La lucha popular por la salud mental. Intuiciones para una psicopolítica desde abajo // Emiliano Exposto

1.

¿Cómo activar una “psicopolítica desde abajo”? Una refutación en acto de las teorías de la psicopolítica como un reino unilateral de control y sufrimiento, dominación e impotencia. Escuchar las potencias de las experiencias colectivas de aquellos sujetos para los cuales sus propios cuerpos y mentes son un factor de opresión y un campo de batallas, un territorio de objetivación y de sabotaje activo. Retomando la hipótesis del investigador argentino Facundo Rocca en su texto “Apuntes para una biopolítica desde abajo”[i], podríamos entender que la genealogía de los movimientos locos, disidentes o transfeministas nos otorga un archivo de prácticas de transformación de la subjetividad y de crítica de los poderes y saberes dominantes. Se trata de formas de empoderamiento mediante la invención de espacios de libertad, gobierno y cuidado. Estás luchas crean deseos, imaginarios y saberes que pueden desbordar los límites del realismo capitalista.

 

¿Cómo coordinar una agenda política transversal en la lucha por la “justicia psicosocial”?

 

Los movimientos disidentes brindan las premisas sensibles para construir un sindicalismo social de la vida anímica. Estás también son luchas por la verdad, la memoria y la justicia. Son batallas contra la estigmatización, la patologización y el silencio. Reivindicando los derechos a la autonomía, enfrentan la medicación de los cuerpos y la privatización de los malestares. Una “psicopolítica desde abajo” quizás implica afirmarse en todas esas crisis, conflictos o síntomas que sentimos como una inadecuación a los mandatos dominantes.

Frente a la culpabilización del malestar, nos invitan a aliarse con nuestras crisis. El régimen del bienestar obligatorio es un aparato de captura de las potencias del dolor. Desde Sara Ahmed, este imperativo nos ofrece un modelo de salud como bienestar inalcanzable que genera frustración, cansancio físico y colapso afectivo, donde la “enfermedad” se usa para normalizar vidas. Los activismos, al contrario, restituyen las potencias ambiguas de las emociones y anomalías. Los movimientos feministas, disidentes y anticuerdistas hacen del cuerpo una trinchera sensible contra el poder terapéutico. Retomando la filosofía de la crisis de Diego Sztulwark en La ofensiva sensible, podríamos afirmar que estas luchas pueden hacer de las crisis subjetivas una perspectiva autónoma contra las normalidades.

 

Durante el 2020 Panagiotis Sotiris, discutiendo con Agamben entre otros, propuso su concepto de “biopolítica democrática” (o comunista). Contra la visión pesimista que nos condenaría a una aceptación pasiva del control poblacional y de los cuerpos, la biopolítica democrática se presenta como acción de negociación, cuidado y deliberación colectiva. La pregunta es cómo construir una “psicopolítica desde abajo”, enfocada en el cuidado comunitario, la prevención/promoción integral y el apoyo colectivo de la salud mental. De qué manera prolongar dispositivos de salud mental popular en los territorios, restituyendo los saberes materiales de los cuerpos disidentes, plebeyos y subalternos.

 

Hay experiencias cruciales en nuestro país: experiencias sindicales, en los movimientos, comunitarias, antimanicomiales, en las organizaciones sociales, la ley nacional de salud mental, desde las cuales construir un plan nacional de lucha por la salud mental popular.

 

La crisis sanitaria, de los cuidados y de la reproducción social torna urgente dar una batalla específica concibiendo y organizando la salud mental desde un punto de vista popular. Hoy en día lo terapéutico es un aspecto de la disputa general dentro y contra del capitalismo. El filósofo Santiago López Petit denomina poder terapéutico al gobierno capitalista de nuestras pasiones, síntomas y emociones. El poder cuenta con diversos dispositivos terapéuticos de psicopolítica desde arriba para capturar dolencias: autoayuda, coaching, psicologías oficiales, psiquiatrías dominantes, etc. El capitalismo emocional, según el análisis de Eva Illouz en Intimidades congeladas, nos obliga a expresar el malestar en un mecanismo desigual de democratización y capitalización del dolor. Estigmatiza los modos de vida y heridas que no se adecúan a como dé lugar al poder capitalista: criminaliza los malestares y las revueltas sociales. Las luchas crean alternativas terapéuticas populares. Es urgente multiplicar unidades terapéuticas de base y clínicas políticas desde abajo.

 

2.

Los movimientos sociales construyen perspectivas de “justicia psíquica”. Los derechos en salud, de soberanía sanitaria, pueden oficiar de traducción entre diversos frentes. Nuestra salud mental está asociada a las luchas contra los mandatos dominantes. Sin pretensión de reducir estas trayectorias, en los movimientos sociales hay repertorios pensables como dispositivos de “psicopolítica desde abajo”. Aquí la importancia estratégica de la lucha por la salud en general y por la salud mental en particular se dinamiza, entre otros vectores, como una disputa contra la organización capitalista de los cuerpos y trabajos, una discusión por la reapropiación de las condiciones materiales de nuestras vidas. La lucha por la salud mental popular es un aspecto clave de la lucha anticapitalista, antipatriarcal y anticolonial. Se trata de un terreno estratégico donde los antagonismos de clase están surcados por conflictos raciales, anticuerdistas, sexuales, ecológicos y anticapacitistas.

 

Las luchas sociales tienen una eficacia subjetivante: modifican lo que sentimos, padecemos, deseamos y pensamos. Transforman las prácticas y modos de vida. Al radicalizarse, pueden germinar experiencias de “rebelión psíquica” (Genesis Breyer P-Orridge). Haciéndose cargo de los malestares (en asambleas, grupos de apoyo mutuo, etc.), estas luchas amplifican las posibilidades de autonomía, desobediencia y decisión. La construcción de una nueva imaginación política eficaz debe neutralizar las violencias capacitistas, gordofóbicas, cuerdistas o cis-sexistas del imaginario izquierdista tradicional. La psicopolítica desde abajo se manifiesta como una lucha por la salud mental. Una disputa de base, desde una perspectiva integral y comunitaria: en la economía popular, en sindicatos y hospitales, en las iniciativas de solidaridad en las organizaciones sociales, en las acciones feministas contra la violencia machista, médica y la justicia patriarcal, en la impugnación activista de los patrones de belleza o normalidad patologizante, en la lucha de inquilinos y consumidores contra la desposesión inmobiliaria y los precios injustos.

 

Las disidencias mentales, sexuales o corporales encarnan los conflictos de una “nueva multitud” (Franco Castignani). Como diría Guattari, se trata de unas “luchas de clases múltiples”, con sus historias y saberes, donde cada disputa ocupa un lugar en la dinámica del cambio. Las clases se crean en una tensión entre estructura y agencia política mediada por enfrentamientos, fragilidades, deseos y correlaciones de fuerzas. Como dice Castignani, de estas resistencias, desde el orgullo loco al activismo gordo y el transfeminismo, brota la necesidad psicopolítica de renovar las imágenes de cambio y movilización de la izquierda tradicional, cuidando las “inadecuaciones del campo popular”.

 

La salud mental se podría definir como la lucha contra los límites impuestos por el sistema. Las experiencias terapéuticas alternativas de los movimientos sociales pueden ser leídas como psicopolítica desde abajo. Son terapias políticas, colectivas y autogestivas, realizadas en primera persona. Los colectivos de pacientes y ex pacientes, los grupos de sobrevivientes del poder terapéutico, construyen experiencias concretas de autocuidado de la salud mental desde abajo. Estas revalorizan la politicidad de lo personal de forma antagónica respecto de la exaltación neoliberal del individuo, la banalización izquierdista del cuerpo y la centralidad progresista del estado. Hacen de la dignidad un antídoto contra el dolor, donde la propia mente y cuerpo constituyen fuentes de conciencia política. Hay otras experiencias en las organizaciones sociales, como los dispositivos de consumos en los barrios o los trabajos territoriales sobre salud popular en términos integrales. Esto muestra que sí hay alternativas ante el “optimismo cruel” del cual habla Laurent Berlant, aquel que postula la “salvación individual” como única salida ante el “drama colectivo”.

 

3.

Las crisis ecológicas, económicas, sociales y sanitarias conviven con crisis psicosociales. Son crisis ante la incapacidad del capitalismo de subsumir nuestros deseos y fantasías a la existencia capitalista. Crisis en la colonización de las subjetividades por la imposibilidad de subordinar sin resistencias la reproducción de las vidas a la reproducción del capital. Es posible normalizar las crisis desde arriba para relanzar la acumulación. O es posible politizar las crisis desde abajo como premisa de nuevos modos de vida en conflicto. La noción de crisis subjetivas permite aterrizar en modos de vidas reales, en deseos, prácticas de cuidado y malestares concretos, el discurso abstracto de las crisis que se torna masivo.

 

Si todo síntoma es político, las luchas sociales portan un coeficiente terapéutico. Hace tiempo que los activismos disidentes y feministas vienen mostrando que la politización de nuestros afectos y vidas permite hilvanar confluencias entre reivindicaciones. Partiendo de una precariedad común y desigual, construyen alianzas entre deseos y dolencias. La depresión o la ansiedad son pasiones políticas con efectos personales diferenciales.

 

La disputa por los riesgos y malestares en el trabajo se torna una dinámica capaz de generar efectos terapéuticos cuando podemos discutir y reapropiarnos de la organización de nuestra vida, trabajos, reproducción social y tiempo libre. Los trabajadores sociales y docentes, los comunicadores y trabajadores de la salud, los artistas y terapeutas, los activismos y militancias estamos dando una disputa psicopolítica en diversos ámbitos. La discusión sobre los modos de vida implica prácticas que exceden lo simbolico, ideológico y consciente. La producción de subjetividad involucra vectores biológicos, inorgánicos, tecnológicos, animales, afectivos, vegetales, etc. La lucha psicopolítica rebalsa la articulación discursiva de demandas “desde arriba”: supone tramas de tiempos, cuerpos y territorios concretos. La pandemia ha evidenciado el carácter finito de los automatismos tecnológicos, económicos y psíquicos de gobierno, develando las redes materiales que constituyen a las vidas humanas y no humanas. La lucha popular por la salud puede oficiar como demanda transversal en la composición entre luchas, a nivel micro y macro político.

 

Las economías populares y las luchas disidentes, antimanicomiales y feministas nos indican que no hay nueva salud mental colectiva desligada de una nueva economía, un nuevo lenguaje, unas nuevas formas de vida y una nueva política autónoma. No hay “cura individual” sin “cura colectiva”, como diría León Rozitchner. Las experiencias de padecimiento subjetivo están en discusión. Se dirimen entre la voluntad de rehabilitación o inclusión reparadora, la adaptación al mercado, la exclusión violenta o las terapias desde abajo. Nuestros síntomas patentizan la imposibilidad de capturar las vidas sin antagonismos. Dificultad para incluir vía consumo o convertir en emprendedores a los cuerpos que no se adecuan al orden del mercado. Las crisis no aluden a mecanismos unilaterales de sumisión, sino a interferencias, fugas y desacatos. Nos hablan de un rechazo del cuerpo capitalista, una cierta des-subjetivación de la vida neoliberal, en donde las emociones pueden ser el signo político de una “psicopolítica popular”. Precisamos profundizar dispositivos de salud integral en los movimientos, lugares de trabajo, gremios y organizaciones. Hay luchas que emplean estrategias para socializar el padecimiento, combatiendo la privatización del malestar y la sobremedicación de los cuerpos.

 

4.

La cuarentena, el distanciamiento social, el rastreo digital de contagios o las tecnovigilancias, como dispositivos biopolíticos, también pueden ser entendidos como artefactos psicopolíticos. Byung-Chul Han es quien trabaja el concepto de psicopolítica, en una teoría crítica que por momentos genera más impotencia y autocomplacencia que efectos de resistencia. Pero estas prácticas no se pueden comprender sin mapear las formas de vida concretas que los combaten, transforman, aprovechan o sufren. Los dispositivos de gobierno están habitados por subjetividades y estrategias concretas que los desafían o reproducen. Los cuerpos subalternos no solo sufrimos el psicopoder, lo habitamos gestando herramientas de comprensión, combate y acción colectiva. Requerimos pensarnos desde una perspectiva antagónica respecto del punto de vista de las clases dominantes (la disciplina, el control, el realismo capitalista). La afirmación según la cual no hay otra alternativa que el capitalismo terapéutico es el espejo tan temido de un pensamiento detenido en los efectos postderrota en las fuerzas revolucionarias. Las luchas y movimientos generan posibilidades dentro, contra y, tal vez, más allá del orden.

 

Retomando la hipótesis de Verónica Gago en La razón neoliberal, podríamos conjeturar que la psicopolítica actúa tanto “por arriba” como “por abajo”. Por una parte, constituye regímenes políticos de obediencia presentes en el endeudamiento, la desposesión financiera, la violencia machista o la expropiación comunitaria. Y, por otra parte, opera en las estrategias subalternas de “calculo y libertad”, en las cuales se negocian condiciones de vida, en una red de prácticas, afectos y saberes atravesados por múltiples resistencias.

 

La crisis de la salud mental tal vez no pueda superarse dentro de este sistema. Si la explotación y la precariedad son factores estructurales del capitalismo que precarizan el padecimiento, la lucha popular por la salud mental implica una política anticapitalista desde la cual retomar la ofensiva: una alternativa eficaz al poder terapéutico del capital.

 

Los movimientos sociales crean deseos y saberes desde abajo para construir una psicopolítica popular que pueda rebalsar los obstáculos reales del poder. Estas son premisas reales para refutar el regocijo de las teorías pesimistas actuales, paralizadas con los límites de la dominación. Una impugnación en acto, en experiencias concretas de lucha, autocuidado y organización. Una clínica de las posibilidades contra la teoría de las obviedades (la evidencia de las críticas pesimistas que suelen repetir en espejo la impotencia impuesta por la voz del bando vencedor). Los límites del poder también son subjetivos: los ponen quienes luchan y subvierten las sujeciones creando nuevos posibles.

 

Necesitamos construir una agenda política integral para avanzar en la lucha por la salud mental. La precarización de las vidas puede oficiar de traducción entre frentes de acción y autocuidado. Una democracia de base antiextractivista, en la cual esta precariedad emocional y económica no es solo un dispositivo de obediencia sino un campo de insumisión y solidaridad. En lugar de insistir en el control impotentizante del psicopoder, debemos desplazar la escucha para detectar los posibles gestados en los movimientos de politización en el trabajo, en el hogar, en el barrio, en la economía popular, en el hospital, en los territorios más inesperados. Nuestra salud verifica la crueldad de la explotación del trabajo y el extractivismo del cuerpo. La “cuestión sanitaria” refuta la pretensión progresista de una reforma “seria” del orden. Condena al fracaso la falacia de un “capitalismo para todos”, porque la producción de malestar es un mecanismo inherente al sistema impugnado en luchas concretas. En condiciones de adversidad, la lucha popular por la salud mental ocupa un espacio estratégico para reorganizar las emancipaciones.

 

[i] Disponible en: https://jacobinlat.com/2021/03/22/apuntes-para-una-biopolitica-desde-abajo/?fbclid=IwAR0PgZS41QI9yaeD5nZJF2krb4zI7ICTB2VfsMafR_bMvzwezCpfsoCIKuI

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