El vértigo // Horacio González

Aquellos días que se iniciaron el 19 de diciembre de 2001 significaban la ambición, la ensoñación de que la sociedad pudiera tomar en sus manos todo el aparato o la gestión estatal. Esta es una de las utopías más generosas que acuñó el pensamiento político. La absorción de las instituciones ritualizadas por parte de la sociedad civil, convertida en un antileviatán de libre emprendedores, es una cuerda siempre tendida que habla subterráneamente del origen de lo político. Lo percibimos en aquellos días. Revivir o rescatar el modo originario de la política, reclama buscar un vínculo primigenio mediado por el lenguaje, que implique la huella inicial de la asociación humana. Así fueron esos momentos primordiales. Se buscaba mucho más que sustituir un gobierno, se buscaba pensar la naturaleza misma de los tejidos sociales y culturales que forjan un gobierno.

El origen de lo político se halla en la idea de asamblea o de congreso, palabras equivalentes al acto de caminar. La raíz latina grad proviene de gradi: caminar. A partir de esta palabra común podemos derivar lo que son los momentos terminológicos esenciales de la política: progreso, regreso, digresión, ingreso. Caminar juntos lleva a congreso y hacerlo en el sentido de contraposición o lucha generó agresión. Cada vez que un conglomerado humano entra en un vértigo esencial, en la grandiosa ilusión de una autoorganización, surgen ideas federativas de pequeños núcleos asociativos -a la manera de Proudhon, que sin embargo fue poco recordado en aquellas jornadas del 2001—, en las que se revive la comunidad iniciática. Ese vértigo ocurre en momentos en que se desmoronan las rutinas y cesan las cohesiones previstas. Lo recuerdan momentos célebres de la historia universal -la Guerra Franco Prusiana, que lleva al vértigo que fue la Comuna de París-; los momentos previos a la toma del poder bolchevique, relatados por John Reed -donde en San Petersburgo seguía su vida cotidiana, el recorrido de los tranvías era normal mientras se tomaban estaciones de tren y correos-, o entre nosotros, los días camporistas, unos pocos días en que se aflojaron las maquinarias que acuñan obediencias y previsiones. Caminar juntos y hacer asambleas en tiempos de agresión es un resumen comprimido de lo social que se hace político y puede -o no puede- mantenerse en unidad.

En nuestro 2001 no hubo una poderosa Guardia Nacional como en la París de 1871 ni un partido disciplinado y armado con su doctrina de la “extinción del Estado” como en Rusia, ni una expectativa surgida de una elección que le daba sonoro final a una época, como en la Argentina de 1973, pero hubo un pensamiento asambleario que se abocó a repensar la representación política a partir de una espléndida fragilidad, una dadivosa quimera. No es cierto que un ensueño sea una fuerza inoperante, pero es cierto que, para legarles a los tiempos advenideros la idea del vértigo autonomista, ella debería abandonarse a su prodigioso candor. En ese 2001 la vida real seguía su curso, los procedimientos productivos, financieros y represivos seguían en pie, aunque por la crisis del logos capitalista habían abandonado algunas zonas o reductos en su parcial retirada: ciertas empresas, fábricas, bancos y, por supuesto, calles y plazas, retirándose momentáneamente de la red jurídica propietalista. Esta coexistencia de situaciones que ponía entre paréntesis al sujeto propietario significaba un profundo goce del vacío, mezclado con otros sentimientos profundos que no eran fácilmente interpretables a pesar de obvios. Convivían la expropiación de los ahorristas, la pérdida de la moneda, el utopismo antifinanciero del popolo minuto, el primitivismo del trueque, el grito de hastío extremo postulando el retiro de todas las máscaras políticas, que era el verdadero gesto sobre el que reposaba la situación y cuyo mayor atractivo consistía en su poderosa condición de ininterpretable.

Ese sentimiento primigenio de comenzar otra vez la política negando lo anterior -tema de los que verdaderamente escribieron sobre ella, como Maquiavelo- fue tan fuerte que no hubo nadie que no lo sintiera. Y no hay nadie que no lo siga sintiendo. Como los que viajaban en tranquilos tranvías en la Petersburgo de 1917 aunque los acontecimientos de la historia iban por otra parte, debemos saber que esos momentos de vértigo encantado, de materialismo ensoñado como diría León Rozitchner, ocurren de tanto en tanto en su pura visibilidad creativa y abismal, mientras alrededor sigue pululando la Institución aparentemente aletargada. Mueren manifestantes por disparos que salen del interior de los bancos en plena Avenida de Mayo y los bares siguen abiertos. Y en el debate posterior se dirá “que la izquierda desbarató las Asambleas” o que “no se supo formular la caducidad de los mandatos” por parte de los que en aquel tiempo estaban investidos de representación política.

Esto sugiere dos reflexiones. Era inevitable que las distintas posiciones y los diversos modos de interpretar lo social escindieran o extinguieran asambleas. La comunidad originaria no está antes de lo político “contaminante”, sino que lo político existe porque es lo que funda el asociacionismo cohesionado y su contrario, la disensión de lo mancomunado. No obstante, el mito fundador de una asamblea constituyente verificado en ese verano argentino de hace una década no ha terminado; incluso en pequeñas graduaciones, sigue existiendo en toda institución. Una asamblea que transcurre sobre cánones partidarios previsibles también posee un punto de recreación de lo político aunque su trámite pueda estar fosilizado. Incluso bajo el papel determinante que cumplen los medios de comunicación. Y por otro lado, el proyecto de declarar la caducidad de los mandatos —recuérdese la Asamblea en el Teatro Bambalinas en agosto del 2002- era tardío aunque interesante.

Cuando ocurre un acontecimiento de la dimensión de aquel diciembre del 2001, donde la bandera autonomista flameó por sobre todos los credos políticos que la larga historia nacional ya había elaborado, y en una asamblea de asambleas -Parque Centenario- se exploraba la posibilidad de lo desconocido, nunca se actúa sabiéndolo todo. Al contrario, lo político sigue como posibilidad abierta porque en alguna fisura inesperada de la historia la imaginación de las instituciones cesa. Y nos coloca en la paradoja del caminante. La historia reclama congreso soberano y nunca evita la agresión: todas estas palabras salen de la misma raíz. Se sabe menos de esto en los momentos en que parecen caer los dominios estatales; se sabe más cuando esos dominios se van recuperando. Gracias al 2001, la odisea en el espacio de nuestra memoria social, nuestras discusiones continúan en relación a si era preferible saber menos diciendo mociones de orden o bien lanzando ideas bajo las araucarias, o saber un poco más dentro de las texturas sociales recompuestas, que hablan de liberación pero están obligadas a tomarse ellas como precondición de ese magnífico acontecimiento. No es nada nuevo, célebres textos hablan sobre todo esto. Lo bueno fue haberlo vivido.

[publicado en el suplemento especial de Página|12 “De 2001 a 2011: Qué pasó. Qué cambió.” Editado el 19 de diciembre de 2011]

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