LAS BATALLAS DE GONZÁLEZ // Diego Sztulwark

Los ojos de Horacio González miran de un modo extraño, levemente desplazados. Fijan la atención en un punto distante mientras escucha. En ese desacople entre ver y oír, que le da un aire distraído, se despliega un espacio de juego y estrategias que jamás entregó a poder alguno: una fuente privilegiada de conexiones inesperadas de las que surgieron escenas políticas fundamentales. González trazó intersecciones entre política y literatura, perfiló un Gramsci para el peronismo revolucionario, creó su base roja en la Facultad de Ciencias Sociales en épocas del menemismo y recorrió, desde ahí, una diagonal libertaria entre kirchnerismos e izquierdas, entre instituciones culturales y organizaciones populares. Fue un inventivo y persistente organizador de la cultura, infatigable creador de revistas y colectivos asamblearios.

Su relación con la lectura fue la más conmovedora. No sólo porque, como se dice, daba la impresión de haberse leído todo. Más que la cantidad –impresionante–, lo suyo fue la lateralidad. Si decimos “se leía todo” nos referimos menos a todas las páginas de todos los libros y más a aquello que ninguna página de ningún libro entrega con facilidad. Quizás la palabra estrategia –en sentido literario y político– está bien elegida: al substraer el peso de tal o cual línea matriz principal, hacía emerger líneas secundarias, subordinadas, sugeridas, de las que brotaban a su vez conexiones inesperadas. Leer, en González, era entrar en contacto con ese flujo inasible y llevarlo hasta sus finales posibles. De ahí que el humor, la burla y la risa fueran en él gestos tan esenciales.

En esta experiencia, los nombres propios son convocados para un teatro diferente. Se lo ve en los textos sobre la relación entre Perón y Cooke. Si Perón es evocado como aquel que en un cierto momento pretendió ajustar el sentido preciso de su nombre para conjurar cierto caos en el orden de las cosas, Cooke, al contrario, vuelve como el artífice de una teoría del desajuste de los nombres en la historia, el que señala que el nombre “comunista”, en la Argentina, no correspondía a partido alguno sino, en todo caso, a un movimiento “maldito”, tan necesario para estabilizar el capitalismo nacional como portador de unos sujetos bullangueros, obreros de una resistencia que boicoteaban y volvían impracticable todo proyecto de hegemonía burguesa. Cooke circulaba en el teatro gonzaliano y apareció en una pregunta que le hizo al ex Presidente Néstor Kirchner por los nombres del peronismo actual en una asamblea pública de Carta Abierta. Cooke habría sido el primero en concluir que con el peronismo no alcanza, pero sin él no se puede. Aunque el complemento que debía llevarlo más allá sería el contacto con el plus subjetivo proveniente de las luchas populares. Sería el nombre del desborde.

Las batallas de González –la más célebre fue su polémica con el escritor Mario Vargas Llosa, pero hubo otras muchas– fueron motivadas por su inconformidad ante los automatismos y las oclusiones del lenguaje, formas insidiosas y minimizadas de la denigración que preceden y acompañan las negaciones más ominosas de lo humano. Y de lo vivo. Su crítica, de contenido fuertemente moral (antimoralista) y político, puede reconstruirse al detalle, pues cada claudicación del discurso universitario, periodístico o militante ante el incuestionado poder del universo comunicacional vino acompañada por un artículo de González en diarios, revistas y blogs –últimamente en Tecla Ñ– mostrando el peso de redes empresariales, militares y geopolíticas en la configuración de ese lenguaje. Este estado de resistencia verbal ayuda a caracterizar esa enunciación original, que ciertos lectores percibieron como un demasiado hermética –barroca, alambicada– pero que puede ser vista también como un intento cuidadoso de poner en funcionamiento una versión nueva y primera de la justicia que, como quería su admirado Walter Benjamin, fuera capaz de adelantarse a la justicia de los jueces, nombrándolo todo, nombres y fechas, salvándolo todo del poder del borramiento y desaparición.

Sobre todo, vale la pena seguir a González en dos grandes escenas libertarias. La primera, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, Marcelo de Alvear 2230, con su extensión en el café La Giralda –en la esquina con Uriburu– y su producción más perdurable: la revista El Ojo Mocho. Santiago Mitre introdujo su cámara en aquellos pasillos llenos de carteles y panfletos militantes, captando en su película El estudiante la evidente decadencia (el aparato estudiantil de la Franja Morada, la politología liberal del radicalismo), sin captar del todo esta otra escena gonzaliana en la que toda aquella dejadez se convertía en su contrario, dando lugar a un universo utópico, de mesas redondas y reseñas de libros, en el que brillaban los jóvenes Eduardo Rinesi, Christian Ferrer, María Pía López, Guillermo Korn, en diálogo con los viejos izquierdistas de la mítica revista Contorno, David Viñas y León Rozitchner. Ese universo se comunicaba por mil vasos comunicantes con las iniciativas militantes de aquellos días, como la Cátedra Libre Che Guevara, que contó con una inolvidable participación de González.

En diciembre del ‘99 publicó unos de sus libros más recordados y quizás más duraderos, Restos pampeanos, dedicado a Liliana Herrero. Un ensayo sobre el ensayo nacional, es decir sobre la posibilidad misma de que un colectivo nacional “pueda refundar la justicia sobre la base de una memoria emancipada”, partiendo de José Ingenieros y Ramos Mejía a hasta “Santucho y Gombrowicz”. Será necesario, escribía allí González, “una avenencia entre la política y nuevas formas de enunciación del conocer histórico-literario”. El libro estaba escrito sobre la base de retazos publicados en algunas revistas de esos años: El Ojo Mocho, desde ya, pero también Artefacto, La Escena Contemporánea, El Matadero. En diciembre de 2001 Horacio escribió –en conversación con el Colectivo Situaciones– sobre aquella plaza que ni esperaba al líder en el balcón de la Rosada ni aspiraba a tomarla por asalto. La noche del 19 de diciembre, en la calle, en las plazas, cantando “qué se vayan todos”, se había perforado, por una vez, la escena neoliberal más íntima y generalizada: los aparatos de televisión habían quedado encendidos sin nadie que los viera.

Luego del 2003 comenzó a dar forma a la segunda gran escena a partir de una doble apuesta, política –el pasaje que va del antimenemismo al kirchnerismo– e institucional –de la Facultad a la Biblioteca Nacional. De este doble movimiento emerge Carta Abierta, iniciativa política de urgencia –con nombre de inspiración walsheano– frente a un “clima destituyente” provocado por la reacción de las patronales cerealeras ante el gobierno de Cristina Fernández. Su libro sobre aquella apuesta política es Kirchnerismo, una controversia cultural (editado como casi toda su obra por Aurelio Narvaja, colección Puñalada, de editorial Colihue), así como el libro que acompaña el pasaje a la Biblioteca Nacional es Historia de la Biblioteca Nacional, estado de una polémica (editado por la editorial de la Biblioteca Nacional a cargo de Sebastián El Ruso Scolnik, editor también de la nueva época de la revista de la Biblioteca Nacional). Quienes conocimos a González en los ’90, y no imaginábamos que su magia retórica encontrase eficacia alguna fuera de las aulas, quedamos doblemente fascinados al ver el hechizo funcionando con los gremios del área de Cultura.

Lo mismo en la asamblea que en la clase, en la gestión institucional que en la escritura de un artículo, González parecía siempre capaz de sacudirse las jerarquías, o simplemente se escabullía de ellas, para abrir una zona horizontal o igualitaria –pliegue y matiz, dice María Pía López en su libro Yo ya no– en la que recobraba historias y narraciones, eruditas o plebeyas, recombinando con un talento circense que hipnotizaba a su auditorio con derivas inexploradas y justicieras que hoy celebramos como actos de generosidad, porque fueron actos amorosos, capaces de tocar la vida de muchas personas. Fue el gran profesor que supo llevar esa lección a cada sitio (aula, set de televisión, instituciones estatales, mesas redondas, reuniones militantes). Ese fue su estilo, público, disponible a cualquiera, desmesurado, creativo y siempre subversivo de los esquemas. González fue un ser democrático y juguetón, que supo mostrar que siempre hay hacia dónde ir, y que cualquier momento y lugar es el indicado para dar vida a algo verdaderamente nuevo. Un ser político que supo somatizar como nadie este país. Creo que ese es el sentido de un mensaje que me envió Christian Ferrer apenas nos enteramos: “Algo inmenso partió hoy de este mundo”.

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