La democracia y sus condiciones // Diego Sztulwark

La amenaza es clara y comprensible: la llamada democracia, en estas condiciones, se torna inviable. Ninguna novedad, aunque sería interesante precisar qué se entiende por “estas condiciones”. Dicho por los neoliberales, el temor se dirige a un fenómeno intempestivo y amenazante, la irrupción de un líder “antisistema”, demagógico y populista que, barrenando la pobreza y la desesperación, haga quién sabe qué cosa con vidas y propiedades.

La demanda (hecha de modo impreciso al mundo profesional de la política) parece tener al menos dos dimensiones. Por un lado, se hace sonar la alarma para que el propio sistema repare a tiempo sus inconscientes. Digamosló así, que enmiende lo desgastado o perforado de la relación vehiculizante de la representación. Por otro, se monologa con la propia ideología: ¿cómo conciliar la competencia y el libre mercado idealizado con un mínimo de igualdad, definida esta última por proveer una base de seguridad a la vida del sujeto propietario? Dos preguntas cuya sustancia escapa de la mente que piensa, como de la mano lo hace la arena seca. ¿En nombre de qué gobernaría esta nueva amenaza anti-sistema? ¿Quizás manipularía a las masas en nombre de un ideal de falsa igualdad, o simplemente haría del resentimiento una fiesta oscura de la crueldad?

Lo antipolítico no es tanto el fenómeno temido, como la realidad que la mente afiebrada del que suela no puede afrontar. El modo en que las clases dominantes se desresponsabilizan de las condiciones actuales –que ellos ahora descubren y reprueban porque se sienten insegurxs en ellas– surge de su incapacidad de pensar un hecho elemental e inmodificable del presente: la reproducción del capital no contempla el de la sociedad. Y los políticos, envueltos en el realismo de sus carreras, o con la falta de alternativas históricas desde la cual formular este interrogante (punto de partida de cualquier idea que valga la pena pensar), intentan adaptarse a la realidad, como si la realidad ofreciese aun materia de referencia para adecuaciones colectivas.

La democracia corre peligro, sí –nada nuevo, aunque cada vez peor–, y quizás haya que decirse, alguna vez, de algún modo, que esta historia merece afrontarse de otra manera. No desde el impotente pánico de la ciudad que anhela asegurar la preeminencia, que ahora emerge como miedo a los “antisistemas”, sino a partir de advertir que en la pobreza material y “espiritual” que se nos ofrece, no hay modo de que algo salga medianamente bien.

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