9 de enero, los bolsonaristas bloquearon la Marginal Tietê en São Paulo, incendiando neumáticos y escombros.

En todas estas acciones hubo connivencia y activa colaboración por parte de las fuerzas represivas (militares, civiles, policía federal y ejército) [7]. Esto muestra una intensificación de la autonomía política de las fuerzas represivas en relación con los gobiernos, síntoma de la expansión del Estado de excepción permanente que se ha ido expandiendo incluso en gobiernos progresistas. Tal autonomización constituye, de manera elemental, el bolsonarismo, por lo tanto, cualquier intento de combatir la extrema derecha a través de la policía, el estado penal y dispositivos excepcionales (con la garantía de la ley y el orden) fracasará. El Estado Penal (Poder Judicial, Penitenciario y Policial) y la excepción no sólo son parte del problema, sino que constituyen la economía política de la extrema derecha.

CRÍTICA A POSTULADOS DE LA IZQUIERDA INSTITUCIONAL
Desde el accionar de los bloqueos, iniciado el 30 de octubre de 2022, la izquierda institucional ha minimizado el accionar de la extrema derecha a partir de al menos tres postulados:

1º Tratar de comprender y medir la fuerza y ​​capacidad organizativa de la extrema derecha por sus intereses y objetivos, así como por el fracaso en la consecución de tales objetivos, es decir, derrota en las elecciones, fracaso en la exigencia de la intervención militar, etc. Medir y analizarla por sus intereses pierde de vista la dimensión libidinal, inconsciente y por tanto arbitraria que sustenta las formaciones colectivas de la extrema derecha, sus acciones y formas de subjetivación política. La producción de subjetividad de extrema derecha, que se constituye a partir de la captura represiva y la codificación reaccionaria de los procesos de desinversión social provocados por la propia crisis del capitalismo y la legitimidad del Estado como regulador de conflictos, es cada vez más capaz de subjetivar la guerra civil molecular que realmente existe en el campo social. Dentro de esta subjetivación de la guerra civil, el racismo, la transfobia, el machismo, el nacionalismo y el fundamentalismo cristiano se convierten en elementos fundamentales para codificar las relaciones sociales de enemistad.


2º Un segundo postulado, que resta importancia al carácter insurgente de la extrema derecha, radica en su patética y caricaturesca representación como masa amorfa incapaz de pensar por sí misma y, por tanto, de constituir un movimiento consistente de “revuelta autoritaria”. Es una tradición -y también un error histórico- explicar los movimientos de extrema derecha, el ascenso del fascismo, etc., desde el carácter “ideológico” y manipulado de las masas, un problema de inadecuación entre conciencia o subjetividad (irracional ) y la economía política (racional) [8]. Es, por lo tanto, decir que la multitud bolsonarista actúa en contra de sus propios intereses, apoyando intereses que pertenecen a otra clase, es decir, realizando intereses objetivos (económicos) que no son los suyos. En este marco explicativo, ahora es Bolsonaro, como líder y modelo de identificación, el que determina todo lo que hará o no hará su base. Grandes empresarios de la agroindustria, el sector logístico y del movimiento de mercancías (que financian los actos bolsonaristas)[9], y militares, están organizando todo desde la promoción de una guerra híbrida. El papel más o menos decisivo asignado a estos sectores varía según la coyuntura y eso se ve en los numerosos intentos de explicar los actos bolsonaristas desde el 30 de octubre 2022. Pero lo fundamental es que el bolsonarismo, como “máquina de guerra” de extrema derecha, se vacía de toda agencia o posibilidad desde el punto de vista de su producción y agencia colectiva, no siendo más que una mera manifestación fenomenal y distorsionada de los cálculos e intereses que estarían detrás.


A pesar de ser una explicación reconfortante para la izquierda, que apuesta por la “concientización” como condición de la acción política y de cualquier proceso revolucionario, resulta muy ineficaz desde el punto de vista de saber, primero, cómo el bolsonarismo puede constituirse como un fenómeno de masas.  El bolsonarismo no es una mera invención de los militares ni un fenómeno puramente organizado por la élite económica y su manipulación ideológica de las masas. El bolsonarismo reúne a muy diferentes estratos sociales, con un hilo inconsciente y afectivo que los atraviesa a todos y los conecta: empresarios de agronegocios, inmobiliarios, logísticos, dueños de grandes redes comerciales, banqueros, militares, policías, seguridad privada, diputados, senadores, alcaldes, gobernadores, clase media y también clases populares. Recordemos esta lección de Wilhelm Reich, en Mass Psychology of Fascism: “Racionalmente, se esperaría que las masas trabajadoras, económicamente empobrecidas, desarrollaran una clara conciencia de su situación social, que se transformaría en una determinación de deshacerse de su propia miseria social. (…) Fueron precisamente las masas reducidas a la miseria las que contribuyeron al ascenso del fascismo, exponente de la reacción política” [10]. Quiero decir, ¿cómo es posible que las clases sociales, con diferentes intereses, formen un movimiento de “masas”, que constituyan una “masa”? (…) 

 

 En segundo lugar, la explicación de la manipulación o del carácter “ideológico” como determinante tampoco es muy eficaz para explicar por qué las “masas” no escuchan a la izquierda, que se cree capaz de representar racionalmente sus verdaderos intereses y deseos a partir de sus creencias y organizaciones. Es decir, ¿por qué a pesar de todo el esclarecimiento sobre cómo funciona la realidad, a pesar de decir que la gente es explotada y que sus verdaderos intereses y deseos son de clase, la izquierda fracasa? No abordar este problema ciega a la izquierda, especialmente a la institucional, de asumir en qué medida sus formas de organización y práctica política, a nivel “inconciente”, colaboran para favorecer inversiones reaccionarias y fascistas, inversiones que conciernen al tipo de organización.

3.º Finalmente, un tercer postulado consiste en creer que las instituciones democráticas, especialmente su rama penal, es decir, el poder judicial, la policía y las prisiones, impedirán y obstaculizarán el ascenso de la extrema derecha. Esto no solo resulta ser sucesivamente falso, sino que oculta que estas instituciones son tecnologías sociales que produjeron y generaron el bolsonarismo, es decir, es una visión que borra la convivencia de la democracia con la guerra, de la democracia con el Estado de excepción y, finalmente, de la democracia con el neofascismo. Y entender esta relación implica hacerse la siguiente pregunta: ¿qué es la “economía-política-libidinal” de la extrema derecha? Una economía política y libidinal que se sustenta en años de inversión para aumentar la policía, el militarismo, las prisiones y el poder judicial. Tal inversión, a la par que económica, político y libidinal, favoreció un ethos militar-viril basado en la moralidad del trabajo, desde el cual también se ordenó un fortalecimiento de las tecnologías de producción de la cis-masculinidad y el racismo: buenos trabajadores x vagabundos/alborotadores/bandidos; combate a la ideología de género y la transfobia como vector estructurante de la extrema derecha y su modo de producción de subjetividades.

Estos tres postulados, o razones por las que se minimizan las acciones de la extrema derecha, tienen profundas consecuencias políticas, que se anclan en una forma de hacer política y de organizarse, que es propia de buena parte de la izquierda, especialmente de la institucional. Estos postulados explicitan una posición política por parte de la izquierda que no sólo se adhiere a las instituciones, enfrentando el fenómeno de la extrema derecha y el bolsonarismo como algo “separado”, una “desviación” o “anomalía” en relación al Estado Democrático de Derecho, sin poder explicar la relación interna entre Estado de Derecho y Violencia, entre Derecho y Excepción, pero también el fortalecimiento del Estado Penal, es decir, su brazo de excepción y vulneración de derechos, como forma de contener la extrema derecha. Esto se evidencia en el encuadre de las acciones de la extrema derecha como terroristas a partir de la evocación de la Ley Antiterrorista de 2016, sancionada por Dilma Rouseff, al vincular las acciones directas de la extrema derecha con tácticas de “Black Blocs”[11], y el recurso a la Garantía de Orden Público, con la intervención de las Fuerzas Armadas. Todo esto produce evidentemente un verdadero sentido de justicia, de “seguridad de orden público” democrático, pero que descansa sobre pies de barro.


LA OPCIÓN POR EL ESTADO CRIMINAL Y LA EXCEPCIÓN EN DEFENSA DE LA DEMOCRACIA

Desde un punto de vista meramente instrumental, es decir, sobre la eficacia de los medios para alcanzar un fin (salvo la extrema derecha), la opción política por el Estado Penal ya ha dado numerosos signos de su fracaso: multas, detenciones y represión policial, en ningún momento pudieron impedir la radicalización y mayor organización de la extrema derecha. El empoderamiento político de los policías, que son uno de los sectores más básicos del bolsonarismo, incluida la participación activa en las protestas, muestra los límites y la selectividad de las medidas represivas del Estado, que afectan en gran medida a supuestos “liderazgos”, cuando se trata a acciones realizadas de manera informal y con tácticas insurreccionales, provenientes de la izquierda revolucionaria y de diversos movimientos populares. Estas medidas institucionales también son limitadas, ya que nunca alcanzarán masivamente a los empresarios que financian las protestas, militares o policías, sectores que por cierto, con los que la izquierda institucional ya hizo un pacto.
Desde un punto de vista económico-político, tales medidas fortalecen aún más la base material del bolsonarismo: fortalecer el papel de la policía en la resolución de conflictos sociales; la mayor inversión y consumo de las fuerzas destructivas de seguridad; el fortalecimiento de los mecanismos policiales, penitenciarios, de vigilancia, que son instituciones estructuradas internamente de forma racista y clasista. Es decir, son medidas que fortalecen política y económicamente a agentes que constituyen las “formas elementales” del bolsonarismo y que, por eso mismo, de ninguna manera acabarán con su insurgencia, a lo sumo la administrarán y gestionarán de manera que garanticen su supervivencia, reproducción y radicalización. Además, la expansión de las fuerzas represivas del Estado significa también la expansión de su consumo, posteriormente, contra las minorías sociales.

Desde un punto de vista inconsciente y libidinal, tales medidas fortalecen la inversión en esas mismas instituciones, que produjeron y generaron la extrema derecha, otorgando aún más legitimidad al Estado Penal, debilitando las acciones políticas independientes y aumentando la vulnerabilidad política para combatir a la extrema derecha,  haciendo a la izquierda dependiente de los aparatos policiales, penitenciarios y judiciales. En buena medida, la izquierda ha separado economía política y deseo, para convertir este último en un problema meramente psicológico, de formación de la personalidad, de procesos de identificación, imaginación y simbolización. Sin embargo, es necesario considerar que las formaciones económico-políticas, de género y étnico-raciales son, de inmediato, complejos inconscientes o formaciones de deseo. El deseo es transindividual e invierte directamente las formaciones sociales. Esto quiere decir que ningún ‘modo de producción’, ninguna tecnología social adquiere consistencia y capacidad de reproducirse sin basarse en el deseo, sin ‘afianzarse’ en el deseo. En otras palabras, podemos decir que toda formación social es delirante.

Finalmente, desde un punto de vista estructural, la institucionalidad no es capaz de contener al bolsonarismo, ya que es un fenómeno de la crisis fundamental del capitalismo que viene arrastrando al propio Estado y sus instituciones. Desde hace mucho tiempo, la excepción se hace cada vez más permanente en innumerables territorios ocupados por esta real-ficción llamada Estado Brasileño. La crisis que afecta al Estado se manifiesta en forma de multiplicación de “soberanías” y formaciones de grupos armados o milicias, fortalecidos por las privatizaciones, las políticas estatales de seguridad pública, por la desregulación del porte de armas y la expansión de los clubes de tiro. Esta crisis es irremediable dentro del orden institucional del capitalismo, que sólo puede regular, gestionar y reproducir la crisis misma. Y actualmente avanza, con la radicalización del bolsonarismo, en la formación de milicias civiles, como lo demuestran las acciones armadas en las diversas protestas bolsonaristas. En este proceso, los empresarios de la agroindustria, el transporte, el comercio, etc., se revelan como nuestros Embrionarios Señores de la Guerra[12], dispuestos a financiar cada vez más a los grupos armados no solo para la regulación de los mercados que se desenvolvían en la frontera de lo legal-ilegal ( minería, canteras, transporte, bienes raíces, sino también en la regulación ideológica y en los conflictos sociales que cada vez más son subjetivizados por la extrema derecha y asumidos como guerras civiles.[13]


UNIDADES DE AUTOGESTIÓN, ACCIÓN DIRECTA Y AUTODEFENSA
Lorenzo Kom’boa, uno de los principales pensadores y militantes del anarquismo negro, al analizar la supremacía blanca y las formas de combatirla, se dio a la tarea de potenciar acciones de genuino apoyo mutuo – lo cual es distinto de la “buena acción” y el oportunismo partidista. Esto también implicaba que los movimientos libertarios en realidad fortalecerían a las comunidades negras. Aquí podríamos incluir comunidades indígenas, disidentes y travestis.

Pero más allá de eso, Kom’boa abogó por la formación de unidades de autodefensa (incluidas las armadas)[14], crear unidades de autodefensa implica crear formas y prácticas colectivas y comunitarias independientes de la policía, ya que la policía y el Estado con sus gobiernos son los principales perpetradores de la violencia contra las minorías sociales. Combatir el avance de la extrema derecha pasa inevitablemente por ser capaces de crear formas colectivas y de autodefensa, capaces de sacar de la calle a la extrema derecha, haciéndola retroceder con fuerza y ​​acción popular directa. Esta es una tarea en la agenda.

 

Publicado en Quilombo Invisible

[1] https://noticias.uol.com.br/politica/ultimas-noticias/2022/11/20/entraram-atirando-funcionario-relata-ataque-em-ato-golpista-em-rodovia.htm
[2] https://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:5kyWJD3ceEYJ:https://www1.folha.uol.com.br/poder/2022/11/violencia-escala-em-atos-antidemocraticos-e-autoridades-apuram-terrorismo.shtml&cd=1&hl=pt-BR&ct=clnk&gl=br
[3] https://noticias.uol.com.br/ultimas-noticias/agencia-estado/2022/11/27/no-para-tiros-atingem-caminhoes-de-empresa-de-ex-ministro-ligado-a-lula.htm
[4] https://www.cartacapital.com.br/cartaexpressa/em-sao-paulo-bolsonaristas-interditam-os-dois-sentidos-da-avenida-23-de-maio/?utm_medium=leiamais&utm_source=cartacapital.com.br ; https://g1.globo.com/sp/piracicaba-regiao/noticia/2023/01/09/bloqueio-na-rodovia-anhanguera-em-limeira-e-liberado-diz-concessionaria.ghtml
[5] https://g1.globo.com/mt/mato-grosso/noticia/2023/01/08/bolsonaristas-bloqueiam-trechos-da-br-163-em-mato-grosso.ghtml;
[6] https://noticias.uol.com.br/politica/ultimas-noticias/2023/01/08/bolsonaristas-bloqueiam-br-101-em-itajai.htm
[7] Sobre a presença também de membros do exército, ver por exemplo https://www1.folha.uol.com.br/poder/2022/11/militar-do-planalto-atua-em-atos-antidemocraticos-e-diz-que-lula-nao-sobe-a-rampa.shtml?utm_source=whatsapp&utm_medium=social&utm_campaign=compwa
[8] Um dos méritos de Wilhelm Reich foi ter mostrado como a esquerda desconsiderou o fator subjetivo da história, aquele que remete ao campo do desejo, das estruturas de subjetivação. Ao fazer isso, se perdeu de vista a força material da ideologia, isto é, como a ideologia intervém nos processos objetivos e históricos. O limite, contudo, de Reich, como foi apontado por autores como Deleuze e Guattari, foi ter permanecido preso a uma divisão dualista entre ideologia (sexualidade, desejo, subjetividade) e economia (objetividade, economia-política). Tal dualismo dificulta apreender como o desejo investe diretamente o campo social, e que o problema não é de inadequação entre subjetividade-objetividade, mas nas formas de produção do desejo a partir das formações coletivas.
[9] Ver, por exemplo, https://noticias.uol.com.br/politica/ultimas-noticias/2022/11/23/produtor-rural-preso-atentado-sinop.htm
[10] Wihelm Reich, Psicologia de Massas do Fascismo, p.9.
[11] https://noticias.uol.com.br/politica/ultimas-noticias/2022/11/21/prf-diz-que-protestos-bolsonaristas-em-sc-parecem-acoes-de-black-blocs.htm

[12] Os clubes de tiros já vinham crescendo acompanhando a militarização social. Mas após 2018, com a eleição de Jair Bolsonaro e a flexibilização no acesso às armas, explodiram. Além disso, o crescimento dos clubes de tiros segue também a expansão do agronegócio e do extrativismo. Os Estados em que o bolsonarismo é mais forte são os Estados com maior concentração de clubes de tiros e armamento de civis: Mato Grosso, Rondônia, Pará, Amazônia, Santa Catarina etc. São em tais Estados que também se concentra o financiamento de atos bolsonaristas por parte do agronegócio e empresários do transporte. Não por outra razão, se olharmos para os Estados que tiveram ações armadas por parte da extrema-direita, veremos que são os Estados de Rondônia, Mato Grosso, Pará, Santa Catarina…. Sobre isso, ver https://theintercept.com/2022/11/09/sob-bolsonaro-clubes-de-tiro-explodem-em-areas-de-conflito-da-amazonia-legal/ ; e https://noticias.uol.com.br/cotidiano/ultimas-noticias/2022/07/16/brasil-abriu-quase-um-clube-de-tiro-por-dia-sob-governo-bolsonaro.htm
[13] Sobre o financiamento de atos bolsonaristas por esses rempresários, ver https://g1.globo.com/mt/mato-grosso/noticia/2022/11/18/oito-empresarios-de-mt-que-tiveram-contas-bloqueadas-por-moraes-doaram-r-887-mil-a-campanha-de-bolsonaro.ghtml
[14] Cabe destacar a singularidade com a qual Kom’boa se refere as unidades de autodefesa armada, no contexto das comunidades Negras dos EUA: “essas forças de autodefesa não seriam um ‘partido de vanguarda’, uma força policial, ou mesmo um exército permanente no sentido estatal ou como normalmente isso se pensa; elas seria uma milícia do povo Negro, autogerida pelos trabalhadores e da própria comunidade: em outras palavras o povo em armas” (KOM’BOA, Anarquismo Negro, p.110).

CRISTINA DENUNCIA LA CRISIS DEL VÍNCULO NEOLIBERALISMO Y DEMOCRACIA. Entrevista a Diego Sztulwark por Yael Ardiles

– ¿Cuál es el problema de la democracia como la conocemos hoy?

– Como sabemos bien después de Marx, el problema de la democracia, tal como surge en el contexto del occidente capitalista, supone un problema en relación a las clases sociales. Una teoría de la democracia puramente política, en el sentido convencional de lo político o jurídico, supone que hay un Estado o un mundo de la representación política que no enfrenta, no se mezcla ni no entra en cómo se produce la riqueza, cómo se construyen las desigualdades de clase, cómo se dan las relaciones de explotación, es una idea de democracia que no se hace cargo de lo que llamaríamos ‘el fondo político’ o ‘el reverso político’ de toda sociedad. Porque nosotros sabemos muy bien que en ninguna Constitución se prescribe que tiene que haber clases sociales, esa desigualdad de poder que surge en la producción es una desigualdad que después no se resuelve. Es decir, se resuelve como igualdad formal y desigualdad real con la consigna democrática “un hombre, un voto”. Tenemos un problema con la relación entre democracia y capitalismo, lo que también quiere decir que no hay democracia plena en el capitalismo. Hay una contradicción intrínseca entre el principio igualitario de la democracia y la práctica desigualitaria, ontológicamente desigualitaria, estructuralmente desigualitaria del capitalismo. El capitalismo tiende, por un lado, a formas de mercado con Estado de Derecho y, por otro, es incapaz de producir momentos de igualdad política efectiva.

– ¿Esta desigualdad irresoluble tiene que ver con la crítica de las izquierdas?

– Así es. Esto último lleva evidentemente al problema del socialismo y la democracia, o la izquierda y la democracia, o la revolución y la democracia, siempre en un discurso bastante general. El socialismo, por lo menos como uno lo podría encontrar de manera más noble en los escritos revolucionarios, es una consecuencia lógica de la democracia. En la medida que la democracia tiende a radicalizar el principio de igualdad, por lo tanto distribuir el poder, tiene como horizonte lógico una forma no burocrática, no policial, no autoritaria de socialismo, que es algo que no sabemos bien lo que es porque el proyecto del Siglo XX no dio lugar a esa experiencia. Aunque también es cierto que la idea de socialismo sigue dando vueltas recurrentemente como un posible necesario de la democracia. Mientras la democracia tenga en uno de sus niveles posibles de sentido una igualdad radical, el socialismo y el comunismo insistirán como tendencia interna de la propia democracia.

– ¿Se resuelven esas tensiones?

– Alejandro Horowitz explica en su libro “El huracán rojo” que las revoluciones burguesas y proletarias son procedimientos específicos de creación de igualdades: formas burguesas de la igualdad y formas proletarias de la igualdad, según el caso. Y que el final, el fracaso, la destrucción, la aporía o el desprestigio -o todo eso junto-de la noción de revolución no sólo nos quita la posibilidad de contar con procedimientos que inscriban nuevas ideas de igualdad en la economía y el derecho, sino que además nos quita la posibilidad de defender las viejas igualdades. Entramos en un proceso en el cual el capitalismo, sin un contrapoder revolucionario que lo enfrente, tiene todas las posibilidades históricas de restaurar las desigualdades más brutales. Y el campo de las democracias y de las izquierdas apabulladas en la defensa del Estado de Derecho, en la defensa de la ley, de la República, son incapaces de presentar estrategias efectivas para proteger formas de igualdad reales, sustanciales, por no hablar de avanzar en la distribución de poder político.

– ¿Cómo ves la democracia en Argentina?

– Tenemos que identificar dos momentos dentro de lo que sería el Siglo XX para manejar un tiempo histórico más cercano, conocido y relevante para nuestra coyuntura. Por un lado, está el problema del peronismo, que Alejandro Horowitz lo trabajó muy bien, que es el problema del 17 de octubre. ¿Qué sería el problema del 17 de octubre? La disrupción en el plano político de una clase obrera, trabajadora, en busca de una forma política adecuada a su propia potencia. Esa es, en general, la pregunta de las izquierdas en el Siglo XX: ¿El peronismo fue o no una forma adecuada para la democratización de la sociedad a partir de la construcción de un poder, de un doble poder o de un poder específicamente obrero y del mundo del trabajo?

– ¿Lo fue?

– Horowitz dice que en el ’46 y luego en el ’73, la clase trabajadora activó una participación en el proceso político y fue en ambos casos -debido precisamente al peronismo como forma política- derrotada. Todavía estamos pensando un poco esa experiencia, esos dos momentos donde la clase trabajadora creyó posible que la forma política peronista fuera adecuada para provocar un tipo de democratización general de la sociedad, desde el punto de vista obrero, y las causas de la derrota en el propósito de producir esas transformaciones. ¿Hubo en el 2001 un intento de otro sector de la clase trabajadora, desocupada, más precarizada, por provocar una reacción en el medio de la crisis general y sacudir de alguna manera los cimientos restrictivos del capitalismo neoliberal? Yo creo sí.

– Pero parece haberse disipado…

– Esa vez no se constituyó una forma política partidaria, aunque hubo un intento importante por el lado de los piquetes y las asambleas. El asesinato de Kosteki y Santillán fue un aviso muy claro de lo que el régimen estaba dispuesto a hacer para evitar un proceso de ese tipo. Luego podemos preguntarnos si el kirchnerismo fue una expresión de la clase trabajadora para democratizar el conjunto de la sociedad. Es muy discutible. Más allá de las buenas intenciones tanto de algunos cuadros políticos como de algunos sectores de la sociedad, vemos hoy que no hubo una articulación tan consistente como en el ’46 o en el ’73.

– ¿Cómo entendés la transición democrática?

– Como el otro gran eje de la democracia argentina: 1983, la idea de una transición a una forma política parlamentarizada después de un régimen de terrorismo de Estado. Este segundo eje por momentos vuelve a activarse, como sucede ahora que Cristina Fernández de Kirchner habla de un pacto político-democrático o un pacto democrático entre actores políticos, sobre todo después del intento de magnicidio.Es la idea de que los dirigentes políticos tienen que volver a pactar la paz, que no se mate por política. Algo de esto anda dando vueltas con la aparición de la película “Argentina, 1985”. Pienso que todo intento de acudir a un consenso forjado en 1983 y a un Poder Judicial que en esos años habría consagrado como ‘verdad’ la barbaridad de lo que habían sido prácticas represivas de terrorismo de Estado y el gran grito del ‘Nunca más’ adolece de un déficit fundamental: la prescindencia de la clase trabajadora (los movimientos populares) forzando una dimensión real de ese movimiento democrático.

– ¿El propio sistema político buscó la transición democrática?

– Podría entenderse de esa forma. Se ha despreciado el factor extrainstitucional de la democracia: sin las Madres de plaza de Mayo, sin los movimientos de derechos humanos, no hubiera existido posibilidad de conocer estas verdades ni se hubiera abierto un horizonte de justicia. La muerte de Hebe de Bonafini nos permitió recordar esa invención política maravillosa argentina que fueron las Madres y el modo en que insistieron una y otra vez en no confundir la democracia constitucional parlamentaria con el principio de la igualdad y de la justicia, que cuando son reales vienen siempre acompañados de una capacidad de revisar la ley para evitar, precisamente, que ley democrática y el neoliberalismo puedan converger de modo completo.

– ¿Cómo se actualiza esa visión?

– El capítulo actual en toda esta historia es la secuencia que se armó con el intento de magnicidio o con la persecución político-judicial a CFK y su aparición en los medios denunciando un Estado paralelo y un aparato jurídico mafioso. Como dijo ella: “Ya no estamos frente al lawfare, sino frente a un Estado paralelo y un Poder Judicial mafioso, que es algo más siniestro todavía que el partido judicial”. Eso sumado al “no quiero ser mascota del poder”. Ése discurso es el último capítulo de lo que podríamos llamar la crisis del vínculo neoliberalismo y democracia. Porque es la vicepresidenta dirigiéndose al pueblo argentino con una denuncia grave, que podría ser traducida más o menos de la siguiente manera: no se logran hacer las reformas económicas, sociales y políticas que una democracia, incluso restringida en términos capitalistas, necesita para subsistir porque existe una mafia o un estado de excepción que bloquea esa posibilidad y ella no quiere ser mascota de ese sistema. A partir de ese diagnóstico se avanza o se retrocede, ¿no?

– ¿Hay una regresión democrática?

– Evidentemente. Las últimas denuncias de CFK equivalen a decir que la idea de que se le podía ganar a Macri, que se podía evitar que la derecha más reaccionaria controlara todas las palancas del proceso político ganando tácticamente el centro en 2019, cuando pone a Alberto como candidato, fracasó. No sirvió para lo que se proponía: no se logró revertir el programa neoliberal, ni se denunció el programa macrista -se convalidó lo actuado por Macri en lo referente a la deuda externa-, pero tampoco sirvió para cosas mucho más elementales, como reformar la Justicia. Un Frente de Todos que convalida lo actuado por la Justicia provincial de Jujuy, manipulada por el gobernador Morales, en una sentencia completamente desproporcionada e injusta a Milagro Sala, ¿qué tiene para decir cuando la Corte Suprema convalida esa persecución? Ésta incapacidad de reformar la Justicia que ahora Cristina denuncia al decir “no quiero ser mascota de esta gente, me bajo de la candidatura porque acá hay un Estado paralelo”, supone la admisión de impotencia de la política del Frente de Todos. En otros términos, el Frente de Todos se muestra como lo que es: un instrumento político inadecuado para profundizar la democracia, o por lo menos para desactivar alguno de los mecanismos más agresivos con los que la clase dominante bloquea la posibilidad de reformas.

– ¿La denuncia de Cristina tuvo el eco esperado en el Gobierno?

– La palabra de Cristina conserva un valor diferente al de otros dirigentes del propio Frente de Todos, que no sólo no dicen estas cosas, sino que se los ve muy cómodos con el aparato judicial, con los grupos económicos, con el Fondo Monetario… Cristina monta una escena discursiva diferente. La violencia sufrida por Cristina, la persecución que padece y la impotencia que plantea, también para revisar mecanismos socio-económicos, es una impotencia que obviamente han sentido de una manera saturante muchos sectores sociales que tienen menos dinero y menos poder y que hasta hace unos años la votaban. Esos sectores padecen la violencia en los territorios, sufren la devaluación de sus ingresos y chocan con una Justicia que, en el plano local territorial, es completamente manipulada, subsumida a mafias, en connivencia con las policías. Y la política no ha dicho casi nada sobre esto.

– ¿Habrá reedición del Frente de Todos?

– La última elección legislativa mostró la pérdida de cuatro millones de votantes del Frente de Todos, que desertaron de esa representación política, ya sea votando en blanco, no yendo a votar, votando a Milei o a la izquierda. Veo a Cristina hoy (en el mejor de los casos), repitiendo tarde y mal lo que estas personas hicieron hace dos años, advirtiendo la dificultad que supone el Frente de Todos sea un instrumento político de transformación. ¿A dónde va la energía que deserta del Frente de Todos? La propia Cristina, ¿a dónde va? ¿Qué se puede hacer una vez que se declara que el Frente de Todos no es un instrumento político capaz de profundizar la democracia en Argentina? Esa es la gran pregunta: si esa fuerza de deserción, esa fuerza de denuncia, esa fuerza un poco escéptica o desilusionada, pero también, quizás, en búsqueda de otras formas y de otros mecanismos, puede convertirse a la larga en una nueva fuerza política nueva. O no.

Revista el Sur

A riesgo de ser carnal // Lelia Lanzillotti, Vanesa Bianchi

 “No es que el cuerpo piense, sino que obstinado, terco, él fuerza a pensar y fuerza a pensar, lo que escapa al pensamiento, la vida.” Gilles Deleuze.

 

Los cuerpos no pacificados ya no piden permiso, exigen existencia.” Ana Kiffer 

 

Este escrito es una apuesta a repensar los presupuestos con los que trabajamos. Nos fuerzan a escribir tanto el impacto de la “cultura actual” como los efectos de la pandemia sobre nuestra clínica con adolescentes. 

Pensamos que la pandemia funcionó como catalizador de procesos y agudización de fenómenos, que ya se visibilizaban con anterioridad a la misma, producto de lo que llamaremos a grandes rasgos Neoliberalismo. 

Tal vez valga la pena aclarar que no será nuestra intención sugerir que la época inaugura nuevas entidades psicopatológicas. Más bien, preferimos hablar de particulares ‘modalidades existenciales, estilos de sufrimiento o malestares. Los mismos por su frecuencia en la consulta y la insistencia en su modo de presentación clínica, nos obligan a preguntarnos qué problemáticas se están jugando y cómo posicionarnos a la hora de intervenir, no cediendo en la intención ética de un ‘estar psicoanalistas’

En los últimos años asistimos a una mutación tecnológica y social. La extensión del Capitalismo de plataformas y la omnipresencia de la conectividad digital, están produciendo transformaciones radicales en nuestras formas de vida. 

Si partimos de la idea de que la mortalidad es la característica que define lo humano, el Capitalismo consiste en un intento fantástico de superar la muerte, de deshacerse de ella. La acumulación, es el sucedáneo que sustituye a la muerte con la abstracción de valor, la continuidad artificial de la vida en el mercado .

La tendencia a una vida virtual y el Metaverso como su máxima expresión, forman parte de un proyecto de humanidad que podría prescindir de la materialidad del cuerpo. Sin embargo, mientras tanto… Crisis de ansiedad, desgano, depresión, pánico, inhibición, atracones, restricción alimentaria, autolesiones, insomnio, abusos, cancelaciones e incomodidades, son algunos de los nombres de los sufrimientos de los jóvenes actualmente. 

En todos los casos, los mismos tienen un correlato de manifestaciones muy marcadas en el cuerpo: “se me cierra el pecho”, “cuando me voy a dormir sólo siento los latidos de mi corazón”, “los dolores de cabeza no me dejan dormir”, “vomité tanto que tengo miedo de haberme roto las cuerdas vocales”, “cada vez que como se me infla una panza de seis meses de embarazo”, “no me animo a ir a lugares públicos por miedo a ahogarme con mi propia saliva”. Estos cuadros, además, vienen en muchas consultas asociados a diagnósticos médicos: colon irritable, SIBO, colitis ulcerosa, gastritis, taquicardia, hipertensión, cefaleas, migrañas, alergias, cuadros asmáticos.

Si bien estos modos de nombrar el sufrimiento no son nuevos, nos interpela la coagulación de sentido, ligada a la representación del ser, que tiene este tipo de presentación sintomática (“soy TCA”, “soy depresiva”). 

La oferta en la Web de descripciones sintomáticas asociadas a sus respectivos diagnósticos, son respuestas listas para su consumo, ligadas a una cultura que responde medicalizando la demanda de erradicación del dolor y el sufrimiento. Es un observable clínico actual la urgencia de definición identitaria de los jóvenes. Los diagnósticos sellan una identidad cerrada. Urgencia en enlazarse al signo como necesidad de encontrar sentido a la existencia.

En muchos casos, los jóvenes, suelen llegar a la consulta con un cuadro psiquiátrico “autopercibido”. Esto nos confronta con la pregunta acerca de cómo pensar “lo autopercibido”que ha sido socialmente legitimado y avalado legalmente sin cuestionamientos. ¿Cómo pensarse por fuera del lazo con un otro? 

El enlace identitario funcionaría como una respuesta reactiva a la conmoción desestabilizadora del cuerpo.

Clínica actual en el entre de cuerpos explotados, patologización del sufrimiento, insensibilización y negación del cuerpo.

 

El peso del cuerpo 

Si Occidente es una caída, como pretende su nombre, el cuerpo es el último peso, la punta extrema del peso que se vuelca en esta caída. El cuerpo es la gravedad.    J.L Nancy

La hiperpresencia corporal o lo que llamaremos hipercorporización y el sentimiento de futilidad de la vida que viene asociado con lo que ubicaremos como descorporización, son expresiones del malestar que se imponen en nuestra clínica de todos los días y por lo mismo, nos mueven con urgencia a un esfuerzo de lectura. 

La miniserie británica Years and Years, distopía cuya cualidad no es la de contarnos historias imposibles sino enfrentarnos con profecías plausibles, nos servirá para ilustrar la idea. La escena de la serie que rescataremos, consiste en una conversación de los padres con su hija quienes encuentran, a partir del control de sus redes sociales, búsquedas repetidas en relación a lo trans. Los padres con intención de contener a la adolescente, se anticipan a aclararle que ellos aceptan ampliamente su elección de identidad sexual. La chica sorprendida, con una sonrisa irónica, responde que no quiere ser transexual sino transhumana. 

El Transhumanismo, movimiento que propone la utilización de la tecnología para trascender los límites de las capacidades humanas, anuncia, en última instancia, el futuro de una otra humanidad sin cuerpo. Asimismo, detrás de la propuesta del mejoramiento de las aptitudes psíquicas y físicas de los humanos a partir de la incorporación de la tecnología, el horizonte transhumano supone la muerte como mera contingencia, es la promesa de la inmortalidad. 

Es por ello que el Transhumanismo nos ilumina el registro de un fenómeno clínico que dimos en llamar de descorporización e hipercorporización. Estos serían anverso y reverso del mismo fenómeno, son expresión de un malestar que se traduce como: la incomodidad insoportable de la materialidad del cuerpo y la sensación de futilidad de la vida, una vida sin sentido, una vida que no vale la pena ser vivida. 

                                                                                                                                                                                     Muchos días pienso que quiero desaparecer. Literalmente, quiero desaparecer, no tener cuerpo. Siento que estoy haciendo algo mal, que no estoy viviendo la vida como debería, a mi edad. No hago nada y eso me pesa en los hombros como si llevara kilos de plomo en la mochila”. Julia 

 

En las formas de vida actual conviven cuerpos encorsetados bajo dos formas del mandato: cuerpos de salud, de deporte, de rendimiento, de goce, cuerpos perfectos, magros, flacos, en yuxtaposición con cuerpos imperfectos, cuerpos libres, gordos, fofos, que deben ser aceptados y gozados a cualquier precio. Dos políticas del cuerpo, dos versiones: cuerpos insoportablemente grávidos. 

Los fenómenos de descorporización e hipercorporizacion podrían ser también intentos desesperados de abrir lugar, de salir de la enajenación de esos cuerpos atrapados, calculados, esclavizados por todo tipo de mandatos. 

Nos preguntamos qué es lo que estaría determinando que estas modalidades sintomáticas nos resulten en la clínica actual tan repetitivas, casi calcadas. Modos de nombrar y nombrarse, de nominar un padecimiento, comunes a una generación de jóvenes que sólo pueden leerse, hasta antes de la consulta, en clave individual. 

Se trata de  generaciones expuestas más a las pantallas que a la musicalidad del sonido de la voz de la madre, que aprendieron más palabras de la web que de la voz singular de otro humano.

“Modalidades existenciales” de cuerpos pesados, congelados, tensos, contracturados, que duelen, cuerpos insoportables, peso que no se soporta. Humanidad cyborg, cuerpos/máquina que hacen signo, sofocan e impiden la circulación de sentido. Pensamientos imparables sobre el miedo a la comida, la compulsión a contar calorías, compararme en relación a los otros. Vida limitada a quedarme encerrada en mi cabeza, mirarme en el espejo y el terror frente a la balanza.

¿En qué consiste la operación que habilita sobrellevar un cuerpo? ¿De qué consistencia se trata? ¿ Qué lo sostiene? ¿Cuál es su soporte? .

 Pensamos siguiendo a Rozitchner que : “No se puede hablar de materialismo de cuerpo humano, si no recuperamos el “sentido” que, por ser histórico, la experiencia ensoñada con la madre le agrega para siempre a la materia.”

Lo que nos hace humanos es la indefensión de nuestra prematurez al nacer,  vulnerabilidad que inaugura la necesidad del otro para vivir , ese otro que, con su asistencia, abre la posibilidad de soportar un cuerpo y en el mismo acto inaugura la sensibilidad de un cuerpo que se ”sabe vivo”. Lo que humaniza es necesariamente el contacto con los otros en un devenir histórico que se singulariza en ese instante, en el entre, efecto del encuentro con el cuerpo de la madre. Acto de agarrar lo vivo que instaura la ilusión, unidad de dos que son uno. Ensueño que convierte al infans en mago y lo dota de una potencia: el poder de crear lo dado.

La modernidad nace bajo la idea de que para pensar es necesario dejar la materialidad del cuerpo afuera. Así, desde la temprana división de las ciencias humanas en disciplinas, los cuerpos fueron pensados como totalidades, sistemas biológicos, quedando escindidos del alma, del pensamiento y del lenguaje. El aporte del psicoanálisis hace eje en la inscripción en el orden simbólico como operatoria para el surgimiento del sujeto. Pero lo simbólico pensado como orden único e invariable requiere de la disociación de lo histórico social y por lo mismo arrasa con la materialidad de ese encuentro. Ese encuentro en el que la Historia de la Humanidad se actualiza, cada vez, en la inmensa medida del ‘entre dos’.

Es a través de la sonoridad y el ritmo de la palabra encarnada en la madre que operará la ternura velando la crueldad de la desnudez del cuerpo, lo carnal, lo descarnado de saber que estamos en carne viva, que estamos hechos de esa materialidad insoportablemente grávida e incomprensiblemente viva. 

 

Ponerle el cuerpo a la vida

 

A Laura aquella vida basada en nuestra felicidad le resulta insoportable. Aquella felicidad es la muerte. No huye de esa felicidad para ser feliz. Huye de la felicidad para vivir” Sara Ahmed

“Me imagino que en primer lugar va a estar la carrera…me gustaría ser editora de una revista de moda, da para ganar plata, viajar y ser reconocida. Pareja fija, no me imagino. Creo que las relaciones llegan hasta un punto en el que ya está, ya te dieron todo lo que podían dar y hay que pasar a otra cosa. Hijos… me gustaría pero jamás quedaría embarazada porque me da miedo lo que pasa con tu cuerpo, me asusta, miedo a morir, muchas mujeres mueren en el parto… Jamás los tendría con alguien, después quedás pegado para toda la vida.

No traería a alguien a este mundo en el que está todo mal. Con las catástrofes ecológicas no sabemos cuánto mundo más va a haber… Sí adoptaría, pero adoptaría un adolescente. Por un lado, por lo difícil que es la adopción en este país, además, los que no fueron adoptados de chicos sufren mucho y me gustaría poder ayudar. También porque un adolescente ya está está formado y no tendría que pasar por toda la situación del crecimiento y tener que criarlo, equivocarme por imponerle mis ideas…”    Laura, 14 años 

Podemos pensar que Laura intenta controlar todo atisbo de conflicto o incomodidad, cualquier asomo de riesgo. En este esfuerzo sólo le queda objetalizar a los otros y consumir representaciones de deseo, aparentar una vida. 

Si tal como veníamos planteando, la cultura actual, propone y ofrece para su consumo, formas de vida en las que se podría prescindir de la materialidad de cuerpo y la muerte podría ser asumida como una contingencia, asimismo elogia y supone una subjetividad basada en la individualidad y la autosuficiencia. 

El otro, también prescindible en esta humanidad post humana, queda investido de las figuras de lo peligroso cuando no, del enemigo y la confrontación con la diferencia es su pesadilla más aterradora y por lo mismo debe ser suprimida y o evitada a cualquier precio. 

Queremos las intensidades del deseo pero sin la angustia. Amores, revoluciones o hijos sin “precio a pagar’, sin ninguna “pérdida”. O no nos implicamos mucho en nada, porque al final “siempre duele”. La anestesia como forma de vida. 

Se instituye una economía libidinal compensatoria que es característica de las redes sociales: la radicalidad exhibida en opiniones, sustituye cualquier exploración radical efectiva, es decir, evita el despliegue de la pregunta en relación al deseo.  

Vidas sumidas y atrapadas, cuerpos modulados por una “pedagogía de la crueldad”. 

Continúa Laura en otra sesión …quiero vivir pero me da fiaca porque si tengo que vivir esto todo los días prefiero morir”. 

Entonces pensamos que paradójicamente y al mismo tiempo podríamos escuchar ahí la fuerza de la deserción de todos los órdenes automáticos, decisión de no desear nada, como maniobra que intenta liberar a la vida de esa captura. La fantasía de muerte no es otra cosa que una ilusión de salida, la última apuesta a vivir, a sentirse real.

Jóvenes desertores, vidas al margen de una sociedad que se desintegra, posibilidad de exilio del mundo, de este mundo. Deseo de sentido, de sentirse real.

Para sentirse vivo ¿habrá que saberse humano? y ¿Qué es lo que humaniza? ¿Será posible que el cuerpo y sus afectos inauguren la posibilidad de un nuevo comienzo? 

Cuerpos liberando al pensamiento de una metafísica del poder. Algo del cuerpo se resiste a la mercantilización. Esa metafísica en nuestra época es la economía. 

Cuerpos como último bastión de resistencia/re-existencia del deseo o la vida en su máxima expresión . Esto no va de suyo, sino que es efecto de una lectura clínica, entre dos, en transferencia. 



La deserción como patología o como potencia a ser interpretada 

 

¿Cómo hacer para jugar la apuesta a un destino ético que no sea simplemente el de una mera estabilización reactiva? Es este el desafío al que nos enfrentamos.” Suely Rolnik

Entonces nos preguntamos ¿Cuál es la brújula ética que nos orientará en nuestra clínica? ¿Desde dónde estamos pensando? 

En el contexto compartido post pandemia del miedo màs extremo a la enfermedad y la muerte, estalla el grito adolescente “¡no quiero vivir más!”. Hay una fuerza vital en el deseo de morir que es lo que queremos tratar de indagar. Desear morir rompe pactos, relaciones previas. Deseo de morir en un adolescente es una sacudida, un impensado.“No quiero seguir viviendo”, “quiero desaparecer” abre afectos e intensidades, líneas de subjetivación que hacen tambalear todos nuestros presupuestos.

“Muchos hablan de clínica de las depresiones al referirse a estos estados, tenemos que pensar más bien en una clínica de la desesperanza. …Desesperación y la desesperanza por vivir”. 

Winnicott abre espacio a este impensado ubicando al derrumbe psíquico como una posible forma esperanzada de poder empezar a vivir. Dice: “la mera cordura equivale a pobreza”. 

Escuchamos en esa desesperanza “quiero desaparecer”, al mismo tiempo un gesto desesperado por vivir, una invitación a interrumpir la inercia, un desertar como una forma diferencial de posicionarse, la apertura a la novedad, a crear nuevas formas de vida.

La contemporaneidad del psicoanálisis o cómo no ceder en la intención de “estar psicoanalistas’ 

Percibir en la oscuridad del presente esta luz que trata de alcanzarnos y no puede hacerlo, esto significa ser contemporáneos. Por ello los contemporáneos son raros. Y por eso, ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de valor: pues significa ser capaces no sólo de tener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino incluso percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se aleja infinitamente. Es decir, una cosa más: ser puntuales a una cita a la que sólo se puede faltar.” Agambem, Giorgio

Partimos de la idea de introducir lo no pensado, lo virtual, una fuerza que aunque real es intrínsecamente refractaria a la representación pero que se actualiza, en este caso, en el padecimiento de los jóvenes. Es eso, lo no pensado, lo que determina un ‘reparto de lo sensible’ condicionando la lectura y por lo mismo los modos de intervención sobre la clínica.

Nuestra rara tarea es resonar y hurgar en torno a esos lazos, esas gestualidades del cuerpo, percepciones colectivas aún incipientes. Se trata de escuchar afectos. ¿A qué llamamos afectos? A la modificación del cuerpo que aumenta o disminuye la potencia de actuar o de pensar. Una búsqueda por “curar”, lo más posible, a las vidas de su impotencia. 

La apuesta a un estar psicoanalistas involucra también al propio cuerpo, excesos que recaen sobre el cuerpo del analista: los dolores, el agobio, la angustia, el insomnio, son los efectos del dilema ético al que nos confronta cotidianamente la clínica con adolescentes y que al llegar al inquietante abismo, luego del trabajoso tránsito por bordes escarpados, nos hace preguntarnos ¿por qué? 

Cuenta Rodolfo Kusch en su texto vivir en Maimará:

“Cuando le cuento a alguien que me radiqué definitivamente en Maimará, siempre me responde con un gesto de asombro. ¿Por qué?… La pregunta no surge en relación a la lejanía, ni a la accesibilidad, ya que no es tanta la distancia y hay medios para llegar. El asombro, alguna razón tiene que tener, y parece estar más en relación a la sensación de que estuviera del otro lado, de que hubiera una frontera. Y se diría que hace referencia a que Maimará está ubicada en una zona en la cual no se viviría así nomás.” 

Estar psicoanalistas. ¿Por qué asumiríamos el riesgo de esta apuesta? Es que hay que aventurarse a buscar más allá de la fronteras lo impensado y lo impensable de un saber que se encuentra, sólo si existe el ánimo que anima al cuerpo a ese gesto heroico, gesto de aquel que volvió avivado de ese más allá y que ahora, por lo mismo, está un poco más agarrado a la vida. Encuentro de lo más íntimo en lo más extranjero.

Quizás porque lo que nos hace humanos es un saber del cuerpo que se hace oír a través de los afectos, los efectos de las fuerzas del mundo sobre él. Es que somos humanos hasta que somos polvo y la vida vuelve a perseverar a pesar, muy a pesar nuestro, y gracias a nuestro devenir nada. Un destino que vuelve a hermanarnos, como parte de una Naturaleza de lo vivo, en la que lo más personal es lo más impersonal, a riesgo de ser carnal. 

Bibliografia 

AGAMBEM, Giorgio: Desnudez. Buenos Aires. Adriana Hidalgo Editora, 2011

 AHMED, Sara: La promesa de la felicidad. Buenos Aires. Caja Negra, 2019

 BERARDI, Franco: El umbral. Buenos Aires. Tinta Limón, 2020 

DELEUZE, Gilles: La imagen tiempo. Estudios sobre el cine 2. Barcelona, Buenos Aires, México. Paidos Iberica, 1985

DOUFURMARTELLE, Anne: Elogio del riesgo. México. Nocturna/ Paradiso , 2019.

FERNANDEZ, Ana Maria: Jóvenes de vidas grises. Buenos Aires. Bibios, 2017

GIORGI, Gabriel; KIFFER, Ana: Las vueltas del odio. Gestos, escrituras, políticas. Buenos Aires. Eterna Cadencia, 2020 

KUSCH, Rodolfo: Vivir en Maimará. Revista Adynata. 2021 

NANCY, Jean Luc: Corpus. Madrid. Arena Libros, 2003 

RODRIGUEZ, Jorge: Soñar con los dedos:entre Freud y Winnicott, Buenos Aires. Letra Viva, 2015. 

ROLNIK, Suely: Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente. Buenos Aires. Tinta Limón, 2019. 

ROZITCHNER, León: Materialismo ensoñado. Buenos Aires. Tinta Limòn, 2011 

SEGATO, Rita: Pedagogìa de la crueldad. Buenos Aires. Prometeo Libros, 2018 

ULLOA, Fernando: Novela clìnica psicoanalítica. Buenos Aires. Paidos, 1985. 

 

Tengo caca de pájaros en todo el techo del auto // Entrevista a Rodolfo Fogwill por Agustín J Valle

Hace ya bastante tiempo Agustín J Valle le hacia esta entrevista a Fogwill y hoy la compartimos en Lobo.

“Tengo caca de pájaros en todo el techo del auto, hace varios días. Si se seca del todo se endurece, se pega, y al sacarlo te arranca la pintura. Como mañana me voy a Francia (donde presentan una compilación casi completa de mis cuentos), tengo que llevarlo al lavadero hoy. Así que me acompañás, lo dejamos ahí y nos buscamos un bar callado para charlar, que éste es un barullo.” Fogwill me lleva la ventaja de tener un plan inamovible.

El coche, efectivamente sucio, tiene varios años, pestillos manuales y dirección mecánica; es “de escritor”, como dirá luego. El estilo brusco del vehículo encuentra coherencia en el manejo del conductor, quien desestaciona sin reparo por los autos lindantes.

Fogwill ya me había contado que se iba a Europa, en los mails que intercambiamos. Tuvo un error de tipeo que resultó en hallazgo poético: “Encantado de hacer la entrevista, el problema es el tiempo: estoy en Chile por trabajo, vuelvo el jueves y el lunes salgo nuevamente, por la maldita literatura, para España y rancia”. Me daba su número en Buenos Aires y agregaba: “Mientras tanto me ubicás en un celular chileno, a dos mangos el minuto, ¿valdré tanto?”.

El celular. Ahora se lo olvidó: “Mirá, pasamos por el hotel, a buscar mi teléfono, y vamos al lavadero. Hoy, domingo, el único abierto en este lado de la Capital está en Corrientes y Yatay”.
¿Hotel?
“Sí, viste, me separé hace unos meses. Bah, mi mujer me echó, y no puedo pagar dos luz, dos gas, dos banda ancha, dos todo; estoy en un hotel.”
La segunda vez que nos encontramos, para continuar la conversación, Fogwill acababa de instalarse en un departamento palermitano, ex morada de Adrián Dárgelos, quien, dicho sea de paso, cita al autor en “Putita” (Infame) aquella “piel donde roza la bambula” que se describe en La experiencia sensible, novela publicada en 2001. “Adrián es un lector amigo”, explica Fogwill.
Pero ahora –en el ahora de esta nota–, de camino al lavadero, Fogwill estaciona frente a una puerta de madera como de conventillo. Baja, entra. Dejó abierta la puerta del auto; así queda mientras lo espero.

Además de sucio por fuera, el coche por dentro es un caos. Lo primero que se me ocurre es ponerme a buscar canutos. Fogwill mismo me dio la idea, con el Pichi, protagonista de Vivir afuera (novela de 1998 que apostó a captar la esencia de la década del 90), quien deja porros ocultos por la ciudad para días después recogerlos y consumirlos. Pero además uno tiene una imagen de Fogwill nadando en excesos, imagen construida por él mismo (se cansó de decir cuánto se drogó) en colaboración con las distintas capas que rodean el ambiente y la práctica literaria. Mato la espera, pues, buscando. Sin embargo, bajo las alfombras de goma, en los bolsillos de los asientos y los recovecos de las puertas hay mil cosas, pero nada de tanto valor.
Por fin sale Fogwill, canchero. Está de vuelta, Fogwill. Hasta es trillado decir que está de vuelta, y él lo sabe. ¿Funcionará la literatura con rebote en la meta, como el ludo; un éxito demasiado solidificado restará interés frente a los pares?

De nuevo camino al lavadero, maneja inclinado más cerca del volante que del respaldo, como escudriñando el empedrado. Me pregunta si sé cuál es Yatay. Le doy mis referencias de ubicación e instrucciones para llegar, pero me interrumpe diciendo: “No, el mejor camino es tal y cual”, porque resulta que él en los 80 trabajaba en la escuela ort de Yatay, único lugar argentino donde tenían unas máquinas de cómputo que este sociólogo nacido en 1941 utilizaba en estudios de mercado. Repitiendo la actitud -de poner el palito y empujarme para que lo pise- me dijo en otro momento: “En situaciones de prensa no se puede hablar de literatura”.

El único lavadero abierto, por supuesto, está lleno. Rebalsa: hacemos cola de autos sobre Corrientes. Fogwill divide su atención entre avanzar los metros que a cada ratito quedan libres y mirar el tránsito, que zumba veloz a nuestro lado. No estamos, obviamente, cara a cara. Y el tiempo pasa.

“Dale, che, empecemos, porque parece que no va a haber café después”, dice.
“¡¿Acá?!”
Balbuceo alguna pregunta, medio mala, que se hace mala del todo en el silencio insolente de mi interlocutor, ocupado en otros estímulos: “Un, dos, un, dos, un, dos”, relata el vaivén de un par de tetas que pasa por la vereda.
Los autos que van runruneando por Corriente casi nos rozan, produciendo golpes de aire que mueven el auto como un bote en tormenta. Los nervios comienzan a ganarme. Me aferro a las preguntas preparadas con buenas horas de lectura y reflexión; pero la muletilla de Fogwill es empezar las respuestas diciendo, y cito textual: “No, no, no sé, no sé, no”.
Incómodo bajo el cinturón de seguridad, repaso cada detalle que me llamó la atención al investigar.
–César Aira, cuando conoció sus cuentos, en 1982, dijo que no eran cuentos sino viñetas…
–No, no, yo escribo, loco, no tengo problema con los géneros. Aparte Aira, en aquella época, estaba muy cerca de mí, y entonces me leía y escuchaba mi voz, y pensaba que todo lo que contaba yo, lo había vivido; él, que no tenía una vida, viste, era un, qué se yo, un muchacho. Salió de la pensión del Opus Dei donde vivía para casarse.
–¿Eso genera diferencias a la hora de escribir, la experiencia de vida?
–No, no sé, no sé. Aira tiene un gran conocimiento de…, de todo.
Era un amague. Esperando sobre el asfalto en el auto encendido, Fogwill recién calienta los motores para el petardeo. Y yo cada vez más extraviado. A lo seguro:
–¿Qué va a publicar próximamente?
–Sin apuro saldrá mi obra completa hasta 2006, pero antes, en noviembre, un libro de poemas que posiblemente se llame Gente muy fea, porque habla del mundo urbano de la ciudad de Buenos Aires. En el mismo mes publicaré con Interzona una novela que hasta ahora se llama La introducción (de la que aparecieron anticipos en España en Revista de Occidente) y también acordamos la gradual publicación de mis novelas agotadas y no distribuidas en el país.
–¿Novela sobre qué?
–¿Qué querés que te diga? Sobre mí. No, mejor, sobre el mundo. Poné que es sobre el mundo.
–¿Por qué sigue con una editorial chica como Interzona [ya hizo la nouvelle Runa y la quinta edición de Los Pichiciegos]?”
–Las grandes editoriales son el camino más rápido a la mesa de saldo. De sus libros buenos venden cuatrocientos, y encima casi todos son malos. Pero de golpe les ofrecen tres o cuatro mil mangos a pibes que están en la lona y agarran; van a la mesa de saldo al par de meses y así es como los desgastan.
–Salvo si uno está consagrado…
–No, no: salvo si uno es una máquina de hacerse propaganda, como soy yo.
–¿Eso le viene de su carrera como publicista? [Fogwill, asesor de marketing, fue responsable de los horóscopos Bazooka e inventó nada menos que el eslogan “El sabor del encuentro”.]
–No, no. Es la personalidad. Hay grandes escritores que en la cancha pueden ser virulentos peleadores y después en la literatura tienen miedo. ¿Pero de qué? ¿De fracasar? Si ser escritor ya es fracasar. ¿Qué peor te puede pasar? ¿Cuál sería el éxito de un escritor? ¿Ganar el premio nacional, 1.500 mangos por mes? ¿La jubilación de un sargento?

La fila avanza finalmente. Subimos el cordón, atravesamos la vereda e ingresamos en el lavadero. Noticia: es uno de esos en los que hay que quedarse en el auto mientras lentamente atraviesa el túnel de lavado.
“¡Eh, hay que cerrar todo, no se puede joder acá!”, advierte Fogwill.
Olas de espuma caen repentinamente sobre nosotros. Cubren el auto, convertido en una cápsula ciega desde donde escuchamos toda clase de ruidos: rodillos, mangueras a presión y máquinas desconocidas operando en la cinta transportadora. El bochinche fordista es total. Fogwill y yo nos encontramos riendo.
–Entonces, ¿qué me decías? –pregunta.
–Eehh, no sé, es una situación bastante extraña…
“Dale, dale, dale”, me alienta; pero resuelve hacerse cargo directamente: deja una mano en el volante y con la otra toma el grabador. Para neutralizar el ruido, le habla al micrófono, y como mira al frente, yo casi sobro.
“Ser escritor es fracasar en la vida. Casi todos terminan mendigueando la beca, el pequeño premio. Una mina para casarse quiere un tipo que tenga no esta mierda [y golpea el volante], sino de Volkswagen Gol para arriba, y que pueda comprar departamentos; y los escritores no pueden, terminan, de viejitos, en el mejor de los casos, ganando luca y media por mes del premio nacional, el que es profesor a lo sumo otra luca, y si los editores les pagan dos libros por año son diez lucas, o sea 3.300 pesos por mes, y con eso no se paga ni el seguro de uno de esos autos.”

De golpe mi puerta se abre –¡¡fusshh!!– y, de no ser por un reflejo salido del puro susto, una especie de astronauta me rociaba los pies con un liquido arrojado a toda presión.
–¡Ahora te sacan a vos y te lavan! –dice Fogwill.
–Uf, si logro armar una nota sumergido entre todo esto…
–Je, je. Sí, impresionante, la próxima vez traigo a los chicos [sus hijos], se van a cagar de risa acá. Eso sí, unas ganas de mear da esto… Vengo de tomarme dos tés, y esto inevitablemente te da ganas de mear.

Como si estuviera escrito, cuando finalmente el túnel nos escupe limpios y salimos a la luz, la primera pared que vemos tiene bien grande pintado: “Baños”. El va sin perder tiempo. En eso me encara un lavandero: “¿Falta aspirar éste?”, pregunta ya manoteando para abrir el baúl. Justo llega el dueño. “¡No, che, el baúl no, que ahí tengo la droga!” Fogwill, que tiene libros y no droga en su baúl, es también un cantor. Llena los silencios de la conversación entonando vocales que da gusto: un show. Pero incluso al hablar su voz es magnética, y noto que, lenta pero sólidamente, los empleados del lugar nos rodean (cinco o seis, petisos, morochos). Intento retomar la conversación.
–¿Entonces el arte ocupa necesariamente un segundo lugar?
–Tenés escritores como [Ricardo] Piglia, que una vez declaró no haber tenido hijos para dedicarse de lleno a la literatura –relata Fogwill frente a su nutrido y atento auditorio–. ¡Qué horror! Cuando escuché eso yo tenía cuatro hijos (ahora cinco), y me imaginaba un tipo usando forro todas las noches para que después no venga un chico a molestarlo cuando está en la computadora, y luego chupándole la concha a su mujer con gusto a goma. ¡Qué horror!
Los lavanderos y yo estallamos. Fogwill lame la miel de este efímero pero rotundo éxito narrativo.
“¿Cuánta propina dejan los tacheros? Bueno, yo voy a dejar el doble, pero acuérdense, y que se enteren los tacheros.”
Me pregunta: “¿Tu grabador no es digital, no? Qué lastima, estaría para tenerlo en MP3, es una historia muy linda”.

–¿Usted piensa la escritura desde las historias?
–No, pienso desde las frases; escribo una y después se me ocurre una historia para completarla.
–¿Se acuerda de las primeras frases de sus textos?
–Claro, la primera frase de Los Pichiciegos era “Hoy mamá hundió un barco”. Siempre estudié textos de memoria, pero además, en la cárcel [estuvo preso durante la dictadura, bajo el cargo de defraudación] el juez no permitía que me llegara papel, ni libros, entonces recitaba e intentaba escribir de memoria; por supuesto que cuando el capellán del bunker de Caseros me autorizó cuaderno y lápiz, olvidé todo lo que había compuesto. Y Muchacha punk empieza: “En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir hice el amor es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres …”.

Mis muertos punk, libro en que está incluido el cuento de la muchacha ídem, fue la primera publicación en prosa de Rodolfo Enrique Fogwill, en 1979 (años después empezó a firmar sólo con el apellido, “como Platón”). En 1980 Muchacha punk ganó un premio patrocinado por la gaseosa más famosa; entonces dejó su carrera de publicista y comenzó la literaria, aunque ya había publicado en 1978 los poemas de El efecto de la realidad. A diferencia de congéneres escritores como Juan José Saer, César Aira o el propio Piglia, Fogwill irrumpió bien de adulto en la escena literaria nacional.
Puede decirse que Fogwill es un escritor nacional; pero dicho esto no consintiendo la apropiación patriótica de todo lo que acontezca entre Ushuaia y La Quiaca; ni siquiera porque sus temáticas lo confinen a la agenda del país. Más que pertenecer, a lo largo de su obra en prosa, la pluma de Fogwill estuvo a la caza de lo argentino, persiguiéndolo, buscando dar cuenta de eso que, como el tiempo, todos sabemos que existe pero nadie podría definir.

Sobre Los Pichiciegos (que transcurre mayormente en una cueva malvinense improvisada por desertores del ejército), por ejemplo, dice: “Pretendía ser un trabajo hacia el habla argentina. Pero no sé si lo logró. Ya en esa época para mí la nación no era más que la lengua. En los 80 yo decía que podría escribir de nuevo Pichiciegos sin Guerra de las Malvinas: no era una novela sobre la guerra”.
El registro del devenir local de una lengua (o de la facultad misma del lenguaje) no clava al autor ni a la obra al lugar de origen; más bien otorga valor transcultural: editado en varios países iberoamericanos, Fogwill fue traducido al francés, alemán, croata y chino mandarín. Además, según dice, “los fucking british publicaron Pichiciegos con el título de mala leche Malvinas Requiem. Pero pagaron bien”.

Mediante su cuantiosa obra de cuentos, novela y poesía, y su intensa (aunque intermitente) labor de polemista cáustico en los debates culturales, Fogwill desarrolló un culto a su personalidad y se hizo una parcela en la zona mejor valuada de la literatura vernácula. Por ejemplo, la nada menos que quinta edición de su novela de 1982 perdió por sólo dos votos en la encuesta por el libro más importante de 2006 que organizó entre escritores y críticos el suplemento cultural del diario Perfil. Ganaron las 723 páginas de Donde yo no estaba con que se despachó Marcelo Cohen. Cuando iban empatados, y a sabiendas de ello, Rodolfo Enrique votó por su colega.
“¿Cómo afecta la consagración las motivaciones que lo impulsan a escribir?”, le pregunto en el auto ya limpio, que avanza quién sabe a dónde, mientras ansío que la “linda historia” recién compartida lo haga más dócil a este hombre.
“Voy sabiéndolo mejor. No tengo ya demasiado interés en que aquello de lo que me convenzo sea verdadero o falso, ya no tengo que ganar discusiones ni concursos en la facultad.”
–¿Pero cuáles son las motivaciones?
–Escribir para mí es pensar. Es cierto, aunque sea pensar sobre la frase (y no sé si hay maneras de pensar fuera de una frase). Y escribo para no ser escrito, para no ser narrado por el discurso social que circula y tengo que repetir. Y ahora siento que a medida que voy escribiendo, que sale un libro nuevo, o que tengo un texto nuevo satisfactorio (porque los libros no me importan una mierda, acá todos hablan de los libros y nadie de los textos), siento que obtengo una victoria, porque no es algo que me mandaron. A mí me haría muy feliz ganar un premio grande, como el Cervantes, de 250 mil euros, sería muy feliz. Pero si yo pudiera hacer un libro bueno, pero un libro bueno-bueno, como El discurso vacío, de Mario Levrero, sería más feliz. Tan feliz como si hubiera ganado un premio, aunque claro, estaría mal porque estaría deprimido, sin plata. Porque muy lindo el prestigio, pero ¿dónde está la plata, loco?
–¿Qué es lo que más le importa, ahora?
–Trabajar, escribir y criar a mis hijos, que es lo que más me divierte en la vida. Yo ya soy viejo. Pero no creo que llegue el momento en que no tenga que mantener hijos, porque la capacidad de procrear no depende de la intensidad de las erecciones. Y si no, adoptaré o me compraré uno de algún modo. Me gustan los pibes, educarlos, divertirlos, hacerlos felices. Que sean radicalmente distintos de mí.
Luego de esa frase que desmiente, al menos en parte, su vanidad, Fogwill estaciona frente a la puertita de madera del hotel, a una considerable distancia del cordón.
“¿Sabés? El otro día salí del hotel y me fui en auto, y cuando volví estacioné en el mismo lugar donde estaba antes. Al bajar encontré, junto al cordón –¡no lo podía creer!– mi mp4.”
–¿?
–Sí. Es como un mp3 pero que también pasa videos. Pero yo lo uso para audio, sobre todo escucho poesía. Grabé cuatro horas de poesía acá adentro –me muestra el diminuto aparatejo, que tiene un cordón con el que ahora se lo pasa por el cuello.
En este punto, Fogwill me dice: “Che, mirá, mi solución es así: tengo tiempo hasta las siete, pero quiero tomar unos mates. ¿Subís? Te voy a convidar uno o dos”. Está por meter la llave en la cerradura cuando alguien abre desde adentro, un tipo joven que al vernos sonríe de movida: el dueño del lugar. Mi compañero cumple con esas ganas de risa, y le explica, señalándome: “El va a estar un rato nomás; es un travesti, cogemos y se va”.

El hotel, que como muchos funciona más bien como pensión, tiene una arquitectura desquiciada. Es medio cerrado, medio al aire libre, y está plagado de escaleritas irregulares y pasillos torcidos; subimos, bajamos y doblamos tantas veces que, cuando Fogwill se detiene frente a una puerta de chapa, ya no sé hacia dónde queda la calle. La pieza es de dos por tres, y tan desordenada como una habitación de película que ha sido saqueada. Estira un poco la frazada de la cama de una plaza. “Acá tenés lugar para sentarte, tenés tu living…”

En medio del caos, resplandece, como perla en un barrial, una laptop divina, que Fogwill no demora en encender. Parado en medio del cuarto –o sea, a un paso de todo–, señala cosas dispersas: “Chocolate, galletitas, ¿querés un pedazo de pollo?”. Apunta al lavamanos del baño, cuyo contenido es también bastante original (casi anómalo), y lo ofrece: “¿Uvas?”.
Dentro de su palacio minúsculo, la imagen pública belicosa cede al educado anfitrión. “No, gracias, comí una zanahoria grande antes de venir.” “Lo bien que hacés”, dice mientras saca un frasco ámbar de medicamentos. “Mirá, yo tomo esto. Pastillas de caroteno. Lo necesito y no tengo tiempo de comer zanahorias.”
Parece que se cuida, Fogwill. Lo que no me deja del todo tranquilo son las lastimaduras en los antebrazos, simétricas, casi rituales: negros moretones con sendas costras de sangre coagulada y supurante. Rodolfo Enrique Fogwill lleva su brazo diestro a la boca y bebe ruidosamente de su oscura sangre.
–¿Herida nueva?
–No, viste, son los andariveles. Estoy haciendo mariposa, en la pileta, y con la brazada golpeo las cuerdas.
Nada todos los días, y hace gimnasia. En cualquier caso, la solidez de su obra, así como tolera los excesos de su conducta, también sobrevive, campante y fecunda, a la refutación de su imagen mítica.
Sentado y con un mate se me ocurre por fin una pregunta de verdad:
–Si escribe para no ser narrado por el discurso social, que supongo acordaremos reduce el sentido de las cosas a su productividad monetaria…
–Sí, sí, sí…
–… y al mismo tiempo la recompensa que más espera de la escritura es la plata: ¿no está hilvanando el acto liberador según la lógica opresiva?
–Por supuesto, por supuesto.
–¿Y? ¿Eso no es una derrota?
–No sé. Me parece que es un fenómeno contemporáneo. Balzac utilizaba el apremio económico como estímulo para escribir, pero en la actualidad el apremio económico es también un apremio institucional, toda una cosa muy compleja, que te impide, viste, impide. Lo que más impide es el poder editorial, que obliga a escribir cosas legibles. Los buenos libros son ilegibles; Los Pichiciegos, al salir, era casi ilegible. Las faltas sintácticas de los personajes fueron censuradas en La Nación diciendo que se notaba que la novela fue escrita muy rápido. Algunas cosas eran demasiado obvias en ese momento, como la derrota argentina. Pero otras cosas eran impensables, como el retorno democrático, anunciado en la novela. A la semana de haberla escrito, la llevé a varias editoriales. Durán, dueño de la editorial española Legasa, que editaba a [Jorge] Asís, me dijo que la editaba instantáneamente, desafiando el poder de los milicos, si yo le agregaba un acto heroico por parte de los pichis, heroico por la patria. Y los de Galerna me ofrecieron cualquier plata para pedalearme, mientras mandaban un tipo a hacer entrevistas que desembocaron en el libro Los chicos de la guerra, con el que se llenaron de plata. Como si un pibe de 18 años que tiene que matar fuera un chico, ¡por dios! Llamarlos chicos, y poner a las asociaciones de psicólogos al servicio de “curarlos” fue una maniobra para desmalvinizar a la Argentina. Los estigmatizaron de arranque, por eso la tasa de suicidios es mayor que entre los leucémicos y sidosos terminales.
Para escribir Los Pichiciegos, Fogwill declaró haber usado su conocimiento del frío (solía navegar por los mares del sur), de la colimba y de los pibes. Pero la sustancia que regula todas las acciones a lo largo de la novela es el miedo. “Yo viví años con miedo, loco. Está bien que era un miedo anestesiado, pero era miedo al fin. Yo había sido trotskista, y una vez los milicos tuvieron secuestrado durante meses a un tipo que vivía un piso debajo mío, pensando que era yo. En los últimos años de mi carrera empresaria yo vivía con miedo, me mangueaban de todos lados, me buscó la cana durante un mes. Cuando caí preso se me pasaron todos los miedos. En la cárcel fui el tipo más libre del mundo.”

Fogwill acaricia su laptop con los ojos y putea por no tener internet en el hotel. “Tengo que conectarme. Si me acompañás al cíber, después te acerco a tu casa.”

Vamos al cíber.

Mira la pantalla echando levemente la cabeza hacia atrás, para ver a través de sus anteojitos de leer, apoyados en medio del puente nasal. “El correo lo abro mucho; te digo, yo sigo el correo por las peleas y por la guita. Hace poco mantuve un conflicto en Chile con varios escritores, periodistas, qué se yo, porque me negué a firmar apoyando a una escritora para el premio nacional, y me acusan de machista todas las feministas y las tortilleras, y de querer llamar la atención.”

–¿Por qué se trenza en esas trifulcas? ¿Le resultan un espacio de pensamiento?
–Sí, con la tensión, la urgencia, se me ocurren ideas.
–¿O sea que no es sólo propagandismo sino también una forma de estimular la producción?
–Sí, aprendí un montón de cosas.
–Sus contrincantes le sirven, entonces. ¿Los quiere?
–Sí, la verdad que sí, es gente buena. Salvo a Quintín, a quien no le guardo cariño, aunque sí lo respeto como escritor.
–¿Considera que lo dicho en reportajes es parte de la obra, una actividad literaria?
–Sí, por supuesto. Es una actividad ficcional; si la ficción pertenece a la literatura, es literaria. Para un escritor creo que todo es parte de la obra. También la elaboración de su imagen pública.

La larga risa de todos estos años // Rodolfo E. Fogwill


     No éramos tan felices, pero si en las reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si éramos felices, ella habría respondido “seguro sí”, o me habría consultado con los ojos antes de decir “sí”, o tal vez habría dicho directamente “sí”, volteando su largo pelo rubio hacia mi lado para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que yo también pensaba que éramos felices. Pero éramos felices. Ya pasó mucho tiempo y sin embargo, si alguien me preguntase si éramos felices diría que sí, que éramos, y creo que ella también diría que fuimos muy felices, o que éramos felices durante aquellos años setenta y cinco, setenta y seis, y hasta bien entrado el año mil novecientos setenta y ocho, después del último verano.
    

     Salía por las tardes, a las dos, o a las tres.Siempre los martes, miércoles y jueves, después de mediodía, se maquillaba, me saludaba con un beso, se iba a hacer puntos y no volvía hasta las nueve de la noche.
     A fin de mes, si había dinero, no salía a hacer puntos. Entonces, también aquellas tardes de martes a jueves nos quedábamos charlando, tomando té, o ella se encerraba en el cuarto para mirar televisión mientras yo trabajaba, o me acostaba a descansar sobre la hamaca paraguaya que habíamos colgado en el balcón.
     Y si faltaba plata, en la primera semana del mes hacía dos puntos cada tarde: se iba temprano al centro, hacía algún punto, después volvía a nuestro barrio para hacer otro punto por Callao, y yo la esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más tarde. Pero siempre teníamos dinero. Hubo caprichos: el viaje a Miami, los muebles de laca con gamuza amarilla y la manía de andar siempre cambiando de auto, esos fueron los gastos mayores de la época, y como casi nunca nos faltaba plata, ella hacía, puntos entre martes y jueves las primeras semanas del mes, llegaba a casa bien temprano, me daba un beso, se cambiaba y se encerraba a cocinar.
     A veces pienso que por entonces cada día era tan parecido a los otros, que por esa constancia y esa semejanza se producía nuestra sensación de felicidad.


     Salía temprano. Dejaba el taxi en Veinticinco de Mayo y Corrientes y se iba caminado hacia Sarmiento; a veces se entretenía mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas, estampillas. Serían las tres. Había por ahí hombres parados frente a las pizarras de las casas de cambio, gente que copia en sus libretas las cotizaciones, y el precio de los bonos y de los dólares de cada día. Alguno de ésos la miraba.
     Entraba al bar de la esquina de la Bolsa. Se hacía servir un té en la barra y generalmente alguien la veía y la reconocía y la citaba. Los conocidos la citaban allí, en el bar de la Bolsa.
     Los hombres no podían olvidarla con facilidad.
     Si no conseguía cita, pagaba el té, dejaba su propina, se iba caminando por Sarmiento, y en algún quiosco compraba revistas francesas o brasileñas para mirarlas tomando su café en la confitería Richmond de la calle Florida.
     Ahí siempre alguien se le acercaba. De lo contrario, poco antes de las cuatro, salía a recorrer Florida hacia la Plaza San Martín mirando vidrieras, o demorándose en las cercanías del Centro Naval y en los barcitos de la zona, llenos de oficiales de paso que dejan sus familias en las bases del sur y sabían de ella.
     Si no encontraba un oficial, seguía hasta Charcas y pasaba por la vieja galería, donde nunca solía fallar, porque si los mozos del snack bar la veían sola, le presentaban a los turistas que habían andado por ahí buscando una mujer.

      

     Una mujer. ¿Qué sabrían ellos qué es una mujer? Yo sí sé. Sé que ella era una mujer. No sé si lo sabrán todos los hombres que la encontraban en la Bolsa, en la Richmond, en el Centro Naval, o en algún sitio de su camino entre la Bolsa de Comercio y la galería, pero sé que algunos lo supieron, y fueron sus amigos, y casi amigos míos fueron –los conocí–, y me consta que, por conocerla, algunos de ellos aprendieron qué es una mujer.
     Algunas veces se le acercaban hombres de civil fingiendo que buscaban citas, pero ella los descubría –tenía para eso un olfato especial–, y les decía que se fuesen a alcahuetear a otro.
     Los especiales, los de la División Moralidad, la dejaban seguir. En cambio, los oficiales nuevos de las comisarías, recién salidos de los cursos, se ofendían y la llevaban detenida a la seccional. Allí tenía que hablar con los de la guardia; mostraba las fotos de publicidad, los documentos, las llaves de casa y las del auto y los jefes le permitían salir.
    ¿Qué otra cosa podían hacer? Una noche llegó a casa con un subcomisario.
     Yo la esperaba trabajando frente a mi escritorio, y cuando oí la cerradura, miré hacia la puerta para ver su carita sonriente y lo vi a él.
     Parecía un profesor de tenis, o un vividor de mujeres ricas. El notó la expresión de mi cara al oír que me lo presentaban como subcomisario y quedó sorprendido, igual que yo. ‘ Me reconoció por aquella película de la Edad Media –la del whisky como había pensado que ella vivía sola, miraba mi kimono de yudo, veía el desorden de papeles sobre mi escritorio, y la miraba a ella, averiguando.
     Notó un papel de armar entre mis libros. Era un papel americano, con los colores de la bandera yanqui y preguntó si fumábamos. Ella dijo que estaba para ofrecer a las visitas y a él le pareció bien y siguió curioseando entre los libros. Esa primera vez estuvo medio trabado, igual que yo, que jamás esperé que me trajera un policía a casa.
     Pero después nos hicimos amigos. Se acostumbró a venir y nos telefoneaba desde el garage para anunciar que al rato subiría a tomar algo, o a charlar. Dejaba sus armas en el auto. Para ellos es obligatorio llevar siempre la pistola en su funda de la cintura, o en esas carteritas que usan ahora, pero él, por respeto a la casa, dejaba todo en el garage.


     A veces preguntaba por ella: –¿Y Franca…? –Parecía amenazarme: “si decís que no está, seguro que me muero…”.
     Y yo le explicaba que estaría haciendo puntos, que pronto llegaría, y lo invitaba con un whisky.
     Para no molestar, él se quitaba los zapatos, se acostaba en el sillón del living y se quedaba ahí mirando el techo hasta que ella llegara, sólo por verla, aunque estuviesen esperándolo en su oficina, una sección especial de vigilancia que funcionaba cerca de casa en la época de la presidencia de Isabel.
   Parecía un instructor de tenis, o el encargado de un yate de lujo. Siempre de sport, bronceado; tenía cuarenta y dos años, pero parecía menor, de treinta o treinta y cinco. Se llamaba Solanas.
     Fuimos bastante amigos. No es fácil ahora confesar amistad hacia un policía, pero no has sido el único. También siento amistad hacia el inspector Fernández, de la Policía Federal, a la llaman la mejor del mundo aunque a él lo tenga destinado a una comisaría de mala muerte, en un barrio donde jamás nada sucede. A Solanas lo había conocido haciendo puntos.
     Le habrá cobrado, la primera vez, lo mismo que por entonces les cobraba a todos; serían veinte, o veinticinco mil pesos: unos cien dólares, quinientos millones de ahora. ¿Cómo decirlo si el valor del dinero cambia más que cualquier otra costumbre de la gente…? Desde que se hizo amiga de Solanas y lo empezó a traer a casa, nunca volvió a cobrarle.
     Tampoco creo que haya vuelto a acostarse con él: ella diferenciaba a los amigos de los puntos, y entre los puntos distinguía bien a los clientes estables de aquellos hombres ocasionales que aceptaba sólo cuando veía que se le estaba yendo la tarde sin conseguir un conocido. . Si los entraba a casa, significaba que ya era amiga de los puntos. Saldrían del hotel, o del departamentito del hombre y entusiasmados, irían a un bar para seguir charlando. Después, cuando llegaba la hora de volver, ella querría volver –necesitaba volver–, se haría acompañar hasta la puerta y si seguía la charla y le seguía el entusiasmo, lo hacía subir a nuestro departamento.
    
     Cuando está comenzando una amistad, nada la puede detener. Por eso, al nuevo amigo ella lo hacía pasar, lo presentaba, y el hombre seguía hablando conmigo mientras ella se cambiaba y se encerraba a cocinar para los tres.
     Los que se hacían amigos cenaban en casa; a los que no se querían ir, les preparábamos una camita en el living, y ahí dormían, sin preocuparse por lo que hacíamos en nuestra habitación.
     Hasta venir a nuestro departamento nunca un cliente sabía de mí. Yo en cambio sabía de ellos porque Franca me detallaba todo lo que hacía con los puntos. Fue una época. Yo quería averiguar, conocer más. Sentía curiosidad por entender qué había hecho cada tarde, y hasta «ataba de imitar, por la noche, lo que ella había estado haciendo con los puntos durante el día.
     Por eso conocí, sin haber ido nunca, todos los hoteles que a ella le gustaban, y hasta podía imaginarme los departamentitos de los solteros, y la decoración de los departamentos que alquilan los casados para escaparse un poco de la mujer. Tenía de cada uno de esos lugares una idea tan nítida como la de Franca, que se acostaba allí dos o tres veces por mes.
     Parece mentira, pero la gente, aun en las cosas que hace más en la intimidad, se parece entre sí tanto como en las que hace porque las vio hacer antes a los vecinos, a sus socios del club o a los actores de las propagandas de la televisión.
     Después dejé de averiguar. Ella me anunciaba si había hecho algo poco común, aunque eso sucediera muy pocas veces.
     Celos jamás sentí. Rabia sí; cuando pensé que me mentía, o cuando sospeché que ella agregaba algún detalle para probar si yo sentía celos.
     Con el tiempo aprendí que así como yo nunca le había mentido, ella tampoco a mí me había mentido, y por eso, si alguien hubiera preguntado si éramos felices, habría dicho ella, igual que yo, que sí, que éramos muy felices a pesar de las pequeñas peleas y de los celos.
    
     Porque ella sí celos sentía.
     –¿Qué hiciste hoy…? –preguntaba al llegar.
     –Y… nada… –decía yo, mostrándole mi yudogui impecable, el cinturón recién planchado, el escritorio cubierto de fichas y de notas, y el mate frío junto a mi cenicero lleno de filtros de cigarrillos terminados.
     –Nada… volvía a decirle, disimulando la sonrisa que me nacía al pensar que ella había andado por ahí creyendo que esa tarde yo habría sido capaz de salir o de hacer algo diferente de cualquier otra tarde de mi vida.
     –¿Qué hiciste hoy? ¿Quién estuvo esta tarde? –volvía a preguntar.
     –Y… nadie, Franca, nadie –le repetía yo.
     ¿Quién iría a estar? –¡Mentiras…! –decía ella–. ¡Mentiras! Te leo en los ojos que hubo alguien. –No. No hubo nadie Franca –le decía, y ya sin sonreír, porque sabía cómo iba a terminar todo eso, empezaba a mirarle los ojos verdes, para que al comprobar que resistía su mirada, ella entendiese que no tenía nada que ocultarle, que nadie había venido, y que yo, aquella tarde, no había hecho nada distinto a lo de todas las otras tardes de la semana.
     Entonces ella dejaba de mirarme. Sus ojos verdes se fijaban en la pared j yo veía sólo la parte blanca de los ojos que empezaba a nublarse por lágrimas mezcladas con rimnmel aceitoso disuelto.
     (Había algo loco en eso de mirar siempre hacia un costado, siempre al mismo costado, como si la pintura de la pared, o la pintura de los cuadros colgantes de la pared, pudiese responder sus preguntas: “¿Quién vino?” “¿Dónde fuiste?”).Y yo quería consolarla.
     Alzaba un brazo, trataba de acariciarle el pelo, pero ella se volvía más hacia la pared y miraba algún cuadro, o peor, al zócalo directamente. Gritaba: –¡Ves que siempre mentís! ¿Ves que mentís? –volvía a gritar, como si la pared le hubiese confirmado que yo mentía. (Yo no mentía.)
     –No nena… No te miento… –juraba yo, riendo, pero ella lloraba cada vez más fuerte y me decía entre sollozos que se iba a ir con un punto que le había prometido un departamento en Manhattan, con otro que la invitaba a un viaje por islas del Caribe, o con aquel que le ofrecía pasar el verano en su estancia del Brasil.
     ¿Cómo no iba a reír si siempre amenazaba igual: el Brasil, las islas del Caribe, el departamento “studio” en la isla de Manhattan…? Pero debía haber evitado reír. Era peor: ella gritaba más: –¿Ves…? –preguntaba–. ¡Te reís! –se respondía. Y explicaba–: ¡Quiere decir que no te importa que me vaya…! Quiere decir que vos no me querés… ¡Que nunca me quisiste! ¡Das asco! –No nena… –hablaba yo–: ¡No peliés! –rogaba. Yo había dejado de reír, pero ella no había dejado de llorar.
     –¿Cómo que no peliés? –decía–. ¡Cómo querés que no pelee si me mentís! –Y me miraba y me gritaba:¡Sos insensible! –protestaba cada vez más, gritando más.
     Entonces yo miraba la hora y calculaba. Sentía el paso del tiempo. .. Sentía que perderíamos la cena.
     Y ella miraba mi escritorio –venía hacia mí y yo temía que comenzase a destrozar los libros, o a revolverme los papeles, o peor, que como muchas veces, acabara tirando el cenicero y mi mate al piso, aunque después ella misma tuviese que juntar la ceniza y los restos de yerba, y fregar la mancha verdosa que impregnaría la alfombra. Procuraba proteger mi escritorio; cubría todo con mis brazos abiertos.
     –¡No sigás…! –rogaba yo.
     Pero seguía, ella. Tac, un libro. Trac: el cenicero. Tlaf: el mate de boca contra la alfombra; todo caía. Y yo me controlaba, me relajaba, trataba de calmarla. Imposible: nunca se calmaba.
     Entonces dejaba mi escritorio; iba hacia ella, le aplicaba una palanca de radio–cúbito, y la llevaba encorvada hacia el sofá. Trabándola contra los almohadones, sobre el sofá o sobre la alfombra, evitaba que se lastimase tratando de librarse de mi palanca.
     –Calmáte amor… no sigas… –le pedía entonces, hablándole contra la oreja.
     Pero ella gritaba más: que la iba a matar, que la quería matar. Y yo pensaba en los vecinos, intentando callarla, y aplastaba su boca contra los almohadones. Era peor: se sacudía, gritaba más.
     Entonces le vendaba la boca con mi cinturón, tensaba el cinturón bajo su pelo, por la nuca, y con sus cabos le ataba las manos contra la espalda. Inmóvil, podía decirle lentamente que la quería, que nadie había venido, que yo no había salido y que sabía que nunca me cambiaría por el de Brasil, ni por nadie y ella dejaba de forcejear y yo apagaba la lámpara y me desnudaba.
     Le hablaba despacito. La desnudaba y antes de desatar el cinturón le acariciaba el cuello y los brazos para probar si estaba relajada. Sólo la castigaba si hacía algún ruido o intentos de gritar por la nariz que pudiesen alarmar a los vecinos.
     Cuando se ponía bien soltaba el nudo la besaba, le besaba los ojos y la cara, acariciaba todo su cuerpo y la sentía todavía sollozar, o temblar –eran los ecos de tanto que había llorado y gritado y nos besábamos las bocas, y ella empezaba a reír porque reconocía en mi boca el gusto de sus lágrimas mezclado con gusto de tabaco y de rimmel, y así nos abrazábamos como jamás debió haberse abrazado con sus puntos y nos íbamos al cuarto, o a la hamaca, y nos quedábamos por horas mándonos, o hamacándonos hasta que el hambre, la sed o mis absurdas ganas de fumar nos obligaban a separarnos.
     Esas noches no cocinaba. Después del baño bajábamos a un restaurante del barrio y nos sentíamos felices.
      
      
    
    
      
    
     La gente, desde las otras mesas, nos notaría felices y pasábamos días y semanas enteras felices sin pelear.
     Si le quedaban marcas, reprochaba –¡Qué van a pensar…! –decía, riéndose, reconociendo que ella había tenido la culpa.
     Y nos divertíamos pensando que a los puntos de esa semana, las marcas del cuello, la espalda y las muñecas los entusiasmarían más.
     Decía que le contaba a algunos –a los que le parecían más sensible–, que el hombre que vivía con ella se emborrachaba y le pegaba. Que algunas veces debían llevarla desmayada al hospital. Que no se separaba ni se atrevía a abandonarlo porque el tipo era un asesino y que estaba segura de que tarde o temprano terminada matándola.
     A otros les hacía creer que se había lastimado en una caída del caballo.
     Tenía un caballo en el Club Hípico Alemán de Palermo. Lunes y sábados se iba a practicar equitación. Le hacía bien eso a ella, como a mí me hacían bien las prácticas de yudo.
    
      
     Toda la gente debería practicar un deporte violento: teniendo el cuerpo tenso y fortalecido se está mejor de la cabeza, se respira y se duerme mejor, se fuma menos y la vida comienza a parecerse más a lo que debe ser la verdadera felicidad.
     El caballo era un alazán. Se llamaba Macri; no sé por qué. Lo conocí un sábado, mientras la esperaba cerca del lago. Ella desmontó, vino hacia mí trayéndolo por una rienda, y cuando dejé el auto para besarla, el animal olió mi pelo, resopló, y se puso a golpear, nervioso, el suelo con las patas. .
     Nunca, dijo ella, se había portado así. Era un caballo que tenía fama de noble y manso, pero algo de mí debía ponerlo mal, porque las pocas veces que me tuvo cerca reaccionó igual: resoplaba, pisoteaba nervioso el césped con sus cascos. .
     La seguían militares por Palermo. A ella no le gustaban los militares, pero los lunes y los sábados –los días de ella–, muchos van por ahí probando sus caballos.
     Se le arrimaban. Trataban de hacer citas.
     Siempre los rechazaba.
     Nunca hizo puntos por Palermo, ni en el Hípico.
     Para ella los caballos, especialmente su caballo, eran una pasión.
    
     El cuidador del Macri, lo supimos después, era suboficial de Ejército. Se ocupaba de eso para reforzar su pequeño sueldito de fin de mes.
     Yo luchaba con un capitán. Por mi peso –sesenta y dos kilos–, nunca encontraba en la academia con quién luchar. A veces probaba con mujeres, pero no tenían técnica ni fuerza. Había muchachos jóvenes, de mi peso, con fuerza y con técnica, pero sin la madurez y la concentración que se logran en el yudo sólo mediante años de práctica.
     Entonces debía buscar gente de más peso. El capitán –setenta kilos era un hombre moreno y bajito. Cuando Fukuma nos presentó, y durante el saludo, miró mi cinturón y habrá pensado que el maestro le pedía, como favor, que me probase.
     Gané los seis primeros lances seguidos. Siempre ganaba.
     Una tarde, practicando retenciones, le apliqué algunas técnicas de hapkido y lo noté desesperado por salir. Cuando le hacía un “ojal” con la solapa de su yudogui argentino de loneta, no bien sentía que la circulación cerebral se le dificultaba, en vez de golpear para que lo dejase salir, me clavaba sus ojitos negros reticulados de capilares rojos y yo veía una mirada de odio distinta a la de Franca, no sólo a causa del contraste con el hermoso color verde de ella, sino también porque se entendía que en aquel hombre nadie podría transformar el odio en un sentimiento más elaborado.
    
     Mucha gente jamás comprenderá el deporte.
     Ahora permiten federarse y competir en torneos a personas llenas de ideas agresivas, a quienes la experiencia del triunfo y el fracaso no les sirve de nada.
     Habría que averiguar bien qué entiende alguien por éxito y derrota antes de autorizarlo a combatir o darle un rango que habilita para formar discípulos. De lo contrario, en pocos años, terminarán por desvirtuarse los principios de las artes marciales.
     Perder es aprender. Esto me lo enseñó Fukuma, que lo aprendió del maestro Murita, dan imperial que nunca autorizó la ostentación de colores de rangos en su dojo.
    
     “Si yo tuviera tanta fuerza y tanta habilidad…” –decía ella, refiriéndose a mis palancas y mis técnicas.
     Pero jamás pudo aprender. Compró kimono, pagó matrícula y el primer mes de un curso con Fukuma, pero al cabo de cuatro clases desistió reconociendo que no alcanzaba a comprender los fundamentos de nuestro deporte.
     Franca había nacido para los caballos.
     Calculó Olda Ferrer que yo podría ganar una fortuna instalando un gimnasio.
     –¿Cuánto ganaría? –le pregunté.
     –Mucho –decía ella, mientras su marido, un psicoanalista, aconsejaba a Franca que me impulsase a tomar discípulos.
     Para los psicoanalistas, poner un cartelito y arreglar un local donde otra gente pague por asistir es un ideal de la vida humana, que resulta aún más elevado si el lugar se llama “instituto” y el dinero que los clientes pagan es mucho.
     –¿Pero cuánto es mucho? –pregunté a la Ferrer, que era una economista bastante conocida, y calculó una cifra: –Diez mil, para empezar. Después más, veinte, o treinta mil…
     Dijo eso o cualquier otro número; no sé cuánto valía el dinero por entonces. Recuerdo en cambio que Franca me guiñaba los ojos, porque durante el mes anterior ella había producido treinta y cinco mil sin poner instituto ni perder tiempo preparando discípulos incapaces de alcanzar objetivo alguno. Pero una vez casi me instalo. Se lo dije a Fukuma. El viejo recomendaba que sí:
     –¡Metéte! –dijo, y era gracioso oírlo, porque a causa de su acento, “metéte” nos parecía una palabra japonesa, mientras que a él le sonaría tan natural y tan argentina como cualquiera de las palabras del español que siempre pronunciaba mal.
    
     Sucedió en 1975. Estaba intervenida la universidad y echaban a los profesores porque en la facultad habían tolerado a los grupitos de estudiantes que se mezclaron con la guerrilla.
     Pensé que me despedirían también a mí. En el segundo cuatrimestre cambié el turno de mis clases y comencé a dictar los teóricos en este horario de lunes y sábados entre ocho y diez de la mañana. Con los nuevos horarios venían menos alumnos, y como las autoridades de la intervención siempre llegaban tarde y nunca me veían, se fueron olvidando de mí y no tuve necesidad de “meter” un instituto.
     Calculaba así: “si con cuatro horas semanales gano mil, y con cuarenta horas ganaría diez mil, cambiar no me conviene”. Las cifras son falsas: nadie. recuerda cuánto ganaba por entonces.
     Hay algo que se aprende con el estudio de las artes marciales: actuar sobre las partes del enemigo que ofrecen menos resistencia.
    
      
     Escribí “partes”. Una traducción correcta del japonés habría elegido la palabra “puntos”.
     Franca reiría si leyese estas notas.
     Hablé una tarde con el capitán. Le conté lo que ocurría en la Universidad y hablé de mis temores por mí, por Franca. Prometió ayudarme.
     Al tiempo, vino a decirme que había hecho averiguaciones y que como yo no tenía antecedentes, no debía preocuparme.
     Pero a mediados del setenta y siete, cuando desapareció un chico del gimnasio al que también le había prometido que no necesitaba preocuparse porque no tenía antecedentes, llamé a Solanas y él me llevó, sin que Franca supiese, a la oficina aquella a blanquear.
     “Blanquear” quería decir contar lo que uno pensaba, lo que sabía que pensaban o hacían los otros y lo que pensaba que hacían, pensaban o sabían los otros. El hombre de la oficina, un canoso muy alto que debía ser el jefe, después de hablar y preguntar durante más de tres horas, aconsejó que si algún día me llevaban tenía que convencerlos de que había blanqueado, y reclamar que revisaran mis hojas en el batallón trescientos y pico. Después Solanas me aclaró que haber blanqueado no garantizaba nada, que no se podía Poner las manos en el fuego por nadie y que todo aquel trámite> “en el mejor de los casos”, podía ser una ayuda.
     Creo que todos vieron lo que fue pasando durante aquellos años. Muchos dicen que recién ahora se enteran. Otros, más decentes, dicen que siempre lo supieron, pero que recién ahora lo comprenden. Pocos quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre lo entendieron, y que si ahora piensan o dicen pensar cosas diferentes, es porque se ha hecho una costumbre hablar o pensar distinto, como antes se había vuelto costumbre aparentar que no se sabía, o hacer creer que se sabía, pero que no se comprendía.
     Se lo aprende en la vida, o en el dojo: siempre es igual que antes. Para la gente, lo importante es vivir mirando hacia donde los otros le señalan, como si nada sucediera detrás, o más adelante.
     Si cuando sucedía aquello había que pensar otra cosa, ahora, que hay que pensar en lo que entonces sucedía, indica que no habrá que mirar ni pensar las cosas que suceden en este momento.
    
      
    
        
     Ochenta y tres. Empieza otro año y llegan nuevas promociones de alumnos. Cada cuatrimestre los estudiantes me parecen más jóvenes, más niños. Es porque en mi memoria los alumnos de antes han seguido creciendo o envejeciendo, aunque nunca los haya vuelto a ver.
     En mi memoria crecen y encanecen muchachos y muchachas que murieron poco después de aprobar el examen final, hace cinco o diez años.
     Mi memoria de mí continúa intacta. Me imagino como el día que comencé en la cátedra, hace ya doce años.
     Tenía veintisiete.
     Franca tampoco envejeció. Tiene treinta y nueve, mi edad. Hace puntos aún, pero jura que ‘el marido no lo sabe.
     Vive con él, con los hijitos que –tuvieron con él, y con la suegra, que los cuida.
     La veo muy pocas veces. Pregunto cómo no pudimos seguir siendo felices.
     Ella protesta que es feliz, que ya no siente celos, y que ahora es él –el marido– quien siente celos. ‘ Sabe que ella hacía puntos, pero no sabe, o finge que no sabe, que sigue haciendo puntos ahora. Ella dice que él nunca conocerá lo nuestro, porque si se enterase la echaría de la casa, le quitaría los hijos o haría cualquier locura. Lo cree capaz.
     Cuenta que salvo alguna situación en la que debió entrar para satisfacer caprichos de los clientes, jamás ha vuelto a acostarse con mujeres, y que yo fui la única por quién sintió algo frente y sincero en la vida.
     Le creo.
     Creer, o no creer, no me hace más ni menos feliz, Claudia volvió a leer hasta aquí y quiere saber si éramos felices. Digo que sí: –Como con vos. Igual que con vos, Claudia –le digo y me parece que está por volver a llorar.
     ¿Llorará? A veces llora.
     –No Claudia, celos no, por favor –le ruego, porque siento que comienza a llorar.
     Y ella me jura que no son celos de mí, ni de la otra, sino celos de un tiempo en el que fuimos muy felices y ella no estaba conmigo.
     –Y ahora, Claudia –pregunto–: ¿No somos felices? Desde el rincón del living me mira sin hablar.
     Recién llega de hacer sus puntos y se ha puesto a ordenar los discos. Después de un rato dice: –Sí… somos felices… Pero quisiera que todo esto se te borre de la podrida cabeza…
     Y yo soplo. (Algo así ha de haber sentido el caballito de Franca Charreau.) Ella no pudo oírme, pero se acerca. Adivino qué va a ocurrir.
     Acerté.
     Se arrima al escritorio. Espía lo que escribo.
     Revuelve mis papeles y empieza, como siempre, a hablar de Franca.
     –¡Esa puta…! Andaba con mujeres… ¡Se encamaba con todas las putas reventadas de Buenos Aires…! Cuando se pone así, Claudia siempre habla así.
     Después me dice que soy una estúpida, una imbécil, y vuelve a repetir que Franca era una puta.
     –Igual que vos, mi amor –le digo. Estoy serena. ¿Será necesario que alguna vez pierda el control y que me exalte para calmarla? –Dudás de mí –me dice y llora–: ¡No creés en mí! –No nena –digo–, nunca dudé de vos.
     –Claro –responde–, es porque estás segura, porque salís con otras… Porque te ves con esa puta de Franca… Por eso…
     Y llora y habla a gritos. ¿Tendré que interpretar? Interpreto: –No, nena, no es así. La que quiere salir con otras debés ser vos… No yo… Yo estoy muy bien en mi escritorio… Te ponés mal… estás haciendo esto –digo para sentirte mal, para no estar mejor conmigo…
     –Y ella… ¿Podía estar bien con vos? –pregunta y me golpea el escritorio.
     –Sí, Claudia –digo temiendo que vuelva a romper algo–, como vos: a veces, como vos hoy, ella tampoco podía…
     Ella no sabe controlar sus reacciones. Tampoco yo sé controlar mis no–reacciones. Si actuase como ella desea, todo sería distinto. Más violento y confuso –más peligroso pero tal vez sería mejor. Apagaré la luz. .
     Veo su silueta moverse en la semipenumbra del living y reconozco su intención. Amenazo: –Si seguís, Claudia, sabés lo que te va a pasar…
     Pero sigue:
     –Sos una mierda… ¡Sos una mierda! ¡Sos una renga borracha y podrida como las cosas que escribís…! Y grita. Grita cada vez más: –Sos una puta como Franca… –Ahora todos los vecinos la escucharán.
     Odio sus miradas indiferentes en el ascensor, o en el palier. Atentos, educados, fingen no habernos oído nunca. Así son ellos: viven fingiendo, ocultando lo que ocurre detrás. ¿Como en el cine? Como en un cine. Como en la vida.
     Que termine. Por los vecinos, pido. Que no quiero más humillaciones con los vecinos, digo.
     Sigue:
     –Podrida… Renga… ¡Como lo que escribís…! ¡Era una puta…! Grita más, sigue gritando hasta que dejo mi silla, la sorprendo por detrás y le cruzo el antebrazo contra la boca haciendo firme su muñeca con el cabo del cinturón. Ya no la pueden oír.
     Grita por la nariz. Entiendo cada una de sus sílabas: “Borracha”, “renga”, “podrida”, “curda”.
     ¡Tantas veces la oí! La vuelco sobre los almohadones. Se arquea.
     Golpea su frente y las orejas contra la alfombra y contra las patas del sofá. No es fácil sujetarla.
     Se marcará.
     Cuando termino de atar sus manos me desnudo, manteniéndola quieta con mi pierna apoyada en su cintura. Chilla por la nariz, sacude la cabeza. Todo retumba.
     Después, desnuda, comienzo a desnudarla. No es fácil; Claudia es fuerte –pesa cincuenta y ocho–, se mueve y se resiste. Comienzo a acariciarla. Beso sus lágrimas. Beso sus ojos, beso su pelo húmedo y siento el gusto de su sangre: otra vez se le han abierto las cicatrices de la sien.
     La abrazo.
     Siento cómo se va calmando lentamente.
     Entonces paso mis manos tras su espalda y desato el cinturón. La mano libre de ella se clava en mi cintura, bajo la espalda. Me hiere con sus uñas, pero se está calmando.
     Después se aquieta y nos besamos. Se mezclan gustos en nuestras bocas: las lágrimas, la sangre y los restos de rimmel y de lápiz de labios. Nos abrazamos más. Nos apretamos cada vez más y vamos abrazadas a la hamaca o al cuarto, para hamacarnos, o acariciarnos. Ríe. Reímos juntas y más tarde, después del baño, cuando salimos i comer, vuelve a reír al recordar la escena de esta noche y yo río a la par y la gente nos mira reír ¿Pensarán todos que somos muy felices? Tal vez.
     Pero aquí nadie nos conoce. Los que solían comer en estos restaurantes ya no andan más por nuestro barrio.
     –Todo cambia –le digo, y querría que entendiese que no le estoy diciendo cualquier frase, que en estas dos palabras hay una enseñanza que ella, algún día, deberá aprender.
     –Soy feliz… –me dice, como si hubiera comprendido y confiesa que si encontrase un hombre capaz de darle la cuarta parte de la felicidad que ha tenido conmigo, se iría con él, porque soy una borracha podrida que sólo sabe destruir, y repite que soy una borracha, que algún día me olvidará como seguramente Franca me ha olvidado.
     Y yo río. (¡Tantas veces a gente del restaurante me habrá visto reír…!) Río porque ella está simulando una pelea para probarme –para provocarme–, pero cuando pregunta por qué río, miento y respondo que me río de ella, porque si confesase que río de un país, de una ciudad, de un restaurante y de sus mesas semejantes donde la gente come menús idénticos al nuestro y todo nos parece natural, o real, ella no me creería, sentiría que la engaño y hasta sería capaz de reiniciar otra de sus escenas de violencia.

 

El labrador infinito (sobre Baruj Spinoza) // Jorge Luis Borges

Señoras, señores. En una novela de Joseph Conrad, que para mí es el novelista, un navegante, que es el narrador, ve desde la proa de su nave algo. Una sombra, una claridad en los confines del horizonte. Y se dice que esa claridad, esa sombra, es de la costa de África. Y que más allá hay fiebres, imperios, ruinas, Sahara, los grandes ríos que exploraron Stanley, Livingstone, y luego palmeras, y lo que queda de Cartago, que Roma borró con el fuego y con la sal. Y luego la historia de portugueses, de holandeses, de zulúes, de bantúes, y también los compradores de esclavos, y ruinas, y pirámides. Es decir, un vastísimo mundo. De selvas, desde luego, de leopardos, de pájaros.

Bueno, a mí me sucede algo parecido. Me he comprometido a hablar de Spinoza. Me he pasado la vida explorando a Spinoza y, sin embargo, qué puedo decir de él. Puedo decir de él lo que dice el narrador de la novela de Conrad. Ha vislumbrado algo. Sabe que eso que vislumbra es vastísimo. Yo me propuse alguna vez un libro sobre Spinoza. Tengo encasa, bueno, varias ediciones de la Ethica, en alemán, en francés, en inglés. Y muchos estudios sobre Spinoza, y biografías. Sin embargo, qué puedo confesar ahora sino mi ignorancia, mi deslumbrada ignorancia. Pero tengo la impresión de algo no solo infinito sino esencial también. Algo que de algún modo me pertenece. Yo pensaba escribir un libro sobre Spinoza. Junté los materiales, y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme. Pero hay algo que puedo sentir, misterioso como la música, misterioso como su Dios.

Pero pensé en estos días que Spinoza había consagrado su vida a construir dos imágenes. Una es la que conocemos todos. Recuerdo aquellas palabras que en la presentación acaba de recitar un amigo mío: un hombre engendra a Dios… Ese fue Spinoza, que dedicó su vida no solo a pulir lentes sino también a pulir lo que yo he llamado en un soneto ese otro claro laberinto de la Divinidad, ese ser infinito, que viene a ser el más complejo de los dioses.

Una de las tareas de la humanidad ha sido imaginar a Dios. Pero, de los casi infinitos dioses que se han imaginado, ninguno, ni siquiera el Dios de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por ejemplo, puede competir en variedad, en insondabilidad (si se me permite el barbarismo), con el Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte de la memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del panteísmo, por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el Brama de la India, que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva, que lo destruye. Salvo que Siva es, a la vez, el que destruye y el que engendra, ya que la muerte y el acto sexual vienen a ser lo mismo, porque uno es causa del otro.

Bueno, Spinoza dedicó su vida a imaginar a Dios con amor, con lo que él llamó amor intelectual, una expresión que tomó de Moisés Maimónides. Dedicó su vida a imaginar a Dios con imaginación, con amor y con una rigurosa razón que suele llamarse razón cartesiana. Salvo que Spinoza fue mucho más riguroso que Descartes, su maestro. Ya que si Descartes parte del rigor cartesiano y concluye en el Vaticano y en la Trinidad, no muchos podemos esperar de ese rigor. En cambio Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin.

Pero, mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia vida. Recuerdo una expresión latina, vita umbratiles, vida en la sombra. Es la que buscó Spinoza y la que no ha logrado ciertamente, ya que ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un continente que casi ignoró, estamos aquí pensando en él, yo tratando de hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo, lo cual es lo más importante.

Bueno, veamos primero esa imagen de la vida de Spinoza que sin duda ustedes conocen mejor que yo.

En Holanda

Suele leerse que Spinoza era un judío portugués. En todo caso, su familia se embarcó en Lisboa huyendo del quemadero inquisitorial y buscó refugio en la más tolerante de las naciones, Holanda. Y Spinoza fue un buen ciudadano holandés.

Leí hace años en una biografía de Spinoza un catálogo de su biblioteca. Y, curiosamente, no figuraban libros portugueses. Pero había ejemplares de Cervantes, y de Quevedo también.

Y leí en la admirable History of Western Philosophy, de Bertrand Russell, que Spinoza conocía el castellano, el portugués (su familia se embarcó en Lisboa, y además conocer un idioma es conocer a otros, las diferencias son mínimas, como yo lo he comprobado muchas veces), y supo también latín.

Es una lástima que hayamos perdido el latín. Todos sentimos la nostalgia del latín, y la literatura la siente. En versos de Quevedo, pro ejemplo. Feroz, de tierra, el débil muro escalas. El hipérbaton latino. Quiere decir: feroz escalas el débil muro… Y otro hipérbaton famoso de Elegía a las ruinas Itálicas: Esto, Fabio, ay dolor, que ves ahora…, que parecen palabras casi amontonadas al azar, y luego todo se explica al empezar el segundo verso: campos de soledad, mustio collado. Y tendríamos ejemplos de Góngora más forzados y menos felices..

Pero, en fin. Spinoza llegó no solo a escribir en latín, sino, estoy casi seguro, a pensar en latín. Es una lástima que se haya perdido esa lengua universal. Y todos sentimos esa nostalgia. Es una característica de las literaturas. De todas. Querer volver al latín, ese idioma que Browning llamó el idioma de mármol: latín, marble language.

Pues bien. Spinoza conoció desde luego el holandés. Fue su lengua. Estudió quizás algo de griego, estudió el hebreo, y algo de le habrá alcanzado del italiano, y del francés también. Su familia era humilde. Mis fechas son vagas, pero espero no equivocarme al hablar de 1632- 1677, lo cual daría una vida bastante larga, cuarenta y cinco años, dada la tuberculosis que lo aquejó. Recuerdo haber escrito aquel soneto, donde me refiero a la tuberculosis, que dice así: Las traslúcidas manos del judío / Labran en la penumbra los cristales / Y la tarde que muere es miedo y frío / (Las tardes a las tardes son iguales). Luego explico que esos cristales son los lentes que él pulía, ya que existe esa buena tradición judía de que el rabino tenga un oficio manual. Y luego esos otros cristales que constituyen el laberinto de la Divinidad.

Spinoza estudió el hebreo, estudió la escritura, estudió el Talmud, estudió la filosofía de Maimónides y estudió la Cábala. En cuanto a la Cábala, la consideró un delirio. Y en cuanto a todo lo demás, esa idea de un Dios que es un ser personal, un Dios que elige un pueblo, un Dios que hace pacto con el pueblo, todo eso le resultó del todo extraño. El lo rechazó y divulgó sus dudas entre sus compañeros. Y eso se supo, y tiene que haber sido bastante importante su influencia, ya que quisieron sobornarlo con mil florines, que él rechazó, y, según se dice, trataron de asesinarlo. Pero como él persistía en sus opiniones heréticas, la Sinagoga lo excomulgó. En las biografías de él están las terribles palabras del Anatema: Anatema sea cuando está solo. Anatema sea en la calle. Anatema sen en el lecho. Que ningún hombre se acerque a él…

Una cosa terrible. Bueno, fue excomulgado, arrojado de Israel, y quizá lo atrajo la Escolástica, quizás habrá leído algo del teólogo irlandés del siglo IX Escoto Erígena. Escoto quiere decir irlandés. Erígena nacido en Erín, en Irlanda. Es decir, dos veces irlandés. Escoto llegó a la corte de Carlos el Calvo desde su monasterio en Irlanda, perseguido por los sajones, e inventó un sistema según el cual todas las cosas emanan de la Divinidad, y después del Juicio Final regresan a la Divinidad. Curiosamente, ese sistema es el mismo que otro irlandés más famoso, George Bernard Shaw, dramatiza en el pentateuco metabiológico Vuelta a Matusalén, en el cual dice que no hay hombres adultos, por lo menos en Occidente, y que la edad mínima debe ser de trescientos años. Ya la final, en el último acto, todas las cosas vuelven a la Divinidad.

Hay una expresión muy linda, admirable, de este sistema, en la obra Contemplations, de Víctor Hugo. El poema se titula hermosamente Ce que dit la bouche d’ombre, Lo que dice la boca de sombra, y al final todos los seres, sin excluir al demonio, vuelven a Dios, y vuelven también los dragones, las serpientes, los reptiles que hemos hecho símbolos del mal, y todos ellos vuelven a la Divinidad y no se sabe qué sucede después.

Pulir, pensar, escribir

Pues bien, Spinoza vive humildemente en distintas ciudades de Holanda, da pruebas de su valor en alguna circunstancia patriótica y rechaza dos sobornos. En un caso, le ofrecieron no sé qué cargo muy importante en Francia a condición de que él dedicara un libro a Luis XIV, el gran monarca. Pero Spinoza rechazó aquello. Y luego le ofrecieron también una cátedra de filosofía en Heidelberg, Alemania. Y le prometieron que tendría plena libertad de expresar su pensamiento. El rechazó este soborno también y siguió puliendo lentes, pensando y escribiendo. Escribiendo en un árido latín, como Swedenborg, el místico sueco que fue su contemporáneo.

Tenía muchos amigos. En Inglaterra, en Holanda, en Alemania. Decidió escribir su libro siguiendo el método geométrico de Euclides, y eso hace que su lectura sea muy difícil. Goethe dice que no se atrevió a entrar en ese laberinto que vendría a ser la Ethica de Spinoza porque leyó algunas páginas y no se sintió mejorado en ningún momento, pero que vio lo bastante de Spinoza para sentir su grandeza, para sentir que ahí había algo distinto.

Spinoza recibió la visita de Leibniz, y, según he leído, Leibniz habría tomado de él la doctrina de la armonía preestablecida, pero luego negó haberlo conocido. No se condujo bien con él. Pues bien, Spinoza llevaba su vida. Era una vida muy sencilla. Creo que le gustaba la sopa de lentejas, se retiraba muy temprano y su ocupación principal era el pensamiento.

Ilustre vida. Ahora, ese modo de escribir, en el cual sigue la geometría de Euclides, no es arbitrario, ya que veía todo el Universo como lógicamente justificable. Y. Si creía que la geometría podía justificarse lógicamente, no es un capricho (y además Descartes ya había hecho algo parecido) que explicara su filosofía de ese modo, mediante axiomas, definiciones, proposiciones, corolarios. En los Estados Unidos, tuve ocasión de manejar un libro titulado On God (De Dios), que es el nombre de otra obra de Spinoza, pero ese libro está construido de este modo: se suprime todo el incómodo andamio geométrico y está el texto de Spinoza. Y se han combinado la Ethica y el Tractatus con las cartas de él a sus amigos en las cuales explica sin aparato geométrico el sistema.

Pues bien, Spinoza llevó esa vida. Bertrand Russell dijo que quizá no es el más riguroso de los filósofos, pero, y esto es mucho más importante, sí The most lovely, el más querible de todos los filósofos, ya que otros pueden ser admirados, pero no queridos. Y es más importante ser querido que admirado.

El, quizá tomando esa idea de Maimónides, predicó el amor intelectual de Dios. Pero dice ( y esto no lo entendió bien Goethe) que ese amor no espera ser correspondido. Debemos querer a Dios, pero no debemos esperar que él nos quiera. Dios se quiere infinitamente a sí mismo y no tiene por qué querernos a nosotros, que somos atributos o modos muy parciales, casi infinitesimales, de la Divinidad.

Sabemos, entonces, que Spinoza vivió solo, que se retiraba temprano. Pero hay un rasgo un tanto ingrato que, sin embargo, no tengo por qué ocultar, ya que nos ayuda a tener una imagen suya. Ese rasgo es que le gustaba organizar y presenciar riñas de arañas. Veía en esos duelos símbolos de la maldad y las pasiones de los hombres. Siento haber tenido que recordar eso.

Bueno, ya tenemos esa vida que pasa de una ciudad a otra en Holanda, que rechaza honores ofrecidos en Heidelberg, ofrecidos también, creo, por La Sorbona, en París, y que prefiere el placer intelectual a cualquier otro.

Parece que siendo muy joven se enamoró, que su amor no fue correspondido, que él volvió a ese otro amor, el amor de Dios. Vivió cuarenta y cinco años, murió tísico, e inmediatamente se dijo que había sido ateo. Lo cual parece un castigo justo para un hombre que pensaba que solo Dios existe.

Hay un verso de Amado Nervo que vendría a ser una suerte de síntesis, quizás involuntaria, de la filosofía de Spinoza. Ese verso, si no me engaño, dice: Dios existe / nosotros somos los que no existimos.

He llegado a pensar que la filosofía de Spinoza puede llegar a desaparecer, pero que quedará su imagen. John Toland, unos cuarenta años después de la muerte de Spinoza, acuñó una palabra que parece imprescindible ahora y que él no conoció: la palabra panteísmo. Es lo contrario a ateísmo. Ateísmo quiere decir que no hay Dios, y panteísmo, que todo es Dios. Spinoza usa la frase Deus sive natura, (Dios o la Naturaleza). Es decir, ambas cosas son iguales. Dios o el Universo. Salvo que el universo no es solo el Universo material, el del espacio astronómico, sino lo que llamamos el proceso cósmico. Es decir, el Universo comprende todo lo que existe. Nos comprende, por ejemplo, a cada uno de nosotros, comprende esta tardía tarde posterior a la muerte de Spinoza, comprende toda nuestra vida, lo que soñamos, lo que entresoñamos, lo que hemos hecho, comprende la historia universal, y todo eso también es Dios.

Ahora, el panteísmo como sistema es antiguo. Lo encontramos por ejemplo en Parménides. Creía que solo existe una esfera, infinita, pero esa esfera es material. Y en la filosofía de la India, tenemos a Brama, que es también el Universo. Y luego hubo otras filosofías panteístas posteriores. Pero la más extraña es la de Baruj Spinoza, o benedictus Spinoza. Para él hay un solo ser, y ese ser es Dios. Pero ese Dios es harto más complejo que las otras divinidades que nos han propuesto los teólogos de todas las sectas y de todas partes del mundo. La definición, creo, está en la primera página de la Ethica, aunque es de difícil comprensión y no estoy seguro de haberla entendido. Pero quizá podamos adelantar algo en la infinita exploración de esa frase. El define a Dios como una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o a tributos. Y agrega que esa sustancia es su propia causa. Eso es lo más difícil, o en todo caso me resulta a mí lo más difícil. Pero podemos pensar en la definición ontológica de la Divinidad que da el escolástico San Anselmo. Según parece, era un italiano, arzobispo de Canterbury, y creía en Dios, y le pidió que, ya que había tanta gente que no creía en Él, le diera un prueba, y descubrió así lo que se ha dado en llamar la prueba ontológica, la prueba del Ser. Hay otras pruebas que dicen que Dios existe ya que en este mundo se observa un orden. Por ejemplo, las diversas edades del hombre, las diversas estaciones, el orden de los astros, el hecho de que las cosas se dividan en animales, minerales, vegetales. Ese vendría a ser el orden cosmológico, pero el ontológico es más raro. Voy a decirlo con las mismas palabras de San Anselmo, que quizá lo hagan más fácil, aunque no convincente. Empieza por preguntar: ¿Puedes tú concebir un ser perfecto? Y para seguir el juego tenemos que decir que sí. Entonces sigue: ¿Puedes concebir un Ser absolutamente poderoso, absolutamente omnisciente, absolutamente justo? Tenemos que contestar que sí. Luego San Anselmo nos pregunta: ¿Ese Ser existe o no? Entonces, si somos sinceros, contestamos que no sabemos. Y San Anselmo nos dice: Entonces, no has imaginado al Ser más perfecto, ya que le falta el atributo de existir. Y podemos imaginar otro más perfecto, que además exista. Luego, Dios existe.

Ahora, no entiendo esta prueba, porque me parece muy raro que una combinación de palabras pueda determinar la existencia de Dios. Porque al fin, lo que San Anselmo ha dicho, y Spinoza también, no son más que combinaciones de palabras dichas en latín, o en castellano, o en la lengua que ustedes quieran, en cierto orden.

Luego, Hegel toma ese argumento de un modo insolente que no puede convencer a nadie. Empieza por preguntarnos si una hormiga existe. Le contestamos, previsiblemente, que sí. Entonces, Hegel dice: Bueno, si una hormiga, que es un ser mínimo que podemos aniquilar de un pisotón, existe, cómo no va a existir Dios, que es un ser todopoderoso.

No sé si este es un juego de palabras o mucho más. A mí, personalmente, esto no me convence.

Pues bien, Spinoza nos propone ese ser que es causa de sí mismo, y luego de dedica a explorarlo. Y ya que ese ser es Dios, tiene que ser infinito. Y Spinoza piensa en una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o atributos. Y aquí viene quizá lo más sorprendente de su concepto de Dios. Sé que todo esto es raro, para ustedes y para mí, pero tengo que explicarlo de algún modo. Pues bien, Spinoza imagina esa sustancia infinita, dotada de infinitos atributos. Y al decir infinito no quiero decir múltiple, quiero decir estrictamente infinito. Por ejemplo, si pensamos en el tiempo, el tiempo es estrictamente infinito, ya que no podemos concebir ni un principio ni un fin. Ya lo mismo ocurre con la idea de Spinoza. Pero dos de los atributos, y aquí prepárense para algo muy asombroso también, son lo que él llama la extensión y el pensamiento. Pero quizá más fácil para nosotros sea decir el espacio y el tiempo. Esos vendrían a ser dos de los atributos de Dios. Ahora, Leibniz tomó su idea de la armonía preestablecida de Spinoza, y esto podría explicarse así: imaginemos dos cosas tan distintas como la materia y el espíritu. ¿Cómo puede una influir en la otra? Por ejemplo: alguien clava una aguja en mi carne. Ese es un hecho físico. Yo siento dolor. Ese es un hecho mental, o espiritual. ¿Cómo puede ser que uno esté causado por el otro? O, por ejemplo, en este momento alguien saca una fotografía. Yo, a pesar de mi ceguera, veo el flash. ¿Cómo puede ese flash, que es meramente físico, ser percibido por mi mente, que es espiritual? Todos tendemos a pensar, quizá sea imposible no pensar, que lo material influye en lo físico. Por ejemplo, yo estoy pronunciando estas palabras. Ustedes las oyen. Es difícil suponer que mi pronunciación de estas explicativas y torpes palabras no sea la causa de lo que ustedes oyen. Pero, según Leibniz, y según Spinoza, el hecho no es ese. El hecho vendría a ser que son dos cosas paralelas, pero no una, causa de la otra. El ejemplo que da Leibniz es este: él imagina dos relojes. Los dos funcionan perfectamente. Les dan cuerda. En el mismo momento en que uno marca las siete de la tarde, el otro marca las siete. Pero ninguno de esos dos relojes ejerce una influencia en el otro. Los dos han sido condicionados para ese hecho. Pues bien, según Leibniz, y según Spinoza, cada uno de nosotros ha sido condicionado por la Divinidad para una serie de hechos. Y esos hechos son paralelos. En el momento en que yo golpeo la mesa, ustedes oyen el golpe. Pero no se trata de que el golpe haya producido esa impresión en ustedes. Se trata de que cada uno de nosotros ha sido condicionado inconcebiblemente para ese fin.

Yo tengo 85 años. Posiblemente, me he muerto hace unos días, y ustedes han sido condicionados para seguir escuchándome. O ustedes no han venido, han ido todos a oír la conferencia sin duda muy superior de Octavio Paz, pero yo he sido condicionado para oírlos a ustedes y sentir que están aquí.

No sé si ustedes pueden aceptar eso. Pero eso no es nada. Yo creo que la filosofía y la teología son las formas más extravagantes y más admirables de la literatura fantástica. Ahora viene algo aún más raro que las muchas cosas raras que he dicho.

Atributos infinitos

Según Spinoza, Dios es una sustancia infinita que consta de un número infinito de atributos. Uno de ellos es el espacio, o lo que llama la extensión, y el otro el tiempo, o lo que llama el pensamiento. Pero, además, hay un número infinito de otros atributos. A nosotros solo se nos ha dado sentir dos: el espacio y el tiempo. Entonces, yo decido abrir los dedos de esta manos, y eso es el pensamiento. Luego, yo abro lentamente los dedos, y esa es la extensión, el espacio. Pero, paralelamente, en otra serie ocurren infinitas otras cosas que ni siquiera podemos concebir. Y eso vendría a ser el Universo.

Si eso es así, casa uno de nosotros ha sido condicionado, y ninguno de nosotros merece ser castigado, o premiado. Con eso se borra la idea de un establecimiento penal, el Infierno, y un establecimiento premial, el Cielo. Somos autómatas condicionados para un fin, y nuestro arduo deber es el amor de Dios, que vendría a ser no el amor de un Ser, sino el amor de todo este sistema.

Ahora, en cuanto a Dios, Spinoza le concede la imaginación, Dios imagina hasta el más ínfimo detalle de nuestras vidas, que además conciernen a todos los atributos infinitos. Pero, curiosamente, le niega dos posibilidades. Una, la de comprender, ya que, si yo comprendo algo, el instante anterior fue de incomprensión. Yo, de golpe, comprendo que estoy hablando demasiado tiempo, o que no he hablado bastante, pero hay un momento anterior. Y luego, Spinoza le niega también a Dios la voluntad, ya que querer algo es carecer de algo. Si yo quiero salir de aquí, si yo quiero haber llegado, quiere decir que hubo un momento en que no estuve aquí, un momento en el cual decidiré irme. Y Dios, que es todas las cosas, Dios, que agota todas las posibilidades, no puede desear nada y no puede comprender nada. El es todas las cosas.

Un consejo

Y entonces Spinoza aconseja a los hombres, si es que cabe aconsejar algo a alguien que ha sido condicionado, no arrepentirse, porque el arrepentimiento es un error, ya que obrar mal es un error, y arrepentirse es agregar una tristeza también. De modo que él aconsejaría la serenidad, si es que depende de nosotros la serenidad.

Y recuero aquí inesperadamente una estrofa de un gran poeta español, de origen judío también como su nombre lo indica, Fray Luis de León (los toponímicos corresponden a apellidos judíos), que dice: Vivir quiero conmigo / gozar quiero del bien que debo al Cielo / a solas sin testigo / libre de amor, de celo / de odio, de esperanza, de recelo.

Libre de amor, ya que el amor es una pasión, una pasión que nos inquieta, y puede aniquilarnos. Luego, de celos, de odio, de esperanza, de recelo. Pero, como esos atributos son de algún modo imaginarios, ya que no agotan la sustancia divina, Spinoza dice que los hombres deben tratar de liberarse de la esperanza y del temor, que se parecen tanto. El que espera desespera. Además, ambas cosas se refieren al tiempo. Esperar algo es esperar algo del tiempo, suponer que mañana puede suceder algo. Temer algo es, de algún modo, lo mismo, y todo eso está contra la idea de Spinoza de que el tiempo es ilusorio, como lo es el espacio. Son dos de los atributos de la Divinidad, pero los dos, y queda un número estrictamente infinito de otros. Bueno… cuando vine aquí me recordaron una frase de Spinoza que dice algo así como no llorar, no esperar, no temer. Sí tratar de comprender, ya que es tan vasto ese territorio que llamamos la Divinidad que no acabaremos de recorrerlo.

No sé si he logrado darles a ustedes una idea de ese querible ser humano Baruj Spinoza. Fue anatemizado, la Sinagoga lo rechazó, ahora ha vuelto póstumamente a anexarlo, no sé si eso puede importarle a él… Él no creía en la inmortalidad personal. Spinoza escribió: sentimos, experimentamos ser inmortales. Pero no se refería a su yo, sino a esa sustancia que somos. De algún modo sentimos la inmortalidad de esa sustancia anterior en el tiempo a nuestro nacimiento, posterior a nuestra muerte en el tiempo.

(1)
Diciembre 27, 1988. La generosidad de Jorge Luis Borges elaboró, a lo largo de los años, un patrimonio gigantesco y casi ignorado. Sus charlas, laberínticas y a la vez milagrosamente concisas, permanecer en muchos casos encerradas en grabaciones olvidadas o en la memoria fragmentada de sus públicos. En abril de 1985, el gran maestro de nuestra lengua y nuestras ideas pronunció una conferencia en la Sociedad Hebraica Argentina sobre “el más querible” de los filósofos, Baruj Spinoza. Agradecemos a esa institución que nos haya posibilitado transcribirla a estas páginas, lo cual implica el rescate de una creación precisa y didáctica belleza. También agradecemos a María Kodama la autorización para publicarla. De tal manera, el lector podrá encontrarse una vez más con la magnitud entera de una inteligencia estéticamente prodigiosa, cuya originalidad crece en el panorama actual de nuestro pensamiento.

Instituciones perplejas // Ignacio Lewkowicz


Instituciones perplejas

1- Hacia fines del siglo XII, en uno de tantos períodos oscuros, el ya muy reputado doctor Moshé ben Maimón – devenido Maimónides por su extrema sabiduría y su intimidad griega–, sin dudar en apoyarse en Aristóte- les para hallar racionalidad en los principios, exigencias y preceptos del judaísmo, escribió el portentoso Moré Nevujim. Escrito originalmente en árabe, vertido luego al hebreo, no dejó de traducirse. En castellano, cons- tituye una implacable Guía para perplejos. La oscuridad cedió luego un tanto, quizá por efecto de la Guía.
A comienzos del XXI nuestra perplejidad no busca fundamentos racionales para los principios, exigencias y preceptos de una doctrina. Con una desazón más acendrada, no nos es dable esperar portentos semejantes a la Guía. Corren los tiempos posmodernos. Leemos, por ejemplo, un Evangelio apócrifo. Semejante cosa, ya apócrifa de por sí, existe sólo en fragmentos. Buscamos orientarnos por ejemplo en el fragmento 41: Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena. Cobramos un cierto entusiasmo. Sin embargo, ni siquiera apócrifo y fragmentario – al gusto de nuestro tiempo–, el evangelio nos guía en nuestra perplejidad. Después de habernos encantado, nos inquieta el como si fuera piedra. ¿Comporta una ética del tesón o una estética del patetismo? Acaso sólo una impotencia: no podemos edificar como si fuera arena la arena. El evangelio, como todo, se nos disuelve.
Nos preguntamos entonces sino podemos construir como si la arena fuera arena, si la arena es inhabitable de por sí ¿Necesitamos fingir que es piedra para poder construir? En este punto se nos plantea el problema de la incertidumbre: hemos de ver si nos constituimos como especie capaz de construir sobre la arena sin fingir que es piedra, es decir, si nuestra subjetividad es capaz de habitar un mundo de arena o estamos condenados al anhelo de la piedra.
2- El título inicial de nuestro encuentro era Incertidumbre y perplejidad en el hombre contemporáneo. Ya es un requisito de nuestra circunstancia declarar la perspectiva desde la que se organiza el pensamiento. Cuanto menos unificado esté el mundo simbólico, más heterogéneos resultan los lugares desde los que se piensa. Por método, por vocación historiadora, necesito preguntarme si incertidumbre y perplejidad existen para otro hombre que el hombre contemporáneo, o si son figuras subjetivas exclusivas de nuestra contemporaneidad. Por supuesto, desde un punto de vista, incertidumbre y perplejidad atraviesan las distintas situaciones históricas: son palabras establecidas, largamente acuñadas. Pero desde otro punto de vista perplejidad e incertidumbre son insumos específicos de la constitución subjetiva contemporánea. En plan de historización, me interesa tomar esta segunda vía. Así, imagino que incertidumbre y perplejidad resultan términos inevitables de la situación actual.
Sin embargo, en tanto términos presentes, puede diferir su estatuto según varíe el estatuto del presente: presente de tránsito, presente a secas. La incertidumbre y la perplejidad actuales, ¿sobrevienen porque venimos de una época y pasamos a otra, o sobrevienen a causa del modo propio de ser de esta última? Insisto en este punto no sólo porque forma parte del oficio de historiador aclarar lo obvio hasta que devenga problemático, sino también –o sobre todo– porque en esta diferencia se manifiesta la condición más sorprendente de nuestra perplejidad: acaso no sea sólo momentánea. La perplejidad ¿sobreviene por el hecho de haber abandonado un terreno habitual, o por el hecho de estar aquí independientemente de la procedencia? Si sobreviene por haber abandonado un terreno habitual, la perplejidad nos abandonará cuando nos habituemos al nuevo horizonte. Pero si la perplejidad es un dato de la dinámica inmanente de lo que estamos viviendo, entonces vino para quedarse. Y en este sentido, una perplejidad estable sí es una novedad: una perplejidad que no se destina como transición sino como un hábito, incluso como un hábito saludable.

Quisiera forzar los argumentos para llegar a comprender esta postulación que, por ahora, pido que me sea concedida.
3- Oficialmente vivimos en una entidad temporal derivada del sistema métrico decimal: siglo XXI. Para circunscribir nuestra contemporaneidad nos preguntamos si además de una casualidad numérica hay algo que nos permita delimitar alguna especificidad del siglo XXI. Es cierto que ha transcurrido poco tiempo; pero también es cierto que es nuestro tiempo.
Parece que a Eric Hobsbawm el siglo XX le resultó corto. No es cuestión de gusto. No resultó corto porque –como en un buen film– uno quisiera que continuara. Resultó corto porque el conflicto que lo estructuraba se agotó antes de la fecha de vencimiento: 1999. El siglo XX de Hobsbawm, es decir el siglo XX históricamente pensado, comienza en 1914 y termina en 1991. Ahora bien, la cifra de fin de siglo XX no tiene por qué coincidir históricamente con la de comienzo del XXI. Fuera de las convenciones decimales, no sabemos cuándo empieza el siglo XXI. Hobsbawm caracterizaba al siglo XX como el siglo de la confrontación entre el capital y el trabajo. En buena historia marxista, cualquier fenómeno del siglo XX se puede reducir a través de buenas dosis de mediaciones, a la contradicción fundamental entre capital y trabajo. Ahora bien, nuestra circunstancia, ¿es inteligible desde ese par? Si no es inteligible desde ese par, entonces, aunque oscuramente, ha comenzado nuestro siglo XXI.
Si perseveramos en el camino historiador para comprender el siglo –o cuando menos el ciclo– que llamamos XXI, tendremos que hallar la línea de conflictividad que tensa nuestra experiencia. Ahora bien, ¿de qué eje de conflictividad disponemos para pensar algo así como una autonomía conceptual del siglo XXI? Se suele hablar de un mundo unipolar. La imagen unipolar hace vacilar nuestra comprensión de la polaridad. Intentemos configurar lo que nombra esa imagen. Tenemos un centro dinámico, un centro aglutinante, que es el flujo del capital financiero. Del otro lado no hay otro polo que organice: lo otro respecto del núcleo activo no es un polo; es una dispersión. Nuestra conflictividad actual no se da entre dos términos opuestos en un mismo plano sino entre un plano y su residuo, entre un plano y su resto. O mejor, entre algo que no es un plano sino flujo y la materia diseminada que va dejando dispersa en su fluir.

Si quisiéramos organizar nuestra experiencia según algún conflicto esencial podríamos pensar el siglo XXI, ciertamente de modo prematuro, como el siglo de la conflictividad entre el capital financiero y los conjuntos sociales; o, si se quiere, entre el andamiaje virtual tecnológico por un lado y los arraigos reales prácticos por otro; o entre la dinámica económica de fluidos y nuestra intuición social de lógica sólida.
Vivimos en circunstancias en las que se ha desintegrado la instancia aglutinante que era el Estado. Para no incurrir en nostalgia falsa, recordemos que el Estado era esa cosa totalizante, alienante, opresiva, serializadora. El Estado desapareció como instancia meta, como instancia de otro nivel, articuladora de la totalidad social. Esto no implica emitir ningún juicio de valor. Ni se ha perdido ni nos hemos liberado del Estado meta-articulador: meramente ya no hay.
El Estado era esa instancia meta que integraba, como meta-institución o como supra- institución, las demás entidades, sobre todo, las integraba como instituciones. Era el principal productor mundial de solidez. Las prácticas de globalización –las prácticas tecnológicas de comunicaciones, virtualidad financiera y flujo informático– disuelven esa instancia supra. La fluidez globalizante nos sitúa en un terreno de pura facticidad en tanto no dispone una trascendencia estatal integradora, capaz de proveer sentido –recordar: sentido alienante, sentido totalitario, para no andar extrañando de modo indebido. Así, lo inédito de nuestra experiencia es transcurrir en un plano de pura facticidad –sin trascendencia ni inmanencia–. La antigua solidez estatal, atravesada por los flujos de capital, se fragmenta en islotes. Esa fluidez del capital deshace efectivamente la antigua consistencia totalitaria proporcionando fragmentos inorgánicos en vez de partes de un todo. ¿Es posible transformar en situaciones habitables lo que en principio no son más que fragmentos? ¿Estamos condenados a anhelar el estado que totalice para después poder lidiar con él? ¿Puede prescindir nuestro pensamiento de la instancia de destitución del estado para convertir esos fragmentos inorgánicos en situaciones con sentido? ¿Necesitamos fingir que es piedra la arena?
4- Paso ahora al otro extremo del planteo. ¿Qué sucede en las instituciones? ¿De qué se sufre en las instituciones? Me gustaría postular que el modo de sufrir en las instituciones se agrava porque nuestras teorías del sufrimiento en las instituciones suponen unas condiciones que son las que precisamente se están desvaneciendo. No sólo se sufre de lo que se sufre sino también de no sufrir aquello para lo cual teníamos remedio. Brevemente, en las instituciones no padecemos por fijación sino por volatilidad de los agrupamientos. No nos apena tanto la expulsión como la superfluidad, en un indefinido adentro/afuera: no padecemos el encierro del adentro ni la exclusión del afuera, sino por no estar ni adentro ni afuera. No nos abruma el enclausatramiento, sino que nos desmentaliza la dispersión. No padecemos una topología esquemática sino otra cosa que topología. No lidiamos contra la imposición de un sentido fijo, sino contra – la preposición es abusiva– una insensatez ilocalizable. En definitiva, no lidiamos con nuestro venerable fascismo –que obligaba a pensar de una manera– sino con la estupidez –que nos impide pensar de cualquier manera–.
A beneficio de la hipótesis recién enunciada, admitamos que esta descripción toca alguna hebra de nuestras realidades. Vamos a necesitar algún esquema para pensar el tipo de alteración que están transitando las instituciones y la alteración de las condiciones en las que pensar la institución. Aunque no entendamos muy precisamente qué significa, podemos admitir que esta alteración se enuncie como pasaje del paradigma Estado al paradigma mercado. Estado y mercado se intuyen bastante bien. Paradigma, en el uso abusivo que solemos ejercitar, es prácticamente un énfasis; viene a decir o a querer decir que no se trata del mero cambio de una cosa sino de un cambio simultáneo y complejo de una cosa, de la modalidad de una cosa, de los modos de pensar la cosa, del contexto de la cosa, de las condiciones de la cosa, de las condiciones del observador y de las relaciones del observador y la cosa que hacen que no sean ya posibles los observadores ni las cosas: el paradigma mercado afecta esencialmente el proceso mismo de pensamiento.
Así como el Estado constituía la condición básica del pensamiento en diversas esferas y escalas –conservador o revolucionario, a izquierda o a derecha, en pequeñas organizaciones y a nivel planetario, en pensamiento dogmático y en pensamiento crítico–, así también, el paradigma mercado opera tanto para el directorio de una corporación mega como para los modos de ocupación de una fábrica recuperada. No se trata de una condición de clase sino de una condición de época.
Vemos que, por un lado, cambian las formas de sufrimiento. Vemos que, por otro, se altera el paradigma de la experiencia social. Nos queda ingresar en el mecanismo de conexión entre ambas alteraciones. Caso contrario, sólo tendremos una seca correlación cronológica.
Pensemos entonces la relación entre estos modos específicos de sufrimiento en las instituciones actuales y la alteración esencial del paradigma. Quizás así podamos pensarlas, habitarlas, incluso hacerlas. Las instituciones transitan la ruina del Estado como modo de ser, de hacer y de pensar: un modo basado en la territorialidad, el encierro, la soberanía, la representación, la reproducción. La lista de rasgos no es exhaustiva y tampoco homogénea, pero intenta indicar la serie de servicios –para hablar en el lenguaje del mercado– que el Estado prestaba en la constitución misma de lo institucional. Porque en esta línea –si admitimos que el Estado presuponía estos predicados– el Estado era la institución de las instituciones, constituía una metainstitución exhaustiva que aseguraba las condiciones de cualquier institución. Porque –como intentaré defender enseguida– no es concebible la institución sino en un marco institucional. Es inconcebible la institución sin metainstitución que disponga las condiciones. Y el Estado proveía no sólo el esquema mismo del ser institución; también aseguraba las condiciones efectivas para el existir de las instituciones. Porque la institución en su concepto formal mismo incluye una función decisiva: la reproducción. Tan es así que el sufrimiento institucional en tiempos institucionales estaba causado por la imponente inercia de esta función reproductiva, una inercia capaz de arrasar cualquier subjetividad, pensamiento u operación que emergiera disonando con la homogeneidad estable de la estructura. Ahora bien, la reproducción de un término sólo es posible si se reproduce su entorno operativo, sus condiciones de posibilidad. Se tienen que reproducir también las condiciones de reproducción de ese término. Las condiciones de reproducción de un término son a su vez otros tantos términos que tienen que hallar sus propias condiciones de reproducción. Es aburrido, pero sin eso no tenemos institución posible. Un término se reproduce si también se reproducen los demás términos que le proveen las condiciones. La función del Estado obliga y garantiza la reproducción de unos términos de modo tal que se reproduzcan también los otros. En la cadena institucional estatal, el desfasaje de uno de los términos desbarata la serie. Por ese motivo el reconocimiento estatal de las personerías gremiales, empresariales, jurídicas, etc., impone el requisito de identidad a las organizaciones. Los estatutos proveen identidad; la identidad interioriza la exigencia de reproducción para sí y para otros términos. El contralor estatal, el paradigma institución impuesto sobre las organizaciones, tendía a garantizar un suelo estable en el que fuera posible la reproducción, pero en que a la vez sólo fuera posible la reproducción. Los estatutos, los reglamentos, las memorias aprobados por el Estado, constituyen los núcleos de identidad y de perseverancia de las instituciones.
Esta condición hoy se desbarata. La alteración de la que hablamos es el desfondamiento del Estado, la descoordinación de las organizaciones, la destitución de la metainstitución que proveía las condiciones de reproducción y el requisito de reproducción, es decir, simultáneamente la exigencia y la posibilidad de que los términos que la pueblan se reproduzcan. Entonces, no estamos en la ruina de las instituciones, en la crisis de las instituciones, sino en el agotamiento de lo institucional mismo por desfondamiento de su condición estatal metainstitucional. En una imagen: el desfondamiento no remite a la caída de lo edificado sobre un suelo sino a la licuación de ese suelo mismo. No es el derrumbe de lo que sobresalía de una superficie, sino la alteración esencial de esa superficie. Si algo se era de la informaciónfica, se edifica sobre la arena.
5- Para alejar un poco de los términos Estado y mercado –con sus falsas transparencias– este pasaje se puede describir también en términos de otro par –acaso también engañoso, pero de distinto modo. La multiplicación de imágenes engañosas al menos nos precave de sustancializar una metáfora. Transitamos entonces el pasaje de la solidez a la fluidez. La condición fluida nos induce a preguntarnos si somos capaces de habitarla, si el pensamiento es capaz de pensarlas y, correlativamente, diseñar estrategias que la habiten.

No es sencillo, pues ese esquema lógico que llamamos institución no resulta apto para la fluidez. Supone algunas condiciones de reproducción que la fluidez se abstiene tenazmente de proveer. Más grave aún; cualquier reproducción en suelo no reproductivo tiende al desquicio, a una especie desquiciada de reproductividad sin reproducción. En condiciones alteradas, en condiciones de fluidez, la forma y la función, tan ajustadamente calibradas para las sólidas condiciones estatales, se alteran. No digo que no existan instituciones, sino que lo que se llama institución no puede sostenerse ya en su esquema ontológico de reproducción; conserva el nombre y acaso algo más. Y esto, insisto, tanto para el pensamiento de la emancipación como para el Estado y los holdings, tanto para los pequeños agrupamientos, como para las estrategias piqueteras y las tácticas partidarias. Vemos en una oscura fulguración que una ontología supone condiciones; y a la vez vemos que las condiciones supuestas por la ontología estatal se han derretido.
Una imagen puede colaborar. El Estado –el estado nacional, soberano– era el tablero dentro del cual transcurría la existencia de un conjunto de entidades que llamamos instituciones. Los diversos modos de agrupamiento tenían una dimensión institucional. Una de esas instituciones, una pieza de ese tablero, era el mercado liberal. Ese mercado era una laguna en medio de un continente sólido. Literalmente el sólido continente institucional contenía la laguna. Pero esa laguna crece, se desborda, se descontiene , se vuelve incontenible. Lo llaman neoliberalismo, o tercera ola, o glabalización, o algo. Se ha revertido la trama; esa laguna devino océano. Esa laguna que era una pieza del tablero estatal se convierte ahora en el tablero de otra lógica. Ahora todas las demás piezas transcurren en el ámbito propio de lo que era sólo una pieza. Esa pieza devino hegemónica, devino condición de todo el juego y alteró el juego de modo tal que las antiguas piezas no conocen las reglas de este nuevo juego. Quizás las reglas no sean desconocidas sino meramente inexistentes. A la vez, el Estado que era el tablero, en esta reversión, se convierte en una pieza entre otras.
Ese océano es un medio fluido en el que las conexiones resultan esencialmente aleatorias. En principio no son más que fragmentos inconexos.

Sin embargo se conectan por las consecuencias que los movimientos de cada uno impone sobre otro. Pero esa conexión por la vía de las consecuencias no produce una articulación lógica pues no devienen por eso partes de un todo, y sin embargo tampoco son entidades autónomas. Los términos se conectan, producen consecuencias unos sobre otros y otros sobre unos; no se componen en una lógica; se mueven en una dinámica. Los fragmentos se conectan ocasionalmente sin perder su carácter fragmentario. La dinámica del fluido se puebla de choques contingentes.
6- Esa conexión entre términos heterogéneos en un medio fluido es la fuente de la incertidumbre contemporánea. Nuestra incertidumbre es propia de nuestra época. Por poner un ejemplo, nuestra incertidumbre actual no se angustia ante los problemas de la predestinación –cuestión central de la subjetividad calvinista; fuente específica de incertidumbre específica. Nuestra incertidumbre no es la de Maimónides. El lugar que ocupa cada uno en el plan divino resulta más secundario que, por ejemplo, el lugar en que el fluido dispone para recibir o despedir la nueva ola o el nuevo reflujo de capital. Los planes divinos eran menos contingentes que los del capital.
En un medio sólido, las conexiones entre dos puntos permanecen estructuralmente. En un medio fluido las conexiones entre dos puntos son siempre contingentes. En un medio sólido, dos puntos cercanos permanecen cercanos si no se produce un corte que los separe. En un medio fluido, dos puntos cercanos permanecen cercanos sólo si hacemos lo pertinente para que permanezcan cercanos. Si no, su destino es derivar, desperdigarse, dispersarse. La incertidumbre contemporánea no es un fenómeno de orden epistemológico –hay algo que no sé, sobre eso no tengo conocimiento– sino de orden ontológico –sé perfectamente que eso está en sí indeterminado y a la deriva–. Como sujetos de conocimiento no ignoramos las determinaciones de lo real; nuestra incertidumbre es el correlato verídico de la indeterminación de lo real. No padecemos de incertidumbre respecto de unas determinaciones, sino un acuerdo perfecto entre la indeterminación de lo real social, la indeterminación de lo real económico, la indeterminación de la interfase entre lo económico y lo social y nuestra incertidumbre. Nuestra incertidumbre no encuentra bálsamo: es demasiado certera. Hoy no podríamos escribir la Guía para perplejos. El perplejo en nuestros días está bien ajustado; está en lo cierto, traduce el modo de ser de lo histórico social, no desconoce nada. Pero entonces necesitamos ser otros. Así, incertidumbre y perplejidad no son ya nombres de lo que accidentalmente nos sobreviene por desgracia sino más bien términos habituales que nos sobrevienen porque no pueden más que sobrevenir crónicamente.
Corremos el riesgo de la banalizar la incertidumbre y la perplejidad porque han devenido términos habituales. Pero banal y habitual no tienen por qué ser fatalmente sinónimos. Que los términos incertidumbre y perplejidad se hayan generalizado como términos significa que tergiversados, atravesados, banalizados, como sea, se han instalado como términos de una subjetividad que ya puede traficar con esas palabras de manera un poco más relajada.
7- Recapitulemos. Nuestra perplejidad es actual, bien actual. No procede de nuestro desconocimiento sino de la indeterminación intrínseca de la realidad social. O mejor, de nuestros modos de producción. Pues los modos de producción de realidad actuales requieren enfáticamente la heterogeneidad y la contingencia. Esta heterogeneidad en los modos de producción de realidad a su vez deriva de la multiplicidad de agentes autónomos y la heterogeneidad de las lógicas que estos agentes ponen en juego para producir sus realidades –realidades habitables para tales agentes–. Si llamamos heterogéneos a los términos que difieren en su génesis y llamamos heterólogos a los que –independientemente de su génesis– operan el lógicas incompatibles o inconmensurables, veremos que los modos actuales de producción de realidad no sólo son heterogéneos sino también heterólogos. Tanto como decir que no hay manera de concebir –fuera de una configuración situacional contingente, una articulación de los modos de producción en una realidad. No es posible síntesis alguna, ni global ni local. Pues los términos heterólogos están permanentemente afectando, solicitando, atacando, anexando los términos de nuestra configuración local actual sin por eso volverse homóloga.

Veamos ahora un detalle de la condición fragmentaria. Sin estado, dos bichos sapiens no tienen posibilitada su relación. Si dos homo sapiens no pueden humanizarse mediante una tercera instancia trascendente que los disponga como semejantes, no tienen modo de instituirse como semejantes. En condiciones de estado, cualquier cuerpo humano es el de un semejante –un cuerpo representa un sujeto para otro cuerpo–. Pero en condiciones de mercado no es un semejante, es mucho más y mucho menos que eso. En principio es un cuerpo; tan sólo un cuerpo. Con arte y maña, luego, es un otro, solamente un otro. Sin instancia que nos presente mutuamente como semejantes, el otro es otro que yo, o mejor, nada que ver conmigo. Y en la medida en que es otro, se me torna cada vez más imprevisible. Porque según la construcción histórica de la semejanza puedo imaginar que el otro está organizado por una estructura semejante a la que me instituyó: para mí es calculable. Pero en función de la pura diferencia en que el otro es otro, mis acciones respecto de él van a estar siempre marcadas por un margen esencial de incertidumbre. Cada punto, individuo, familia, grupo, institución, partido, empresa, organización, se conecta con otros que no son semejantes porque no se subordinan a una instancia totalizadora que los distribuya en una estructura. Así, cada uno está conectado con otro, con otro, con otro, de manera que el efecto de esos otros sobre uno no opera según el régimen de la causa. Nos conectamos por la consecuencia, pero no por la consecuencia discernible lógicamente, derivada de una causa, sino por lo que sobreviene como pura consecuencia. Pues el otro es efectivamente otro y no un semejante tramado conmigo en una estructura. Lo sé por la consecuencia.
8- Francis Fukuyama hizo carrera predicando el fin de la historia. Pero su historia no terminó ahí. En busca de un poco de consistencia para su definitivo capitalismo parlamentario, encontró otra piedra filosofal. Hace poco publicó un tremendo volumen que se llama Trust, traducido como Confianza. Ahí plantea que las relaciones sociales en condiciones neoliberales se sostienen exclusivamente en la confianza. En medio de la incertidumbre, la confianza. Es raro, ¿no? Pero esa extrañeza resulta interesante. Para aproximarnos a la idea, para no confundirla con imágenes amistosas de la confianza, la llamamos confianza desesperada. La confianza desesperada, tal como la entendemos en Fukuyama, predica que lo único que sostiene es la confianza. Desesperada, no se trata de la confianza en la solidez de alguna instancia confiable sino de la confianza en que si no lo sostenemos mediante la confianza, el mundo-mercado se desintegra.
El mundo de la incertidumbre, desde la ideología propia de polo de poder de ese mundo, impone la necesidad de confiar, pero no porque constituya una entidad confiable sino porque, si no se confía, se derrumba. Esa es la confianza desesperada. Confianza en los poderes cohesivos de la confianza. Confianza en que la confianza es lo único que nos queda. Confianza en una apuesta –a ciegas, pero forzada– en la confianza. Confianza en que la afirmación de la confianza nos aleja de la subjetividad desdichada.
¿Cómo confiar en otros que son otros? No basta con la confianza para habitar la fluidez. Pues no estamos ante un semejante posible sino ante un otro en tanto que totalmente otro, instituido como otro y para nada ocultado como otro. La confianza se nos complica, sobre todo si no contamos con dispositivos confiables con los que tratar la diferencia con ese otro. La confianza no basta para pasar del fragmento a la situación; es preciso pensar de otro modo, hacer de otro modo, hacerse de otro modo, constituirse de otro modo, hacerse cada vez, hacerse en cada situación: confiar de otro modo.
9- Martin Buber comprende que el mundo genera en nosotros el lugar donde recibirlo; no somos nosotros los que recibimos el mundo; no es el mundo el que se instala en nosotros; sino que genera en nosotros un lu- gar en el que albergarlo. Si el mundo es estable, ese lugar en nosotros para acogerlo será estable; pero si el mundo es inestable, el mundo irá instalando sucesivamente en nosotros condiciones diversas para recibirlo. Porque hay situaciones en las que uno no responde frente a un estímulo sino que se constituye desde el estímulo. Ahí uno está descolocado: cuando no tiene con qué responder y tiene que hacerse, constituirse, a partir de eso que se presenta. En el momento de perplejidad, no tenemos en nosotros el sitio en que albergar ese estímulo a través del cual se nos presenta el mundo. No se puede responder sino configurarse. Se responder con institución; se configura con organización.

Las organizaciones –nombre de resonancia empresarial por un lado, militante por otro, pero a fin de cuentas un nombre razonablemente genérico– designan en este caso los modos de agrupamiento en condiciones de fluidez. Bajo el nombre de organizaciones, los agrupamientos ejercen en la incertidumbre –del mismo modo que bajo el nombre de instituciones ejercían en un mundo mayormente calculable. Para estas organizaciones, en tiempos de alteración ninguna figura a priori, ninguna estructura interna resulta eficaz en su operatoria. El índice de eficacia de la organización es la velocidad para configurarse frente a estímulos, provocaciones, causas, dislocaciones que sobrevienen de modo contingente. Al igual que en las instituciones, puede haber nombres y cargos, pero no hay, no puede haber, lugares en el sentido estructural del término. En las organizaciones, los nombres y cargos no remiten a sitios regulares del organigrama. Pueden regir una planilla de remuneraciones o una placa de honores, pero no indican una operatoria estandarizada. Sin lugares sólo hay operaciones de existencia en la fluidez. Las operaciones requieren una buena dosis de confianza desesperada. Desesperación abunda; lo que suele escasear es el ingrediente confianza. Como las condiciones en las que tienen que operar las organizaciones son inanticipables, ninguna configuración previa resulta adecuada a su objetivo o a sus funciones. No puede confiar ya en el buen orden del mundo real; no puede confiar ya en su propia buena estructura. Sólo puede –y por ende tiene que– confiar en su capacidad de configurarse en la ocasión a partir de su perplejidad.
La organización, la institución actual, trabajará activamente para configurarse en cada circunstancia; el resto es dispersión. Así lo dispone la condición fluida en la que opera, pues la relación entre dos puntos ligados no se garantiza por estructura sino que se posibilita, cada vez, por una operación actual. Permanecen conectados sólo si una operación activa y eficaz los mantiene actualmente ligados. La tendencia inmanente del fluido se orienta a la dispersión. Lo que no se está cohesionado, se está dispersado. El medio fluido no tiene una inercia de conservación sino de disolución.
La fuerza principal de cohesión en las organizaciones es el pensamiento. Si las instituciones estatales sabían, las instituciones fluidas se definen

por su capacidad de pensar. En las instituciones estatales el pensamiento tendía a ser un lujo, e incluso un lujo peligroso, capaz de disolver la sabia estructura reproductiva, cerrada pero consistente. En condiciones de fluidez, el pensamiento es la condición de posibilidad de una organización- institución, caso contrario, se vuelve pura dispersión o patología de excrecencia. Llamamos aquí excrecencia, según el dialecto ontológico de Badiou, a los términos que están representados pero no presentados: paradigma del anacronismo, espuma ontológica del agotamiento. Más claro, la excrecencia es una exhaustiva reproducción de funciones que no cumplen función alguna, reproducción perfecta de lo ineficaz, por lo tanto, ruina de esa misma reproducción perfecta –pues la eficacia era una de las condiciones de su reproducción–.
El pensamiento que realiza las operaciones capaces de ligar algo en las organizaciones es un ars, una tekhné de renovar condiciones o de desautomatizar respuestas. No es doxa ni episteme. Pues la irregularidad de los estímulos, el aluvión de provocaciones, solicitaciones y destituciones obliga a operar permanentemente sobre términos, sobre condiciones, sobre circunstancias para las que la institución no está preparada. Destaque- mos, de paso, una condición actual: antes de la circunstancia nadie ni na- da está preparado para tratarla; estrictamente, nada está a la altura de las circunstancias. Para tratar sus problemas la organización ha de configu- rarse ad hoc. Las organizaciones que llamamos instituciones, privadas de su esquema ontológico, pueden ganar otro. Eso sucede si se determinan instante a instante por el pensamiento, por el pensar y hacer pensar. Ga- nan si van donde el pensamiento y no los estatutos las llevan. Caso contrario, insisto, devienen inoperantes por suponerse un ser.
10- Distingamos esquemáticamente dos comportamientos materiales de la flexibilidad[1]. Una superficie puede dejarse moldear elásticamente por la actividad configurante del pensamiento y adoptar una forma. Una superficie puede dejarse moldear plásticamente por la actividad configurante y adoptar una forma. La diferencia no es sólo una letra –e por p–. La superficie plástica adopta sin resistencia la configuración reciente. La forma elástica resiente la deformación. Anhela la cesación de la nueva forma, que es percibida como deformación. Su propia forma es buena forma. Apenas pasada la presión actual, volverá aristotélicamente a su forma natural. Tomemos en su literalidad la imagen de la globalización. Pongá- mosla en diálogo con la dinámica previa: el progreso. Imaginemos que el conocimiento es un globo; progresa conforme se infla. Cuanto más crece, mayor es la superficie de contacto con el desconocimiento. De pronto, en su paroxismo, la superficie ya no soporta la presión. El globo explota Y entonces, queda todo mezclado, el conocimiento con el desconocimiento[2}. Adentro-afuera han explotado. La globalización así entendida suprime la frontera adentro-afuera. Lo cual, naturalmente, no significa que estemos todos dentro. Definida una organización por su capacidad para configurarse al pensar en cada circunstancia cambian esencialmente los modos de pertenencia. La subjetividad institucional transita por otros carriles –o ni siquiera carriles–. No es posible pertenecer a las instituciones en términos topológicos o binarios –adentro/afuera–; ya no ocurre que se pertenezca si se satisface una propiedad y que no se pertenezca si no se la satisface. No se pertenece por afiliación ideológica ni por verificación de una regla. En medio de la destitución, de la desolación, de la fluidez, uno pertenece a los sitios en los que puede pensar, en los que puede constituirse, en los que puede constituirse pensando. Uno pertenece a los sitios que, a su vez, se constituyen tomándolo a uno en su operatoria de pensamiento. El pensar no opera ya en los síntomas de una estructura, no opera ya en el borde interior-exterior de una topología. Opera entre términos desligados; opera configurando, uniendo con el trazo los puntos – como en los primeros juegos infantiles, sólo que esta vez los puntos no están numerados y, a la vez, se están moviendo. El pensamiento opera en la plasticidad de la organización.
Pues una organización en la fluidez es una superficie plástica dispuesta a configurarse en cada operación frente a estímulos aleatorios. Esta superficie plástica es la virtualidad de distintas conexiones entre los términos que la componen, que se configuran, se ligan entre sí y se vuelven a configurar de otro modo según las circunstancias. Es la virtualidad de conexiones que sólo se realizan por pensamiento en una situación. Si, como dicen que dice Deleuze, la historia es una especie de toallón que según cómo se pliegue, determina la cercanía y la lejanía de distintos puntos, las instituciones adoptarán ese modelo toallón, es decir, la posibilidad de producir inteligencia por conexión entre distintos puntos que no están ligados por el organigrama sino por el pensamiento en la circunstancia. Dos puntos se conectan por un pliegue porque esa conexión es eminentemente ad hoc y no estructural, para esa configuración y no para todo servicio.
11- En condiciones de fluidez, naturalmente permanece el esquema ontológico de la institución reproductiva. Mas que inútil resulta dañino. Pues no permanece como pura representación instituyente; colabora a ciegas con la destitución. La institución que se cree tal puede conservar su nombre, los papeles de sus estatutos y reglamentos, sus títulos, cargos y honores; puede conservar su estructura interna; puede fingir solidez. Pero la solidez interna es incompatible con la abismal fluidez exterior. La reproducción interna de las ligaduras estructurales impide cualquier conexión con un exterior en mutación crónica.
Nuevamente aquí puede colaborar una imagen. Cada tanto en Discovery Channel exhiben el impresionante fenómeno cordillerano de los ríos de piedras. Es buena imagen para esta supuesta solidez en medio de la fluidez. Mirados desde lejos son ríos; se ve una fluidez homogénea como la del agua. Cuando la cámara se aproxima, vemos con asombro y repulsión que esos ríos están compuestos de piedras de unos dos metros de diámetro. En su interior esos bloques son estricta, confiada, estructuralmente sólidos. Sólidos en su interior inoperante, porque no pueden conectar con un exterior si no es bajo la forma del choque aleatorio, improductivo, destructivo, corrosivo, lisa y llanamente estúpido. El recinto en que la materia choca así y no puede ya llamarse institución. El nombre galpón le ajusta mejor.
12- La perplejidad es la experiencia de que lo configurado se está desligando. Lo configurado no es lo instituido que provee una forma al devenir sino lo que se está descomponiendo en esta deriva actual; si no se lo configura aquí y ahora, si no se lo organiza, de por sí no determina organización sino dispersión. La perplejidad así planteada es la antesala del pensamiento, es lo que permite deshabituarse de las costumbres adquiridas para poder entrar en una situación de otra característica. Y si nuestro mundo es indeterminado, entonces estas perplejidades no se sucederán como crisis accidentales sino como antesala inevitable de cualquier situación. En este sentido decía al principio que la perplejidad ha venido para quedarse.
En un mundo coordinado por el Estado, la subjetividad generada por la familia permite pasar a la escuela, de la escuela pasar a la fábrica, a la oficina, al hospital, al cuartel; uno puede ir pasando a través de distintas situaciones porque están regidas por la misma lógica. Pero sin una instancia que coordine, los recursos subjetivos pertinentes para habitar una situación no son pertinentes para otra; la entrada en cada situación tendrá que atravesar su momento de perplejidad –o uno, para ingresar en cualquier situación, tendrá que atravesar el momento de perplejidad para poder constituirse según la situación lo condicione. Si es un insumo habitual, quizás la perplejidad no tenga –pero esto es especulación pura– el correlato de sufrimiento que nuestra subjetividad estatal le atribuye al término. No digo que sea una fiesta; sólo que no es ya un desgarro de lo instituido. En todo caso, hemos de ver si somos bichos capaces de crear en nosotros otros bichos dotados con el insumo de la serena perplejidad que no desgarra; si podemos crear las prácticas capaces de instaurar una subjetividad que pueda moverse en ese medio sin desmentir la indeterminación esencial y, a la vez, sin desgarrarse por eso. No sé si es posible; sólo sé que es necesario.

[1] Este argumento procede de una serie de conversaciones del Grupo 4, que integro con J. Moreno, O. Bonano, R. Gaspari

[2] Este argumento lo suelen desarrollar, de modo exclusivamente oral, los arquitectos Forster, Bogani, Cárdenas.

Flores rojas para el agitador Severino Di Giovanni // Diego Sztulwark

“Eliseo Reclus ha escrito: “comprender para perdonar”. Y eso es lo que nosotros hemos siempre tratado de hacer ante la complejidad de los hechos en donde Di Giovanni se debatió y que soportaron altibajos de su conciencia y de su pasión”.

Hugo Treni, “Un poco del alma del bandido”, 1931.

 

La fría mañana del mes de enero de 1986 el célebre profesor de filosofía Gilles Deleuze meditaba sobre un asunto que creía irresuelto. En su curso sobre Michel Foucault, sentía la necesidad de exponer ante los asistentes la idea de que la filosofía no debía ser enseñada como una mera sucesión de capítulos, autores y escuelas. Más que evolución, el pensamiento procede por violencias, movimientos irregulares que el pensador padece y el historiador procura describir con cierto detalle. Esa violencia responde al peso de los acontecimientos históricos, sí, pero su inventiva corresponde al juego que entablan con la creatividad de las ideas. Más que con el progreso, el pensamiento se define por su modo de afrontar problemas e imaginar modos de trabajo. Deleuze pensaba en la presencia del 68 francés en su propia filosofía. La Europa de la revuelta le dio a Deleuze la oportunidad de enfocar el asunto en una de sus clases: las ideas de Foucault -dijo ante un público nutrido- no deberían ser presentadas como un corte abrupto, una ruptura ni una superación con respecto al marxismo y al existencialismo. Sus palabras pasaban como un cepillo a contrapelo de los consensos académicos en formación. Si un movimiento de rebeldía se torna interesante para la filosofía -explicaba- lo es en virtud del modo en que introduce en ella las semillas de nuevas evaluaciones. Y luego de detallar aquella coyuntura histórica desembocó en siguiente argumento: “el pensamiento de Foucault no puede ser comprendido sino en una agitación interior que afectó al marxismo, el existencialismo y al conjunto del pensamiento de la época”. Era esa la imagen precisa que había estado buscando: agitación, no evolución.

 

Nunca reparé, a pesar de mis varias lecturas de ese fragmento deleuziano, en la enorme importancia de esa delimitación: la agitación como disposición inconformista que lleva a reevaluar las estructuras en las que pensamos y vivimos. Y no tengo dudas de que el impacto que ahora recibo proviene de otra lectura que plantea el mismo tipo de problemas a propósito de una tragedia histórica y biográfica tan atractiva como inquietante. Me refiero al notable libro de Osvaldo Bayer, Severino Di Giovanni. El idealista de la violencia (1970), que transmite la impresión de que fue el anarquismo quién expresó la agitación de manera más pura y extrema tanto en la existencia personal como en la acción.

 

La biografía de un luchador social convertido en el enemigo número uno del Estado argentino, permaneció enterrada durante décadas en las páginas policiales de los diarios. El ácrata italiano llegó a ser un espectro de la vida política. Di Giovanni fue un periodista armado que murió orgulloso ante un pelotón de fusilamiento, un militante antifascista y un poeta apasionado que intentó hasta el último de sus días combinar sus sueños literarios con las exigencias ideológicas y prácticas del anarquismo ilegalista y expropiador.

 

Severino nació no lejos de Roma en 1901. Casado con Teresa Masciulli y desempleado partió hacia la Argentina el mismo año de la Marcha sobre Roma. Sus lecturas de entonces: Proudhon, Bakunin, Reclus, Kropotkin, Malatesta, Stirner y Nietzsche. Una vez instalado en Buenos Aires desarrolló la profesión de tipógrafo como obrero gráfico en un taller de Morón. Habló un castellano claro, con huellas de su lengua peninsular. Su pasión activista contra el fascismo lo llevó a irrumpir una noche de junio del año 1925 en la fiesta que daba el embajador de Mussolini en Argentina el Teatro Colon. Los libertarios gritaron a viva voz contra los crímenes de las camisas negras y repartieron volantes denunciando el asesinato del legislador socialista italiano Matteotti. Para acallar a los aguafiestas convergieron primero los escuadristas italianos ligados a la embajada italiana y luego la policía de Marcelo T. de Alvear.

 

El movimiento anarquista argentino era, por mucho, el más importante de América Latina. Su rica experiencia en el activismo sindical y cultural se organizaba durante la segunda mitad de los años veinte en dos corrientes internas enfrentadas entre sí: la rama moderada y considerablemente más influyente, constituida por los sindicatos reunidos en la FORA y el periódico “La Protesta” y, a su izquierda, los gremios autónomos y el grupo que editaba “La Antorcha”. En ese contexto actuaban, además, numerosos grupos de italianos antifascistas divididos entre anarco-comunistas (lectores de Malatesta) e individualistas. Esta última vertiente renace en el país con la publicación de “Culmine”, periódico creado por Severino Di Giovanni.

 

El 16 de mayo de 1926 estalla una bomba en la puerta de la embajada de EE.UU (Arrollo y Carlos Pellegrini), país que se preparaba para ejecutar a los obreros anarquistas italianos Sacco y Vanzetti: la respuesta del gobierno radical de Alvear será alentar la participación de las Ligas Patrióticas en la represión anarquista junto a las fuerzas policiales. Comprometido en el atentado, dice Bayer, Di Giovanni “comienza su peligroso viaje del cual no podrá retornar jamás”.

 

La lucha de los anarquistas se libraba al mismo tiempo en todos los frentes: contra el gobierno de los EE.UU (la campaña por el caso Sacco y Vanzetti), contra el fascismo italiano y sus pretensiones de extenderse en la argentina y contra el aparato represivo del Estado. Y la propaganda ácrata se orientaba a “demostrar a la plebe -de la cual somos la parte rebelde- el coraje y la confianza”. La táctica de lucha eran los grupos pequeños y autoorganizados. La estrategia: el inconformismo en armas en resistencia contra Mussolini.

 

El 24 de diciembre del 27, durante los preparativos de la navidad, estallaron dos bombas: una en el City Bank (calle San Martin) y otra en el Banco de Boston (Mitre y Diagonal). El saldo de víctimas asciende a veintitrés heridos y dos muertos. El siguiente propósito de Severino y su grupo fue asesinar al cónsul italiano en Buenos Aires, Italo Capanni, célebre represor mussoliniano. El 23 de mayo de 1928 estalla un poderoso artefacto -construido por el grupo de Di Giovanni- en el consulado de la avenida Quintana, en donde cientos de personas e la comunidad italiana tramitaban su documentación. Si bien el maletín tenía como destino aniquilar a Capanni y la embajador fascista, un error -un trágico detalle-, terminó por detonar un formidable acto terrorista en el que fueron heridas treinta y cuatro personas y murieron otras nueve.

 

A partir de ahí Severino y su grupo -entre los que se contaba Paulino Scarfó- vivió en la más estricta clandestinidad, sin renunciar a las acciones de expropiación y propaganda. Di Giovanni se separó de Teresa, ya madre de sus hijxs, y se entregó por completo a las acciones para liberar compañeros presos, la falsificación de monedas, el apoyo armado a huelgas obreras, al intercambio epistolar (a menudo polémico) con núcleos anarquistas de todo el mundo, y la edición periódica, panfletos y libros. Dos episodios particularmente destacados por Bayer de la vida de Di Giovanni de aquellos años son la apasionada relación con la jovensísima América Scarfó (que se consumó en un falso casamiento de comedia italiana) y la recurrencia al asesinato por parte de Severino primero contra Giulio Montagna, activista anarquista acusado de espía, y del director de “La Protesta” y principal propagandita acusador contra Severino (junto con Diego Abad de Santillán lo acusaron de espía fascista, delincuente y ladrón), López Arango. Este último episodio dividió aguas en el movimiento anarquista y dio lugar a una intensa polémica, que en partes se esclareció por medio de una suerte de juicio libertario del que Severino salió exculpado, no de sus métodos por muchos considerados criminales (el propio Bayer escribe al respecto que los argumentos de la defensa no llegan nunca a dar razones convincentes para asesinar), sino de las acusaciones que le venía dirigiendo el núcleo editor de “La Protesta”.

 

El golpe militar de Uriburu a Yrigoyen del 6 de septiembre de 1930, que puso al frente de la represión a Leopoldo Lugones, homónimo de su padre escritor y hombre enamorado de la picana, encontró en la pareja Severino y América uno de los centros irradiadores de iniciativas conjuntas del movimiento anarquista. Según Bayer, durante el mes de octubre de 1930 “Anarchía” (en un número periódico enteramente redactado por la pareja) se convirtió en el único medio gráfico opositor al gobierno del General Uriburu. Mientras tanto Severino empleaba el dinero recaudado en las expropiaciones más audaces, para aportar dinero a compañeros perseguidos, contribuir a un complot fallido para liquidar a Mussolini, y para cumplir su sueño de editar en el país al geógrafo libertario Jacques Eliseé Reclus. El bandido reunía dinero para publicar al pacifista. De hecho, Di Giovanni es capturado -tras una persecución policial de película, el 31 de enero de 1931- mientras iba al centro de la ciudad para ver con sus propios ojos la edición del tercer tomo de Escritos Sociales de Reclus.

 

En el breve juicio en el que fue condenado a muerte, Di Giovanni fue defendido por el teniente primero Juan Carlos Franco de la compañía de ciclistas y archivos, quien intentó impedir la ejecución y fue luego detenido y expulsado un tiempo en el Paraguay y componiendo canciones que lo acercaron a Atahulapa Yupanqui.

 

Di Giovanni fue fusilado el 1 de febrero de 1931, en la penitenciaría de la avenida Las Hares. De entre las crónicas del fusilamiento de Di Giovanni sobre sale el agua fuerte de Roberto Arlt (“He visto morir”) invitado como parte de la prensa para cubrir el cruento final del bandido social (como Paulino Scarfó, Seferino fue intensamente torturado por la policía antes de su lapidación).

Arlt escribe allí:  -Pelotón, firme. Apunten. La voz del reo estalla metálica, vibrante: -¡Viva la anarquía! -¡Fuego! Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia. Muerto. Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra. Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: -Está prohibido reírse. -Está prohibido concurrir con zapatos de baile”. El texto, dirá David Viñas hace una “trágica focalización con un solo protagonista”. Y Horacio González repara en la foto que, teatralizando el fusilamiento, realiza para la ocasión la Revista Caras y Caretas. El otro escrito que se desmarca del amarillismo de los medios y la alegría de diarios como La nación es el poema de Enrique González Tuñón, que hace referencia a las flores rojas que aparecieron por la madrugada en la tumba anómica de Severino (“El hombre fusilado debe estar ya medio destruido en la Chacarita. América Scarfó le llevará flores, y cuando estemos todos muertos muertos, América Scarfó nos llevará flores”).

 

Hugo Treni, un intelectual italiano exiliado por entonces en Uruguay debido a sus ideas libertarias y que se había carteado polémicamente con Severino durante sus últimos años de vida, lo describió sólo unos pocos meses después de su asesinato: “Di Giovanni era un apasionado. Veía toda la vida y enfrentaba la acción a través de su pasión tumultuosa que a menudo lo cegaba llevándolo tanto al mal como al bien”. El retrato de Treni sobre Severino es el de un alma escindida entre su “íntima aspiración”, que era “poder entregarse a una vida de estudio” y “un largo encadenamiento de hechos en su vida de todos los días” que lo forzó a “la lucha más ardiente”.

 

La primera edición del libro de Bayer sobre Di Giovanni fue prohibida en 1973 por el gobierno peronista de Lastiri y permaneció inhallable durante décadas. Sin embargo, el libro había despertado notable interés. Como recuerda el propio Bayer, “cuatro directores de cine quisieron filmar la historia, pero no fue posible”. Uno de ellos fue Leonardo Favio.

 

Durante el año 1985 el intelectual peronista Álvaro Abós escribió una reseña crítica para la revista Fierro, lo que derivó en una polémica -desarrollada el año posterior en la Revista Crisis durante el año 1986, en torno al modo de recuperar la figura del terrorismo ácrata. Abós resumía allí lo esencial de las objeciones hechas desde siempre a Di Giovanni: el uso de las bombas (con el costo inevitable de víctimas inocentes), su esteticismo (la supuesta incongruencia entre practicar la lucha armada y la enorme atención que dedicaba a la edición de periódicos y libros), y su amor apasionado con América Scarfó (hermana menor de los activistas anarquistas Paulino y Alejandro), que tenía 15 años cuando comenzó su relación y 16 cuando el fusilamiento de Severino y Paulino.

El contrapunto conserva todo su interés, en la medida en que Abós no critica en lo más mínimo la investigación del autor de Los vengadores de la Patagonia trágica, sino el uso de las tácticas violentas por parte de Severino y su grupo, haciendo de este último un antecedente directo de la guerrilla argentina de los años setentas, mientras que Bayer reprocha a Abós precisamente eso: no poner en tensión el libro en sí mismo, sino limitarse a reproducir la grosera incomprensión que la ideología de la democracia conformista reserva a quienes se rebelan ante la crueldad del sistema. Durante polémica la polémica (reunida bajo el título “Di Giovanni y la teoría de los dos demonios” en el libro de Bayer, Rebeldía y esperanza, Bs-As, 2009), el biógrafo resume su lectura de Severino como “la historia de un hombre lleno de cualidades latentes que se pierden en la obcecación. Porque el mundo es más complicado de lo que él cree. Lo consume la pasión, no puede soportar la injusticia y sale a hacerla él. Y cae en la crueldad, de la que se da cuenta, pero ya no puede salir del círculo de fuego que le ha tendido la sociedad. Es un perseguido. Un desperado”.

El reproche de Abós a Bayer podría resumirse en la siguiente pregunta: ¿Cómo y por qué un periodista libertario y pacifista convencido como Osvaldo Bayer escribe sobre un activo creyente en la violencia revolucionaria, tan conflictivo para quienes a fines de los años veinte se ubicaban en el terreno de la política y de las ideas de un modo que en principio debería resultarle más próximo? En su réplica a Abós escribe efectivamente: “soy insanablemente pacifista. Pero si un guatemalteco, un salvadoreño o un colombiano, un mexicano sin trabajo o un negro sudafricano me pregunta cuál es la otra solución que tengo, me tendría que callar la boca, avergonzado. A los repudios viscerales los reservo para los verdaderos enemigos de la humanidad”, en cambio “no puedo odiar a aquellos que se equivocaron y perdieron buscando nuevas sendas”.

Hubo, además, un militar que intervino en el golpe contra Yrigoyen, y que conoció a fondo el caso Di Giovanni porque era ayudante del general Medina, ministro de Guerra de Uriburu, quien puso el “cúmplase” en la condena de muerte de Severino. Ese militar, llamado Juan Domingo Perón, le escribió a Osvaldo Bayer espontáneamente ni bien recibió su libro: “Siempre he pensado que, así como no nace el hombre que escape a su destino, no debería nacer quien no tenga una causa por la cual luchar, justificando su paso por la vida: Di Giovanni fue un idealista, equivocado o no, y es respetable para los que luchamos por una causa que tampoco podemos saber si es la verdad”.

 

Los nombres de Severino Di Giovanni, pero también el de Osvaldo Bayer, forman parte de esa tradición que Walter Benjamin llamó la del “inconformismo”. Un estado de agitación que no encuentra límites a la hora de poner en cuestión estructura mentales y sociales. Consultado sobre esta cuestión el ensayista Christian Ferrer propone comprender la fuerza del libro de Osvaldo Bayer como la restitución de un nombre convertido por el estado y la prensa en fantasma -un delincuente cuyas ideas no vienen al caso- a las páginas de la política de la nación. Bayer se interesó por alguien cuya intransigencia resultaba (ayer y hoy) incompatible con un país en el cual el enfrentamiento político nunca impide futuras alianzas y componendas. Un anarquista, dice Ferrer, es siempre un ser de dos almas: un santo cuyo modo de vida diseña instituciones para un futuro mejor, y al mismo tiempo un destructor. Y Di Giovanni fue excesivo incluso entre los libertarios argentinos. Bayer no se limitó, por otra parte, a narrar el costado político de este exceso, sino que además recuperó la historia de Severino y América (menor de edad y una década menor que él), un amor de escándalos que hoy día sería quizás condenado no sólo por las madres de familias católicas. También aquí Bayer enmendó una narración histórica: de versión patologizada a amor libre. Amor y anarquía han sido siempre condimentos explosivos, capaces de cuestionar las conductas y parámetros bajo los cuales concebimos nuestras vidas.

 

Flasheamos guevarismo // Diego Valeriano

El Che en nuestra juventud era parte de algo que nos conmovía. Parte de una manera de andar, de encontrarnos, de amar, de discutir, de soñar. Puente Pueyrredón, Valizas, una casa vieja en Varela donde se hacían las asambleas, Redondos en Huracán, la toma en la calle Goria, esquivar los chanchos de Once saltando por atrás, algún asado con compañeros de los setenta, recuperar fierros. Guevara siempre presente, contraseña en la piel, conspiración, forma de huida, tatuaje. 

Lejos estábamos de lo que fue realmente. Lejos de su moral, certezas, disciplina y formación. Lejos de Cuba, del marxismo que nos aburría, de la lucha armada, de un banco central, de entenderlo, de trabajar tanto. Flasheamos guevarismo sin saber bien qué era, pero con la convicción que se parecía bastante a no traicionar, a ayudar a los demás, a revelarse, a caminar el barrio para organizarnos. Guevara era la forma que teníamos de entender la política, el segundeo, esos años, la vida.

Ahora que la derecha copa todo, que crece, que nos quita el aire, ahora que hay pibes que reivindican empresarios y otros que agradecen que los cuide el Estado, ahora que sé es gato del algoritmo, vigilante anti planes, burócrata de aforo, ahora que todo se puso horrible no está mal recordar a Guevara. 

Recordar a él y a nosotros de guachos, recordar que creíamos que podíamos, que discutimos, que no hacíamos caso, que no teníamos jefa. Recordarnos con Guevara para salir del chamuyo de la política de hoy, de esas discusiones que son otros, de eso proyectos políticos que solo son personales. Recordar al Che para rajar del ruido que solo nos confunde y entristece.

 

Foto Sub. Cooperativa de fotógrafos. 

Contra una época y por un tiempo por venir // Diego Valeriano

Sobran las teorías sobre los Redondos, los libros, los análisis, las giladas. Sobran, pero siempre son cortos, poco, nada. También sobran los recuerdos: intoxicarse, tener miedo, quedarse sin voz, superarlo, segundear, entrar en una, vagar, llegar, intentar volver a casa, subir a bondis inverosímiles, politizarse desde el cuerpo. Que quede la marca en la piel. Esquivar las piedras, los facazos, la gorra, la tele, esquivar esa vida de mierda que nos ofrecían. 

Autopista Center, Racing, microestadio de Lanús, un superpancho en la Avenida San Martín. Remisería, pabellón, camping, un diluvio en Huracán. Ahí donde nos convocaban, ahí estábamos con todo el cuerpo. Los Redondos son la forma en que habitamos un tiempo contra una época, la manera en que no nos sentimos tan solos, tan vacías, tan ninguneados. Debe haber sido el único modo en que logramos respirar en una época donde no quedaba aire, posibilidad, ternura. 

Por ese tiempo, por eso que abrieron contra esa época, por lo que fuimos, por una vitalidad que aún late, porque tal vez sea lo único que queremos, debemos rescatar al Indio. Rescatarlo de los burócratas que se hacen los piolas, de los odiadores, del periodismo canalla que lo lleva a ser un opinador, de los likes, de la época, de la crueldad, de ser tendencia, de cómo fue entrando en una que no está buena. En una que medio lo lleva casi de manera involuntaria a desandar todo eso que anduvieron y nos hicieron andar de manera tan insurgente, afectuosa, beligerante, tan claramente en contra una época y en favor de un tiempo por venir.

La política ante la ley // Diego Sztulwark

“¿Qué clase de personas eran aquéllas? ¿?De qué hablaban? ¿De qué departamento formaban parte? K. vivía en un estado de derecho, la paz reinaba por doquier, todas las leyes estaban vigentes, ¿Quién se atrevía a asaltarlo en su propia casa?”
Kafka, El proceso.

“Me hice mandar algunas cosas póstumas de Kafka para reseñarlas. Su cuento “Ante la ley” sigue siendo para mí, hoy como hace diez años, uno de los mejores que existen en alemán.” Carta de Walter Benjamin a Gershom Scholem, 1925.

Durante julio de 1914 estalla la guerra. El 2 de agosto Franz Kafka escribe en sus Diarios: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, escuela de natación”. No se trata de mera indiferencia, sino de una pretensión ambiciosa: escribir en medio del desastre. Si en tiempos de paz su cotidiano como funcionario de seguros de accidentes de trabajo y miembro de una familia judía burguesa de Bohemia lo sometían a toda clase de tareas y compromisos (por la mañana a la oficina, por la tarde al negocio de sus padres), conservando sólo las noches para sí, la conflagración bélica amenaza con restringir aún más lo que realmente  importaba en su vida: la literatura. Con lo que su poder personal se volcó por entero a preservar ese bien preciado llamado tiempo, lo que hay que entender no sólo en el sentido de libertad individual, sino también en el sentido del peso de una modernidad industrial y burocrática sobre la vida en el planeta: «La parte más noble e insondable de toda la creación, el tiempo, está prisionero de las redes de intereses mercantiles impuros».

Ese mismo año Kafka redacta y publica un breve relato que hará historia: “Ante la ley”, al que un campesino le solicita autorización para ingresar en ella. Como es sabido, el guardián lo hace esperar. El asunto es que la puerta se encuentra abierta. Captando la ansiedad del campesino, el centinela le dirige estas palabras: “-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición”. Pero el aspecto poderoso del guardián lo disuade. Y además, parece haber guardianes aún más poderosos custodiando las puertas de los salones subsiguientes. El campesino se desalienta y reflexiona que la ley debería ser accesible a todos. Pero decide esperar: días y años. En esa circunstancias, el campesino tiene tiempo de sobra para observar al guardián, ese “único obstáculo que lo separa de la Ley”. Y así envejece. Hasta que antes de morir “distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley” y advierte que hay una pregunta importante que hasta ahora no ha formulado al custodio: “-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?”. A lo que el centinela le responde: “-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla”.

¿De qué mundo habla en este relato? Su biógrafo Reiner Stach, reparó en el carácter encriptado de la narración kafkiana: su “singular temor a ir al grano”, y el “dolor de no entender” al que somete a sus personajes (arrasados por un enigma que los desborda: el campesino ante la ley, K. ante la acusación, o Gregorio Samsa ante su metamorfosis), obedecen a una inaudita capacidad para “fundir hechos en signos”, alentando toda clase de interpretaciones. ¿Quién está “ante” la ley? ¿El campesino, hombre común del pueblo, siempre a la espera? ¿Y el temible guardián que la custodia desde afuera, sin aclararse qué tipo de relación interna o externa guarda con el derecho? Ninguno de los personajes está enteramente “en” la ley, si bien ella se abre a ambos (pero sólo el campesino puede ver su resplandor, pues el custodio se encuentra de espaldas). Por otra parte, la ley se dirige de modo personal al campesino: hay una puerta para cada individuo. Lo que quizás deba ser comprendido del siguiente modo: no hay modo de eludir el orden injusto e ingresar a la ley que no pase por una decisión subjetiva, que se elabora en cada quien.  El pueblo sin ley, a la espera, deberá decidir cómo afrontar el obstáculo que impide el contacto directo con ella, representado en el centinela que da la espalda al resplandor. Es el pueblo al que se le niega la ley el que debe actuar de acuerdo a su criterio para descubrir lo que lo espera del otro lado de la puerta.

Los eruditos han discutido incansablemente sobre el estatuto -jurídico o teológico- de esta ley. La obsesión de Kafka por el derecho, sus simpatías por el anarquismo y su condición de judío, forzaron las más sutiles interpretaciones. Para comenzar: ¿estar posicionado “ante” la ley significa también existir “antes” que ella y por tanto a su espera? ¿En ese caso el campesino sería la figura de un pueblo anterior a la ley, y el guardián -situado también en una cierta anterioridad- una fuerza pura, no revestida de legitimidad alguna? Esta parece ser la posición de Giorgio Agamben: la ley sería ella misma aquello que incluye excluyendo, de modo tal que la situación en la que se enfrentan el sujeto popular a la espera y la fuerza del orden no serían sino un efecto estructural del orden jurídico. Según esta interpretación, Kafka habría sido un observador temprano del “estado de excepción”, figura del derecho que exhibe la distancia irreductible entre el texto de la ley y las circunstancias de su aplicación. El estado de excepción es la suspensión momentánea del orden jurídico a partir de una decisión soberana que actúa en su nombre. En la interpretación agambeneana del relato de Kafka, es sólo sobre el final, cuando la puerta de ley se cierra, que se vuelve posible una vida popular que ya no permanece a la espera.

Otra interpretación del relato se pregunta si no es la del campesino una posición privilegiada para percibir la complicidad entre fuerza y ley. Al comprender la tensión irresoluble entre fuerza y justificación, típica de la ley soberana, esta percepción alcanzaría la comprensión sobre el carácter intrínseco de la violencia respecto del derecho. Como lo vio con toda claridad Walter Benjamin, la violencia habita el orden jurídico (puesto que sin ella toda norma carecería de fuerza de aplicación) de un modo amenazante. Y la huelga general es el ejemplo más notorio: el derecho de huelga como autonomización de una violencia que por permanecer entretejida al orden legal puede atentar contra el orden jurídico desde dentro. De allí que Jacques Derrida pueda extraer la sugerente indicación según la cual la violencia que destruye derecho queda ella también situada ante la ley: toda revolución enfrenta el momento de creación ya no sólo de un nuevo derecho, sino también de un nuevo sistema de interpretación retroactiva que proporcionará sentido normativo a esa destrucción. En un bellísimo libro titulado ¿A quién le pertenece Kafka?, Judith Butler se ocupa de esta benjaminiana “violencia no-violenta”, cuya recusación se dirige no a todo el orden legal, sino solo a la parte cuya violencia se concentra en imponer un destino de oprimidos a los oprimidos.

Y sin embargo el propio Kafka parece desalentar las interpretaciones. En El proceso se cuenta la historia de José K., quien sin nacionalidad ni religión conocida resulta repentinamente arrastrado a un juicio sin ninguna clase de explicación. Nunca se sabrá de qué se lo acusa y su defensa es apenas tolerada, tras lo cual resultará condenado y ejecutado. El fragmento titulado “Ante la ley” aparece reproducido en el último capítulo de la novela (“En la catedral”), en boca de un sacerdote (capellán de la prisión y parte del tribunal que ha de juzgarlo). El religioso habla como conocedor de la ley, y sus palabras son amigables advertencias dirigidas a K. sobre lo engañosas que pueden ser las opiniones sobre el texto legal. Ante la protesta de K. por la naturaleza engañosa de las palabras del guardián al campesino, el capellán lo corrige enseñándole el peso de la opinión contraria, según la cual es el centinela el perjudicado, puesto que ha sido fijado de espaldas a la puerta en su función de custodia sin jamás captar el resplandor de la ley, mientras que el campesino, en cambio, permanece libre de ir y venir cuantas veces lo desee, y en todo caso, tiene la libertad de dar o no crédito a la palabras del guardián. El consejo del sacerdote a K. es pues, el respeto estricto al orden jurídico: no se debe confundir la escritura inalterable con las interpretaciones, pues tras la interpretación actúan las opiniones y tras ellas obra la desesperación. Interpretar es errar. Los desesperados buscan la verdad, pero lo funcionarios actúan de acuerdo a lo que creen “necesario”. Tras lo cual K. concluye: “la mentira se convierte en lo que ha de ordenar al mundo”.

A Walter Benjamin le interesaba Kafka. Como él, encontraba en la ley jurídica la no-redención.  Meditó largamente sobre su obra y le interesaba en particular la no coincidencia entre el escritor y su tiempo. En carta a su amigo Scholem de abril del ‘38 escribe con pasión sobre un hallazgo: “me apropié de la formulación kafkiana del imperativo categórico: actúa de manera de tal que los ángeles tengan siempre algo por hacer”, porque en el aire y en el sueño se recrea la redención de aquellos a quien la ley excluye y pisotea. Su amigo, albacea y biógrafo Max Brod, deja asentada una frase de Kafka referida a los trabajadores a los que frecuentaba cotidianamente en su trabajo del Instituto de Seguros contra accidentes de Trabajo: “Qué modestos son estos hombres. Vienen a pedirnos algo. En lugar de destruir el Instituto y aniquilarlo todo”.

Introduzcamos en esta atmósfera kafkiana la discusión política actual de la Argentina. Recordemos la serie de episodios ocurridos durante los últimos meses que tienen como protagonista a Cristina Fernández de Kirchner: CFK denuncia persecución política por parte de la justicia y las grandes empresas de comunicación; CFK es objeto de un atentado fallido contra su vida; CFK recibe una condena de esos jueces a los que había denunciado y reacciona renunciando a su eventual candidatura y trazando un diagnóstico sobre la existencia de un “estado paralelo” y una justicia “mafiosa”. Propongamos una hipótesis de lectura provisoria sobre esta escena: CFK funciona como un cristal que aumenta y a la vez distorsiona la realidad, colocándola a ella en el centro de toda percepción. La peor de las distorsiones de este cristal es que produce el defecto óptico según el cual todo lo sucedido comienza y termina en ella.  Lo cual impide valorar toda una serie previa de fenómenos de crueldad institucional y jurídica que conforma desde hace mucho tiempo el micro-cosmos de los territorios sociales arrojados a la más indiferente de las desigualdades. Sin restituir estos antecedentes a la escena en cuestión, se hace muy difícil conferir un sentido a los hechos. Lo que le ha sucedido a la líder del Frente de Todos no se adecua a la previsión militante (“si la tocan a Cristina que quilombo se va a armar”). Por el contrario, es el “quilombo” que se armó el que acabó por “tocar” a CFK.

Por supuesto, el interés de la declaración vicepresidencial según la cual no quiere “ser mascota de Magnetto”, abre todo tipo de especulaciones. La más conmovedora de ellas es aquella que la pondría en contacto con la larga lista de desertorxs, víctimas de la crueldad judicial y de la economía actual, que podría inspirar una salida allí donde el Frente de Todos no la ha buscado, capturado como parece estarlo por la infinita curiosidad que le ha provocado el rostro del guardián. En la célebre Carta a mi padre, Kafka buscaba precisamente una salida allí donde la generación anterior no había sabido encontrarla. La cuestión no era, por tanto, para él, la de cómo compartir las frustraciones de sus mayores, sino la de emprender el camino allí donde a sus antecesores se les había bloqueado. Puesto también él ante la ley, se proponía no una abstracta libertad sino una salida concreta.

 

LA TECL@ EÑE

Fe // Merceditas Dolores

Tengo fe en Chile y su fracaso.

Tengo fe en su magnífica máquina de impunidad e inoculación anestésica que opera ante el horror presente.

Tengo fe en que el feminismo que busca un Estado grande y protector, buenas leyes, correctas políticas públicas e inclusión, pueda hacer cada vez más sofisticado su extra-activismo sobre las luchas de todas las existencias que jamás calificarán como “sujetes de derecho”, ni tendrán tiempo ni ganas de participar de asambleas que finalizan en abrazo de caracol.
 
Tengo fe en que perdure la unión de la izquierda y la derecha para seguir sosteniendo relatos funcionales y serviles a la comodidad de sus culos.
 
Tengo fe en la Universidad y las agencias de cooperación, en las ONG´s y las consultoras, los expertos y las estadísticas, todos y todas dotados de precisión quirúrgica a la hora de justificar un buen negocio.
Tengo fe en la muerte lenta y sufriente que proporciona la asfixia del saqueo financiero.
 
Confío en Chile y su fracaso republicano
 
Confío en la memoria mestiza que supo rebelarse materialmente a las máquinas de muerte.
 
Confío en esa memoria mestiza que duerme junto al ciudadano/cliente neoliberal, y que despierta ante las vibraciones del cuerpo-territorio que lo parió. Esa memoria que orientó la articulación de un cuerpo colectivo capaz de enfrentar organizadamente a los aparatos represivos del Estado y que tiene como único lenguaje los gemidos, cantos y gritos para defender/nos y reírnos un rato del poder constituido.
Confío en la memoria que se compone en esta Tierra llena de sangre y desconsuelo, basural pestilente llamado ciudad. 
 
Confío en Chile y su fracaso, en sus monumentos ajenos, exhibicionistas, ominosos.
 
Confío en el desfondamiento, en la astucia para hacer siempre de esta ficción política un peor lugar, más ingobernable, más ridículo, más desobediente, más desconfiado de todas las élites y su inclusión.
 
Confío en Chile y su fracaso
 
Confío en Chile y su desprecio
 
Confío en Chile y su fragilidad, huacho hambriento sin esperanza ni miedo
 
Confío en Chile y nuestra inagotable capacidad para romperlo todo.
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