Los Pincén (segunda parte) // Emilio Jurado Naón

Si la familia no se elige, se la erige. Un día Emilio Jurado Naón descubrió que era pariente de Julio Argentino Roca. Tiempo más tarde, hizo el segundo descubrimiento en esa línea: su tío abuelo Bebi Roca había escrito, sobre las historias de la familia, el libro de memorias Los Roca y los Schóó. Así surgió el proyecto a largo plazo de Los Roca y los yo: una colección de textos, diversos en género, registro, tono y extensión, que se alimenta del libro de su tío abuelo (al que busca pervertir, desvirtuar e hipertrofiar) y de la cual Tópico de los dos viajeros (Palabras Amarillas, 2020) fue el primer volumen publicado. Si bien la figura de Julio Argentino es gravitante en el proyecto de Jurado Naón, los distintos episodios del proyecto indagan, como lo hizo Bebi, en anécdotas, acontecimientos y personajes tangenciales (o bien transversales) a la familia Roca. Es el caso del texto que se presenta a continuación, “Los Pincén”; suerte de diario de lectura ensayístico que escarba en torno a un genealogía de caciques pampa y su construcción, por parte de los Roca, como enemigo a someter y, a la vez, reflejo distorsionado de la cultura que detentan como propia.

 

Los Pincén (segunda parte)

de Emilio Jurado Naón

 

 

En verdad hubo en el siglo pasado tres indios conocidos por el apellido de Pincén: Uno mentado como “Pincén el viejo”, según unos cacique huiliche, para otros Pampa.

 

Pincén el viejo, probablemente, haya sido el responsable, en Felisa, de su inquietud cardíaca. Aquella noche que penetró en Pergamino acompañado de cuatrocientas lanzas, a robar ganado, mujeres, niños y objetos brillantes, no produjo ningún ruido, ningún galope en las costras de barro seco en el terreno que alcanzase la estancia de los Schóó (a Felisa en su cuarto, rodeada de sofocos), ni un trepido alguno –y sin embargo, la reverberación.

No pasó pero podría haber pasado.

 

No revisan la tradición; revuelven entre raíces.

El juego con la tradición va por el lado de reposicionarse para generar nuevas lecturas, retrospectivas, de la literatura y la historia. Quienes revuelven raíces sólo obtienen como fruto eso: un revuelto, algo deforme que no se sabe en qué idioma habla.

 

¡Preparen los tenedores para el revuelto de Gramajo!

 

No pasó pero podría haber pasado. Felisa escapa de las sábanas y descorre el postigo: por las rendijas y entre las tintas figuras del campo, percibe movimientos, jadeos, percusión de suelo. Sale y se envuelve con el olor a rocío. Una figura cuadrúpeda inhala y exhala junto a la tranquera –la corona un desorden chorreado de estrellas. Felisa, niña, está descalza; siente cómo la almohadilla de sus pies va recolectando granos y vainas del pasto. Se acerca a la figura –con silencio de gallina– y nota que sobre las cuatro patas tónicas el cuerpo se continúa en torre: tórax desnudo y muscular, se dilata y contrae. Un movimiento de las crenchas indica que la niña fue descubierta. Ella se vuelve rama. El cuadrúpedo da unos pasos breves alrededor, y el torso y la cabeza de crenchas que coronan el lomo se bambolean.

No pasó.

 

El viejo Pincén fue hombre de la época de la preconquista del desierto, “Tapincen”, en cambio, lo fue de los tiempos de Ataliva y Agustín Roca, que, a pesar de haberlo padecido tanto en los pagos de Junín, tenían por él, una especial consideración y respeto.

 

Son varios los cruces que hubo entre Rocas e indígenas, no sólo de la rama de los Pincén. También –y de ahí el nombre– se recuerda un encuentro, el primer encuentro de esta clase, entre Don Segundo Roca y Ataliva, médico-brujo de los Andes peruanos.

Don Segundo, adolescente soldado, guerreaba en el ejército del Libertador cuando recibió una bala (¿o un sablazo, un bayonetazo?) en pierna o brazo. Quedó a la vera de la batalla y fue rescatado –inconsciente, a la verdadera vera– por este médico-brujo que esquivaba los conflictos refugiándose en una cueva. Con medicinas naturales, empastes, hojas, líquidos olorosos, lo salvó: le curó la herida, evitó la infección. Y días después Segundo fue encontrado por correligionarios en medio del camino.

Si bien no se sabe qué ocurrió entre el indio Ataliva y el soldado Segundo –no se sabe de qué hablaron, si hablaron, ni cuánto compartieron–, sí se puede deducir que se había fabricado ahí una amistad grande, ya que Segundo decidió, años más tarde, hacer honor al nombre de su rescatista calcándoselo a uno de sus hijos.

 

El cuento del criollo rescatado por un indio conforma otro tópico que se reitera en la literatura americana. Hay muchos casos. Yo recuerdo uno en particular, que aparece en Huasipungo, de Jorge Icaza, el novelista ecuatoriano. En esta novela, por caso, el curandero, en un acto bellamente repugnante, le chupaba al criollo los gusanos de la herida para librarlo de la necrosis.

 

Hace tres años me encontré con un pariente lejano en la situación más extraña. Lo reconocí, también, por el alfabeto de alumnos. En esta escena, yo era el que tomaba lista, el profesor, –mi primera incursión en la docencia secundaria–, él era el estudiante: Santiago A. Roca.

Si no tiene doble “c”, como los sanitarios, se vuelve casi inevitable el parentesco (aunque lejano, siempre hay parentesco). El pobre chico era un pánfilo completo; un panfilizado por sus compañeros, que lo salameaban de acá para allá, lo zarandeaban y franeleaban. Pálido, delgado, débil, seco y húmedo a la vez, el cuerpo se le veía a punto de rendirse a cada instante de la jornada lectiva. Apenas le hacía equilibro la cabeza, donde el pelo resistía en un último aliento y los ojos, vidriados, miraban con pena y hastío el jolgorio hormonal de sus compañeros y compañeras sin participar de la fiesta, sin querer participar tampoco. Cuando hablaba –en un silbato de voz quebrada– la clase lo oía conteniendo el aliento y, antes de que terminase la oración, lo asaltaban con gritos desde la otra punta del aula, “Callate, Roca, cagón”, “Vos qué hablás, Roca, infeliz, puto y boludón”, y tal. No importaba qué dijera; el raquítico gallo de su voz le impedía detentar cualquier clase de respeto.

Yo mediaba, para protegerlo de las agresiones verbales, sin mucho insistir. Pero quién lo protegía de los gravámenes físicos en el recreo, en la calle a la salida, en su hogar, no sé. No me importaba.

Sin embargo, había un interés en este Santiago A. Roca que pervivía en mi pensamiento como un gusano: el gusano verdísimo que se descubre a veces, escondido entre las barbas y la chala del choclo. Afortunado de aquel que pueda aplastar con el pulgar ese gusano. Eso pensaba yo. Hasta que un día me lo encontré en las escaleras, al término de clases un viernes, y le pregunté –me di cuenta de repente cuál era el gusano y le pregunté, sin aclarar nuestro parentesco, a qué se debía esa “A.” entre sus nombres: cuál era ese su segundo nombre. “Un nombre horrible”, me respondió, “Lo odio, me repugna, me lo puso mi papá para repetir el nombre de mi abuelo”; “Cuál es, Santiago, tu segundo nombre. Decime, Roca, cagón infeliz, puto y boludón”, quise decirle, pero no hizo falta porque él mismo soltó el gusano: “Ataliva; un nombre de indio me puso”.

 

El segundo en la cadena de los Pincén fue, entonces, Tapincén –Futá Pincén–, Pincén “El Grande”, o “Vicente”, apodo cristiano que le inculcaron los criollos. Escribe Bebi:

 

Fue este retoño de la tribu paterna, un importantísimo cacique Pampa, nacido en las cercanías de la laguna Carhué, famosa por lo salobre de sus aguas, a las cuales se le atribuían virtudes curativas, y que está ubicada al suroeste de la provincia de Buenos Aires. Dice Cutolo que en su juventud Ta-pincen contaba con sólo unos 150 guerreros, pero debido a su creciente prestigio y audacia, muchos caciques menores y capitanejos se ponían a sus órdenes para maloquear en las tierras del criollo argentino. Con sus aliados llegaba a contar con 600 lanzas de guerra para invadir. Sus malones fueron recordados por la crueldad que empleaba para infundir pánico, la astucia con que planeaba y vigor con que los ejecutaba, y además, él personalmente, por la valentía que mostraba frente a las tropas de línea que le oponían y que desplegaba en los entreveros que fatalmente se armaban en las retiradas con el botín y las persecuciones consecuentes de las autoridades.

 

El agua dura le llegaba a la nariz. Veía al ras todo el cielo hecho plata en la piel del lago. Algunas nubes lo transitaban: morosidad vacuna. Pastando. Una marca de sal se le había endurecido a lo largo de la cara, dos centímetros debajo de los ojos. Ta-Pincén veía flotar sus extremidades emblanquecidas sin un pez alrededor, sólo prismas de sal que crecían, puntiagudos, giraban, subían y se frenaban contra la superficie del agua.

Se incorporó: brotaron chorros de la trama de su pelo.

 

Entre los rastros de agua que pueblan el suelo, desde la cocina hasta el baño, reconozco, después de la carrera por buscar la toalla ausente, después de secarme el frío molar del otoño que se cuela por la puerta, después de enchufar el radiador y prenderlo, después de reavivar con refriegos la circulación de los brazos, reconozco un charco con forma de pie.

 

“Adalid primitivo” lo llama Bebi a Ta-Pincén, y así intenta negarle su porción de contemporaneidad al pampa. Ciertamente: aunque la cadena de los Pincén que se enumera en el texto tiene una correspondencia punto por punto, generación a generación, con la familia Roca, los indios siempre resultan ex-temporáneos. La Historia avanza y empuja a la civilización, pero los Pincén resurgen constantemente desde lo primitivo, como una duplicación atávica del ser nacional.

Ta-Pincén, cuenta Bebi, dio muerte a varios tenientes del ejército pero en 1878 fue por fin derrotado a manos del coronel Villegas. Tenía setenta años cuando lo llevaron como prisionero a la Isla Martín García.

En aquellos años de Conquista, era de público conocimiento que en la Isla Martín García operaba un campo de concentración para indios de todas las vertientes y edades. Se lo llamaba “depósito de indios”.

Era tal el aprecio viril que Ataliva Roca le tenía al guerrero Ta-Pincén que, conmiserado y haciendo uso de las facilidades institucionales que el parentesco permitía, solicitó a su hermano Julio Argentino, Ministro de Guerra, que rescatase al septuagenario caudillo de su presidio en Martín García, donde iba arreciando el cólera.

 

La historia es hermosa: una fraternidad masculina más allá de cualquier barrera étnica. Su desenlace, emotivo –permiten al viejo Ta-Pincén suspirar los últimos días cerca de las tierras que solía remover al galope.

 

Vale el frenazo detenerse en la operación discursiva que tiene por objeto la construcción del enemigo como extranjero absoluto: otro, absolutamente. Para la hegemonía argentina en ciernes, cuya política historiográfica se puede rastrear desde la llegada de los españoles a estos hemisferios pero que inventa un hito con La conquista de quince mil leguas. Ensayo para la ocupación definitiva de la Patagonia (1878) que Estanislao S. Zeballos escribe por encomienda de Roca, se preocupa por diferenciar a los indios. Hay indios, según esta ideología, argentinos y hay indios chilenos. Los pampa, entre los que se destaca el cacique Pincén, son valientes, viriles, honorables en la guerra, con códigos, fieles a la palabra dada, argentinos, y son, en fin, los primeros derrotados. Por contraste, los ranqueles –araucanos: chilenos– señorean en la Patagonia por usurpación: sometieron a los pretéritos pueblos que habían, mal que mal, edificado una civilización rudimentaria y, desde hacía décadas, se dedicaban a propagar la regresión en el territorio argentino; el maloqueo, el robo y el rapto, el alcohol, el engaño, la timba.

 

Fraternidad masculina es un término redundante: fraternidad a secas, nombra con economía de palabras el concepto. La historia de los Roca se puede leer como la trama de una fraternidad, con todas sus fidelidades y traiciones. Lo que no hay, lo que no se lee tan fácil, es la trama sorora –de las mujeres Roca.

 

Aunque –se pone de manifiesto– son ellas las que cuentan. Los hombres Roca no cuentan; hacen y tejen sus tejemanejes, y se equivocan también. Pero no cuentan. Entre nuestros prohombres, no existe una autobiografía de Julio Argentino.

Queda, claro, como clara excepción, Bebi. Bebi nunca hizo nada, nunca transó ni rechazó, no tuvo equívocos ni aciertos, pero hacia el final de la vida se puso a contar, se puso a laborar una trama, hilar un texto: se transformó en una máquina de coser.

 

Félix Luna quiso darle a la República un prócer docto, que supiera, como César, además de combatir, articular un discurso. La operación es un fracaso por dos razones: no hay, no hubo, República; número dos: no hay, no hubo, un Julio A. Roca docto. Su Roca más bien es un fantasma textual conservador que, entre lágrimas, se arrastra y trata de besar el cuerpo exangüe del radicalismo argentino.

 

Es una mañana de sábado y hemos dormido bien. Mi madre dijo ayer que sueño con huesos y catacumbas expoliadas a causa de mis investigaciones roquistas. Sin embargo eso no explica los leones, no explica los secuestros que me visitan de noche.

Temo meterme mucho con los sueños porque sé que terminan convocando fantasmas. Fantasmas, bien, sin problemas, pero ¿quiénes? ¿Cuáles sus nombres? ¿Cómo dialogar con un fantasma que no dice su nombre?

 

Le decían león a cualquier gato grande de los llanos. Sigue sucediendo. No hay leones en Argentina –no como los de África–, aunque sí hay grandes gatos.

 

En el depósito de indios de la Isla Martín García ponían a los caciques que hubiesen sobrevivido a la batalla, pero más que nada llevaban a la chusma: niños, mujeres, ancianas y ancianos, o “indios sin importancia” para la guerra. Además –esto lo oí por Valko–, era depósito también para las cautivas. Aunque blancas, aunque criollas y cristianas, su pureza había sido trasgredida por la verga del salvaje.

Todavía quedan hornos en la Martín García, donde pasaban a carbón los cuerpos del cólera.

 

A imitación de Washington, Sarmiento quería fundar Argirópolis en la Isla Martín García. Habría sido la capital federal de los Estados Unidos de Sudamérica. Su suelo barroso no fue apto para tal empresa.

 

Con los recaudos del caso por el riesgo de contagio, [Ta-Pincén] salió de la isla en la embarcación del médico que diariamente iba a la misma y en la que llegó a buscarle el capitán Pablo Vargas, de paso en Buenos Aires, viejo criollo muy allegado a dos de los hermanos Roca (Ataliva y Agustín) y que por ser el único que dominaba la lengua vernácula de los pampas, le sirvió de lenguaraz. Vargas lo condujo desde el desembarcadero a la mansión de la avenida Santa Fe 2363, donde cuando llegaron, de noche, se realizaba una importante reunión social de los mas granado y copetudo de la sociedad porteña, y al entrar el indio y ver al dueño plantado en la puerta recibiendo gentilmente a las distinguidas visitas, sorprendió a todos con su estrafalaria facha y con el grito estentóreo de incontenible alegría profirió: ¡Falliu toro! (¡Toro Bayo!), y le dio a Ataliva un abrazo pleno de afecto y emoción.

 

                                                          desembarcadero

         mansión                                 importante            

reunión                            granado          copetudo            

                     indio                                                 

gentilmente                distinguidas visitas            

                                                     estrafalaria facha            

                   estentóreo                              incontenible            

alegría                                       abrazo pleno            

               afecto y emoción.                                    

 

Luego de la recepción, según Bebi, a Ta-Pincén se le preguntó vía el lenguaraz Vargas a dónde quería ser llevado, ya que el cacique no correspondía las caricias de las jóvenes mozas que aderezaban la fiesta porteña. En la sala, sentado a piernas cruzadas sobre una pila de ponchos, Pincén “El Grande” sorbía mate. Ataliva le ofreció Malal, la casa que, aunque rendida, permanecía intacta. Estaba ahí, aún, en las hectáreas donde empezaba a fundarse la finca “La Segunda”.

Vargas transmitió el mensaje y Pincén se alegró. Pero “hizo roncar el mate que tenía en la mano” y dijo preferir un rancho junto a la laguna El Dorado, tierras del propio lenguaraz Vargas, por quien, suponemos, habría adquirido sincero afecto y confianza.

 

Después de unos días aburrido de la capital y de la comida ciudadana que no le apetecía para nada, soñando con la carne de yegua y dos paletas de potranca, volvió Pincén, el grande, a su desierto, a su pampa, a vivir con sus mujeres, sus hijos y algunos de su dispersa tribu, y tuvo la dicha de en su gloriosa vejez recorrer los campos y volear ñandúes y venados, hasta que su dios lo llamó a su cielo. Fue enterrado cerca de la laguna El Dorado donde yacen sus huesos.

 

La humedad del rocío le llegaba a la nariz. Aun con la vista débil podía captar los trazos grumosos en que se esparcían las nubes. Bajaba el sol y todo se volvía rosa con el galope. Los ñandúes se le escaparían. Boleó. Cayó al polvo uno, acogotado en plena fuga.

Y cuando se apeó de la montura para pasar a cuchillo ese cuerpo de plumas palpitantes, las nubes en el horizonte sangriento se abrieron y se presentó un dios, su dios. Y le habló al anciano con voz de truenos y sonrisa de relámpago. Y le dijo las tormentas de polvo se han posado en la tierra ya no habrá más estampidas más cacerías más juegos tu gente no te sigue ya mi hermano. Y no hubo más nubes de tierra al ras del horizonte. Y no lo seguían ni sus hijos ni sus mujeres ni Pablo Vargas tan querido. Y el anciano respondió se abre el suelo para cobijarme al fin de vuelta, y era una pregunta. El dios, su dios, el que esgrimía un cálculo en el cielo que era su gesto pronunció palabras inentendibles que el anciano supo recibir sin queja. Y el anciano se acostó en la tierra y vino la noche. Y las estrellas rebotaron su luz sobre la laguna.

 

 

 

* Dejamos la Primera parte del texto en este link.

 

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