El sacrificio de Narciso // Florencia Abadi

 

El sacrificio de Narciso (seis tesis sobre el narcisismo)

Por Florencia Abadi

 

I. El narcisismo y el egoísmo se oponen

Contrariamente a lo que suele afirmarse, Narciso no se ama a sí mismo. Se enamora de su imagen, y se suicida en el intento de abrazarla. Le entrega así nada menos que su vida. Narciso es, en el fondo, una figura sacrificial: sacrifica su vida a su imagen.

Por eso, la definición freudiana del narcisismo como “el complemento libidinoso del egoísmo” no hace justicia al mito. El narcisista está lejos de ser un egoísta: el egoísmo, entendido como la prioridad otorgada a la propia persona (en caso extremo sin miramientos) por sobre lo demás, sería de hecho el camino de su cura. Aquí ocurre lo opuesto: el narcisista se posterga a sí mismo para ser amado por el otro. O mejor dicho, para sostener una imagen ideal que supone condición del amor del otro.

En el vínculo de Narciso con su imagen opera un tercer elemento: la madre, figura primordial de la alteridad. En las Metamorfosis de Ovidio, la fuente más relevante en relación con el mito, el papel de Liríope es tan sutil como indicativo: “La ninfa, hermosísima con su acrecentado vientre, dio a luz a un niño (y ya entonces era digno de ser amado) al que llamó Narciso”. La hermosura le corresponde a su embarazo, y es ella quien le pone el nombre solitariamente (como corresponde al hijo de una violación, y es el caso). Si Liríope es una ninfa del agua con nombre de flor, el hijo se convertirá al morir en una flor de agua que llevará su nombre. Una identificación con la madre que se realiza precisamente a partir de la muerte sacrificial del héroe.

 

II. El narcisista sacrifica su cuerpo para sostener la imagen ideal

La visión dominante del narcisismo destaca su carácter monádico: reflexividad total, autoerotismo patológico, amor propio exagerado. Sin ventanas, una libido que se muerde la cola. El otro allí no tendría ningún lugar, desaparecería. Sin embargo, el que desaparece en la lógica del narcisismo es el propio narcisista, como lo muestra con toda claridad el mito. La mónada existe, pero en ella el otro es todo y él nada.

El narcisista no mimetiza su deseo con el del otro, sino que ignora –desconoce, no interroga siquiera– el propio en pos de cumplir con el ajeno. Se dirá que el deseo es siempre el deseo del otro. Pero el sacrificio no pertenece a la esfera desiderativa: es del cuerpo. El narcisista entrega su cuerpo –es decir su descanso, su alimentación, su placer– para satisfacer deseos, exigencias, expectativas. El narcisismo está lejos de llevar a cabo un culto al cuerpo, como a veces se afirma; su culto es siempre a la imagen (que puede ser también imagen del cuerpo). El narcisista quiere rendir pero más bien se rinde, y café y pastillas mediante hace de su organismo una variable de ajuste que somete a todo tipo de padecimiento.

 

III. El narcisismo es compasivo

Si el egoísta se prioriza, responde a sí mismo y en eso enoja al otro (pone un límite a su deseo), el narcisista no puede hacer lo mismo porque el otro es portador de su imagen (a la que él se debe). En realidad, no es que no pueda dañar al otro, lo que no puede dañar es su imagen. Teme que frustrar al otro genere una caída de la idealización que supone sostén del amor. A partir de esa imposibilidad de decir no, aparece lo que podemos llamar “compasión narcisista”: la compasión por ese otro a quien el narcisista le supone un sufrimiento intolerable frente a su negativa (tan importante se cree). Dice del otro, permanentemente, “pobre”, y a partir de allí, paradójicamente, es él quien se sacrifica. Busca “llenar sus agujeros”, estar siempre para el otro; cumple, cede, hace lo que esté a su alcance para evitarle toda frustración.

 

IV. El narcisismo es una forma de autodesprecio

En las antípodas de lo que suele afirmarse, el elemento esencial del narcisismo es el autodesprecio. El narcisista se desprecia en su interioridad, pero sobre todo en sus acciones. Su suicidio tiene que ser comprendido en su dimensión estructural: se suicida a diario, en sus acciones y decisiones cotidianas, en las que entrega su cuerpo y su vida para sostener la imagen de sí mismo. Cree que asimilándose a esa imagen podrá tapar su ser que lo avergüenza: solo así conseguirá que no se note quién es. “Que no se note que no valgo”, piensa. El aplauso que en apariencia busca no le provee en absoluto una fiesta egoica, sino apenas alivio: significa que pudo esconder, una vez más, la imagen degradada que tiene de sí. (Lo sabe el estudiante que necesita con angustia un 10 en cada examen.)

Detrás de todo narcisista hay un falso self. El gesto espontáneo del sujeto queda aniquilado. La autenticidad (que es mucho más que jerga irracionalista) le es completamente ajena. No casualmente es la ninfa Eco la amante de Narciso: un reflejo sonoro que no tiene voz propia.

 

V. El enamoramiento (narcisista) no es amor ni es deseo

En el enamoramiento se goza de ser objeto de la idealización de un otro que a su vez ha sido idealizado: este círculo libidiniza masivamente la imagen del yo. Este enamoramiento no solo se distingue del amor (que supone la investidura de un objeto, y no de una imagen), sino sobre todo del deseo, que está atravesado por la herida que supone la falta de libertad, lo que se impone al sujeto más allá de su bienestar. El narcisista solo conoce el dolor del rechazo. La herida narcisista es un “no” de otro: el otro puede no enamorarse. Cuando esto sucede, el narcisista se castiga, y el autorreproche junto a la necesidad de enmendar un presunto “error” cometido se adueñan de su conciencia. Cree haber fallado, supone que no colmó al otro, cuando simplemente no despertó su idealización amorosa. Imagina que el otro no se enamoró porque lo ha visto incompleto, cuando en realidad el otro sencillamente no se enamoró. La herida es vivida como una confirmación de sus sospechas: no merece más que el desprecio.

La herida narcisista es una inscripción de lo real en la imagen, una “caída en la realidad” de que esa imagen del yo, vinculada con la completud, es una mera idealización. La realidad no se adecua, y a su vez se impone. Como en el proceso de duelo, el arduo trabajo que se le exige al sujeto es la aceptación de esa realidad.

 

VI. Tres estadios de la noción del narcisismo: amor propio, ideal y sacrificio

Antes de la introducción por Freud del concepto de ideal (1914), no se había ido en la lectura del narcisismo más allá de las ideas de autoerotismo y amor propio. Ni Havelock Ellis (1898), ni Paul Näcke (1899) ni Otto Rank (1911) dan un paso en la dirección del descubrimiento de la imagen ideal como fundamento de la estructura narcisista. En el escrito de Rank la idea del amor propio es recurrente (“el narcisismo, es decir, el amor a sí mismo”, “amor narcisista por la propia persona”), sin que aparezca jamás la sospecha de que no es de sí mismo de quien está enamorado Narciso. Sin embargo, Freud no advirtió la dimensión sacrificial de la estructura narcisista. Esto no solo puede observarse en la vinculación que trazó entre narcisismo y egoísmo, sino sobre todo en el concepto de “sentimiento de sí” (Selbstgefuhl), que alude a la gratificación del sujeto narcisista cuando cumple con el ideal. Si lo que se entrega es todo, esa satisfacción no vale absolutamente nada. El desplazamiento desde la idea de amor propio hacia la de ideal fue un primer despertar teórico, pero para comprender a Narciso aún debemos recorrer el camino que lleva del ideal al sacrificio.

 

* Este texto es un capítulo del libro El sacrificio de Narciso publicado en Argentina por Hecho Atómico Ediciones en el año 2018 y en España por Punto de Vista Editores en el año 2020.

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